domingo, 25 de marzo de 2012

Lo que quiere Una Mujer


Se terminó el misterio. Se ha descubierto qué desea una mujer y Página/12 lo revela en forma exclusiva: sepa el lector por qué, “a pesar de los orgasmos, sigue dudando”, sepa por qué “la primera decepción viene de la madre”, sépalo todo. Si el lector no encuentra su respuesta, deberá intentarlo nuevamente.


¿Cuál es el lugar de la mujer? ¿Mejor estar sola que mal acompañada? ¿Qué quiere una mujer? ¿Gozan de lo mismo el hombre y la mujer? Con estos interrogantes comenzamos nuestro camino.
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Freud considera que, para una mujer, el hombre es fundamentalmente un padre, y, sobre todo, el padre del amor. O bien, peor, puede ser una madre, con los reproches de ella hacia él que esto ha de acarrear.
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Si él es para ella un padre o una madre, hará de la mujer misma un niño, ella quedará acoplada toda su vida al superyó. Freud cree que lo mejor que puede pasar es que un hombre, para una mujer, sea un niño: si lo es, como dice Colette Soler, traerá la paz, pero no la pasión.
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¿Qué es una mujer para un hombre? Una mujer para un hombre es el falo, o un objeto, o el síntoma, según Jacques Lacan. Según Freud, una mujer es, para el hombre, una madre o una puta; en este último caso, no satisfará al amor sino sólo al goce.
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Las niñas están prometidas al lugar del objeto, señalado por el discurso. Una niña puede convertirse en mujer, pero no parte de una respuesta acerca de cómo serlo: deberá recorrer un camino sinuoso, con obstáculos; será necesario que la niña cambie de zona erógena, de objeto, que cambie de meta pulsional, que pase de las pulsiones activas a las pulsiones pasivas para, finalmente, situarse como objeto.
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Freud se pregunta cómo un sujeto puede querer asumir este lugar de objeto: ¿cómo alguien puede subjetivar un rol que el discurso mismo no presenta como del máximo valor? De allí el acento freudiano sobre el dolor irreparable de la privación a la que la niña debe enfrentarse.
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Requisito de la transmisión de la feminidad es castrarse de madre a hija, hacerse objeto de desecho, borrarse como cosa que completa a la madre, para aceptar el vacío del objeto.
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La pregunta acerca del deseo materno es constitutiva de toda subjetividad.
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Como dice la humorista y escritora Gabriela Acher: “Yo soy insatisfecha por parte de madre”.
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En el libro de Marcela Serrano, Nosotras que nos queremos tanto, Sara, profesional exitosa, madre soltera, le pregunta a su propia madre: “¿Nunca te dieron ganas de volver a casarte?”. “Noooo, m’hijita: todos los hombres son malos; y los que no lo son, se mueren.”
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La madre deberá tramitar y aceptar su propia castración, para luego introducir en ella a su hija, sin hacer de la misma el objeto que complete su propia falta. Es, en la madre, el pasaje en la madre de tener el falo a ser un sujeto deseante: deseante de un hombre.

La madre está condenada a recibir el reproche porque está en el lugar del Otro de la demanda, de la demanda de amor, que es imposible de satisfacer: como tal, va a ser necesariamente decepcionante; la primera decepción viene de ella.
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Pero, también, la mujer encuentra en la madre la mirada que constituye el primer espejo: la transmisión de la feminidad es narcisizante.
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En el mito de Baubo, mito de la melancolía original de la mujer, Deméter ha perdido a su hija Perséfone, arrebatada por Hades, Dios de los Infiernos. En su camino se encuentra con otra mujer, Baubo, quien la consuela haciendo el gesto de levantarse las vestiduras para mostrarle su desnudez: le muestra lo que a ella también le falta, la reconforta con lo que no tiene. Con ese gesto, Baubo provoca la risa de Deméter, lo cual significa la salida del duelo por la hija perdida. Ese acto hace caer el luto.
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La risa caracteriza la posición de la mujer con respecto a la castración de la madre, que no es otra que su propia castración.
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En el hombre hay conjunción del goce y la satisfacción narcisista. En cambio, el goce femenino sobrepasa a la mujer, no la identifica: a pesar de los orgasmos, seguirá dudando sobre si es una verdadera mujer. Ella se fuerza por identificarse por el amor de un hombre: lo que espera de un hombre es que la haga valer como deseable, lo que quiere de un hombre es su deseo; ser dicha, ser reconocida como aquella que causa el deseo de un hombre. El narcisismo femenino es un narcisismo del deseo.
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Para Lacan, el goce netamente femenino no está regulado por la castración: puede ser experimentado, pero se torna indecible; la mujer es amiga de lo real.
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¿Qué quiere una mujer? Puede encontrarse la condición femenina, no en lo que la represente en el discurso sino en el lugar que ella pueda encontrar en el deseo (que es deseo sexual). Una mujer no puede decir lo que es como mujer sino lo que desea. Puede decir que lo que le falta es un hombre pero, a la hora de encontrar una respuesta que designe la relación entre hombre y mujer, como relación de deseo sexual, el lenguaje desfallece. No hay respuesta que indique la manera más segura de situarse para encontrar un partenaire con el que la relación de deseo esté garantizada, ni señal para una satisfacción que se conjugue con la satisfacción del otro.
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¿Qué quiere una mujer? Ella se sitúa entre hacer gozar y ser amada. Se confronta a ser dividida por el goce del partenaire, a ser sobrepasada por su propio goce y a una exigencia de amor imposible de satisfacer.
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Una mujer desea lo que no tiene, a partir de aceptar que ella no lo va a tener nunca, reconociendo que el varón es quien lo tiene y, por lo tanto, que en él está el símbolo de lo que es deseable para ella.
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Una mujer también quiere hacer hablar, que es hacer desear.
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Pero cuando los hombres ven a las mujeres desde la lógica masculina, desde la lógica fálica, dicen: “El deseo femenino es posesivo, ellas quieren castrarnos, atarnos, tenernos a su servicio, quieren quitarnos hasta la palabra, buscan en nosotros lo que les falta...”. Y eso, para un hombre neurótico, es demasiado, es angustioso, es insoportable.
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Las mujeres existen una por una, de manera singular, sin tener nada en común, no sólo con el hombre sino tampoco con otras mujeres.
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Los hombres, en cambio, quedan definidos en su condición sexual por la referencia al falo; de allí la queja tan frecuente de las mujeres, luego de una decepción amorosa: “Todos los hombres son iguales, lo único que quieren es eso”.
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El amor no resuelve la contradicción de los goces.
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El goce femenino es en exclusión: la mujer siempre está en soledad, mal acompañada. Para Colette Soler, la mujer cuya fórmula es “mejor mal acompañada que sola” ha comprendido que estamos siempre mal acompañados, incluso cuando estamos acompañados de lo mejor. Nunca se produce la fusión, la unión de los sexos.
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“Cuando miro hacia el pasado, el jardín me parece un sueño. Era hermoso, encantadoramente hermoso, pero ahora se ha perdido y ya no lo veré más.
He perdido el jardín pero lo he encontrado a él, y estoy contenta. Me ama tanto como puede, yo lo amo con toda la fuerza de mi naturaleza apasionada, y pienso que esto es propio de mi edad y de mi sexo.
Si me pregunto por qué lo amo, encuentro que no lo sé, y realmente no me importa mucho saberlo; supongo que esta clase de amor no es producto del razonamiento y las estadísticas. Pienso que así debe ser. Amo a ciertos pájaros por su canto, pero no amo a Adán por el suyo. Sin embargo, le pido que cante, porque quiero aprender a gustar de todo lo que le interesa.
No es por su inteligencia que lo amo, no, no es por eso. No hay que culparlo por su inteligencia tal como es, porque él no la hizo.
No es por sus maneras graciosas y consideradas ni por su delicadeza que lo amo. No es por su laboriosidad. No, no es eso. Pienso que es algo que lleva consigo, y no sé por qué quiere ocultármelo. Es mi única pena.
No es por su caballerosidad que lo amo. No, no es eso. Entonces, ¿por qué lo amo? Simplemente porque es hombre, pienso. Es fuerte y buen mozo, lo amo por eso y lo admiro y estoy orgullosa de él, pero podría amarlo sin estas cualidades. Sí, pienso que lo amo simplemente porque es mío y es hombre. Sencillamente llega y no puede explicarse. Soy Eva, sólo soy una chica y la primera que ha analizado esta cuestión.” Mark Twain, “Después de la caída”, en Diario de Adán y Eva.











Por Miriam Britez, Graciela Etchegoyen,

Marta Fargiano, Libia Nijamkin y
Patricia I. Torres *

Tres psicoanalistas conversan: el padre




Para hablar del padre y de la función paterna, hay que empezar por distinguir el padre genético del padre de la nominación, que es quien trasmite el nombre, que reconoce al niño como su hijo en el hilo de las generaciones.

Es frecuente que, poco después del parto, la madre caiga en la cuenta de que ha dado a luz a un ser biológico, y que sola no puede hacer de él un ser humano. Entonces hay un hombre a quién dirá: “no puedo”, y que le va a contestar, en nombre de la sociedad humana: “no estás sola”. A este hombre le llamaremos padre real. Aunque este acontecimiento pueda suceder en otros momentos, digamos que lo más corriente es que ocurra cuando una mujer pide el reconocimiento, la mediación con el mundo, al nacer el niño. La madre dice “sola no puedo” ante ese niño de carne y hueso.

Existen también mujeres que no quieren saber nada de su impotencia, en las que el deseo de asegurar su poder mítico absoluto, es decir un poder de vida y muerte, es el más fuerte. Este, aunque permanezca borrado de la conciencia, tiene efectos de lo más nefastos. Lo podrán reconocer al cabo de un trabajo psicoanalítico, ahí es cuando articulan la importancia del nombre como algo que las desata, las despega del niño. El niño es efecto del deseo de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, y no un objeto deseado, una coartada o una razón, es puro efecto del deseo.

Algunas mujeres viven de manera muy determinante el momento en que se le da al niño el nombre y apellido, lo que tiene un efecto de separación, de corte… indispensable. No hay un ser humano que no tenga nombre. Esto me hace pensar en los campos de concentración, en el intento de anular a los seres identificándolos con una matrícula: un número es algo intercambiable, y anula la filiación de un ser, eso por lo cual está introducido en su historia, en el orden simbólico, en la humanidad.

Una de las particularidades de la paternidad es que sea un hombre real, concreto, sea o no el genitor, el que soporte esa función simbólica.

Se suele decir que el psicoanálisis fue inventado en un momento en que la figura del padre decaía; me parece que la ley francesa de 1972, que instituye que la madre tiene capacidad para rehusar al padre, complica lo que anteriormente era el padre en nuestra sociedad, es decir el marido de la madre.

Leí un libro cuya tesis era: “Hoy en día, ya no hay padres, pero esto no tiene ninguna importancia, su función está retomada por distintas instancias de la sociedad.” Pues no, cualquier cosa no puede reemplazar al padre, tiene que estar encarnado por hombres… o mujeres a lo mejor, pero jamás será un ordenador lo que reconozca al hijo. El hombre está predispuesto a ocupar esta función de testigo, de paladín de la sociedad, del mundo simbólico, justamente porque él no puede tener hijos, por eso, por ser completamente impotente en lo que dar a luz se refiere, una mujer puede decirle su impotencia, y esperar una respuesta.

Curiosamente, un niño puede funcionar muy bien con un padre indigno: Hay veces en que uno se dice, “con un padre así …”. En realidad el niño se da cuenta que hay un hombre que ha aceptado ocupar un cierto lugar, tomar un papel imposible en cierto modo, (pues hacerse cargo del mundo simbólico es una misión imposible) respondiendo de ello y significando: éste es mi hijo o ésta es mi hija (esto es angustioso, pero no impide vivir). Son padres que liberan a su hijo de la angustia, a pesar de sus defectos, su indignidad, y al contrario, hay padres perfectos, modelos, que no tienen esa función de liberación de la angustia.

Se puede hacer más fácilmente el duelo por el padre ideal con un padre que no se toma por el ideal. El riesgo con esos hombres un poco sub-hombres es el lugar dejado a la madre.

No digo que eso sea fácil; me he encontrado varias veces con situaciones en que el padre era desastroso y el niño podía decir: “Ha tenido la valentía de reconocerme. No habrá hecho otra cosa más en su vida, pero eso si lo ha hecho.” Hay ahí algo difícil, complicado, pero que se puede conllevar.

¿Sería eso lo que transmite el padre?

Diría que es una función esencial del padre, el dar a conocer al hijo: “No podrás escapar a la angustia, pero es llevadero, se puede soportar”. En mi análisis personal, he hecho la experiencia de lo fundamental que es para mí que un padre se pueda reír con su hijo, es el símbolo de la función paterna, es decir, el padre que se apaña con su angustia, demuestra al niño que es superable, y comparte con él esta experiencia.

Cualquier padre es insuficiente, cualquier pretensión a encarnar al padre ideal es irrisoria.

Podríamos decir, como M. Safouan, que los padres completamente devaluados o los padres irreprochables son dos catástrofes equivalentes.

El padre real es el que se hace testigo, o portavoz, de la existencia y la función simbólica de la nominación. Es algo totalmente inalcanzable, misión imposible como decíamos, lo que va a dar sus límites a la pretensión de estar identificado con el padre ideal. En una vida se pueden encontrar sustitutos de padre real, personas que cumplen esta función. Es el que va a significar que hay que renunciar al padre ideal, hacer el duelo de esta figura. El padre ideal es también una fabricación del niño, lo labra a la medida de lo que no encuentra. Y será éste con quién el niño será siempre completamente ambivalente, el padre del crimen del padre; ése es, y gracias a Dios que el niño puede retorcerle un poco el cuello.

El padre que ríe con el niño, el padre real, es el alter ego, el semejante, otro hombre, con quién se puede rivalizar, con quién se puede tratar de hombre a hombre, o de hombre a mujer.

De hombre a hombre sí, pero no de hermano a hermano. Un hermano puede muy bien ejercer de padre, pero si un padre hace de hermano, de amiguete, no funciona. El padre que quiere hacer de hermano con su hijo es el que escamotea la relación con la madre, con la mujer.

Se habla siempre de la relación de la madre con el padre, pero mucho menos de la del padre con la madre.

Diría con la mujer, la madre como mujer del padre, sabiendo que puede haber disyunción entre los dos. El padre puede querer a otras mujeres y esto puede funcionar muy bien, no diré que sea la solución más fácil, pero no es patógena en sí.

En relación con esa doble función que ejerce el padre, portavoz del mundo simbólico, y hombre de una mujer, me parece que hoy en día, como portavoz sigue funcionando, pero como hombre de la mujer… ahí está más desenfocado. Las mujeres se quejan más de haber perdido algo del lado de los hombres que del lado de los padres, ¿No creéis? No se puede decir de una madre que rivaliza con el padre, pero sí de una mujer con un hombre. Y ellas se quejan de los efectos de esta rivalidad.

Si hay rivalidad en la familia, es una rivalidad por el amor del niño.

A los padres les toca soportar la ambivalencia del niño más que a las madres.

No estoy segura…

Sí, más ambivalencia sí. Hay algo incondicional en el amor por la madre, el amor por el padre tiene siempre algo ambivalente, en todo caso para el chico. Para las chicas es más ambiguo, me gusta mucho la palabra de M. M. Chatel, “ravage” (estrago) para calificar la relación madre-hija: tanto odio, es también “demasiado amor”. Y por el padre se siente amor y odio a la vez, lo que es distinto, y él tiene que hacerse continuamente con esta ambivalencia y conformarse con ella.

Creo que hay en el odio por el padre algo estructurante, le permite a uno desatarse, independizarse, cuando el odio por la madre es algo que te ata, algo devastador.

Una de las cosas que me parecen importantes para los padres actuales es que quieren que se les ame, en vez que se les respete o se les tema. Quieren ser amables y tener todo lo que hace falta para ello.

Una de las dificultades de los padres es aguantar la irremediable ambivalencia. El aceptar ser amados, mediante un odio inevitable. El padre real ha de hacer la diferencia entre el estatuto de padre real, y el de padre ideal. Únicamente en la medida en que puede hacer esta diferencia la ambivalencia que se proyecta en él es aceptable.

Daniel Bordigoni, Jean-Paul Ricoeur y Marie-Ange Lebas-Royer, Francia

Diván el Terrible