sábado, 17 de junio de 2017

¿Para qué sirve analizarse y cuánto dura un análisis?





Preguntas Frecuentes               

    ¿Qué es ser Lacaniano?

    ¿Para qué sirve analizarse y cuánto dura un análisis?

    ¿Cuándo se utiliza el diván?

    ¿Cómo se supervisa un caso?

    ¿Por qué alguien puede elegir un analista y no otro?

1- ¿Qué es ser Lacaniano?

La pregunta es oportuna en varios sentidos.  Primero, en un sentido técnico e histórico.  Segundo, en un sentido coloquial.  Comienzo por este último.  Parecería que hay siempre que contestar con la archifamosa respuesta que Lacan dio en la oportunidad que le preguntaron si había un nuevo pensamiento lacaniano en el mundo.  Él contestó: yo soy freudiano.  Se sabe que esta respuesta tiene varias connotaciones.  Primero que él no podía contestar de otro modo cuando su tesis histórica social reza retornar a Freud.  Segundo que la idea es que en esa respuesta se escuche la protesta hacia el postfreudismo, Anna Freud a la cabeza, donde se ha querido unir la causa freudiana a una pedagogía y hasta a un simbolismo infantil de fuerte estirpe.  La idea es que al decir “yo soy freudiano” se escuche “no hay otra manera de leer a freud más que la que lacan ha hecho”. Sabemos que Lacan ha inventado, a ciencia cierta, algo más que una letra; algo más que el objeto-a (que no deja de ser letra): ha inventado mucho y se ha forzado para que sus inventos clínicos estén adheridos a la enseñanza del Maestro Vienés. Pero hay algo que a veces no entiendo y es esa manía de muchos lacanianos contemporáneos que se privan de llamarse lacanianos porque parecería que están violando la palabra del Maestro Francés.  Seamos realistas: Lacan era Freudiano; nosotros –quienes adherimos a la causa freudiana leída por Lacan- somos lacanianos.  Me parece que esa especie de prurito de obviar el mote; es un inmenso prejuicio de pensar todo lo que la palabra Lacaniano tiene implícita en su connotación social y, sobre todo, en sectores reaccionarios del mundo.

Pasemos al otro punto; el técnico, que –obviamente- se relaciona con este. Porque algunos –y no sólo gente no relacionada al campo psicoanalítico sino los propios analistas- creen que ser lacaniano es tener un consultorio en cierto barrio, moverse o gesticular como Lacan, cortar la sesión a los diez minutos o quizás incluso vestirse de negro.  Personalmente sé de colegas que piensan así aunque no lo dicen, obviamente… La alienación es total.  Pero veamos: Lacan iba a visitar a sus pacientes, si era necesario; Lacan hacía sesiones de hora y media; Lacan también escandia las sesiones –pero no es lo mismo un corte no programado que atender diez o veinte minutos en forma standard-; Lacan fue quien pronunció “no me imiten; no busquen Amos…”; Lacan tenía pacientes cara-a-cara por años enteros… etc.

Por supuesto, sabemos que cuánto más alienado está el sujeto –en este caso el analista que pretende ser más Papista que el Papa- más inseguro se encuentra… por eso se cometen disparates tales como no dar un vaso de agua; o no hablarle al paciente en el ascensor; o no contestar un llamado telefónico; etc, etc, etc… Muchos etcéteras que uno se va enterando con el correr de la vida y que uno no puede creer que sea cierto.  Incluso analistas que se rajarían la vestidura si tienen que besar a un paciente; cuando en realidad  -como todo contexto- en Buenos Aires hasta la policía se besa en la calle cuando se saluda; y es mucho más ridículo no besar a un adolescente o a un paciente de nuestra edad; que estrecharle la mano con esa frialdad que nada tiene que ver con un procedimiento de escucha.

Yo creo que ser lacaniano es –precisamente- posicionarse con una escucha diferencial que, ipso facto, implica un procedimiento ético de lo inconsciente freudiano.   Una escucha, una lectura del texto del analizante, que no excluye el hecho de escuchar un pedido de ayuda puntual –e incluso si es necesario un consejo oportuno sin por esto hacer conductivismo o algo por el estilo- o manejar ciertos semblantes que, en cada momento de un análisis, sean necesarios para llevar a cabo una inscripción significante.  Un analista lacaniano no es un ogro serio, apático o frío… quienes se posicionan en ese estereotipo incluso diría que ni siquiera es por mimesis sino por síntoma. Y, como siempre, no asombra encontrar analizantes que pagan por eso y se sienten orgullosos de tener un analista tan cero pasional –que nunca demuestra un compromiso afectivo con nada- y que incluso posee su consultorio con una asepsia parecida a un quirófano.   Como decía Leo Mashlía, que el analista ponga cara de culo no quiere decir que ejerza la neutralidad.


 2- ¿Para qué sirve analizarse y cuánto dura un análisis?

Vayamos de entrada a una cuestión obvia pero necesaria de aclarar: el psicoanálisis no sirve para dejar de sufrir: lo que Freud descubre es que el cuerpo –el aparato psíquico- es un lugar de conflicto por definición… por eso Lacan ha dicho: el cuerpo está hecho para gozar.  Gozar demasiado es un problema… Acarrea culpa, enfermedad, muerte. Por eso los neuróticos escapan a eso con un deseo siempre insatisfecho… La Histérica es la figura por excelencia de este principio lacaniano.  Pero una vez a Freud una paciente le preguntó que podría hacer el psicoanálisis por ella; y él respondió con una frase hoy muy conocida: “pasar de la miseria neurótica a la desdicha –o al infortunio, depende la traducción- cotidiana…” Es decir: una cosa es sufrir como un neurótico desdichado ad infinitud y otra cosa es poder soportar el sufrimiento que toda vida conlleva desde su primer grito.

Quien ha realizado un análisis siempre advertirá que algo se ha modificado; aunque no sepa bien qué… Ahora, el paciente llega, vía la angustia, con un síntoma.  Y, en ese caso, uno podría afirmar que si ese síntoma que lo hacía sufrir desaparece –o se transforma- entonces hay una cura.  Esto lo digo con cierto entrecomillado porque a mi juicio el análisis no cura nada; ni mucho menos previene.  La estructura no tiene cura ni se puede prevenir lo inconsciente.  Por otro lado hablar de cura es ya posicionarse desde un lugar médico, científico.  La cura está en oposición a la enfermedad; y yo afirmo que la enfermedad no existe, y menos la enfermedad-mental como cientos de cientos de congresos, auspiciados por analistas, se encargan de proclamar y titular en sus encuentros: está bien para un Estado hablar de Salud Mental; pero me parece que el analista que habla de eso –y que además dicta congresos sobre eso- no tiene la menor idea de lo que descubrió Freud. Eso sí: la enfermedad no existe pero sí existen los enfermos; los que se saben enfermos… Lo explico rápido: una persona puede ser paralítica; puede incluso haber tenido cinco o diez operaciones de cáncer; puede tener toda la dentadura cariada; y no considerarse enferma.  Otra, puede no tener nada científicamente comprobable por análisis, radiografías, etc; y sentirse enferma. Simple.  Como dice Georges Canguilhem, la enfermedad es un concepto vulgar y no científico.

 Finalmente; un análisis no debe ser simplemente un procedimiento de lectura sobre el texto del analizante.  Debe servir para inscribir algo en el orden de lo que Lacan llamó “un nuevo significante”… y la función le corresponde al analista… por ahí pasa mucho el famoso “horror al acto” que hace que se abandone la partida.  Yo hasta diría que un análisis, si bien no pretende discurrir sobre el pasado sino sobre el presente; tiene que modificar el pasado.  Sino es imposible la inscripción.  Y aquí radica, creo, esa famosa frase de Freud de los tres imposibles: educar, gobernar y analizar.  Pero en eso estamos, porque hay deseo.

Es decir que el nuestro es un oficio imposible que trata de modificar algo del pasado para inscribir algo en el presente con el objetivo –no de recordar- sino de olvidar: la histéricas sufren de reminiscencias; famoso apotegma de Freud.

 Con respecto a la duración; habría que hablar del comienzo.  Creo que depende de cómo comienza, cuánto dura y cómo termina.  Por eso cada analista deberá hacerse cargo de esto para cada caso.  Uno como analista debe, es un derecho y una obligación ética, insistir sobre el motivo de consulta –sobre el síntoma charlatán que debe ser desplegado- y no dar por supuesto absolutamente nada.  Hay pacientes que tienen muchos problemas: adicciones, falta de trabajo, soledad, ansiedad, miedo a volar, o incluso –lo digo irónicamente pero para que se entienda el concepto- tienen que tomar el colectivo a las cuatro de la mañana para ir a trabajar… muchos problemas… Eso no quiere decir que estén sentados frente a nosotros para resolver ESOS problemas… quizás vengan para hacer el duelo de la muerte de un ser querido o para poder dar la última materia de la facultad.  Hay que preguntar y no dar por supuesto.  Es como si llegase un gasista a la casa de uno y este profesional, con cierta tendencia a hacer de todo un síntoma, comienza a oler gas en las escaleras… pero cuando llegar le dicen que lo contrataron para cambiar  la garrafa porque está muy dura la manija… Digo una boludez para que se entienda lo siguiente: esa familia está acostumbrada a vivir con la pérdida de gas (quizás incluso se muera de eso); es decir tiene una manera de gozar… pero lo que le importa es que alguien le de vuelta la manija de la garrafa para poder seguir cocinando…  Ahora claro: con el correr de un análisis la idea es que la familia cocine y no se ahogue… es decir, se modifique algo en el orden de ese goce.  Por eso se podría diferenciar la demanda del síntoma.  Sabemos que hay cosas que al paciente lo está matando lentamente; incluso cosas nimias como que tenga 30 años y siga viviendo con sus padres; pero no tenemos la lámpara mágica como para adivinar científicamente si eso le impide ser feliz.  Algunos sujetos mueren felices, aunque prematuramente.

El final de un análisis depende, pues, de la apertura.  De pensar que todo síntoma esconde algo en el orden sexual, de la satisfacción sustitutiva. En pensar que el goce fálico del síntoma puede transformarse en Otro Goce que de lugar al término creado por Lacan: el sinthôme.Convivir con el síntoma de una manera "pacífica".

El famoso escrito de Freud, “Análisis Terminable e Interminable” creo que hay que leerlo de  dos maneras: el análisis es interminable porque uno siempre habla; por tanto siempre cometerá fallidos, producirá sueños y hará síntoma. Pero uno no siempre le habla a un analista.  En la fórmula creada por Lacan del Discurso Amo; en la zona inferior (donde se lee el matema del fantasma) tenemos la economía del síntoma y su atravesamiento… Uno siempre habla pero no siempre le habla a un analista.  Y hablarle al analista no es hablar a un cura, no es una simple confesión.  El analista, a diferencia del cura, sabe que cualquier cosa que uno diga va a ser usado en su contra.  “Tu eres Eso” –dirá Lacan; es decir que el analista –muy antipáticamente- propone que al rol de víctima con el que el paciente se muestra; se le devuelva su responsabilidad frente al conflicto.  A diferencia del cura; el analista cree y debe hacer creer al analizante, en lo que Freud ha llamado inconsciente.  A diferencia del cura, el analista sabe que el paciente dice más de lo que dice, o de lo que calla.

Se podría decir, también, que en cada sesión debería haber un final de análisis.

3- ¿Cuándo se utiliza el diván?
 
El diván no es un mueble de decoración.  Esta aclaración obvia no la es tal cuando uno escucha a colegas que están tan preocupados por el tipo o estilo de diván que van a poner en su consultorio. Incluso, por extensión metafórica, llamamos diván a una cama; y –como decía Lacan- mejor tener una cama porque se trata de “problemas de cama”…  Por lo tanto el diván requiere de cierta muñeca del analista.

Hay pacientes que no quieren usarlo nunca; y otros lo piden en la primera entrevista.  De estos últimos son de los que hay que estar más advertidos; porque responder a esa demanda puede ser muy iatrogénico; por más que uno sepa que ese paciente ya hizo diván con otros analistas.

El analista no trabaja con el saber del otro; ni del otro analista ni de un médico.  Debe escuchar a cada paciente como si fuese la primera vez; aunque ese paciente estuviese hace años en análisis.

No nos va a sorprender que un paciente que dice haber tenido muchos análisis previos con diván; y que pida el diván en la primer entrevista; después de dos o tres entrevistas previas comience a faltar o a desplegar resistencias típicas de todo neurótico.

Particularmente yo no ofrezco el diván si no estoy bastante convencido de que el analizante quiere laburar de verdad.  Y esto es un tema; porque un pedido de análisis es, ante todo, una demanda de amor.  Es decir entonces que el analizante –en un principio- está ahí para ser amado, no para hacer análisis. Y si es neurótico entonces es como un niño que pide los brazos.  ¿Y, entonces, cómo vamos a recostar a un niño? ¿Cómo vamos a privar de la mirada nuestra a alguien que necesita no sólo ser escuchado, sino ser mirado?  Es un punto delicado saber cuándo el paciente está en condiciones de prescindir de la mirada del Otro. Y también es un tema delicado hacer un diagnóstico de estructura.

Analistas que se estereotipan llevando a todos los pacientes a diván en tres o cuatro encuentros; realmente están cometiendo una atrocidad. Y esto no sólo se hacía en una época muy lacaniana en Argentina, sino que se sigue haciendo aún. El psicoanálisis es –por definición- el caso por caso.  Es como decir: “a ningún paciente beso, a todos les doy la mano…”-  Decir “ningún”, decir “todos” es ya no hacer psicoanálisis: eso es estadística pura.

A veces en los controles se escucha que el analista dio un pase a diván sin saber ni cuándo ni porqué lo hizo.  Contar un sueño, asociar un fallido, llegar puntual a la consulta, no es un principio de pase a diván.  Eso es quedarse en el registro simbólico-imaginario.  Hay que ver el real de cada caso.  He conocido psiquiatras que trabajan con diván sin siquiera ser analistas a los que le he preguntado cómo llevan al paciente al diván y me han contestado: “lo llevo… después de algunos encuentros…” Bue… una escala zoológica bastante amplia.

Por otro lado, no hacer el pasaje a diván porque el paciente no quiere es también otro tema delicado.  Hay analistas que dan el pase a diván sin previo aviso. Yo no hago eso. Más bien invito al paciente al diván una sesión antes; para estudiar la reacción o los comentarios posibles.  Si bien a veces puedo llegar a ofrecerlo sin discutirlo; tampoco puedo obligar a un paciente a volar en avión si tiene fobia a las alturas… Es, como siempre, el caso por caso.

A veces –y esto también se escucha en los colegas- se tiene el paciente en diván pero no hay análisis en absoluto; y a veces se está analizando muy bien sin la utilización del diván.  “Analizar bien” es un tema a discutir pero básicamente quiere decir: el paciente hace algo con el goce que lo perturba.
  4- ¿Cómo se supervisa un caso?
 
A veces me han llegado mails para supervisar por escrito; otras veces a través de un MSN… es todo un tema.  A ver: consideremos que hay dos maneras básicas de control: el analista lleva el caso con apuntes escritos y lee cosas frente al analista-de-control; o bien el analista DICE, deja caer, el caso frente a su analista.  Por supuesto yo creo en este segundo método ya que el análisis es siempre del sujeto que tenemos enfrente… es como suponer sino que la Madre de la que habla el paciente es la Madre de la realidad y no de su fantasma.

Un control es un análisis en si mismo.  Primero porque no se analiza en sí “el caso” sino el real de analista.  Segundo porque el analista escucha a su colega y no “el caso”.  Tercero porque lo que está en juego es la operación transferencial y técnica de ese análisis en particular que se trae a supervisión. De hecho funciona perfectamente como un análisis común: se puede cortar la sesión, hacer asociar un fallido del analista-supervisante; etc. Como dijo Lacan, el análisis es análisis a secas.  Yo creo que es tan así que cuando un analista lleva a supervisar un caso, no es en cualquier momento cronológico; sino en un momento lógico donde el caso está haciéndole síntoma.  Por tanto, hay un real del analista en juego. Por tanto es perder tiempo, o hacer simplemente discurso universitario, que el analista que pide control lea el caso: el caso tiene que ser ofrecido sin leer a la escucha del colega elegido en transferencia, como todo análisis.  Y el analista tiene que leer el discurso que se despliega frente a él.  Leer un caso, traerlo escrito, es ya otro síntoma.  De hecho se le pide al analista que no lo haga; pero tampoco podemos obligarlo… si es tan imperativo para él –y a veces tan justificable como “no me quiero olvidar de nada”- por algo es; lleva a interpretarlo.

También es cierto que hay colegas que hacen psicoanálisis grupal; o supervisiones colectivas, etc… Pero, en lo particular, no creo que eso sea realmente eficaz.  Estamos olvidándonos de que también el colega tiene un fantasma.  Y hace síntoma.

5- ¿Por qué alguien puede elegir un analista y no otro?
 
Por varias razones.  Si de “elección” hablamos, lógico; porque muchas veces –obras sociales mediante- el paciente no puede elegir mucho. (Aunque sabemos que uno siempre elije).

En general la elección más consciente suele caer en pensamientos tales como “vive cerca”; “cobra poco”; “cobra mucho y debe ser bueno”; “se parece a un novio que tuve”; etc etc.  Esas son justificaciones.  Pero, como sabemos desde Freud, la elección comienza en otro plano.  Con el correr del tiempo uno debería advertir que algo más de lo imaginario se juega en ese “espejo”… Es decir; es como pensar que una persona se enamora de la otra por el color de pelo o por la altura o por si tiene mucha o poca teta.  Se necesita algo más que eso… o algo menos.  Es cierto que como dijo Lacan el analista tiene que “tener tetas”; pero se está refiriendo a poner-el-cuerpo y a algo en el orden de lo imaginario.  Pero la elección pasa por otro plano más sutil. El paciente que nos escucha, nos ve en una conferencia; o incluso se topa con nosotros en el pasillo del edificio cuando sacamos la basura; está registrando otra cosa y no simplemente el plano imaginario.  Se entra quizá por eso: “viste de corbata, debe ser serio” o “viste simple, debe ser al pan pan y al vino vino…”  o “vive en villa freud: debe saber mucho…”  Pero hay algo en otro orden que incluso el paciente desconoce y que transfirió inevitablemente en la persona del analista.

A veces impacta advertir que nuestro consultorio tiene a todos los pacientes con cierto común e inconsciente denominador, más allá del sufrimiento lógico y de las diferencias de cada caso.  Con el correr del tiempo yo puedo darme cuenta que ese común denominador pasa por cierto Rasgo Unario de identificación inconsciente.

Sin embargo, es cierto, el orden imaginario cuenta mucho.  Hay pacientes que nos elijen por haber leído un escrito; otros porque somos jóvenes; otros porque somos viejos; otro porque somos del mismo sexo; etc.

Cuando llega a mi consulta un paciente que ha leído algo mío yo suelo preguntar qué, porque muchas veces eso ya habla de cierto malestar; pero igual el paciente en general no va a decir exactamente qué línea (del escrito o del trazo de mi persona) ha hecho que me visite para desplegar su dolor.

Creo que lo importante es que, más allá de ese imaginario, el paciente perciba que las dudas de su elección son coherentes; que entregar su angustia y su síntoma a un desconocido no es cosa de todos los días; que tiene derecho a saber cómo trabajamos; y, fundamentalmente, que nos perciba honestos.  Honesto no quiere decir que no vamos a hacer cierta trampa si es necesario (porque también semblantear un objeto es ya hacer-como-si; y eso no lo hacemos porque somos mentirosos en sí mismo sino porque estudiamos el caso por caso y consideramos que muchas veces es necesario decir cosas que –si fuese un amigo por ejemplo- no la diríamos; está dentro de la maniobra transferencial del análisis); honesto quiere decir que no le estamos vendiendo ninguna panacea universal, ninguna píldora de la felicidad; ni queremos hacerle perder tiempo ni especular con su dolor.

 Lic. Diana Gurny en coincidencia con las respuestas de Marcelo A. Pérez

LOS VARONES ANTE EL AM@R Y LAS MODALIDADES EROTICAS


“Te quiero sin saberlo”

Muchos hombres, neuróticos obsesivos, se protegen –sostiene la autora– mediante “enredos laberínticos”, ya que “a la hora del amor temen ser devorados por un Otro que desea”; así “evitan encontrarse con la mujer de sus deseos o quizá de sus sueños”.


La histeria se queda con las ganas en el amor, sosteniendo siempre que existe una mujer que las tiene todas; y el obsesivo sufre en secreto haciendo de su vida un via crucis permanente que hace imposible acceder al objeto que causa su deseo. Y, como la dimensión amorosa se teje en la trama misma de la neurosis, el problema del amor siempre se presenta con la modalidad típica de la histeria u obsesión. ¿Pero por qué el amor es un problema? Amor y castración van de la mano: el amor implica siempre un encuentro con la propia falta; “Me haces falta”, se dicen los enamorados. Y esto en los hombres tiene una relevancia sustancial: reconocerse en falta es feminizarse.
En realidad, la posición frente al amor es siempre femenina: así, representa una dificultad mayor para hombres que para mujeres, aunque éstas no se quedan muy atrás, sobre todo en estos tiempos en donde encontramos una tendencia creciente a la virilización en el mundo femenino, tal como lo sostiene Lêda Guimaraes (“El estatuto de la feminidad en nuestros días”, en Revista Logos Nº 7, Buenos Aires, Grama Ediciones, 2012). Un hombre que se asume enamorado corre un alto riesgo: castrarse. Cuando el hombre, tocado por el amor, no puede tolerarlo, suele ponerse al reparo permaneciendo en una posición que lo resguarde. Protegerse contra los riesgos que ocasiona enamorarse es una respuesta típica en los hombres, y la coraza protectora puede adquirir múltiples modalidades de presentación.
Una de ellas es el cálculo: es una situación muy común y la encontramos en el conjunto de argumentos que los hombres construyen para no involucrarse con una mujer que, sin embargo, les interesa. Es muy probable que el cálculo sobrevenga cuando ya el hombre ha sido tocado por una mujer que le importa, aunque también se puede ubicar previamente, en la serie de pensamientos que –con muy buenos argumentos, tal vez los mejores, para abonar la idea de mantener distancia– impiden el acceso a ella. Esto da como resultado que él no pueda llamarla ni decirle nada o mostrar algún signo de interés. Esta actitud tiende a alejar a cualquier mujer que pretenda tener una relación estable con un hombre, ya que abona en ella la idea de no ser deseada.
El obsesivo va en el sentido contrario al objeto que causa su deseo. Bernardino Horne lo ha formulado con precisión al afirmar que “La neurosis obsesiva es una burocratización de la fobia”. Es una manera clara y certera de presentar a la obsesión hermanada con la fobia: un disfraz de enredos laberínticos que preservan al sujeto del encuentro con la falta. Pero, ¿cuándo se precisa una fobia? La fobia se instaura cuando el sujeto se encuentra con una falta que tiene para él estatuto de abismo, es decir de ilimitado; el peligro es perder el ser bajo el signo del fantasma de devoración, como enseña Lacan en el Seminario “La relación de objeto”. A la hora del amor, el obsesivo teme ser devorado por un Otro que desea. Por eso le resulta mucho más fácil someterse a cualquier requerimiento que se imponga dentro de los cánones de la demanda y evitar encontrarse con la mujer de sus deseos o quizá de sus sueños.
Otra forma en que esta caparazón se presenta es la de lo efímero. Es muy frecuente en las relaciones hoy en día, donde abundan los encuentros ocasionales, el acceso rápido, lo pasajero y lo fácilmente olvidable. Son todas formas de preservarse o de no involucrarse en una relación donde el deseo esté comprometido. Tal vez sea ésta la nueva vestidura del anacrónico “don Juan”, posición viril o masculina que hoy encontramos tanto en hombres como en mujeres.
Y también está el rechazo; éste suele presentarse bajo una modalidad renegatoria: hacer como si nada hubiera ocurrido y afirmarse en la convicción de que la vida puede seguir perfectamente bien, igual que antes. Lo que está renegado en este caso es el acontecimiento amoroso. Alain Badiou es quizá quien lo explica de la mejor manera: “El amor se inicia siempre con un encuentro. Y a este encuentro yo le doy estatuto –de alguna manera metafísico– de acontecimiento, es decir, de algo que no ingresa en la ley inmediata de las cosas”; “El encuentro entre dos diferencias es un acontecimiento, algo contingente, sorprende. Las sorpresas del amor” (Alain Badiou, Nicolás Truong, Elogio del amor, Paidós, 2012). El movimiento renegatorio es un empeño en no dar lugar, porque, como dice Badiou, el acontecimiento como tal no ingresa ni encaja en la ley inmediata de las cosas, es decir en nuestro mundo previo. Por eso un encuentro-acontecimiento divide el tiempo en un antes y un después. Muchas veces se requiere de gran coraje para asumir los efectos de ese encuentro que altera lo preestablecido, cambia el programa calculado de antemano.
Pero vayamos ahora al “seguro contra todo riesgo”, expresión que también emplea Badiou en esa obra. Muchos hombres, y también mujeres, intentan hacer del amor un lugar de seguridad absoluta, donde el riesgo sea cero. Intentan construirse un modo “seguro” de vincularse que, a los seres atravesados por la sexuación, los proteja de la posibilidad de enamorarse. “¡Tenga el amor sin el riesgo!”, “¡Se puede estar enamorados sin caer en el amor!” “¡Usted puede enamorarse sin sufrir!”, ironiza Badiou. Bien sabemos que el amor riesgo cero es otra cosa que amor.
Veamos un caso: se trata de una relación que pareció funcionar durante años sin ningún compromiso de ambos. Se llamaban semanalmente o quincenalmente, por lo general muy tarde: así no se daba lugar a ningún programa sino como si fuera algo espontáneo, que se da cuando se da. El problema se suscitó cuando ella empezó a darse cuenta de que él le importaba. Entonces las cosas cambiaron radicalmente para ambos. Cuando ella advirtió que comenzaba a involucrarse mucho, le dijo a él que iba a alejarse, y el hombre la dejó ir. El no pudo-no quiso asumir compromiso alguno con su deseo. Este caso de la clínica es bastante común, y seguramente puede despertar distintas resonancias de situaciones similares. Es muy frecuente en hombres casados, que se vinculan con otra mujer “aclarando”, de antemano, que no van a llegar muy lejos en un compromiso, pero después se verifica que la relación llegó muy lejos en el tiempo, en la frecuencia y en la calidad de los encuentros. ¿Cómo se puede decir a priori cómo uno se va a manejar con un amor? ¿Cómo calcular anticipadamente los efectos que va a tener el Otro sobre uno?

¿Qué es una mujer?

¿Qué es, para un hombre, una mujer? En el Seminario “RSI”, Lacan formula la pregunta así: “¿Qué es una mujer, para quien está estorbado por el falo?”. Y contesta: “Es un síntoma”. Sabemos que el síntoma es una formación del inconsciente: si una mujer entra a formar parte del inconsciente del hombre, quiere decir que él se ha sentido tocado por ella. Y esto se manifiesta en los que Freud llama retoños de la formación del inconsciente: una mujer es sueño, es acto fallido, es lapsus, es síntoma. El deseo del hombre por esta mujer es más que claro, pero hay que poder admitirlo.
Luego, en el Seminario “El sinthome”, Lacan avanza en la formulación y dice que la mujer es para el hombre su sinthome: se ubica así como el nudo que anuda a un hombre. ¡Qué lugar! Aunque es importante precisar que el sinthome, cuarto nudo que hace que lo real, simbólico e imaginario se mantengan juntos, puede adquirir distintos valores. Por ejemplo en el “caso Schreber” –sobre el que escribió Freud–, el amor a su mujer cumple una función de estabilización subjetiva; pero el sinthome es el broche que, a veces como resultado de un análisis, anuda al sujeto cuando ha podido salir de la lógica que sustenta la neurosis. En este último caso se trata del lugar más preciado que podría tener, para un hombre, una mujer.

Con-sentir

Con-sentir, escrito así, conduce a un doble movimiento: por un lado, el consentimiento, en este caso consentir al amor; pero también la decisión de “sentir con”. Si antes hablamos de coraza, ahora se trata del coraje, como actitud necesaria en un hombre cuando una mujer se vuelve inolvidable. No todos los hombres pueden o quieren con-sentir, ya que esto implica un profundo compromiso ético. Ya sabemos que el deseo no es cómodo, cuesta, siempre se requiere pagar por él.
Cuando un hombre se dispone al amor, los efectos de alegría y entusiasmo se manifiestan rápidamente, pero cuando puede con-sentir al amor y deponer sus defensas, los beneficios son mayores, no sólo para él sino para quien elige caminar a su lado. Estos que ahora son dos diferentes pueden construir juntos un nuevo andar, que no es la sumatoria de uno más otro, sino algo nuevo que surge y se arma entre uno y otro. Uno no es siempre el mismo con cada pareja que tenga, uno es cada vez algo distinto y algo parecido, y abrirse a un nuevo amor es construir un nuevo espacio común.
Pero, para que esto sea posible, el hombre debe declinar algo de su interés fálico, es decir: feminizarse. Feminizarse en el amor no equivale a afeminarse. Feminizarse es una posición que al hombre lo enriquece y le suma virilidad. Es la decisión de con-sentir al encuentro con el otro y hacer de ese encuentro una experiencia inédita, única. Cuando el amor toca una verdad, su característica principal es la novedad.
Cuando una mujer cree en su hombre y sabe de su dificultad, puede ayudarlo, si él lo permite, a salir de su rigidez, de su armadura defensiva. Ella debe creer en él y él con-sentir a ella y a lo femenino que ella despierta en él; debe dejarse llevar por su amor. Consentir al acontecimiento amoroso, como encuentro siempre contingente, requiere una posición decidida frente al amor, que deje atrás el modo neurótico de existir.











 Según la  la concepción de la vida erótica de Braunstein, quien afirma que la polaridad histeria-obsesión de las neurosis puede dividirse cada uno de sus polos en una vertiente virginal y una vertiente promiscua, definiendo así cuatro “tipos” de elección neurótica de objeto: histérico virginal y promiscuo, y obsesivo virginal y promiscuo. De acuerdo con el Millmaniene, puede predominar de forma cristalizada algún tipo de elección, o bien observarse cómo se varía de un estilo a otro, o de una vertiente a otra.
El neurótico obsesivo representa en su síntoma su deseo reprimido, de tal modo que la elección amorosa recae sobre figuras que evocan rasgos o personajes de la historia edípica. Por tal motivo mantiene con su pareja un vínculo ambivalente. La escasa distancia simbólica de sus deseos y síntomas con las escenas originarias implica un alto goce, por lo que paga el costo masoquista de la culpa. El neurótico histérico, por su parte es incapaz de soportar la inevitable espera del encuentro, se precipita anticipadamente a éste y por querer encontrarlo demasiado rápido, lo pierde. La insatisfacción y el poco goce que procura el objeto determinan una equivocación infinita, dado que cada encuentro erótico desilusiona, en la medida en que “no era el objeto buscado”. El histérico no sabe realmente cuál es su deseo ni lo que quiere. Siempre necesita recurrir a otro – a quien le supone el saber- para que le organice su propio deseo. La pregunta histérica fundamental es cómo gozar desde la falta, dado que resulta enigmática la factibilidad del goce cuando no se posee el órgano fálico. Asimismo, las violentas preguntas histéricas hacia el hombre buscan evidenciar las impotencias e incapacidades del amo, desnudar su núcleo opaco en donde faltan las palabras y exponer el nivel más informulable de su deseo.

Del modo virginal, la organización de la vida erótica de la neurosis histérica consiste en la exclusión de la vida sexual, en pro de un romanticismo abstinente anclado en ideales de pureza virginal. La entrega al Otro desmorona la idea de completud y confronta al sujeto con su falta. De esta manera se confronta con frecuencia un modo de práctica perversa donde se excluye el sexo genital, dado que es la marca de la dimensión de la castración. En el modo promiscuo, se presenta un despliegue de actuaciones en la realidad que implican consagrarse a la búsqueda en el “afuera” del objeto fálico real, aquel que no se logró simbolizar ni introyectar, por motivo de unos padres desaprensivos, incestuosos o incapaces de instaurar la Ley. Esta vertiente del tipo de elección histérico supone una degradación de la vida erótica ya que supone la separación simbólica del pene del cuerpo del hombre, operación de castración que le genera un intenso goce. El estatuto precario del narcisismo supone un déficit de la capacidad de amar. La multiplicidad de vínculos eróticos da cuenta de una exigencia pasional de que “nada falte”, en tanto que se entroniza al falo. Al abandonar a un hombre por otro, exacerba en aquel la vivencia de abandono y desvalorización, dado que lo remplaza por alguien más fálico, alegando la incapacidad del primero para satisfacerla.
En el estilo obsesivo, el síntoma representa el castigo por la realización de un deseo reprimido, de tal modo que la elección que marca el destino de la vida erótica está sometido a la culpa y la expiación. Elegir una mujer prohibida y luego conducir la relación al fracaso, o bien castigarse optando por la mujer no deseada son modos paradigmáticos de expresión de este estilo. La angustia que produce la unión con el objeto anhelado conduce al obsesivo a la creación de un sistema de posposición del encuentro con éste, alegando que nunca es el momento adecuado. Se vive entonces retrasando el momento del encuentro, en una espera gozosa, ya que durante el tiempo pleno de éste nada se puede perder.
El neurótico obsesivo vive mortificado por la duda, se plantea a sí mismo dilemas indecibles, evitando de forma sutil la decepción inevitable que se suscitaría al producirse el anhelado y temido encuentro con el objeto. En el modo virginal las conductas abstinentes son frecuentes. La fuerte disociación de la vida sexual entre la pureza y la impureza carnal determina la exclusión de ésta última a los efectos de sostener un ideal de plenitud ajeno al orden de la castración. La postergación del acto lo ilusiona con el sostenimiento de un placer masturbatorio preliminar y prolongado que elude la confrontación con la falta. El modo promiscuo consiste, por un lado, en rechazar a todas las mujeres porque ninguna es Ella actuando al modo quijotesco o donjuanesco, o bien rechazarlas a todas luego de poner en evidencia la forma que adquiere la falla en cada una de ellas en función del “defecto” de la castración.

La psicopatología muestra que todas las organizaciones conflictivas de la vida erótica tienden a restituir de un modo u otro la figura de La mujer, más allá de construir el imposible significante fálico de la feminidad. El deseo del Quijote opera como defensa frente al deseo mismo, dado que siempre lo distancia de la mujer que puede constituirse como la preferida, optando algunas veces por una mujer indiferente a su deseo para mantener la figura de Ella anclada como imposibilidad en su fantasía. Las elecciones de pareja, sin embargo, deben instalarse sobre un objeto erótico que sea suficientemente cercano para despertar el deseo sin bloquearlo, y suficientemente lejano para alejar el goce. Las conductas promiscuas, en ese sentido, delatan la incapacidad de sostener una posición heterosexual, dado que se recusa a la mujer de su realidad, para terminar en la soledad existencial frente a la espera vana de la madre fálica.
De esta manera cobra sentido la expresión lacaniana sobre la dialéctica del amor por el dar “lo que no se tiene a quien no es”, mero intercambio de ilusiones eficaces que sostienen la ilusión de la completud. Con la emergencia de un nuevo producto en esta simbiosis, el hijo, en tanto objeto a, abre la fusión narcisista, posibilitando la separación de los amantes, obligándolos a que cada uno recupere su falta y se pueda identificar así mutuamente con la falta del Otro. 

Compilado y corregido por Lic. Diana S. Gurny

























Rovere,Los varones frente al amor.

Texto extractado del trabajo “Posiciones del hombre frente al amor”, que puede leerse en www.imagoagenda.com/articulo.asp?idarticulo=2135.