miércoles, 15 de febrero de 2017

El síndrome del inmigrante con estrés crónico y múltiple


El síndrome de Ulises.
El Síndrome de Ulises es un cuadro reactivo de estrés ante situaciones límite que no pueden ser elaboradas, no es el duelo migratorio clásico, sino una variante extrema de este duelo que afecta a los inmigrantes en situación extrema del siglo XXI. Es importante remarcar que El Síndrome de Ulises no es un trastorno mental, sino un cuadro intenso de estrés.     

Las relaciones entre el estrés social y la salud mental constituyen un tema cada vez más relevante en la investigación y en la atención clínica (mobbing, burn-out…) pero si existe un área en la que los estresores psicosociales poseen una dimensión cuantitativa y cualitativamente relevante y difícilmente discutible desde la perspectiva de sus relaciones con la salud mental esa área es la de las migraciones del siglo XXI. Emigrar se está convirtiendo hoy para millones de personas en un proceso que posee unos niveles de estrés tan intensos que llegan a superar la capacidad de adaptación de los seres humanos. Estas personas son las candidatas a padecer el Síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple o Síndrome de Ulises ( haciendo mención al héroe griego que padeció innumerables adversidades y peligros lejos de sus seres queridos). El conjunto de síntomas que conforman este Síndrome constituyen hoy un problema de salud mental emergente en los países de acogida de los inmigrantes.


 En este trabajo se postula que existe una relación directa e inequívoca entre el grado de estrés límite que viven estos inmigrantes y la aparición de sus síntomas psicopatológicos. El Síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple se caracteriza, por un lado, porque la persona padece unos determinados estresores o duelos y, por otro lado, porque aparecen un amplio conjunto de síntomas psíquicos y somáticos que se enmarcan en el área de la salud mental (ámbito que es más amplio que el de la psicopatología, tal como analizaremos en el apartado 3 . 5)

Entendemos por estrés “un desequilibrio sustancial entre las demandas ambientales percibidas y las capacidades de respuesta del sujeto” y por duelo “el proceso de reorganización de la personalidad que tiene lugar cuando se pierde algo significativo para el sujeto”. Podríamos establecer una correlación entre los dos conceptos señalando que “el duelo es un estrés prolongado e intenso”.

Tal como planteamos, existirían 7 duelos en la migración: la familia y los seres queridos, la lengua, la cultura, la tierra, el estatus social, el contacto con el grupo de pertenencia y los riegos para la integridad física. Estos duelos se darían, en mayor o menor grado en todos los procesos migratorios, pero no es lo mismo vivirlos buenas condiciones que en situaciones extremas.
Consideramos que habría que diferenciar desde la perspectiva de la dificultad en la elaboración del duelo, y por lo tanto en su potencialidad psicopatógena, tres tipos de duelos:
            
 •El duelo simple: es aquel que se da en buenas condiciones y que puede ser elaborado.
 •El duelo complicado: cuando existen serias dificultades para la elaboración del duelo
•El duelo extremo: es tan problemático que no es elaborable, dado que supera las capacidades de adaptación del sujeto. Este sería el duelo propio del Síndrome de Ulises
           
 Así, en relación al duelo por la familia que se vive en la migración, 1) el duelo simple se daría, por ejemplo, cuando emigra un adulto joven que no deja atrás ni hijos pequeños, ni padres enfermos, y puede visitar a los familiares. 2) el duelo complicado sería aquel en el que se emigra dejando atrás hijos pequeños y padres enfermos, pero es posible regresar, traerlos…, y 3) el duelo extremo se daría cuando se emigra dejando atrás la familia, especialmente cuando quedan en el país de origen hijos pequeños y padres enfermos, pero no hay posibilidad de traerlos ni de regresar con ellos, ni de ayudarles.
            Malos tiempos aquellos en los que la gente corriente ha de comportarse como héroes para sobrevivir. Ulises era un semidios que, sin embargo, a duras penas sobrevivió a las terribles adversidades y peligros a los que se vio sometido. Pero las gentes que llegan hoy a nuestras fronteras tan sólo son personas de carne y hueso que sin embargo viven episodios tan o más dramáticos que los descritos en la Odisea. Soledad, miedo, desesperanza, ..las migraciones del nuevo milenio que comienza nos recuerdan cada vez más los viejos textos de Homero “ ...y Ulises pasábase los días sentado en las rocas, a la orilla del mar, consumiéndose a fuerza de llanto, suspiros y penas, fijando sus ojos en el mar estéril, llorando incansablemente...” (Odisea, Canto V). O el pasaje en el que Ulises para protegerse del perseguidor Polifemo le dice “preguntas cíclope cómo me llamo…, voy a decírtelo. Mi nombre es Nadie y Nadie me llaman todos…” (Odisea Canto IX). Si para sobrevivir se ha de ser nadie, se ha de ser permanentemente invisible, no habrá identidad ni integración social y tampoco puede haber salud mental.
            Habría que diferenciar tres aspectos en el debate sobre la problemática en salud mental de estos inmigrantes, en situación extrema, y así hemos estructurado este trabajo,  por un lado:
            • Estudio de los estresores, que son los que delimitan el Síndrome
            • Por otro lado el estudio de los síntomas (Síndrome es conjunto de síntomas)
            • En tercer lugar el diagnóstico diferencial de la sintomatología que presentan con otras alteraciones psicológicas que se dan en los inmigrantes.
Delimitación de los estresores y duelos de los inmigrantes en situación extrema

            1. 1. Haremos referencia en este apartado a los estresores que delimitan y definen el Síndrome que estamos abordando. Ya hemos señalado que el Síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Múltiple se define precisamente por sus estresores (tal como su propio nombre indica) por lo que consideramos muy importante delimitarlos, dado que si no, carecemos de criterios para identificar el cuadro. Por otra parte, es importante señalar que no se trata tanto de describir los estresores de los inmigrantes del siglo XXI ( dado que son conocidos, y en nuestro medio son muy relevantes los trabajos de Aparicio 2002, Arango 2002, ) sino de delimitarlos específicamente desde la perspectiva de sus relaciones con la salud mental. Estos estresores serían:
            a. La soledad. La separación forzada de la familia y los seres queridos
            En primer lugar el duelo por la familia que tiene que ver con la soledad y la separación de los seres queridos, especialmente cuando se dejan atrás hijos pequeños (o padres ancianos y enfermos) a los que no puede traer consigo, ni ir a visitar porque habría la imposibilidad del retorno a España al no tener papeles. Por otra parte, el inmigrante, tampoco puede volver con el fracaso a cuestas de no haber podido salir adelante en la migración. Sin embargo, esta situación no tan sólo afecta a los sin papeles, ya que también hay inmigrantes que no pueden traer a su pareja y a sus hijos por otras causas, como por ejemplo porque aunque tengan papeles no tienen los requisitos económicos básicos que se requieren para autorizar la reagrupación familiar: si se trabaja en condiciones de explotación es muy difícil tener el nivel de vida y de vivienda que se requiere para que el notario autorice la llegada de los familiares. Y por otra parte aún tenemos constancia de casos en los que poseyendo papeles, teniendo el nivel de vida requerido se ponen a los inmigrantes de todo tipo de pegas para evitar la reagrupación familiar.
            La soledad forzada es un gran sufrimiento. Se vive sobre todo de noche, cuando afloran los recuerdos, las necesidades afectivas, los miedos…Además los inmigrantes provienen de culturas en las que las relaciones familiares son mucho más estrechas y en las que las personas, desde que nacen hasta que mueren, viven en el marco de familias extensas que poseen fuertes vínculos de solidaridad, por lo que les resulta aún más penoso soportar en la migración este vacío afectivo.
            Este duelo tiene que ver con los vínculos y el apego, con el dolor que producen las separaciones.
            b. duelo por el fracaso del proyecto migratorio
            En segundo lugar el sentimiento de desesperanza y fracaso que surge cuando el inmigrante no logra ni siquiera las mínimas oportunidades para salir adelante al tener dificultades de acceso a “los papeles”, al mercado de trabajo, o hacerlo en condiciones de explotación. Para estas personas que han realizado un ingente esfuerzo migratorio (a nivel económico, de riesgos físicos, esfuerzo…) ver que no se consigue salir adelante es extremadamente penoso. Por otra parte ligando lo que señalamos con el apartado anterior, hemos de decir que el fracaso en soledad aún es mayor. Y además si el inmigrante decidiera regresar, la vuelta siendo un fracasado resultaría muy penosa: hay incluso zonas de Africa en las que se considera que quien ha fracasado en la migración lo ha hecho porque es poseedor de algún maleficio por lo que sería visto con temor, como alguien peligroso si regresara
                c. La lucha por la supervivencia
             El inmigrante en situación extrema ha de luchar asimismo por su propia supervivencia. Habría dos grandes áreas:
            c. 1. -La alimentación: muchas veces estas personas se hallan subalimentadas. Además, se ha de tener en cuenta que, en general los inmigrantes son un colectivo que se alimenta mal, ya que envían casi todo el poco dinero que tienen a sus familiares en el país de origen (lo cual no deja de ser una muestra de su generosidad y de la intensidad de sus vínculos). El resultado es que tienden a comer alimentos de baja calidad con muchas grasas saturadas, bajo índice de proteínas…A esto se le ha de añadir que, con frecuencia, no les es fácil reproducir en la sociedad de acogida los hábitos alimentarios saludables que tenían en la sociedad de origen. También se ha de tener en cuenta que puede existir una interrelación entre subalimentación y fatiga, cefaleas…síntomas a los que más adelante haremos referencia
            c. 2. La vivienda. Este es otro gran problema de este colectivo de personas. No es extraño encontrar casos de viviendas en las que se hacinan muchos inmigrantes a precios abusivos. El hacinamiento se sabe que es un factor de tensión y de estrés. (Se calcula que el espacio vital que necesita una persona no debe ser inferior a 15 metros cuadrados, espacio que va mucho más allá de lo que viven estas personas) A estas situaciones habría que añadir el relevante colectivo que habita en infravivienda (vivienda a la que le faltan elementos básicos como techo, alguna pared, etc) o sencillamente vive en la calle (al menos durante cierto tiempo)
            d. El miedo.
- y en cuarto lugar el duelo por los peligros físicos relacionados con el viaje migratorio (las pateras, los yolos, los camiones, etc), las coacciones de las mafias, las redes de prostitución , etc. Además, en todos los casos el miedo a la detención y expulsión (en España se expulsa a un inmigrante cada 5 minutos, según datos oficiales), a los abusos…
            Se sabe que el miedo físico, el miedo a la pérdida de la integridad física tiene unos efectos mucho más desestabilizadores que el miedo de tipo psicológico, ya que en las situaciones de miedo psíquico hay muchas más posibilidades de respuesta que en las de miedo físico. A nivel biológico sabemos que el miedo crónico e intenso fija las situaciones traumáticas a través de la amígdala y da lugar a una atrofia del hipocampo (en veteranos de la guerra de Vietnam o en personas que han sufrido en la infancia abusos sexuales se ha detectado hasta un 25% de pérdida). También habría pérdidas neuronales en la corteza orbitofrontal. Sabemos que a través de un circuíto están interconectada la amígdala, los núcleos noradrenérgicos y la corteza prefrontal, áreas muy importantes en la vivencia de las situaciones de terror. (Sendi 2001)
            Además se sabe que el estrés crónico da lugar a una potenciación del condicionamiento del miedo, tanto sensorial como contextual, respondiéndose con miedo ante las situaciones de estrés futuras. Este dato es importante en los pacientes con Síndrome de Ulises ya que se hallan sometidos a múltiples estresores que les reactivan las situaciones de terror que han sufrido anteriormente.
            Una de las situaciones de miedo más visibles y conocidas actualmente en España por la opinión pública es el viaje en pateras en la zona del estrecho y en Canarias. La asociación de amigos y familiares de las víctimas de la inmigración clandestina (AFVIC) habla de unos 4000 muertos en el Estrecho de Gibraltar desde 1994 en que llegó la primera patera. Como se ha dicho a veces el estrecho se ha convertido en una gran fosa común. Recientemente los colectivos que llegan en patera se han ampliado incluso a inmigrantes de Latinoamérica y Asia. Sin embargo, situaciones de peligro se dan también en otras zonas del mundo y así, por ejemplo, en América, en la frontera México-USA, la situación es aún mucho peor y se calcula que mueren al menos 1000 personas al año, unas 3 al día.
            De todos modos sabemos que la mayoría de los inmigrantes llegan por otras vías. Podríamos decir que no vienen muchos en patera, pero que sí que muchos mueren así. Otros inmigrantes llega en grupos organizados, “demasiado” organizados, podríamos decir: son recluidos en pisos, lonjas…. Viven amenazados, con documentación falsa, chantajeados por las mafias, las “contection man”.
            Tal como señala J. Vázquez y el SAMFYC (2005) en sus trabajos en Almería, en la atención primaria el paciente que se atiende con más frecuencia no es el inmigrante que acaba de llegar en la patera, sino ya familias de origen inmigrante instaladas en España y que se encuentran en otra fase del proceso migratorio.
            El miedo es perceptible también en los niños inmigrantes cuyos padres no tienen papeles. Vemos incluso niños asustados porque sus padres se retrasan apenas un rato en llegar a casa ya piensan que quizás los han deportado y que se quedarán sólos aquí. Y en este caso obviamente no estamos hablando de fantasías infantiles de abandono y persecución en el sentido kleiniano, sino de realidades bien objetivables, es decir de auténticas situaciones traumáticas.
            El miedo se halla relacionado con la vivencia de situaciones traumáticas, con los peligros para la integridad física. De todos modos, la desesperación puede más que el miedo y estas personas, siguen llegando.
            Esta combinación de soledad, fracaso en el logro de los objetivos, vivencia de carencias extremas, y terror serían la base psicológica y psicosocial del Síndrome del Inmigrante con Estrés Crónico y Multiple (Síndrome de Ulises).
            1.2. Factores que potencian el efecto de los estresores del Síndrome del Inmigrante con estrés crónico y múltiple (Síndrome de Ulises).
            Pero además estos estresores se hallan potenciados por toda una serie de factores:
            a. -la multiplicidad: no es lo mismo padecer uno que muchos estresores. Los estresores se potencian. Ya hemos señalado en el apartado anterior: soledad, fracaso, miedo…
            b.-la cronicidad: no es lo mismo padecer una situación de estrés unos días ó unas semanas que padecerla durante meses o incluso años. El estrés es acumulativo. Muchos de estos inmigrantes desarrollan auténticas odiseas que duran años. Podemos decir que más que tener un mal día, tienen una mala vida
            c-La intensidad y la relevancia de los estresores: lógicamente hacemos referencia a estresores límite, a un estrés crónico múltiple y extremo. No es lo mismo el estrés de un atasco de tráfico, o de unos exámenes (que son algunos de los estresores que suelen utilizarse como referencia en los medios académicos) que la soledad afectiva, las vivencias de terror…, que son estresores de una gran intensidad y relevancia emocional.
            d-la ausencia de sensación de control: si una persona padece estrés pero conoce la manera de salirse de él reacciona de modo más sereno que cuando no ve la salida al túnel en el que se halla inmerso. Hay un experimento clásico en el que se somete a una situación de ruido intenso a dos grupos de personas: un grupo con la posibilidad de controlarlo cuando lo desea y el otro sin poder controlarlo. Obviamente, el grupo que podía controlar el estrés tenía menos alteraciones a nivel de la ansiedad, tensión arterial, etc. (Vander Zanden 1994)
            e. La ausencia de una red de apoyo social. Porque, qué organismos se hacen cargo de estos inmigrantes?. (Cebrian J. A y colab 2000) Dado que estas personas no existen a nivel legal, hay muchas más dificultades para que puedan ser sujetos de ayudas. Por otra parte, como es sabido, a mayor cronicidad de una problemática también hay un menor mantenimiento de las redes de apoyo. De todos modos, tal como han señalado J. Aguilar (2003) o E. Gómez Mango (2003), estos pacientes en realidad son más viajeros que inmigrantes, porque en la situación en la que se encuentran aún no han acabado de llegar al sociedad de acogida. Aún no se han instalado, siguen de viaje.
            f. Hay que tener en cuenta que a estos estresores señalados se le han de añadir los estresores clásicos de la migración: el cambio de lengua, de cultura, de paisaje….magníficamente estudiados por Francisco Calvo (1970), Jorge Tizón y colab (19939, León y Rebeca Grinberg (1994)… entre otros. En definitiva, los duelos clásicos de la migración, que por supuesto siguen estando ahí, y que son también fundamentales para el bienestar psicológico de la persona que emigra, pero que en la migración actual a la que estamos haciendo referencia, han quedado relegados en segundo lugar a pesar de su importancia por los nuevos estresores límite a los que hemos hecho referencia. En otros trabajos (Achotegui, 2000, 2002) he agrupado estos duelos básicos en 7 áreas: familia y amigos, lengua, cultura, tierra, estatus social, contacto con el grupo nacional y los riesgos físicos.
            Como ejemplo de esta nueva situación, un inmigrante al que preguntábamos acerca del aprendizaje de la nueva lengua nos decía: cuando se vive escondido, en el trabajo clandestino se habla muy poco, sabe Vd?¡ No es fácil responder cuando te dicen algo así. Habría que señalar también que hay dos palabras que estas personas utilizan con mucha frecuencia: sufrimiento y vida¡
            g. El círculo se cierra si además la persona comienza ya a tener una serie de síntomas como ocurre al padecer este Síndrome y las fuerzas para seguir luchando comienzan a fallarle. El inmigrante padece en este caso toda una sintomatología que tiene un efecto incapacitante. Se halla inmerso en un terrible círculo vicioso. Como señala Z. Domic (2004) estas personas tienen la salud como uno de sus capitales básicos y lo comienzan a perder.
            h. Y a toda esta larga cadena de dificultades se ha de añadir por desgracia aún una más: el sistema sanitario, que debería ayudar a estas personas no siempre los atiende adecuadamente : -hay profesionales que por prejuicios, por desconocimiento de la realidad de los inmigrantes, incluso por racismo, desvalorizan la sintomatología de estas personas (lo cual desgraciadamente tampoco es tan sorprendente si vemos que la propia Organización Mundial de la Salud no tiene programas de salud mental para los inmigrantes) -otras veces esta sintomatología es erróneamente diagnosticada como trastornos depresivos, psicóticos, enfermos orgánicos…padeciendo tratamientos inadecuados o incluso dañinos y siendo sometidos a todo tipo de pruebas, incluso cruentas y con efectos secundarios( aparte del gasto sanitario innecesario que conlleva)
            Consideramos que estos inmigrantes viven una de las peores pesadillas imaginables: estar sólo, en peligro, sin recursos, sin ver salida a la situación, encontrarse mal, pedir ayuda y que no entiendan ni sepan ayudarte. Seguro que hay pesadillas peores, pero nos falta imaginación para describirlas. En nuestro trabajo en salud mental con población inmigrante desde 1980 no habíamos visto nunca las situaciones de estrés límite que hemos visto en los últimos 5 años.



Joseba Achotegui
Profesor Titular de la Universidad de Barcelona. Director del SAPPIR Director del Postgrado “Salud mental e intervenciones psicológicas con inmigrantes, refugiados y minorías” de la Universidad de Barcelona.

La Otra Mujer y el estrago materno




 La Otra Mujer y el estrago materno


Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.

Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.

Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el contrario, de lo más primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.

, El estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.

¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la mujer!

Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una reflexión.

El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.

Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y la muerte”.

Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.

Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.

Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.

Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.

Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que comunicar algo, es vehículo de amor.

Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la pérdida de lo más importante en el varón.

Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo débil.

Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien puede ser un estrago.

Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.

Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su madre.

Ser controlada por la madre es una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.

Surge a las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.

La dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.

Esto hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre


La relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.

Evidentemente, cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
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Gabriel García Márquez, gran escritor, ha podido darnos una idea de esa infinitud en su célebre cuento “La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela desalmada”.

En él relata las tribulaciones de una adolescente de catorce años que es prostituída por su abuela. Acá no se trata de la madre sino de la abuela, pero estamos en el plano de lo literario. Tal vez la figura de este personaje es tan obscena y feroz que el autor prefirió que no fuese una madre, por no atacar esa imagen sacralizada y situó en su lugar a una abuela. Sin embargo, el prostituir a la hija no es un fenómeno poco frecuente y está presente en el fantasma de más de una mujer, en el sentido de sentirse lanzada por la madre hacia algo así como una prostitución, una deriva en el campo del sexo. Es algo que se podría resumir en la frase “Yo podría haber sido una puta”, tantas veces escuchada en el consultorio, y siempre referida al deseo de la madre. Tal vez pueda intuirse esta idea en la propuesta de Levi Strauss sobre las estructuras elementales del parentesco en las que se ve cómo la mujer en diferentes culturas es regularmente objeto de intercambio. De un clan a otro, de una tribu a otra, de una familia a otra, se pueden hacer beneficiosas transacciones en las que lo que se intercambia para obtener una ganancia es la mujer joven. En nuestras sociedades, aunque de manera velada, sigue habiendo mucho de eso. Es la mujer como objeto valioso, como falo, y por lo tanto objeto de intercambio entre los hombres.

El cuento de Gabo que nos ocupa sitúa a su joven protagonista como poseedora de unos atributos eróticos tan notables que enseguida se corre la voz por toda la región y se produce un enorme crecimiento en la cantidad de hombres que requieren de sus servicios sexuales. La abuela no limita en nada las prestaciones que ofrece y acepta a todos los hombres dispuestos a pagar. Lo llamativo del relato, siempre marcado más por el humor que por el dramatismo, es esa cola infinita de hombres que se forma frente a la puerta de la habitación de la joven. Son cientos, miles. La abuela desalmada se hace rica y se entusiasma. Acá se ve claro ese realismo mágico que ha hecho célebre a García Márquez. Todo es desmesurado hasta el límite de lo cómico, pero en ese mismo movimiento permite captar algo que de otra forma se escaparía. Frente a lo exagerado de la demanda sexual de los hombres, en lo que hace especialmente al número de ellos, que son incontables, la adolescente se queja ¡De estar cansada!. Es una excepcional muestra de lo ilimitado en el campo de la sexualidad femenina. Ella puede acostarse con un número ene de hombres mientras su cansancio no se lo impida. Eréndira capta que el limite estará en el punto en que muera. Eso es algo que toda mujer sabe, consciente o inconscientemente, mientras que del lado varón no existe una vivencia equivalente. Para el varón, por más que se esfuerce, y de hecho muchos lo hacen, las posibilidades sexuales son algo limitado, acotado. Lo sexual en el hombre es algo que empieza
y termina, un poco antes o un poco después según el caso, pero que nunca dura mucho.

El cuento nos revela que del lado femenino hay algo que escapa a la contabilidad en el deseo femenino. Lo que , en cambio, actúa como límite para Eréndira es el amor. El amor es para uno solo y es ese solo el que actúa como elemento liberador de su malvada abuela.


Sin embargo, una lectura más atenta nos muestra que el amor por ese hombre es un intento de aseguro. Eréndira no hace más que sustituir a su abuela por su amado, y solo transitoriamente. Si no fuese que ella, sobre el final, se compra a sí misma con todo el oro acumulado de la abuela y desaparece en el desierto, posiblemente el hombre devendría tan desalmado como la vieja proxeneta en la medida en que para ella hay algo de incondicional en el amor. Es lo que Lacan nos ha mostrado como la forma erotomaníaca del amor en la mujer. Darlo todo por amor y esperarlo todo del amor.

    Que se compra a si misma, Erendira, quiere decir que se  salva? en el sentido de poder cortar esta serie entre esta abuela-madre y un hombre que la va a ubicar en ese
    mismo lugar, lugar al que accede E. por amor, pero que derivaria en otra cosa, en una relacion que hace estragos en el sujeto. Esta seria, la del estrago, una via que podria tomar el goce femenino, ya no como suplementario, sino como sintomatico?
    La idea de García Márquez parece ser la de una salvación. No si yo usaría esa palabra. Pero es notable que su personaje tiende a estar suelta. Y en verdad el amor siempre tiene ese aspecto ilimitado, loco, y por eso estragante, al que todo ser ubicado en posición femenina está expuesto. Para eso se crean infinidad de dispositivos e instituciones que de alguna manera regulen, limiten, ordenen el campo del amor, que apuntan a que el amor no gobierne por sí solo.   

    Por momentos parece que hablar del goce femenino, del amor ilimitado y loco de un ser en posicion femenina, o del deseo femenino fueran lo mismo. Me pareció entender que era el amor lo que regulaba ese goce femenino, pero por momentos parece que se convierte en un desregulador tan loco como ese mismo goce.
    Podemos diferenciar estos terminos? de que manera?
    Cual es el aseguro de Erendira? de que se asegura?
    13. Un testimonio
    Tomemos, a modo de ejemplo, el caso de Leda Guimaraes, una mujer que nos permite entrar en las particularidades de su experiencia real a través de su testimonio de pase como AE de la Escuela Brasileña de Psicoanálisis[1].
    Nos refiere de entrada a la identificación al padre que estaba en el centro de su posición histérica. ¿Cómo es una identificación al padre? Ella nos lo muestra como la identificación a lo que hace excepción a la ley.
    Recordemos que, como lo enseña Lacan, un padre es el que hace excepción al para todos, aquel que, de alguna manera, dice no, hace excepción a la regla y con ello hace existir el conjunto, lo define y establece la regla en sí. La identificación, entonces, al padre, es la identificación a un lugar de excepción.
    Son muchas las mujeres que dan prueba de esta posición histérica. Respecto al conjunto, al universo de las mujeres, se sitúan como una excepción. Es una suerte de “ellas y yo” que produce la sensación de extrañeza, de ajenidad, de ser una extranjera ella misma cuando se encuentra en el grupo de sus congéneres.
    El análisis le permitió a Leda Guimaraes reconocer esta identificación al padre, identificación por cierto fálica, es decir, como modo de ser el falo, un objeto precioso y valioso para el Otro, pero también descubrir que con esto no hacía más que recubrir, con su brillo, un goce sombrío, masoquista. Nos revela que es posible, al menos lo fue en su caso, estar en una posición de aparente satisfacción a la vez que se padece de otro goce[2].
    El testimonio no precisa de qué modo se expresaba ese goce masoquista, pero nos permite sospechar que era en el vínculo que ella establecía con los hombres.
    La respuesta que ella daba al deseo masculino, nos dice, alternaba entre dos que resultan de la disyunción entre el amor y el erotismo, que le permitía separar la respuesta de la santa y de la puta, posición, por lo demás clásica de la histeria. El análisis le permite dilucidar que esta disyunción no era un fin en sí misma sino que estaba destinada a mantener oculto el goce femenino. Este es un punto importante. El goce femenino, según nos muestra L.G., era el que podía reconocer en su madre, la cual “se hacía devastar” en su relación al padre, al extremo de quedar “entre la vida y la muerte” .
    ¿Cómo debemos entender esto? ¿En qué consiste recubrir el goce femenino? ¿No significa recubrir el goce femenino de la madre tapar la castración de ésta, eludir lo que de ella es una falta de la que se deriva un deseo? Sin duda.
    El análisis le permite situar este “entre la vida y la muerte” como la frase fundamental en torno a la cual se organiza su fantasma, su vida inconsciente. El salto en el análisis se produce cuando ella puede descubrir que, detrás del aparente sufrimiento de la madre, había un goce, el de hacerse maltratar por el padre, lo que una vez develado le permite separarse del mortífero deseo de la madre para el que ella se proponía como hija-falo.
    Aquí, lo que debe captar nuestra atención es que, lo que llama el goce femenino, es un goce ilimitado, pero ilimitado en el sufrimiento, que solo puede encontrar su fin en la muerte. Es la idea de que una mujer, lanzada al goce femenino, no regulado, no limitado, queda en la situación de desastre, de devastación, de estrago, que es el modo en que retorna desde el partener la realización de este goce. Es, según nos dice, este descubrimiento en el análisis lo que le permite a Leda desmontar el fantasma.
    Sin embargo, para su propia sorpresa, el análisis no termina allí, sino que continúa en un “dejarse llevar” más allá de ese vacío, pero lo que encuentra, con horror, es un goce mortífero.
    Este relato nos permite observar lo que sospechábamos por lo que hemos registrado de otras mujeres y es esa acechanza de la perdición, del desenfreno, de ese desbarrancarse en territorios lujuriosos incontrolables y que la expone, por supuesto, a enormes peligros que derivan del retorno desde el partener de esa devastación a la que nos hemos estado refiriendo. Cuando ella “se deja llevar”, todo termina mal. Como si el dejarse llevar condujese inevitablemente a confines lamentables. Es lo que se resume en la tan común expresión “No sé donde voy a ir a parar”, que es un poco la manera de decir de ese sin límite. No sé donde voy a ir a parar en el sexo, en el alcohol, en las drogas, el crimen o no importa en qué dimensión pero que es siempre del orden del mareo, del vértigo.
    No es otra cosa lo que muestra la exitosa película “Thelma and Louise”, donde dos mujeres comunes y corrientes, e incluso menos que eso, dos mujeres insignificantes, pueden, de pronto, cuando el azar provoca que se active un motivo íntimo, desconocido para ellas y para quienes las rodean y que las lanza en un dejarse llevar por caminos contingentes, que es en este caso de actos criminales, como hay otros ejemplos históricos, pero que podría ser de otro orden, podría haber sido un dejarse llevar por territorios de amor, de sexo, de drogas, pero que en todos los casos suponemos que va a terminar mal. En el film, termina en la muerte, como si una vez que se entra en esa vía no se retorna. Y hay que interrogarse sobre el alcance de esto, sobre si efectivamente es así, si es en verdad un camino sin retorno o, en cambio, si es posible recorrer algo de esa dimensión sin terminar en la muerte.
    Es Leda la que se ve ahora en la experimentación de ese sin límite. Su testimonio nos muestra que se encuentra frente un Otro terrorífico, sin ley, frente al cual se deja asolar. Entendamos: es como si el fantasma hasta ser desmontado en el análisis le permitía un ordenamiento, había una legislación al goce. Atravesado ese punto, queda frente al Otro sin ley que actúa sobre ella cruelmente, es decir, ante una reedición del antiguo goce masoquista.
    No le alcanzan las palabras para describir  esa devastación en la que cae cuando ya no puede servirse del fantasma y de la defensa para limitar el goce. Se le hace necesario encontrar un nombre al cual anudar esta deriva, nombre que encuentra en el significante “mundana”. Es decir que hace falta un nombre que reúna los motivos de goce y los anude y es por la vía de la nominación que la estructura puede encontrar su estabilidad. “Mundana” es un significante que reúne el mundo con el nombre de la mujer y que tiene los suficientes ecos eróticos para hacernos pensar que con él se le hace posible al sujeto ordenar el goce, enlazarlo, controlarlo.
    El goce femenino es identificado aquí al retorno estragante, a la devastación y es la nominación la que concurre a funcionar como límite, ordenamiento y estabilización. Dicho de otro modo, solo se puede gozar de eso si hay una estructura simbólica que lo contenga.
    Hay en este testimonio algo así como dos tiempos. Un primer tiempo en el que la madre es la que sufre y la sujeto se identifica al padre, es en esos términos como se construye el fantasma. El análisis le permite descubrir que detrás de la imagen sufrida de la madre hay un goce. Ese goce es el que L.G. no vacila en llamar femenino. ¿Porqué? Porque es un goce que no tiene límite, un goce que llega al confín de la vida y la muerte, como si no hubiera un colmo, un máximo, para lo que esa mujer es capaz de soportar.  Luego, hay un segundo tiempo en el que, llevado el análisis hasta el atravesamiento del fantasma, es la sujeto misma la que se confronta con ese goce, con lo horrendo de un sin límite. Su acción consistirá en hacerse un nombre, mundana, que, por así decir condense en un sentido nuevo ese goce.
    ¿Es siempre el goce femenino un sinónimo de devastación, de estrago? No es seguro. Lo habitual sería que el goce femenino actuara como suplementario del goce fálico. Sin embargo, parece existir una intuición de que, si una mujer pasa los límites de la sujeción y del control, se va a perder. Es la idea de que si se produce, voluntaria o accidentalmente, el franqueamiento de los diques que lo contienen, el goce femenino llevará a la perdición.
    Son muchos los casos en los que se puede hacer referencia a esa perdición, que siempre va por los territorios del misterio, del secreto y de lo sagrado. No podemos conseguir que las mujeres nos digan prácticamente nada de esto, se mantienen en silencio. Pero son mucho más notables los mundos, las experiencias y las formas de vida que se constituyen con el único propósito de evitar, de prevenir, de contener, ese posible desencadenamiento del deseo femenino.
    Locura, perdición, prostitución, muerte, son los nombres que toma el territorio prohibido más allá de esas fronteras.[3]
    Sin embargo, a la vez que temida, la existencia presentida de ese más allá que se hace presente en la contingencia y en lo incalculable, genera infinitas posibilidades de las que el arte se ha servido desde siempre y de las que aún podemos esperar inéditas formas de lazo social de las que el mundo de hoy, el del siglo veintiuno, será seguramente testigo. El psicoanálisis, con su modo de llevar al sujeto allende los significantes del padre es pardigma de ese avance hacia los confines de la ley en la búsqueda de un modo de hacer con el goce que no desemboque en la aniquilación del sujeto, sino que, por el contrario, abra esas dimensiones y las deje al servicio del sujeto.

    [1] Guimaraes, Leda. Ensañanzas del Pase. El Caldero de La Escuela. Nº 82. Ediciones EOL. Bs. As. 2001
    [2] El goce masoquista al que Leda se refiere no se encuentra en otra dimensión sino que está también apoyado en la identificación a la excepción, al lugar de lo que ella llama no-humano, lo que escapa a las leyes de lo humano. Más adelante nos detendremos más largamente en esta perspectiva de no-humano, de animal, e incluso en lo que es no-mundo, lo inmundo, como fuerza la palabra Lacan en RSI. Pero aquí lo humano es  lo que constituye el conjunto universal, como Juanito cuando dice “Todos los seres tienen un pito”, al que se opone, no lo particular, sino la excepción, lo no-humano, el “al menos uno que no” de la función paterna, lo que escapa a la ley. Es aquí donde este testimonio nos orienta sobre una topología en la que la función del límite se va esbozando muy claramente. El límite es interno a la estructura; en el mismo lugar se encuentran el goce fálico y el Otro goce pero distinguiéndose por la función que toman, recubriéndose uno al otro.
    [3] Se puede captar esto muy bien en algunos toxicómanos que encuentran un límite, un freno al consumo cuando encuentran un partener, una mujer, que tornándose compañera inseparable, le hace posible un estado de no-consumo. Es, en estos casos, el sujeto quien se procura un límite, para no despeñarse en la rodada de las drogas, con la adición de un compañero ortopédico sin el cual el límite solo se alcanzaría con la muerte.
    12. Lo real

    Es posible que el lector que ha llegado hasta este capítulo se sienta decepcionado de no poder encontrar una conclusión, un cierre que permita decir una última palabra respecto al goce de la mujer. No es algo que deba lamentar, no era el propósito del libro y aunque lo hubiera sido sería una misión imposible ¿Cómo podría decirse una última palabra respecto a esto?
    Sin embargo creo que a lo largo de las páginas precedentes he podido dejar en claro la existencia de un espacio lateral, algo que surge al margen de la lógica fálica para reconocer en él, aunque sea desde su negatividad, el goce de la mujer. Es de este modo tangencial, indirecto, como creo haber podido acercar algo de esa dimensión de goce Otro, la del Otro sexo. Un real que emerge con fuerza toda vez que intentamos la relación sexual, toda vez que estamos en la búsqueda del goce del cuerpo del Otro.
    Lo real. Detengámonos un momento en esta noción que no es sinónimo de realidad. La realidad es algo que siempre podemos discutir si existe, siempre podemos cuestionar sus condiciones de posibilidad. Nunca estamos seguros si eso que llamamos la realidad es auténtico o es solamente una ilusión que nosotros mismos hemos creado. Por ese camino Freud pudo concluir que da igual, que las cosas, sean reales o fantaseadas, obtienen el mismo resultado, que la realidad psíquica es lo que cuenta.
    Lo real, que cobra para nosotros una gran importancia por ser lo que orienta nuestra clínica, nuestro trabajo psicoanalítico, se define también por ex -sistir, por constituirse en un espacio “fuera de”. Lo real se constituye segregándose del sentido. Esa una palabra bella. Hay palabras que producen enseguida algo así como una fascinación. Segregándose como se dice separándose, pero también como segrega su producto una glándula: algo que era Uno deja de serlo al soltar su producto. Por eso es que toda liberación, toda emancipación, implica no una ganancia, sino una pérdida, un soltar algo.
    Lo real se segrega del sentido, con lo cual decimos que lo real no es precedente al sentido, no tiene existencia propia si no es por el sentido que lo hace ex –sistir. No es concebible lo real, y en particular el goce, si no es por el significante que lo inaugura. El cuerpo no goza si no es por la radical enajenación a la que lo somete el significante.
    Lo real, para Lacan, es lo expulsado por el sentido[1], y por lo tanto es imposible. Lo real viene a ser lo que resulta del contragolpe del verbo, de la palabra, en tanto que ésta da cuenta de lo que conocemos, aunque sin estar muy seguros, como el mundo. ¿Y de qué está hecho el mundo? De un campo de sentido que viene a oponerse a lo que no es el mundo, de lo in-mundo, por usar el irónico juego de palabras de Lacan.
    “El hombre siempre está ahí. La existencia de lo inmundo, a saber de lo que no es mundo, he ahí lo real a secas.”
    Elegí para comentar aquí una frase del seminario RSI que me resultaba oscura, como seguramente le ocurrirá a más de uno cuando se aventura en estas lecturas, pero que, al mismo tiempo, me permite intuir que en su interior contiene la fórmula, la definición, la clave de lo que hace que el psicoanálisis se distinga de una manera tan notable de las llamadas psicoterapias.

    El psicoanálisis se orienta hacia lo real, esto es algo que en general nos resulta familiar a los que nos orientamos por Miller, pero, como es posible que algunos lectores no formen parte de nuestro ámbito, de nuestra parroquia como acostumbramos decir, es necesario que lo aclare. Cuando se está en el mismo discurso con otras personas, cuando se forma parte de una comunidad como la analítica, hay cosas que ya no se dicen porque se sobre entienden, pero a veces hay que mencionarlas a modo de una contraseña, algo que le permita a los demás saber que uno forma parte de la comarca, en este caso nos conformaremos con decir “orientación a lo real”, con lo que ya estaremos en sintonía. A lo largo de las páginas precedentes hemos señalado con particular interés lo que llamamos lo imaginario, especialmente en lo que respecta al cuerpo. También hemos hecho especial hincapié en los aspectos simbólicos de la experiencia humana y particularmente en la de la mujer, pero faltaba, a mí me faltaba, entender de qué se trata eso de la orientación a lo real. Es importante ya que lo que hasta aquí hemos tratado de decir es que hay algo, un goce, que no es del orden del significante, que no es del orden del falo, que escapa de alguna manera al discurso amo de la época y que tal vez pueda ser tomado en cuenta para la definición de lo social en el futuro y que de alguna manera entra bien en esta definición de lo que llamamos lo real.
    Por eso en esta frase que he tomado del seminario RSI uno encuentra algo más al respecto: “lo real, dice, hay que concebir que es lo expulsado por el sentido”. Es una definición que da el eje de lo que nos ocupa. En ella encontramos un binario donde los dos términos aparecen como opuestos, lo real y el sentido. Es en eso que el psicoanálisis se separa definitivamente de las psicoterapias por más inspiración freudiana que reclamen para sí. La psicoterapia, aún la que sea realizada por un psicoanalista, apuntará siempre a la producción de sentido, tal vez de un buen sentido, de un mejor sentido, en cambio aquí Lacan define el territorio hacia donde nos dirigimos, lo real, aquello que nos interesa en nuestra clínica como lo imposible como tal, la aversión del sentido. ¿Cómo podemos imaginarnos algo así? ¿Acaso lo real es decir cosas absurdas, incoherencias? De ninguna manera. Lo real dice Lacan aquí, es lo expulsado por el sentido, justamente aquello que ex -siste a lo que decimos cada vez que decimos, no el sinsentido, sino cada vez que decimos cosas con sentido, surge por excluirse, por contragolpe del verbo, ese real. Lo que no es suficiente para que nos enteremos de ello. Alguien puede hablar y hablar, y no es necesario que de ahí surja nada. Sin embargo, hay según esta definición que tratamos de dibujar aquí, un espacio que se define por ex –sistir a ese parloteo.
    Ya lo sabíamos cuando leíamos en Lacan ese concepto tan orientador que es el de “Presencia del analista”. Esa presencia que se esboza en los márgenes del discurso del sujeto como una dimensión surgida de su propio inconsciente, pero que a la vez no es ajena a la función que el analista le presta, en presencia, con su cuerpo. No es algo que se alcance en absentia ni en efigie, como lo decía Freud. No hay la posibilidad del libro de autoayuda, no porque no le haga bien al lector, sino porque no hace nada más que dar más y más sentido.
    Entonces, contando con el analista, el sujeto habla y dice, por supuesto, las cosas más interesantes, coherentes, lógicas. Dice, habla, trata de ser claro, de hacerse entender por el analista, da todas las vueltas necesarias para llegar al punto de máximo interés, interés que el analista no le niega, al contrario, se muestra muy interesado, especialmente en algunos puntos, en detalles insignificantes y se demora en algo puntual hasta la siguiente sesión y el sujeto siente que no pudo hacerle entender eso que quería que el analista entendiera y volverá a la siguiente sesión renovando sus argumentos y así se irá dibujando un margen de malentendido, algo que se escapa, que no está incluido en todo lo que el sujeto dijo.
    Lo real es la versión del sentido en el antisentido, dice Lacan, como se dice en la antípoda, en el polo opuesto, y es efectivamente así ya que la lógica lacaniana del seminario RSI es justamente la del no –todo, es decir, de áreas que se definen más por lo que excluyen que por lo que incluyen, más por lo que negativizan que por lo que se muestra en positivo del sentido. Pero dice también en el antesentido, jugando con las palabras, antesentido, justo antes de la producción del sentido, antes del cierre redondeado de la idea completa, de la totalidad lógica del discurso común. Es justamente en eso que el psicoanálisis trazó la línea de separación con las llamadas psicoterapias. El psicoanálisis es una psicoterapia si es que hay una psique, cosa que habría que demostrar. Lo que el psicoanálisis demuestra no es eso. Es en todo caso que hay una serie de problemas, de sufrimientos, de enfermedades incluso, que están causadas, que surgen en ese punto de la relación epistemosomática, en el punto donde se ligan el saber con el cuerpo.

    La pregunta que orienta a Lacan y que se destila a lo largo de la historia del psicoanálisis, el cómo es que el simbólico causa el sentido, de qué forma el hablar, la condición de ser parlante hace que haya sentido, pregunta que puede traducirse en los términos en que Jorge Alemán la formula ¿cómo es que se establece esa bisagra, ese gozne, entre el sentido y lo real?. No es por la idea del inconsciente, es en la idea de que el inconsciente ex -siste, es decir que condiciona a lo real del hombre.

    El hombre nombra las cosas del mundo, él, que aunque también es una especie animal difiere de los demás. Un animal, nos lo define Lacan, es lo que se reproduce. Y los seres humanos somos también animales. Nos hemos detenido bastante en esto. Hay en nosotros, conservamos una parte, un resto animal, lo imaginamos, lo sospechamos en nosotros y llamamos a eso las pasiones. Pero el animal que está parasitado por el bla bla está solo en el mundo, no hay otros que hablen, no comparte con otros animales su experiencia en el campo del lenguaje. Y es esa experiencia la que inaugura el sexo como una experiencia subjetiva. Los animales no tienen sexo en el sentido que lo tenemos los humanos, no hay para ellos la dimensión del goce porque ésta se inaugura con el significante.

    Allí donde el verbo dice algo en el orden de la nominación, surge lo que hace de él su contragolpe, su efecto, esa dimensión con la que nos consolamos de ser algo más que eso que se segrega del mundo, es decir, de lo animal. Hay el mundo, sin duda, sobre el que habremos de montar nuestra escena y la escena sobre la escena. Pero ese mundo se funda en la elaboración significante, causado por el simbólico sobre lo que no es el mundo, sobre lo no-mundo, sobre lo inmundo: el cuerpo. Ese cuerpo erógeno que nos mostró Freud como primicia para mondar sobre él la pulsión: oral, anal. Es lo que nos ha mostrado también Leda Guimaráes, su modo de situarse como la excepción la ubicaba como no humana y en ese sentido como animal.

    Mondar: limpiar una cosa quitándole lo que tiene de superfluo o extraño que está mezclado en ella.

    Inmundo, no mondado, no limpio. El juego de palabras por donde nos lleva Lacan es impresionante a la vez que es una puesta en acto de lo mismo de lo que se trata. Nos define dos campos diferentes, el del mundo y el de lo inmundo, el del significante y el del cuerpo, pero imposibles de definir el uno sin el otro, No como causa y efecto, sino como efectos ambos de la lengua sobre la idea, el imaginario del cuerpo. En el momento que nos resuena inmundo a mundo nos lleva hacia la dimensión de lo que no puede concebirse sino por una exclusión recíproca.

    El goce como tal es lo que surge en lo real como contragolpe del sentido. Cuando hablamos hacemos surgir lo que ex -siste a la palabra y al sentido, lo real y es en ese real que queda capturado el goce. La mujer, que no existe, es la representación por medio de un significante de ese goce del que nunca podremos decir nada porque la palabra no puede capturarlo, pero que no es concebible sin la palabra. Es el goce que se hace presente en el silencio, en el secreto, en lo sagrado.
    [1] Lacan, Jaques. El seminario 22. R.S.I. clase del 11 de marzo de 1975. Inédito
 
    11. La Pasión

    He apuntado hasta aquí insistentemente hacia la idea de lo ilimitado. Es una idea de lo que está más allá de la ley, de la ley que impone el significante. La mujer, o mejor, la posición femenina, cuando es alcanzada, parece tener un privilegiado acceso, una puerta abierta a lo ilimitado. El goce femenino, definido por Lacan como un goce no-todo, situado en un campo topológico más allá del falo, adquiere la característica de ser, a diferencia del masculino, no localizado, sin amarras, infinito. Y son enormes las precauciones, las prohibiciones y prescripciones destinadas a ponerle freno, a limitarlo y a impedir su emergencia con la convicción que su desencadenamiento no conduce más que a la perdición. Pero en muchos lugares encontramos indicios de que esas fuerzas no siempre son negativas, sino que al contrario resultan posibilitadoras de la libertad, la creación y de nuevos órdenes.

    Florencia Dassen es psicoanalista, pero, además, es una mujer que ha dado testimonio de haber podido reconocer en su propio análisis las condiciones de su goce, razón por la cual tomamos especialmente en cuenta lo que dice respecto a esto. En un breve trabajo que lleva su firma, que no es un testimonio de su pase, sino una contribución teórica, titulado “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”[1], ella examina con impecable estilo este tema, el de la pasión, frecuentemente descuidado por los psicoanalistas, destacando la intensidad de la represión que se ha asociado a ella. Dassen observa que, en distintas épocas y lugares, con diferencia de enfoques y matices, la filosofía ha reflexionado acerca de la pasión. Lo plantea así, rápidamente, pasando revista a toda la historia de la filosofía de un solo golpe, lo que muestra que estamos bien orientados al elegir la autora. Con un modo que se me ocurre femenino por su pragmatismo, no se apoya en la erudición, no hace citas ni nombra autores; simplemente pasa la página para dirigirse directamente a lo que interesa. De todo eso que yace en los libros ella puede extraer un punto común, una insistencia, una constante: la filosofía se ha ocupado de “cómo hacer de las pasiones algo razonable, como ponerlas al servicio de la virtud, y no de la perdición del sujeto. La pasión siempre guarda un borde común con aquello que parece preciso dominar, doblegar, reducir, en fin, educar”. La frase es textual de la autora. Es un hueso, la médula de la cuestión. Como la integral de ese movimiento. Desde Descartes nos hemos habituado a pensar con un enfoque racionalista. La res extensa que debe ser dominada por la res cogitans, el cuerpo, sede de las pasiones, de los afectos, debe ser domesticado por el intelecto, por la razón. Ya nos hemos detenido mucho en esto, pero no viene mal repasar que lo animal que habita en nosotros, lo visceral debe ser dominado, ese es el mandato del que se trata acá, debe ser controlado por la razón.

    Me sorprendí con esta frase que cito porque no podía dejar de leer, en lugar de pasión, mujer, como si fueran sinónimos. Y es que a lo largo de la historia es también ella la que parece haber sido necesario doblegar, dominar, reducir. Esto es así porque sin duda en la bipartición razón-pasión que divide al ser humano entre sus aspectos elevados, racionales, reflexivos y aquellos otros bajos, instintivos, animales, viscerales que caracterizan a la pasión tendemos a identificar lo primero con el varón y la mujer con lo segundo. Tal vez la facilidad con la que aceptamos esto sea a causa de la influencia un poco misógina de Freud, tan marcada en nosotros, para quien los ideales, reservorio de la razón y por lo tanto de la civilización, están del lado masculino, por la internalización del padre bajo la forma del superyo, mientras que la mujer podría decirse que esta liviana de superyo. Menos apegada a la ley que al padre, la mujer no se rige por los ideales internalizados. Pero esta idea no nace con Freud sino que cuenta con antiguos antecedentes. La encontramos incluso en el Génesis donde es Eva la que introduce al hombre en el deseo de saber con lo que provoca su exilio del paraíso. También podemos reconocer en ello una herencia Kantiana, ya que para Kant la mujer, su ordenamiento, está más en el dominio de lo estético que en el del imperativo categórico[2]. Todo esto muestra que existe una larga tradición en el pensamiento, pero también en la religión y en las costumbres, que identifica a la mujer con la pasión.

    Pero F. D. no habla de la mujer, sino de las pasiones en el sujeto, sea hombre o mujer. Y podemos entender que se trata de los demonios, aquellos en los que se representa lo más intestino del ser, que bregan constantemente por emerger de las profundidades en las que nuestro empeño los mantiene confinados. Siempre buscamos modos de conjurar a esos demonios, propios de cada uno, que están listos a poseernos. Señala, correctamente, que la sabiduría es tradicionalmente puesta del lado de aquel que, habiendo dominado las pasiones, se maneja lúcido. Sin embargo, quiero destacarlo, hay algo en su texto que parece una objeción a esto. Ella dice: “según las concepciones dominantes” tras lo cual uno puede leer que existe otra concepción, no dominante, que se propondría otro tratamiento de la pasión, un tratamiento que no sería por la vía de su destierro. Extraer esta idea de la frase es muy importante porque hasta aquí no habíamos podido encontrar un modo alternativo, una opción que no pase por la represión de las pasiones. Todo el tiempo se nos presentaba como una opción de hierro, o control o perdición[3].

    Hay efectivamente otro modo de tramitar lo que tiene que ver con las pasiones, diferente del dominante y en este lugar debemos situar al psicoanálisis, inédito discurso que nace con el siglo veinte y que inaugura un modo no conocido hasta entonces de tratamiento de la pulsión. El invento de Freud viene a subvertir al discurso del amo, y si usamos este término, subversión, es para distinguirlo de lo que podría pensarse como una oposición, incluso una sustitución. No se trata de una actitud revolucionaria, en el sentido de cambiar los protagonistas en el lugar del mando, sino de alterar desde su interior la estructura misma del poder. Si concebimos la organización social y las relaciones de poder como modos del discurso, como manifestaciones del lazo social en torno a formas discursivas, hay que ver en el psicoanálisis una novedad en ese campo. Esto es algo que Lacan llama con todas sus letras: una novedad en el campo del amor, pero que no es el amor entendido en su dimensión imaginaria, repetitiva de lo mismo, sino en la perspectiva de un nuevo modo de alcanzar la dimensión del otro, es decir, de suplencia de la imposibilidad de la relación sexual. Se aprecia que en esto hay invención, creación. Donde el ello era, yo deberé advenir. Lacan permite reconocer en la filosofía una de las formas conspicuas del discurso del amo y, en las antípodas de éste, como su reverso, el discurso del psicoanálisis. Este discurso novedoso en la historia del pensamiento introduce otro modo de tramitar la pasión al establecer otra forma de hacer con el goce que no implica su erradicación o su supresión, sino una pragmática, un saber hacer con eso. Y hay en esa dirección que toma el pensamiento de Lacan, una aproximación, un inevitable pasaje del discurso analítico por la posición femenina, por esa dimensión de no todo, de conjunto abierto, de ilimitado, de contingente que esta implica. Si el análisis llevado a su fin conduce a una destitución subjetiva, es decir del inconsciente en tanto es una forma del discurso del amo, y con ella la de la posición falocéntrica propia de la neurosis, es inevitable que el sujeto quede situado en un lugar que le permite ir mas allá del falo y por lo tanto equivalente a la posición femenina. Sea hombre o mujer, el analizado no puede dejar de hacer esta travesía que implica el desasimiento de los mitos y ficciones en los que se anudaba su personalidad, para recién desde allí hacer un uso mejor, menos penoso, de sus recursos.

    Florencia Dassen en el escrito que comento percibe que el psicoanálisis, aunque desde un lugar diferente al de la filosofía, está también afectado por el problema de las pasiones ya que éstas tocan al ser o, más específicamente, al drama del ser. Señala que todo el empuje de la doctrina filosófica, la doxa, estaba destinado, hasta fines del siglo XVIII, a “evitar hundirse en un escenario trágico”, lo que empujó a un radical rechazo de las pasiones a lo largo de todo el siglo XIX y que culminó con la asfixiante moral victoriana. Lo vimos antes en las obras de Shakespiere, donde el desencadenamiento de las fuerzas interiores, el amor, el odio, termina inexorablemente en lo ominoso de la muerte. La idea predominante es que la pasión, cuando no está bajo control, conduce inevitablemente a la perdición del sujeto, a la catástrofe del alma. Hay, esto es algo notable, diferentes modos de disciplinar las pasiones, de mantenerlas a raya, en regla. Los métodos católicos, tan bien relatados por Joyce en “Retrato del artista adolescente”, no son más rudos que los de otras religiones, lugares o culturas del mundo. Las “filosofías orientales”, como el Zen o el Tao, son también modos de disciplinar eso que se rebela, que busca siempre su retorno. La filosofía, dice Dassen, no hace más que constatar la impotencia del hombre por dominar las pasiones que han sido siempre causa de angustia.

    Esto nos muestra una doble perspectiva, por un lado social y por otro individual: Hay un sistema de control social, que va desde la escuela a la justicia, desde la familia hasta la policía, destinado a evitar el desborde las pasiones. Incluso están las fiestas, que apuntan a ser válvulas de escape para su acumulación y que permiten una liberación ordenada, civilizada, de lo que de lo contrario sería catastrófico. El Otro social que reprime las pasiones individuales, siempre prontas a emerger, busca también las maneras en que éstas puedan manifestarse, pero esterilizadas de sus aspectos incontrolables. Los deportes de masas, como el fútbol y tantos otros herederos del circo romano son modos de canalizar esas fuerzas que no pueden ser ni liberadas ni sofocadas.

    Pero hay otro costado que es mucho más interesante en lo que se refiere al horror al pathos y es aquel más íntimo, subjetivo, que es el que hace que ese horror sea sentido por el propio sujeto en el que esas pasiones habitan. El sujeto siente que dentro de sí hay fuerzas que no puede dejar en libertad sino es a riesgo de ser consumido por ellas. División radical del sujeto que Freud puso como piedra basal del psicoanálisis. Esto hace que “luego de un siglo de rechazo de los afectos por parte del régimen industrial, éstos retornen de la mano de psicoanálisis y por la pasión de Freud”.

    Dassen dice así: “...si este descubrimiento (el del inconsciente) jugó un papel fundamental, es porque tocó algo tan real que en principio ni su propio pensamiento hubiera considerado pensable: lo real del sexo. Desde entonces la cuestión del sexo y esa otra tan inseparable, el amor, se tornan resortes fundamentales para pensar las lógicas colectivas de lo social, la fascinación por el poder y la culpa...”

    Es notable en este párrafo que para la autora el sexo y el amor son inseparables. Es en estos detalles que uno puede captar que, más allá de la psicoanalista, la que escribe es una mujer. Es justamente lo que encuentra Lacan en la posición femenina. Para la mujer hay otra cosa más allá del falo, un goce que no pasa por la función fálica y es en esto que para la mujer el sexo es inseparable del amor. No es así para el que se ubica del lado macho. Para éste el amor no es una condición esencial para el sexo. Hay enormes muestras de ello: la violación, en el caso extremo, pero también el uso de la prostitución e incluso dentro del matrimonio. Tantas son las quejas de las mujeres que refieren su insatisfacción por un sexo que transcurre casi sin palabras, sin palabras de amor. Y hay que decir que en verdad la demanda de palabras, el “quiero que me hables” o el “necesitamos más dialogo” es siempre una demanda de amor. Las mujeres de hoy piden que les hablen y se impacientan frente a hombres lacónicos que parecen sólo desear el sexo. Ellas reclaman una palabra que no es cualquiera. No se trata de la palabra organizada en el discurso teórico ni en el monólogo adormecedor del varón acerca de sus hazañas, sino la palabra que se dirige a ella, a su ser de mujer. Es el sentido del “que me hable”: es en el “me” donde reside la verdad de su demanda. Y es que la palabra es siempre vehículo de amor cuando se dirige al otro, diga lo que diga. La palabra es lo que la mujer espera para encontrar en ella el ser que le falta.

    Una mujer de mediana edad sufre una serie de molestias que atribuye al hábito de fumar. No puede dejar el cigarrillo y piensa que el análisis la va a ayudar en esto. Enseguida su discurso se orienta hacia su relación matrimonial que ha durado muchos años y que resulta, para ella, totalmente insatisfactoria. El marido, según su relato, es un hombre buenísimo, serio, responsable y, sobretodo, ella esta segura de que le es absolutamente fiel. Sin embargo él esta muy abocado a su trabajo que le lleva muchas horas del día, y las que está en casa apenas si le habla. La crianza de los hijos ha estado a cargo exclusivamente de ella ya que el marido se desentiende de todos los problemas domésticos. Tampoco le gusta a él salir de vacaciones y encuentra buenas excusas en relación a su trabajo para postergarlas cada vez. Todos los intentos de ella por cambiarlo han sido infructuosos. Las escenas, los gritos, las conversaciones, no consiguen modificar nada en él. Su pasión es la profesión y la mujer no puede encontrar un lugar allí. La búsqueda de ella por aliviarse en otras ocupaciones como cursos, seminarios, talleres de yoga o de danza, o salidas con amigas no han conseguido más que aumentar su angustia.

    La interpretación del caso es sencilla, a prima fascie. Con la llegada del climaterio, la mujer, que aún se conserva joven y bella, se plantea que el futuro que le espera con este hombre que no le habla será aburridísimo, y la idea de separarse empieza a tomar cuerpo en su pensamiento, pero a la vez aparece en ella un pánico, un temor enorme a la vida sola. Se hace presente en ella el siguiente pensamiento inconsciente: “Si puedo dejar de fumar, que es algo que me cuesta tanto, si puedo tener esa fuerza de voluntad, luego podré dejar lo que sea, incluso a mi marido”. Lo llamativo es que, por supuesto, nunca puede dejar de fumar lo que muestra el carácter tramposo de su estrategia. Con ella se garantiza continuar en la queja pero para no salir de la situación. Este caso, que se repite en tantos otros muestra a la mujer contemporánea insatisfecha por lo que el hombre no le da, es decir, se queja de que el hombre no le habla. No importa que él traiga dinero a casa, que sea bueno, honrado y trabajador, no interesa que no sea mujeriego, todo esto parece perder valor si él no le demuestra...¿qué?, su amor. Las palabras que ella le reclama son palabras de amor. Aunque podríamos decir que siempre las palabras son un vehículo de amor. El silencio puede ser incluso una muestra de desprecio. El sexo en la vida de esta mujer no tiene sentido si no está ligado al amor, a las palabras de amor, y deben ser palabras, no gestos. Ella necesita de eso.

    Tan es así que durante años se lo ha procurado por otras vías. Diferentes galanes se le acercan y ella coquetea con ellos para procurarse una dosis de esas preciadas palabras de adulación, luego de lo cual, se deshace de ellos, no quiere problemas, y vuelve con su apático marido.

    Cabe preguntarse, lógicamente, si ella tanto necesita de eso ¿cómo es que ha ligado su vida por tantos años a un hombre parco como ese?. Ha tenido la oportunidad de conocer a otros hombres que sí sabían hacer con eso que ella tanto desea y no han podido separarla de su aburrido compañero, tiene que existir una buena razón para que ella siga con él. Su respuesta no se hace esperar: Es su incondicionalidad. Ella sabe que él es de ella, y solo de ella, que él no miraría a otra mujer por ninguna razón.

    Hay en esta mujer una doble situación. Por un lado se siente insatisfecha, no obtiene del hombre que la acompaña lo que ella desea y merece. Su vida aparece signada por el esplín y la opacidad. Por otro lado, el costo que tendría para ella un vida independiente, que la podría llevar a encontrar otro compañero o no, es extremadamente alto: ella debe soltarse, per-derse, de la seguridad que este hombre representa para ella. Ese es el punto. Vislumbra que si no esta bajo la incondicionalidad del esposo podría precipitarse en lo infinito, en lo sin límite. Frente a esto opta por continuar, aunque quejándose, en territorio seguro. La incondicionalidad del hombre se torna así, paradójicamente, en un mecanismo de control, pero no impuesto ya por él, sino creado por ella misma.

    Muchas mujeres parecen necesitar de estar fijadas, atadas, ancladas a un otro que les proporcione un sentimiento de seguridad. Puede ser, como en este caso, un hombre, un esposo, pero hay también la que hace de sus hijos o de sus padres este punto de fijación que impide que ella quede en situación de deriva. Parece realizarse en estos casos la lucha que nos refiere Florencia Dasen mantenida históricamente contra la pasión. En el escenario de la vida privada de cada mujer se puede comprobar el hecho de esta lucha. Como si la razón estuviera encarnada acá por el partener, marido, madre, hijos, garante de la sensatez y la cordura, que limitan las posibilidades de escape de una loca potencial, siempre a punto de deslizarse en la pendiente de la pasión amorosa. Es claro que en esta escena no hay culpables, ya que contribuyen a su creación todos los participantes. Pero los hechos de la cultura hacen que visualicemos a las mujeres como víctimas del sometimiento. Sin embargo, las propias mujeres no son ajenas a la creación de estas condiciones de sumisión. Tanto es el terror que provoca un horizonte sin control que pareciera preferible la postergación y la conformidad al partener.

    El problema nos desliza con facilidad hacia la idea del “punto medio”, que encontramos en el budismo Zen, pero que cuenta con una gran aceptación. Ni mucho de uno ni mucho de lo otro. Si la fijación, la atadura a sitios seguros, se nos aparece como uno de los polos de esta cuestión, el otro es el abismo y la perdición. De un lado, lo monótono, aburrido y sin sobresaltos de un vida que no requiere consumir más adrenalina que lo necesario y que garantiza el sustento y el porvenir de los hijos en la familia, pero que termina con harta frecuencia en el estallido de la angustia bajo la forma del ataque de pánico. Del otro costado, el exceso, y con él, la pérdida de las cosas más valiosas, de los bienes más preciados, pero con la ganancia del goce, el placer, la pasión. Cómo no preguntarse entonces por el punto medio. Todo parece indicar que el consentimiento a las formas de la pasión que son para cada uno, no hay un colectivo de la pasión, necesitan de una regulación, un marco. Es lo que Freud consideró central en la producción de las neurosis, la radical oposición entre las tendencias instintivas del sujeto y las regulaciones que el orden social le imponen. Pero la experiencia analítica nos enseña que ese punto medio nunca se alcanza y que el salto de la satisfacción a la culpa es la constante.

    A lo que apunta el psicoanálisis lacaniano, reconocer las condiciones de goce de cada uno para con ello saber hacer, no es el punto medio, por el contrario, lo que propone es un nuevo anudamiento de la estructura subjetiva que cancele la eterna lucha entre el goce y la culpa. Saber hacer no es la represión, ni el sometimiento de las pasiones a la razón, ya que esto ha dado ya sobradas muestras de ser imposible.

    El saber hacer con el goce es, habiendo identificado la propia manera de gozar, el síntoma, la singular manera de vivir la pulsión, hacerse pragmático en el uso que cada quien le puede dar a ese goce y esto se hace posible solo si se cuenta con lo real.


    [1] Dassen, Florencia. “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”. DISPAR N2, revista de psicoanálisis. Editorial Tres Haches. Bs. As. 1999

    [2] Es interesante de ver que, en la perspectiva kantiana, el hombre, sometido al imperativo categórico, es más libre que la mujer, que cede bajo su pasión. La pasión encadena, mientras que el imperativo, tomado como él lo postula, representa la máxima autonomía, la plena independencia del sujeto a cualquier condicionamiento externo a su voluntad.

    [3] Me ha sorprendido la etimología de la palabra perdición. Ella incluye el prefijo per que tiene una significación un poco difícil de captar en castellano que es la de aumentar el valor de la palabra a la que precede. Es como decir mucho o muy. En este caso, se antepone a una palabra que en su origen es dar, con lo que significa, estrictamente, darlo todo. Y es justo el sentido de lo que se nos presenta ahora como tema de reflexión, es decir, el darlo todo en el campo de los bienes, de los teneres que son de alguna manera los medios por los cuales podemos estar amarrados a algo, para internarnos en el inseguro territorio del ser. Los ancianos, temerosos de perderse en las nebulosas de la senilidad, tienden a aferrarse más a los bienes materiales en un camino casi inverso al que proponemos.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
    10. Una escritura

    He establecido que la relación que cada uno tiene con su cuerpo es siempre muy compleja. Y es importante dejar claro que se trata de una relación porque eso es lo que nos pone en la idea de que el cuerpo es hetero para cada uno, es Otro. Si bien desde el punto de vista biológico somos un cuerpo, en tanto animales somos eso, un cuerpo, por la incidencia del lenguaje, por el efecto que en nosotros produce el ser hablantes, es que se genera ese divorcio con respecto al cuerpo y es por eso que, los humanos, tenemos una relación al cuerpo, nos relacionamos con él de una manera compleja, imperfecta y siempre incómoda. Allí donde el animal es un cuerpo, y por eso una unidad, nosotros tenemos un cuerpo, división que es esencial a nuestra naturaleza.

    Esto es algo que hay que aclarar.

    El estadio del espejo, como forma de presentar la propia imagen como algo fragmentado, imposible de unificar de un modo acabado, nos daba una muestra de esa relación imperfecta al cuerpo propio. Pero la idea que ahora intentaremos alcanzar es eso que, en el nivel del cuerpo, no es ya del orden de la imagen sino que permanece como una escritura, como marcas o trazas singulares que resultan determinantes de la vida, la conducta y los afectos de un sujeto.

    Escritura. Estamos usando acá una palabra común en el lenguaje cotidiano pero que en el mundo de la literatura, por ejemplo, tiene una estatura muy importante. Más todavía en el de la lógica matemática, donde la idea puede ser reducida a una escritura que, en verdad, no dice nada. Aceptamos que una escritura es hacer marcas, sean con un punzón, con una lapicera o con una computadora, y lo relacionamos con el lenguaje porque se trata de marcas que quieren decir algo, sin embargo, no siempre lo escrito puede decir algo, o al menos lo que dice no es claro, su interpretación no es directa. No hay una correspondencia entre lectura y escritura. Es el caso por ejemplo de las escrituras rupestres. Están allí, fueron hechas por alguien y con una finalidad, pero esos fines resultan oscuros. Lo que no impide que podamos discurrir bastante en torno a ellas. Nuestro pensamiento se cuelga de esa escritura y comienza a decir cosas.

    El inconsciente que inventó Freud es la relación entre ese cuerpo que nos es extraño con algo que hace marca en lo real, es decir, la relación, que toma la forma de una bisagra entre el cuerpo y el significante. Es una idea que si la consideramos detenidamente es apasionante. La palabra no alcanza para decir algo que sea realmente abarcativo del cuerpo, lo que está en el nivel de las marcas del cuerpo, de esa escritura corporal no se puede decir. Por más que intentamos alcanzar mediante la palabra algo de lo que goza en el cuerpo, de lo que palpita en él, de lo que lo afecta, nunca podemos dar con la articulación adecuada. Sólo hacemos rodeos, bordeamos las zonas en las que supuestamente estaría localizado el goce del cuerpo pero sin dar en el blanco nunca. Hay intentos, lo podemos ver en Joyce, en Heidegger, en el mismo Lacan, de hacer de una escritura algo que se acerque a lo real del cuerpo. Vemos así esas formas literarias que hacen trizas el lenguaje, que provocan neologismos, que tuercen las significaciones, que juntan varias palabras en una, o inyectan un idioma en otro en un intento de acercar el lenguaje a la cosa en sí. Es como si quisieran que por fin, en el forzamiento a lo imposible, la palabra pudiera dar cuenta de la cosa, capturarla o, al menos, abrir una ventana que comunique dos universos originalmente separados. Intentos de alcanzar lo que Barthes llamó el grado cero de la escritura. Pero esto no es más que el intento, siempre fallido, de hacer que la relación sexual exista, de cancelar la brecha abierta definitivamente por el lenguaje entre el goce del cuerpo y la palabra. Por eso es necesario, si queremos entender algo de lo que regula el goce en el mundo, que separemos conceptualmente lo que es del orden de una escritura, sigo a Lacan, de lo que es del orden del significante. Nos detendremos en esto.

    Es en esa imagen confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo donde intervienen, de una manera también compleja, los afectos. Quiero decir que para que comprendamos lo que el cuerpo es para nosotros tenemos que pensarlo como afectado. Si no, lo que tendríamos es nada más que una máquina como lo pensaba Descartes. La figura siniestra del autómata de los cuentos de Hoffman no está muy lejos de la idea que tienen del cuerpo nuestros modernos neurofisiólogos. Los afectos, cosa por lo demás un poco difícil de definir, son algo que percibimos, aunque de una manera a veces vaga y oscura, siempre a ese nivel, a nivel del cuerpo, pero no es, sin embargo, un sinónimo de la emoción. La emoción es lo fisiológico, la descarga de adrenalina o de otros mediadores químicos en el organismo, que sería reproducible en un animal de laboratorio. En el animal asustado, por ejemplo, podemos objetivar una serie de cambios en el funcionamiento de sus órganos, le late rápidamente el corazón, disminuye la sudoración, etc. Pero no conseguimos situar un sujeto. Es una prueba que puede reproducirse sin dificultad en un conjunto de animales y no nos permitirá ubicar a ese sujeto en su relación con los otros. El afecto, o más precisamente la pasión, nos permite ubicar al sujeto en su particularidad. Cuando hablamos de alegría, tristeza, euforia o amor, es necesario, por supuesto, que haya el cuerpo para actuar de soporte de esos afectos, pero es el cuerpo tomado, atravesado por el significante y aquí sí entonces podemos hablar de un sujeto.[1]

    Hay, sin duda, una estrecha relación entre los afectos y el carácter de un sujeto. Podemos así hablar de alguien optimista, otro pesimista, uno generoso y alguno avaro según la manera en que en ellos se modulan esos afectos.

    El término “carácter”, en psicoanálisis, ha tenido su historia. Es la forma más próxima con la que los analistas después de Freud han intentado conceptualizar esto que ellos aproximaban como la incidencia del cuerpo sobre el inconsciente, la articulación del inconsciente y el cuerpo[2]. Y esto porque el carácter es el concepto mediante el cual se podía pensar la incidencia de la pulsión sobre la personalidad. Para Miller hay algo valioso en este concepto porque permite captar cómo lo inconsciente se manifiesta, no ya como una expresión explosiva y llamativa, distinta del conjunto, discordante como es el síntoma, sino como una manifestación existencial de lo inconsciente sobre el conjunto de la personalidad. Es decir, no se trata en el carácter de esos fenómenos reñidos con el modo particular de ser de un sujeto, sino de algo sintónico con el yo, con lo que estamos habituados a llamar la personalidad. Toda la conducta del sujeto, su forma de ser, su manera de gozar de la vida, están aquí subordinados a lo que se aloja en el ello freudiano, es decir la pulsión. El carácter, entonces, es esa forma en que se modaliza la pulsión en un sujeto dado, de manera tal que cada uno de sus actos, su manera de pensar y de ser, están impregnados por un estilo que le es propio y que se articula a la pulsión.[3]

    Es allí donde podemos captar que las modalidades del carácter están limitadas por la pulsión. A tal punto que podríamos hacer un catálogo, no lo vamos a hacer, pero podríamos hacer un catálogo de las pulsiones con el correspondiente carácter o con los tipos de carácter que les corresponden. Se puede apreciar, como lo demostró Freud, que el erotismo anal, la fijación a las formas anales de satisfacción, se corresponden bien con ciertas formas de carácter en las que se destaca la avaricia, la pertinacia y la pasión por el orden y la limpieza, tan propios de la neurosis obsesiva. Pero el carácter no es una neurosis. Es la manera de ser de alguien que bien puede ser vivida como correcta y satisfactoria, no solo desde el punto de vista individual sino también social. La envidia, sin duda una pasión que ha sido observada desde antiguo, se articula, como lo ha demostrado la investigación analítica, con la pulsión de ver, la pulsión llamada por Lacan escópica. Y de esa forma podríamos continuar con el catálogo tomando la pulsión oral, la invocante, etc.

    Se articulan así en el carácter, pero de manera más precisa en el síntoma tal como lo concibe Lacan, tres dimensiones tan aparentemente distintas como son el cuerpo, con sus agujeros, la pulsión y la pasión, aquello por lo que cada uno se apasiona y hace de ello su vida, su forma de ser y también su forma de sufrir.

    Son marcas en el cuerpo, como una escritura invisible, que dan consistencia al síntoma y que permiten el anudamiento de la estructura al hacer de bisagra entre el sentido y lo real. De lo real no se puede decir nada, es lo que hay sin ningún predicado posible, indistinto. Cuando damos un nombre a algo, lo que hacemos es introducir la distinción, hacemos que algo se recorte y se distinga del resto y con esto hacemos que tenga sentido. Ese es el modo en que hacemos que lo que era puramente pulsional, y como tal insensato, pase al registro de las cosas que pueden decirse, razonarse. Con ello nos hacemos una idea de nosotros mismos basada en un argumento, en un conjunto de proposiciones acerca de nosotros mismos. Finalmente podemos hacer un lazo que vincule estas dos dimensiones, real y sentido, que es lo que Lacan llama lo imaginario y que se hace fundamental en la idea que tenemos de nuestro cuerpo, pero sobre todo, de la relación que tenemos con el semejante.

    Lacan, en el seminario 23, dedicado al síntoma, se detiene en James Joyce para señalar algo que es en verdad extraño en lo que hace a la relación entre el cuerpo y los afectos.

    En Joyce nos encontramos con una experiencia en la que no hay con relación al cuerpo ningún afecto.

    En un pasaje de “Retrato del artista adolescente” donde el personaje Stephen, al que podemos identificar con Joyce, recibe una paliza por parte de sus camaradas, él refiere no +sentir nada, a lo sumo asco. Pero, además, lo que siente es que su cuerpo se desprende, como se desprende una cáscara. Y es justamente hacia su propio cuerpo hacia el que siente ese asco.

    Se trata, como lo señala Lacan, de una forma de dejar caer el propio cuerpo. Es una experiencia inquietante, ominosa, pero no poco conocida. Esta forma de dejar caer el cuerpo, de desprenderse el registro imaginario del cuerpo, la idea que alguien tiene de sí en tanto cuerpo, ha dado lugar a toda una semiología de la psicosis muy interesante. Se puede ver en ella que si no hay algo que anude, que fije los elementos de la estructura, el cuerpo estará a la deriva como se aprecia tan claramente en todas las formas de la psicosis.

    Pero el asco no es algo que esté, como experiencia, como síntoma o como señal, limitado al campo de las psicosis. También podemos sacar provecho de esta experiencia Joyceana en otro sentido, en el de un rechazo del cuerpo, aquel que encontramos con una notable constancia en la histeria y que se vincula con la llamada complacencia somática, es decir, con la facilidad con que los síntomas son derivados al cuerpo en al histeria. Nunca está ajena la experiencia histérica al asco, especialmente el que se siente en relación a lo sexual y vincula de manera paradigmática dos pulsiones, la genital y la oral. Con ello se observa que las primeras experiencias de satisfacción, es decir las que tienen que ver con la oralidad dejan profundas y duraderas marcas que se revelan luego en la entrada del sexo en la vida del sujeto, por cierto, siempre traumática. Eso fue, precisamente, lo que llamó la atención de Freud en el caso Dora, sexual que ante el encuentro, ante el contacto físico con un hombre, la muchacha, en lugar de excitarse sexualmente siente asco. Sustitución fundamental del placer por la repugnancia que para Freud es patognomónico de la histeria.

    ¿Cómo no ver también en la anorexia, donde el asco toma un papel muy importante, la realización de una religión privada similar a la que Freud supo reconocer en la neurosis obsesiva?. El carácter silencioso de sus ritos, la fina selección de los alimentos, la regularidad de sus ceremoniales, son la evidencia de la satisfacción que encierra esta religión en la que vemos dibujarse nuevamente el estrago materno bajo la forma del objeto tragado-rechazado. El asco es aquí la constante en la que se puede advertir el goce por ese vacío de lo postergado o de lo ausente. Lo curioso es que, aunque hoy la anorexia es promovida como una entidad clínica nueva o propia de la época, forma parte de la experiencia histérica de modo regular. Casi no encontramos un caso de histeria femenina sin que éste revele en algún momento de su historia un trastorno alimenticio, sea bajo la forma de la bulimia, la anorexia o ambas combinadas, cuando no simplemente el asco. El bien llamado objeto oral en juego aquí es el que el sujeto obtiene recortando en el Otro materno la parte que le asegura la satisfacción. Pero para esta operación deberá también intervenir la demanda de ese Otro materno. ¡Cómo ha insistido Lacan en la relación íntima que existe entre la demanda y el deseo! Demanda que es del sujeto pero con los significantes que necesariamente va a tomar del Otro: Dame tu leche, acércame a tu pecho, pero esto te lo pediré en los términos de tu demanda. El objeto seno es también la boca, los dientes, el pezón, la leche, la lengua. Todos objetos parciales recortados sobre la opacidad del cuerpo de la madre. No es posible gozar del cuerpo del Otro como tal. No es posible gozar del cuerpo de la madre, prohibición esencial al ser hablante, y esto es lo que Lacan traduce como la inexistencia de la relación sexual. No se puede gozar del cuerpo del Otro y es por eso que nos aferramos a la parte separable de la que Winnicott supo hacer su objeto transicional. El asco viene a señalar, a indicar donde esta el goce localizado y cómo está ese objeto situado sobre el mapa del cuerpo. Es un trazado, una escritura. Y eso se lee.

    [1] Hay toda una serie de procedimientos por los que un psicofármaco debe pasar antes de salir al mercado, entre ellos, hay que probarlo con animales de laboratorio de los que la rata resulta ser el privilegiado. Se verifica así su eficacia y si las ratas no enferman o mueren con el medicamento, eso da una garantía de que no lo harán los seres humanos al consumirlo.

    Pero lo que ocurre es que el ser humano plantea una dificultad que obstaculiza el avance que se podría conseguir en la biología: en el humano hay afectos más que emociones. Si uno toma un animal de laboratorio y le administra ciertas sustancias, puede luego repetir la experiencia con otro animal y sacar conclusiones. Una unidad animal y otra unidad animal pueden sumarse estadísticamente para obtener resultados que acumulen un saber, porque, una rata, es una unidad rata, dicho de otra manera, el ser de la rata y el cuerpo de la rata son una y misma cosa.

    Cuando se trata de seres humanos el cuerpo no coincide con el ser. El ser de una persona, por estar atravesado por el lenguaje, va mucho más lejos que su cuerpo.

    El uso que hacemos del lenguaje hace que nuestro nombre, por ejemplo, nos anteceda. Antes del nacimiento se dicen y piensan cosas de nosotros, y resulta importante de quién somos hijos o hermanos, si nacimos primero o después, varones o mujeres. Del mismo modo, al morir dejamos una serie de huellas que permiten que nuestro cuerpo desaparezca pero que nuestro nombre y nuestras obras nos inmortalicen. Nada de eso ocurre con la rata. La rata de laboratorio es hija de una rata idénticamente rata y solo existe como tal al nacer su cuerpo de rata y desaparece por completo al cesar las funciones de su cuerpo de rata. Eso es lo que quiero decir con que su cuerpo y su ser son la misma cosa, mientras que el cuerpo humano no coincide con su ser. Nosotros tenemos un cuerpo, la rata es un cuerpo. Y desde que tenemos un cuerpo la relación que establecemos con él es compleja y difícil.

    Dicho de otra manera, los efectos de la lengua se presentan bajo la forma de los afectos. Es en ese límite silencioso donde se alcanza lo que en psicoanálisis entendemos por el síntoma. Aquello que, por tener un poco de cada una, tiene algo de sentido, de palabra, de significante, y algo de lo real del cuerpo. Es justamente en el síntoma donde el psicoanálisis pudo encontrar esa compleja relación donde, algo se descifra.

    La ciencia busca un saber que sea íntegramente transmisible, es decir, busca un saber sin resto, reproducible, objetivo. Es por esto que busca un lenguaje que apunte a la referencia inequívoca, la precisión, la rigurosidad en las expresiones. Por esta razón se ha buscado crear manuales diagnósticos que sigan el ideal de una lengua universal, entendible por todos los psiquiatras, transmisible sin resto. Pero para que esto sea posible hay que suprimir todo predicado acerca del sujeto en su particularidad, en su experiencia singular. Es necesario que se omita toda referencia a esa compleja relación que el sujeto, en tanto es efecto de significante, tiene con su cuerpo, no ya como organismo, como entidad biológica, sino como ser capaz de goce.

    [2] Miller, Jaques Allain. La experiencia de lo real en la cura analítica. Clase X. París, 1999. Inédito

    [3] Lacan hizo tambalear, como lo señala Miller, esas estructuras extendiendo la noción de síntoma más allá de sus límites tradicionales y haciendo subsumir la idea de carácter a la de síntoma. Y hay buenas razones para ello. El síntoma para Lacan es aquello que dice de la escritura a nivel del cuerpo, es decir, a nivel de la pulsión, que no es otra cosa que la articulación del significante en esos agujeros del cuerpo, que hacen que el sujeto pueda ser definido por su forma particular de gozar. Esto es llevado al límite de la definición por Miller cuando dice la fórmula “soy como gozo”.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
   
    9. Clítoris o vagina
    Relata Eric Laurent [1]que Marie Bonaparte, la princesa que apoyó tan decididamente a Freud aún en los momentos más difíciles, no modificó, luego de concluir su análisis, su actitud aristocrática y caritativa. En cambio sí se vio impulsada a utilizar su fortuna y su influencia para, además de difundir con entusiasmo el psicoanálisis, embarcarse en un proyecto destinado a distribuir de una manera más justa el goce entre las mujeres. El proyecto en cuestión era el de un cirujano que proponía una operación mediante la cual se acercaba el clítoris a la vagina. Al parecer, cuenta Laurent, ella misma había quedado encantada con los efectos de esa intervención y quiso que una fundación la pusiera al alcance de muchas otras mujeres. Era un intento de remediar de manera pragmática la separación entre el goce fálico, clitoridiano y el Otro goce, el goce vaginal.

    Laurent nos trae esto como una anécdota divertida de las que pueblan la historia del movimiento psicoanalítico pero, hay que decir que la dificultad para armonizar los dos goces mencionados, los dos polos de posible satisfacción femenina en el sexo, ya fue planteada por Freud con mucha seriedad y no dejó de preocupar posteriormente a Lacan. Cierta obsesión por la anatomía y sus determinaciones en la subjetividad nunca ha estado ajena a las preocupaciones psicoanalíticas.
    La intelección que Freud alcanza para la sexualidad femenina divide a ésta en dos tiempos. Un primer momento en el que la niña se ubica en una posición idéntica a la del varón, es decir, centrando su sexualidad en torno al falo, representado en su anatomía por el clítoris. Posición a la que deberá renunciar, no sin dificultad, para acceder en el segundo tiempo, por desplazamiento de la erogeneidad, a la vagina, al otro goce, este sí para Freud propiamente femenino. ¡Qué dolorosa es esa resignación!. Los que hemos podido presenciar en niñas pequeñas este reconocimiento de insuficiencia del clítoris frente al órgano masculino no podemos menos que conmovernos ante el sufrimiento con que se lleva a cabo ese movimiento. Ellas se rebelan, no quieren asumirlo, orinan de pie como los varones o sueñan con que más adelante les podrá crecer. ¡Es tan grande la afrenta narcisista! ¿Cómo no comprender que ese dolor puede durar toda la vida? ¿Cómo no entender que allí es donde se juega la partida para todo lo que será la vida sexual posterior de una mujer?. No estamos ante simpáticas actitudes infantiles sino frente a los más dolorosos momentos en la definición del ser que urgen al sujeto por una respuesta, por una solución que procure algún alivio a tanta pena.

    Es evidente que en este esquema freudiano la mujer debe abandonar el clítoris, por causa de la insuficiencia de ese órgano en términos comparativos con el varón, y aprender a arreglárselas con la vagina. Pero, en definitiva ¿Cuál es el goce que una mujer alcanza en la vagina? ¿Es del mismo orden que el goce clitoridiano, aún en el supuesto caso que dicho desplazamiento se hubiera producido exitosamente?. Cosa que, por lo demás, no sería la regla ni mucho menos, como parece testimoniar la búsqueda de la princesa Bonaparte.
    Esta cavidad virtual del cuerpo de la mujer, sin duda apropiada para el acoplamiento con el otro sexo en términos biológicos, no está, al menos no lo está a simple vista, dotada de las particularidades erógenas del clítoris, órgano que comparte con el pene masculino sus características de ser eréctil y de indiscutible sensibilidad, esto sin considerar el carácter positivo del clítoris con relación al vacío que pone en juego la vagina, lo que remite, claro está, a cierta negatividad, a lo que no hay.
    Sobre esto Lacan se detiene brevemente, y de manera sorprendente, en su seminario de 1963 donde arriesga que, no teniendo inervación, pueden echarse chorros de agua hirviendo en la vagina de una mujer sin que ésta sienta nada. No he tenido todavía tiempo de verificar en el Testut Latarget la veracidad de esta observación respecto a la anatomía femenina. No tiene mucha importancia en realidad. Pero, de ser así, mucho menos será ese órgano sensible a la presencia en su interior del miembro masculino. Realmente éstas son cosas que sólo Lacan se puede permitir. No porque sea un médico, eso no sería suficiente ya que ni los anatomistas ni los fisiólogos se atreven a tanto, véase sino el libro de fisiología de Guyton acerca del orgasmo femenino, sino porque él no se priva de nada en el momento de usar para el avance del psicoanálisis cualquier elemento de valor. Hay en esto, como lo ha señalado frecuentemente Baby Novotny, cierto pragmatismo de Lacan. En este caso se apoya en datos de la anatomía que, sin duda, son desconocidos para la mayoría, si no para todos lo psicoanalistas, y nos interna en esa lógica fascinante por la que nos conduce. Digamos de paso que los axones, los haces nerviosos que inervan la zona genital, son llamados en anatomía pudendos, que quiere decir, vergonzosos. Hay nervio pudendo interno y externo. Con esto uno puede ir pensando que aún en el campo de la anatomía algo de la represión ha funcionado.
    Entonces, si la vagina carece de sensibilidad en sus dos tercios superiores ¿De qué goce se trata éste que no se funda en la sensibilidad local del órgano afectado? Lacan consigue demostrar que el desplazamiento de la excitación del clítoris a la vagina sigue los caminos que son propios de todo síntoma histérico, es decir, el desplazamiento de la excitación, por la vía de la conversión, a otra zona del cuerpo, desde entonces devenida erógena. No es otra cosa lo que Freud pudo encontrar en las histéricas que poblaron sus primeros años de experiencia psicoanalítica. Cualquier zona del cuerpo, si se dan ciertas condiciones, es decir si se dan las condiciones de lenguaje, puede tornarse zona erógena y proporcionar un goce erótico al sujeto. Las condiciones de lenguaje son que el Otro, como tal, preste al sujeto sus significantes. Con los significantes que proceden del Otro el sujeto va a construir su síntoma. Es un punto importante. Acá Lacan compara el goce femenino con el histérico, con la modalidad histérica de gozar. Es algo que no va a conservar, mas adelante deberá separar esta posición histérica de aquella que será específicamente femenina, pero, sin embargo, debemos notar que la histeria también es no-toda. No toda histérica, también una mujer.
    Algo queda claro: el goce vaginal durante la cópula no es suficiente para comprender de qué se trata ese Otro goce, el que no es fálico. Por el contrario, el goce vaginal, desde su perspectiva de vacío, desde su negatividad, no hace más que instalar nuevamente la pregunta por el goce femenino, la redobla.
    El error de Freud en este punto no está, por supuesto, en la genial intuición de reconocer en la mujer otro goce diferente al del varón, sino en el intento de darle a éste una localización en el plano anatómico. Lo que caracteriza justamente al deseo femenino es que no tiene fijeza, no se lo puede situar, es ilocalizable. Mientras el deseo masculino se caracteriza por ser fetichista y por lo tanto siempre fijado por el objeto, ese objeto singular que para cada uno es siempre el mismo y que hace que el goce esté localizado, delimitado, el deseo femenino no se somete a esa ubicación y mucho menos en el plano anatómico.

    Los intentos de ubicar el goce femenino han dado lugar, entre otras tantas cosas, a la postulación de los célebres puntos excitatorios como el punto G, el punto gatillo en la superficie del cuerpo en el que una mujer podría encontrar el clímax cuando se lo estimula. Cada tanto aparece un investigador norteamericano con el descubrimiento de un nuevo punto al que le asigna otra letra. Junto al punto G tenemos el punto A y con ellos van trazando un mapa erótico sobre el cuerpo de la mujer. Podemos sospechar que no les va a alcanzar el alfabeto para nombrarlos: la migración de la zona erógena continuará su derrotero infinitamente.
    Estas aparentemente ingenuas propuestas deben sumarse a los intentos de mantener bajo control la sexualidad femenina. Es un intento de dominio sobre algo que siempre se escapa.Como si dijeran: si conseguimos localizar el punto del cuerpo donde tiene su sede el goce de la mujer podremos luego hacerlo manejable.
    Los intentos de control en este sentido no son solo científicos sino que incluyen otros en el plano de la religión, de la moral o de las conductas rituales en las culturas más diversas del mundo y en los más diferentes momentos de la historia y, posiblemente, con bastante éxito.
    Concluimos entonces que la intuición de Freud es correcta en el sentido de establecer un goce Otro para la mujer que se distingue con claridad del goce masculino pero incorrecta en el intento de situar este goce en la anatomía. También observamos que la opción entre clítoris y vagina es falsa ya que la mujer participa perfectamente del goce fálico pero siendo no-toda, es decir, que no se limita a él sino que siente otra dimensión del goce pero que no está referida a un órgano o región del cuerpo. Ni siquiera el clítoris será adecuado para lograr la satisfacción sexual de la mujer si éste no está investido libidinalmente, es decir, si no se ha producido la articulación del significante, de la palabra, con esta zona para que ella devenga erógena. La hipersensibilidad de una parte del cuerpo es tan posible como su más radical anestesia sin interesar los recorridos nerviosos, las inervaciones o los receptores. Más estarán determinadas sus posibilidades por el valor inconsciente que se le haya asignado
    [1] Laurent, Eric. Posiciones femeninas del ser. Tres Haches, Bs. As. 2000.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal 
    8. Dios y La mujer
    Un ser que no puede ser abarcado por la razón. Un objeto de adoración en la medida en que se sitúa en el plano de lo divino. Dios. La mujer, que no existe, debe entenderse como solidaria a la idea de lo divino. Claro que no todas las mujeres se asoman, se aproximan a esa experiencia. Pero hay que entender, lo han hecho muchos en la historia del pensamiento, que para alcanzar lo trascendente no se puede estar sometido a las limitaciones de lo tangible. Es necesario en algún punto poder soltarse un poco.
    No hay simetría entre los sexos, es nuestro postulado, en el que hemos estado insistiendo. El hombre, el varón, atado a su goce fálico, no puede ocupar ese lugar fuera de la ley, fuera del sexo que sí le está permitido a la mujer.
    La mujer participa, claro está, y de un modo semejante al del hombre de la relación al falo. Solo hay una libido, nos lo ha enseñado Freud, la masculina, y las mujeres participan de ella como todo el mundo. Ellas participan del falo de muchos modos y de diversas maneras. Hay toda una gama, que no sería posible recorrer, de posibilidades femeninas de vivir el sexo. Mujeres apasionadas, otras frías, activas y pasivas. Todas son formas de pasar por la experiencia del erotismo, de la excitación sexual y de su tramitación, que pueden si se quiere, equipararse a las del varón. Pero en lo que respecta al falo son no-todas. Los hombres, los que eligen esa posición, son todos ordenados por el falo. Las mujeres pueden participar de eso pero no-todas. Queda para ellas la posibilidad de otro goce, suplementario, que no está en relación con el falo sino con un objeto trascendente al que la tradición nos muestra de diversas maneras y al que Dios se parece bastante. Un objeto trascendente que a diferencia del falo no se encuentra en la escena, está por fuera, lindero a lo que puede llamarse el sexo en términos estrictos.
    No estamos diciendo que se trate en el caso de la mujer de un goce complementario al del hombre. Esto es algo que tiene que estar muy claro. Esa es justamente la idea contraria a lo que queremos transmitir acá. No hay ni por casualidad complementariedad entre los sexos, la suma de uno y otro nunca da dos. Por eso Lacan dice que el dos no es un número. Uno mas uno, siempre siguen siendo uno y uno y nunca hacen dos. Por el contrario lo que nos demuestra la experiencia psicoanalítica, y en verdad toda la experiencia humana, es que nunca nos encontramos con el complemento adecuado. A un sujeto no le va bien cualquiera para ir a la cama. Al contrario de lo que ocurre con los animales, para los cuales no hay selectividad, ya que en ellos basta con que macho y hembra de la misma especie se encuentren para que pueda haber el acoplamiento, en los seres humanos es necesario que se cumplan una cantidad de condiciones para que dos se encuentren. Y luego de que se encuentran, aparecen otra cantidad de condiciones para poder ir juntos a la cama y, por fin, una vez allí, otra vez hay que poner a prueba las cosas, es decir que, frecuentemente, al llegar a ese punto se hace patente que aún habiendo pasado por una gran cantidad de pruebas previas, haber puesto antes un sinfín de condiciones para asegurarse, para obtener garantías de que el otro es el correcto, al llegar a la cama aparece que el otro no era el adecuado, que no puede llevarse a cabo el acoplamiento. Así se demuestra que no hay complementariedad en el sexo para los que son capaces de hablar porque ellos habitan en un mundo lleno de significantes. Los significantes sí que pueden copular. “Siempre hay un roto para un descosido”, y allí se ve que los significantes se articulan perfectamente. Pero cuando dos van a las cama, los significantes más bien estorban y obstaculizan las posibilidades de goce a nivel de los cuerpos. ¡Qué frecuente es que, cuando están dadas las condiciones ideales para la conformación de una pareja, en el plano de lo sexual no hay forma de que las cosas funcionen y al contrario, cuando hay gran satisfacción en el plano sexual la desarmonía en todo lo demás es total!.
    Hay también, por supuesto, los casos en que el amor y el sexo se combinan de manera maravillosa y es, posiblemente, la experiencia humana más buscada, más deseada. Pero siempre está signada por lo efímero. No bien eso se alcanza, y aclaremos que cuando se alcanza es de forma contingente, no prevista, accidental, bien, cuando se logra surge inmediatamente la amenaza de su terminación y por eso tratamos de que se inscriba, que exista un registro que lo haga eterno, que no cese, que sea permanente.
    Esto es lo que dice Lacan: no hay relación sexual, en el sentido de que no hay proporción. No hay una complementariedad entre los sexos.
    Lo que intentamos introducir aquí es otra cosa, no es la idea de complementariedad, sino la de un goce suplementario. Hay para la mujer la posibilidad de un goce suplementario, uno que, además del fálico, se añade, se suma, pero que siempre es otro. Y es en esto que se establece la disimetría con el varón. Mientras para el varón el goce sexual está acotado por el órgano, por los llamados caracteres sexuales secundarios, la mujer cuenta con un algo más que se dibuja en los márgenes de la relación sexual y que se puede referir a muchas cosas, a la situación, a las palabras, a la seducción en el sentido de lo que se insinúa más que lo que se ve, a la atmósfera, en fin, a un algo en más y que como tal tiene ese carácter un poco vago, mal definido, difícil de comunicar, lo que motiva con frecuencia que la mujer demande a su pareja cosas que no puede bien decir de qué se tratan pero que son algo más que ir directamente al acto sexual. No quiere decir que no quiera ese acto, lo quiere, pero ella desea gozar de algo más.
    Es una idea un poco difícil de captar. Para hacerlo Lacan ha identificado este goce con ese del que han dado testimonio los místicos, es decir, personas que se han relacionado con Dios de una manera directa, sin intermediación alguna, y han desarrollado en esa relación un erotismo muy particular, un erotismo que, lógicamente, no pasa por el cuerpo del Otro.
    Lo que acontece con los místicos no es de la misma naturaleza que lo religioso. La religión es siempre normalizada, hay un ordenamiento y una intermediación que está dada por los sacerdotes, las escrituras, el rito, hay la fijación de tiempos e incluso lugares en los que la relación con Dios se efectúa. Todo eso hace que el acceso a Dios sea algo indirecto y acorde a la ley que fija, si se quiere, los límites de la relación.
    La experiencia mística no está regulada más que por el propio sujeto ya que en ella él puede acceder a Dios de manera directa.
    Por suerte, muchas de esas personas han dejado testimonios escritos en los que relatan cómo han vivido esa relación con Dios, que regularmente es de una gran intensidad. Tanto es así que cuando por diversas razones esa comunicación con Dios se ve interrumpida, cuando se calla, ellos sufren de una añoranza que podría imaginarse equivalente a la del adicto con la droga que le falta. Sin eso el sujeto se siente vacío, la vida le parece descolorida y sin sentido y las demás sensaciones del mundo son siempre débiles en comparación con lo intenso de su experiencia extática. El trance, el éxtasis, son aventuras en las que se internan algunos sujetos, próximas a lo sagrado, a lo divino y que no pueden encuadrarse en el plano del tener, de lo contable, de lo medible, es decir, están por fuera del registro fálico. Por esta razón identificamos estas formas gozosas de la experiencia con lo femenino ya que, aunque algunos hombres pueden vivirlas, lo hacen desde una posición femenina.
    No son solamente los hechos de los que testimonian los místicos los que podemos tomar en cuenta. Encontramos en los hechiceros, los chamanes y otras formas de la comunión con lo trascendente otros ejemplos de un goce inconmensurable. Igualmente, todo ello se vincula harto regularmente con la locura. El trance en el que entran algunos sujetos en determinados momentos de muchas ceremonias religiosas, el éxtasis, incorporado a ciertos ritos, aunque presentes en la religión, son formas del extravío y de la enajenación. De allí que la mujer, que cuenta con esa puerta abierta al Otro goce, al misticismo y a esas formas de sin límite de lo extático, esté emparentada también con la locura.
    Como hemos visto, la posición del varón respecto al sexo será siempre disimétrica a la de la mujer. Y esta disimetría debe pensarse vinculada a la castración, uno de los fantasmas fundamentales acuñados por Freud. El demostró que en las más primarias vivencias infantiles y de manera universal, el sujeto varón, al descubrir el valor simbólico del pene, percibe bajo la forma de una amenaza la posibilidad de ser privado del mismo y eso lo alcanza bajo la forma de la angustia. Es una percepción que llega igualmente a la niña, pero en su caso de manera más compleja.

    Desde la perspectiva de la amenaza de castración, el varón tiene algo que puede perder, en tanto esta amenaza puede ser algo realmente consumado, mientras que en el caso de la mujer, dicha amenaza no tiene un efecto tan potente desde que , si puede decirse así, ya lo perdió, no es algo que pueda ocurrir, como si dijéramos en el extremo que nos permite el lenguaje, no tiene nada que perder. La expresión, se entiende, es equívoca en términos históricos puede ser pensada como la gran perdedora, siempre sometida, postergada detrás del idealismo masculino. Pero por otro lado es concebible como la que, porque nos sitúa frente a alguien en menos en el sentido de lo que no tiene, pero en más en el sentido de que tiene todo para ganar. Miller lo piensa de una manera muy clara. La mujer puede aparecer como la perdedora, en tanto su relación a la castración es la de haber perdido, e incluso habiendo ya perdido, no tiene nada que perder y esto la haría capaz de cualquier cosa, de los extremos más radicales. Nuevamente se nos aparece la figura un tanto peligrosa de la mujer para el conjunto social y tal vez podamos reconocer en ella una de las razones por las que se intenta limitar su despliegue. Si es capaz de todo, loca, inconsciente, temeraria, es entonces la que puede llegar a hacer tambalear los cimientos del orden social.
    Más acá, pero abonando la misma idea, se puede observar la mayor vivacidad de las niñas respecto a los varones de la misma edad: ellas quieren el falo y van a procurárselo. En el varón, la cautela y la prudencia serían las condiciones de cuidado para ese bien tan preciado. Esto ocurre así porque el falo es puesto en valor como condensador de un goce más amplio. El falo representa lo que para el sujeto es el interés de la madre. Las mujeres, al no tener el pene ¿Dónde situarán esto, es decir, dónde situarán el falo?. Es el cuerpo erógeno, el que concentrará la libido narcisista que en el varón se sitúa a nivel del falo. El amor se torna así para la niña el equivalente al falocentrismo del varón y el temor a la pérdida de amor en el equivalente a la angustia de castración.
    Situadas estas coordenadas que ubican en lugares diferentes al hombre y a la mujer tratemos de entender algo del misticismo.
    El misticismo de la mujer es muy frecuente, como si ésta fuera capaz de una relación con Dios mucho más fluida, o mejor dicho, como si hubiera una afinidad, casi diría una continuidad entre el ser femenino y Dios. No quiero caer en la torpeza de hacer afirmaciones que no puedo sostener. Ya hice demasiadas. Simplemente trato de hacer una presentación del problema con pinceladas gruesas cuyos efectos, espero, se verán más tarde.
    Lacan nos enseña que la mística es algo que debe ser tomado muy en serio y aconseja la lectura de las obras del género que no por casualidad proceden, en su mayoría, de mujeres. Hay sin duda excepciones, como San Juan de la Cruz. Esto es porque, como hemos dicho, se puede estar muy bien en la posición femenina como en la masculina sin que esto implique la posesión de los órganos en cuestión. Se trata de una elección. Esta elección del sexo es otra cosa que la anatomía, aunque no totalmente ajena a ella. Existen, como prueba, hombres que se ubican muy cómodamente en la posición femenina. Hay algo en el miembro que les estorba y que les permite visualizar algo más allá de él. Es a eso que se le llama un místico: uno que goza de ese más allá del falo.    “Ese goce que se siente y del que nada se sabe, ¿No es acaso lo que nos encamina hacia la Ex-sistencia? ¿Y porqué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino?”[1]
    Es decir que hay sujetos que, aún siendo portadores del pene, alcanzan a ver, y esto no es algo tan fácil ya que el falo generalmente, y especialmente en la neurosis, ocupa todo el campo, invade toda la percepción de la realidad, hay sujetos que alcanzan a ver algo que escapa a su dominio y es en ese más allá donde se puede comprender esta faz de Dios a la que alude Lacan. Pero es claro que en el caso del varón esta es una operación que requiere sortear algunos obstáculos. No es simple poder conservar los atributos masculinos y visualizar ese más allá, esa dimensión de goce trascendente. Los ejemplos a los que aludíamos de hechiceros, monjes y chamanes son por lo demás elocuentes. Son sujetos que no están en la serie de los guerreros o de los cazadores de la tribu, por el contrario, están exentos de esas obligaciones. La mujer en cambio, por estar menos concernida por el falo tiene una afinidad mayor con esta experiencia extática que encontramos en infinidad de formas que van desde las crisis histéricas que estudiaba Charcot, hasta el trance de los ritos paganos, desde la brujería a que ya nos hemos referido, los chamanes y hechiceros que muchas veces son mujeres, hasta las monjas de clausura, y todo esto nos permite observar que hay en ellas un goce que no entra en los registros habituales del goce fálico, un goce que pasa por el cuerpo en tanto lo tiene como soporte, pero que no es de la dimensión de lo erógeno en términos fálicos.
    Algunas formas del abuso de sustancias, de las toxicomanías, ¿no nos permiten ver que hay en ellas también el intento de vivir experiencias de goce que no recurren al falo, que no necesitan e incluso rechazan del contacto con el partener sexual como tal?. Es una abolición del sexo para dirigirse a una forma de goce divorciada del Otro como pareja sexual, es un goce solitario. ¿No está próxima esta forma de procurarse un goce parasexuado con el que alcanzan los místicos?
    También el de los místicos es un goce solitario, al menos desde la perspectiva de los cuerpos. El goce de la mujer, en cambio, aunque se emparenta con éste en lo que tiene de no-fálico, es suplementario al goce fálico, y de ninguna manera prescinde del partener.
    [1] Lacan, Jaques. El seminario, 20, Aún.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
    7 - El cuerpo
    El goce solo es posible en la dimensión del cuerpo. Contamos con eso. También, por supuesto, la fantasía, el deseo, el ideal, intervienen de manera importante, pero el soporte, la sede, el lugar del goce, es el cuerpo. Y la relación al propio cuerpo es complicada. Mucho más, y como consecuencia de esto, la relación al cuerpo del otro, cuando se intenta la relación sexual, cuando se intenta gozar del cuerpo del otro, se encuentra que las cosas funcionan de manera imperfecta, que los cuerpos, en su encuentro, no se ajustan uno al otro como lo haría la llave a la cerradura. Salirse de uno mismo, del goce autoerótico, para entrar en la relación al otro es un movimiento difícil y siempre la relación sexual en el ser humano está signada por la inadecuación. Hay el acople de los cuerpos, y eso es un hecho, la gente copula, pero siempre acompañada por un universo de afectos, sensaciones, simbolismos, y el acto está permanentemente signado por el malentendido, por la dificultad y por la incomodidad. Como dice Lacan, por más que dos se abracen en la cama, nunca hacen uno, lo que sería el ideal del amor, poder alcanzar en la cama la fusión, el nosotros de hacerse Uno con el otro. Pero siempre son dos cuerpos. Es por eso que el amor, imaginado como Eros, como fuerza de unión, viene a ese lugar, a suplir la insuficiencia de esa relación imposible de lograr en lo físico.
    Si el cuerpo es necesario para el goce ¿Qué sabemos de él? ¿Es el cuerpo de una mujer, en términos de goce, una entidad igual a la de un hombre?
    En las primeras producciones de Lacan nos encontramos con que la angustia es una experiencia de descomposición de la unidad del cuerpo, que llamó la imago del cuerpo fragmentado, es decir, la angustia es una regresión, una vuelta a un estadio anterior, un estadio en el que aún no se constituye el yo como una unidad. Para alcanzar esta unidad del yo, el niño, varón o mujer, debe apelar a la imagen que le devuelve el espejo. Esta imagen es el recurso mediante el cual el sujeto logra una unidad totalizada e integrada del cuerpo sin la cual, claro está, permanecería en la indiferenciación respecto al cuerpo de la madre. En el momento en que esta integración es alcanzada se constituye, retroactivamente, la imago del cuerpo despedazado que, a partir de allí, se tornará el modo más frecuente de manifestarse la angustia, como una amenaza de retorno a esa forma mítica del cuerpo despedazado. La imago, concepto freudiano, no es la imagen solamente, sino que es la internalización inconsciente de esa imagen en términos simbólicos.
    La angustia es la inminencia de perder la unidad del yo y volver a lo que se presiente e imagina como el estallido del cuerpo en sus partes.
    Se aprecia que la imagen que proporciona el espejo, allí donde el sujeto se reconoce y donde obtiene una identidad, dista mucho de ser el cuerpo en sí. La imagen que tenemos de nuestro cuerpo no es el soma. A tal punto esto es así que esa imagen puede sufrir todas las distorsiones posibles de los fenómenos ópticos: deformaciones, ilusiones, espejismos. Una persona, es la experiencia más común, puede sentir que su cuerpo cambia de un día para el otro. Es habitual que alguien que un día se ve bello, se aprecie horrible al siguiente; que de pronto se sienta alto y al momento bajo, y así. Incluso eso puede ocurrir durante una misma situación según cambie su relación con los demás. La metamorfosis, sin llegar al extremo de las terribles figuras kafkianas, es una vivencia próxima, frecuente, casi cotidiana, en directa proporción a la inestabilidad afectiva de cada uno. Lo que es más cercano e intimo, como es el cuerpo propio, puede en el siguiente instante, tornarse extraño y raro, hostil incluso. Son esas experiencias de lo ominoso, lo siniestro que Freud despejó con tanta claridad.
    El dramatismo de estos acontecimientos se hace más patente aún en fenómenos, que hoy proliferan con el nombre de patologías de la época, como la anorexia nerviosa y la bulimia. En esos casos, la enferma, contra toda evidencia o juicio objetivo, se ve gorda, y puede llegar incluso a morir por esa causa. La imagen que el espejo le devuelve de su cuerpo aparece inflada, como un globo, por una nada que no es de ningún modo el alimento, sino la absoluta relación a la madre, mientras cunde a su alrededor el espanto por esos huesos que asoman bajo su piel y por la cadaverización de su figura.
    Otros ejemplos muy patentes de deformación de la imagen del cuerpo nos los brinda la esquizofrenia, donde se presentan fenómenos de desaparición de órganos o de partes del cuerpo y también estados de profunda extrañeza frente al espejo en los que el sujeto permanece horas y hasta días en la contemplación perpleja de su propia imagen. En estos casos la unidad del yo, obtenida mediante la imagen del cuerpo, muestra su fragilidad, su inestabilidad, pero también su importancia.
    Esta unidad del yo depende de la relación al otro que le permite ligar esas partes en una imagen idealizada. Es decir, surge del encuentro entre la imagen y el nombre. La ortopedia a lo real del cuerpo que proporciona la imagen está continuamente acechada por el fantasma del despedazamiento, de la desintegración, de la metamorfosis. Fantasma que aparece de manera flagrante en los sueños, donde el sujeto tiene la experiencia de su propia fragmentación o multiplicación en infinidad de personajes, que representan las diferentes identificaciones del yo. Cuando alguien nos relata un sueño en el que “había mucha gente”, o “una casa con muchas habitaciones” puede interpretarse que allí se encuentra la descomposición del yo en sus numerosas identificaciones. También en aquellas pesadillas en las que el sujeto aparece mutilado, decapitado o deformado, donde las muelas se desgranan, se quiebran o se caen, dejando en su lugar una siniestra oquedad, se hace evidente esta constante amenaza de desintegración de la imagen que con regularidad significa la irrupción de la angustia. Las muelas y los dientes, por ser un objeto que cae, primero con los dientes de leche en la infancia, pero luego, en la vida adulta cuando, dañados, deben ser reparados, extraídos, taladrados, representan uno de esos ejemplos más notables de la angustia de castración, de la experiencia de lo real, del retorno de la parte, el fragmento, el resto que representa nuestra propia caducidad y por eso aparecen con tanta frecuencia en los sueños de angustia.
    Son muchos los modos a los que un sujeto puede apelar para conservar la unidad imaginaria del cuerpo cuando el simbólico es insuficiente. En las situaciones en que la nominación tiene fallas muy importantes, como en las cárceles u otras instituciones totales, la mutilación y el tatuaje son modos de mantener estable el cuerpo. Es un tratamiento de lo real por lo real y no por lo simbólico. Muchos de estos recursos, antes limitados a las prisiones o a los barcos, se extienden ahora al común de la sociedad a causa de la generalización de la anomia.
    La ciencia ha posibilitado el desarrollo tecnológico para introducir en el mercado esta fragmentación del cuerpo en procedimientos quirúrgicos a los cuales las personas se entregan un poco irresponsablemente: desde las cirugías estéticas hasta los trasplantes de órganos se puede apreciar lo que Lacan anticipaba como los “ excesos inminentes de nuestra cirugía”, que hace evidente para el común de la gente que “no disponemos del cuerpo más que para hacerlo de su propia fragmentación”.
    La ingeniería genética, como lo señala Miller, permite hoy tocar algo de lo real del cuerpo, ya no detenidos en la imagen, en la forma del cuerpo, sino ahora sabiendo operar sobre lo más real del cuerpo, los tejidos, la memoria genética, con lo que se puede fabricar órganos como la piel o el cartílago, se puede reemplazar las partes del cuerpo que no agraden o no funcionen, lo que hace que ahora esta fragmentación del cuerpo, tradicionalmente ligada a la pesadilla, esté puesta a nivel del mercado.
    Estas modificaciones históricas que la ciencia introduce provocan una nueva relación al cuerpo[1]. No se trata del espanto de una película de terror donde algún Frankestein juega a ser Dios recomponiendo de a pedazos, tomados de este o aquel cadáver, una criatura atroz. Es ahora la ciencia que lo propicia como un ideal de salud y estético cuyo resultado puede estar, tranquilamente, durmiendo junto a uno en la cama. Anotemos que las mujeres, al menos por ahora, son las que más se ven atraídas por las posibilidades que les ofrece la cirugía para hacer de su cuerpo algo más próximo al ideal social o a las particularidades de su fantasma, razón de la riqueza de los cirujanos plásticos y a veces también de su ruina, cuando los resultados no son los esperados.
    La estabilidad de la imagen en la mujer esta marcada por una enorme dificultad: siempre le falta algo; y el procurarse artificialmente sustitutos para esa falta es una opción cada vez más accesible, cada vez más democratizada por el mercado. El defecto en el cuerpo, se entiende, no es más que un sucedáneo simbólico de la falta fálica y las cirugías no son más que una efímera cancelación de esa incompletud inaugural que mostrará, más tarde o más temprano, su insuficiencia. La imagen integrada del yo es como si fuera tomada prestada del otro para hacer con ella un traje que no siempre nos va a medida, o peor, nunca nos va justo. En esas condiciones ¿Cómo no sentirse atraídos por la oferta de la cirugía plástica de tener un cuerpo fálico, uno que sea realmente adecuado a la demanda del Otro, al Ideal?
    Es notable en los análisis que finalizan que las personas entablan una relación distinta y novedosa con su cuerpo, como si al soltar las amarras con las determinaciones del Otro fuera posible encontrarse con una nueva percepción del cuerpo, ya no tomada en préstamo de la imagen del prójimo, sino surgida de una dimensión propia, íntima, interna; más ligada quizá al goce que a la imagen.[2]
    En la constitución de esta imagen del cuerpo propio no participa solo lo que el sujeto encuentra en el registro imaginario, sino que, además, e igualmente importante, interviene la mirada del Otro, con mayúscula, para designar su estatuto simbólico, ideal, que sanciona de manera favorable o desfavorable esa imagen.
    Tenemos al niño, su imagen en el espejo y luego un tercer término representado por la mirada de la madre que porta al niño frente al espejo. El niño es lo que los ojos de la madre quieren ver y es esta mirada, entendida como naming, la que determina la unidad del yo en torno a la imagen del cuerpo y sobre todo, esto es algo en lo que no se ha insistido suficiente, es lo que le otorga estabilidad. Como si el espejo del que se trata no diera el reflejo más que en una sola posición y que cualquier movimiento producirá una tremenda deformación.
    La mirada del Otro estabiliza la imagen, impide que se mueva y evita que se deforme o que cambie. Se entiende entonces que las vicisitudes en el campo del Otro van a tener una consecuencia directa en la imagen del cuerpo propio. Se supone al Otro un deseo que recae sobre el sujeto y lo determina. ¿Qué es lo que la madre desea del hijo? La respuesta no se hace esperar: lo que la madre desea es el falo. Es lo que hace que el cuerpo sea siempre un modo de dar respuesta en forma de brillo fálico al deseo del Otro. Esto es algo muy importante porque necesariamente va a formularse en términos significantes. El sujeto espera encontrar, para identificarse a él, un nombre, que venga a completar al Otro. Que la madre esté complacida con la imagen del niño o no lo esté, es relativo. Se trata mas bien de una interpretación que el sujeto hace de ese deseo que le supone a la madre. Sin duda, ésta puede hacer signos en un sentido u otro, pero la interpretación del sujeto no es una traducción unívoca respecto de esos signos. Es tan frecuente escuchar la frase “esperaban un varón” que uno tiende a pensar que es una constante entre las mujeres. Que eso sea común en una sociedad no alcanza para calcular sus consecuencias. Esperaban un varón pero llegó una mujer ¿Y entonces qué?. Esto vale también para el otro caso, esperaban un varón y fue un varón ¿Cómo arreglárselas con eso? Nunca hay la respuesta adecuada porque, se tenga o no el pene, no se puede ser el falo, falta en ser que vale para los dos sexos.
    Lacan, para graficarnos esto, evoca un filme que había podido ver por casualidad y que había sido realizado con otros fines, ajenos a las intenciones analíticas, donde se mostraba a una niña confrontándose desnuda frente al espejo. Esta película resultó impactante para Lacan y reveladora de lo que ocurre en el estadio del espejo. El descubre que el júbilo que experimenta el niño en esa etapa, es debido a que el cuerpo prematuro, incoordinado hasta entonces, se siente por fin reunido, en una totalidad que le brinda la imagen y que le proporciona un dominio hasta entonces imposible. En los animales que nacen maduros, piensa Lacan, no parece que eso ocurra de la misma manera, no se encuentra en ellos el júbilo.
    El gesto de la niña del filme parece expresar algo esencial: “su mano como un relámpago cruzando de un tajo torpe la falta fálica” Describe la escena con una frase poética que le imprime un dramatismo muy particular. Su mano como un relámpago nos da la idea de la velocidad en el movimiento, pero a la vez de lo que ciega, de lo fulgurante que impide la mirada. Es una niña desnuda frente al espejo, lo que ya nos da una idea de orfandad, de cierta indefensión. Y esa mano tratando de cruzar allí donde se sitúa la falta fálica que Lacan llama tajo, pero que podemos reemplazar por su sinónimo, el corte. Un corte que remite a un punto donde el sujeto se divide para encontrar ¿qué?, nada.
    La falta fálica ¿acaso falta?. ¿Le falta algo a esa niña? Ese cuerpo desnudo que presenta al sujeto la bolsa de piel que es, la lleva al sentimiento de incompletud inicial y para solucionarlo apela al gesto torpe, torpeza que nos habla de lo insuficiente del intento, que simboliza la castración. Es justamente eso lo que nos indica esta imagen, la castración en tanto es una operación simbólica que anuncia lo que más tarde será el pudor.
    Es el falo lo que da cuerpo a lo imaginario. Esa es la cuestión fundamental, el cuerpo se articula con la palabra en un nudo en torno al cual se organiza toda la experiencia subjetiva.[3]
    No está de más que recordemos que en francés, y en menor medida en castellano, la palabra “falta”, faut, también quiere decir pecado.
    Hay algo que falta en la imagen del cuerpo y que los intentos por tapar eso son siempre más o menos fallidos.
    Ahora bien, en el varón los movimientos para dar consistencia al cuerpo por la vía del falo pasan, con mayor frecuencia, por la función viril, por el órgano en cuestión, mientras que en la mujer, cuya relación al falo es no teniéndolo, lo que resulta, por así decir, falicizado, es el cuerpo. Lo que en el varón se ubica en el órgano y deriva en la competencia con los otros hombres en relación a la dialéctica del pene grande o chico, en la mujer es el cuerpo, en toda su extensión, el que toma la función del falo. Esto permite lo que se ha llamado la facilitación somática de la histeria, más frecuentemente femenina, donde cualquier parte del cuerpo puede ser tomada como erógena para la construcción del síntoma conversivo. Lo que se observa aquí es que mientras el goce en el varón aparece como localizado, situado en torno a la problemática del falo y del órgano, en la mujer ese goce se muestra como no localizado, difundido en la superficie del cuerpo y en cierta deriva respecto al significante. Pero tanto cuando el goce está asociado al órgano como cuando lo está al cuerpo erogeneizado, es goce fálico. Una modelo en la pasarela, la bella esposa de un empresario en una velada de gala, la mujer como objeto de exhibición, no son otra cosa que el falo, del mismo modo que lo puede ser un automóvil lujoso u otros signos de potencia, y la mujer puede muy bien gozar de ser, con su cuerpo, el falo. Es lo más frecuente. De esta manera no le está vedado el goce fálico. Pero debemos hacer ingresar aquí otro goce, que no es de ese registro y que representa un extenso campo quizá no muy explorado todavía que es el goce femenino como tal, no ligado al falo, trascendiendo al falo, un goce además del fálico que le es posible a la mujer por no estar toda incluida en el registro fálico.
    La relación al cuerpo del hombre no es la misma que la de la mujer. Aunque inicialmente no habría diferencia, la relación al falo, como elemento del lenguaje que irrumpe en la existencia como un ordenador de todo el campo de la sexualidad, provoca una disimetría entre los goces masculino y femenino. Disimetría en los goces que lleva correlativamente a una disimetría en el amor y a ¡todo el infinito caudal de sufrimiento y de insatisfacción que se asocia a ella!

    [1] Miller, Jaques Allain. La experiencia de lo real en la clínica psicoanalítica. París, 1999, inédito.
    [2] Esto se aprecia muy explícitamente en el testimonio de Leonor Fefer, analista de la escuela de la Escuela de la Orientación Lacaniana.
    [3] Es una imagen que permite ver que el sexo se extraña del cuerpo, como lo vemos en Juanito, que soñaba con poder desenroscar el pequeño pene, como algo intercambiable. El sexo, en la medida en que se extraña del cuerpo es lo que luego Lacan va a concebir como un goce fuera-de-cuerpo.
    Es decir que la falta de la que se trata, la que busca suturarse con este artificio que es la imagen especular es la falta fálica que vamos a escribir como una inscripción en menos, en el plano imaginario, en la imagen del cuerpo propio, de lo que es el Falo en la dimensión simbólica.
    Vemos entonces que, aún cuando la imagen viene a cubrir una falta, lo que es causa de júbilo, su poder es engañoso. Su engaño consiste en un desconocimiento de esa falta, pero que no hace más que derivar esa subjetividad del deseo, que aquí nos aparece claramente como deseo del Otro, hacia la rivalidad imaginaria, la lucha por el puro prestigio que habrá de desembocar en el “o yo o el otro”, donde la simetría lleva a la anulación del sujeto.
    Detrás de este engaño, de esta cubierta, lo que encontramos se expresa como una negatividad, no encontramos algo, sino que encontramos una falta y en el lugar de esa falta va a situarse un objeto, el objeto a, causa del deseo.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
   
    6. La Otra Mujer y el estrago materno


    Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.

    Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.

    Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el
 contrario, de lo más primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.

    El estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre, cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.

    ¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la mujer!
    Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una reflexión.
    El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
    Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y la muerte”.

    Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.
    Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.    Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.

    Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.

    Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que comunicar algo, es vehículo de amor.

    Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la pérdida de lo más importante en el varón.

    Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo débil.

    Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien puede ser un estrago.

    Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.

    Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su madre.

    Ser controlada por la madre es una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.

    Surge a las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.

    La dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.

    Esto hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre

    La relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
    Evidentemente, cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.

    5. El principio femenino y el lado izquierdo


    Existe en algunas civilizaciones de Oriente la creencia en un principio femenino. El budismo tántrico que se profesa en algunas regiones de la India se divide en dos escuelas, la de la Mano Derecha y la de la Mano Izquierda, identificándose la primera con el principio masculino o positivo y la segunda con el principio pasivo o femenino.

    Señala Jorge Luis Borges que los chinos combinaron ambas escuelas representando cada una con un círculo mágico o mandala; uno de ellos simboliza el trueno y el otro la matriz, pero se supone que son esencialmente idénticos y que ambos representan aspectos de la realidad[1]

    Un hombre que vino a mi consulta sufría de una gran dificultad para caminar, y era debido a una inflamación en su pie izquierdo. Como a la vez sentía otros trastornos en ese lado del cuerpo, tenía la certeza de que era un problema provocado por una mujer. Efectivamente, su pareja le había procurado últimamente muchas preocupaciones, entre ellas el haberse quedado embarazada de manera involuntaria. Formado como estaba en religiones orientales, él traducía estas molestias en signos que revelaban un origen femenino. Lo izquierdo y lo femenino son, para algunos, sinónimos o equivalentes. Eso no es algo inconcebible en nuestra propia cultura. Izquierdo, en nuestra lengua, se dice también siniestro, cuya sinonimia nos conduce hacia lo catastrófico, lo ominoso, lo terrorífico. El estrago y la devastación que para Lacan retorna del goce femenino no regulado pertenece a esta serie. Lo que es derecho, por su parte, equivale a lo recto, en el sentido de correcto, justo, legítimo y respetuoso de la autoridad. También, reforzando esta partición, se dice que lo hecho "por izquierda" es ilegal. A su vez la asociación de lo femenino con lo ilegal es un concepto clásico. La psicosis de aquel hombre que no podía caminar se revelaba más por su certidumbre de que era víctima de un perseguidor, en este caso la mujer, que por la fe en el budismo tántrico de la Mano Izquierda. En todo caso, siendo coherente con esa creencia, hubiera podido reconocer en su dolencia la presencia de su propia feminidad y no la de un súcubo. Los súcubos son demonios femeninos, mientras que los íncubos son demonios masculinos, según la tradición católica. El diablo puede tomar una forma u otra para poseer un alma, según convenga.

    Los neurólogos han buscado, y aún lo hacen, en la división de los hemisferios cerebrales, una comparable división de las posibilidades de la mente humana. Según algunas opiniones, el hemisferio izquierdo está mudo, no se manifiesta, dejando en el derecho el conjunto de la actividad mental. Algunos especulan que ese hemisferio representa una infinita capacidad no desarrollada aún en la especie humana y que, encontrados los medios para su activación, otorgaría al hombre poderes enormes entre los que se cuentan la telepatía o la telekinesis. Es evidente que en esto se ha pasado, casi sin solución de continuidad, desde el saber científico al mito, como ocurre frecuentemente. Pero muestra que, en los más variados niveles y discursos, existe la esperanza de encontrar el punto en que la razón se separa del cuerpo y la intuición de que en todos nosotros existen dos principios opuestos pero que solamente juntos pueden dar cuenta de la experiencia humana. Estos pueden ser los hemisferios cerebrales, el yin y el yan, lo derecho y lo izquierdo, pero en todos los casos se espera comprender la realidad de dos dimensiones del ser. La forma más radical de esta división es lo femenino y lo masculino.

    La zurdera no se considera actualmente un defecto, sino una manera diferente de ser. Pero durante mucho tiempo se luchaba contra ella como se lo hace contra un defecto físico o una tara mental. La intensión de corregir lo desviado, lo que se aparta de la Buena Línea, que es tan patente en el intento de corregir a los jóvenes homosexuales, no era menos intensa con los zurdos. Se llegaba a extremos increíbles, como maniatar la mano izquierda de los niños para volverlos derechos. Aunque disimuladamente y menos drásticamente, todavía se conserva cierta preocupación por la zurdera de un chico. Por supuesto, resulta evidente que en esta forma de educar hay unos principios que son morales más que fisiológicos. Se trata de educar en la rectitud, es decir, derecho. Y en esto las mujeres han sido el objeto privilegiado de los educadores. Las mujeres son consideradas clásicamente como seres particularmente proclives a desviarse a los que hay que educar en la rectitud y en esto se incluye lo derecho hasta en la postura. Julia Kristeva nos hace notar que hay en la educación femenina el principio de la plomada: hay que pararse derecha y con los pies en la tierra. “La rectitud es una tensión entre un punto de amarre y un peso”, contradicción mantenida que exige un arriba y un abajo, un techo y un peso. Nos hace imaginar siempre la posición de pie, la verticalidad de la columna vertebral; y por metáfora, en sentido figurado, la plomada nos evoca la precisión y la justicia. “Ponte derecha” le decía su padre a Julia, siendo él mismo un hombre de gran rectitud. De esa manera ella pudo comprender lo difícil que es mantenerse derecho, sobre todo si se es una mujer. “...la rectitud de mi cuerpo como la rectitud de mi espíritu, tal vez conseguiría mantenerla si me acostumbrase a la imagen de la plomada: no olvidar nunca el plomo de mis handicaps pero no descolgarme del techo”.[2] Con esto, resume esa necesidad del punto de fijación que está destinado a no perder la línea y que tanto determina la vida de las personas.
    La educación se ha tornado ahora más permisiva y la lucha por los derechos humanos ha permitido, por ejemplo, que algunas cosas del mundo estén pensadas también para los zurdos, como es el caso de algunos pupitres en las escuelas. Pero eso no puede evitar que otras sean casi imposibles de revertir como es la escritura. La escritura va de izquierda a derecha en nuestra cultura y ese es un condicionante de la percepción seguramente muy importante.
    Hoy en día, esos antiguos principios educativos languidecen luego de haber mostrado su verdadera cara, es decir, la cara sádica, y se nos permite acaso volver pensar en el principio femenino, en el lado izquierdo, no como algo temible y desviado, sino de una manera próxima al pensamiento oriental.
    Según Borges, de los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. Esta filosofía se caracteriza por el culto de divinidades femeninas llamadas shaktis. Curiosamente, estas diosas actúan comunicando su virtud a los dioses masculinos que son sus cónyuges y esto deriva en la idea, que se asocia a una práctica, de que el acto sexual es uno de los medios de salvación. Tampoco esto es muy ajeno a nuestras propias costumbres. La mujer, como partener, es para el hombre el sitio en donde se ubica el juicio, donde encarna la conciencia moral, el superyo, a la vez que es causa y motivo de su actuar, y esto hace que, para muchos hombres, su esposa se torne el punto de referencia de su existencia, aún cuando ella les disguste.
    La genial intuición de Shakespeare ha plasmado en la esposa de Macbeth este modelo de mujer que hace de referencia absoluta para un hombre. Macbeth, en la obra de teatro, nunca deja de ser un hombre bueno, pero es Lady Macbeth, que habla a su oído para decirle que él merece más, que debe luchar por lo que es suyo, que sus amigos no lo quieren, en fin, que debe ambicionar más, la que lo transforma en un asesino y lo conduce a un final trágico. Lacan ha apuntado a esto con precisión cuando dice que la mujer puede ser síntoma para el hombre, es decir, su punto de anudamiento. Para muchos hombres, su mujer es el lugar en el que su pensamiento y su obrar se ordenan, como si situaran fuera de sí esta función, en Otro lugar. Así, se puede ver con claridad que la mujer es el Otro. Desde ese punto de anudamiento el hombre puede comenzar a obrar pues su pensamiento ha encontrado el lugar donde colgarse, donde orientarse. La mujer, por su lado, se presta estupendamente para esta función. Al parecer, la plasticidad que logra por su relación más floja al falo, le permite situarse en el justo lugar que le conviene a su partener masculino para lograr este ordenamiento subjetivo. El caso de Nora Bernacle es muy patente de esto. Toda la obra de James Joyce encuentra su punto de amarre en esta mujer; el “Ulises”, por ejemplo, transcurre íntegramente un 16 de junio, día en que Joyce conoció a Nora. Sin embargo ella jamás leyó nada de lo que su esposo escribía.
    La Suprema Realidad tántrica deviene de la unión del principio masculino, activo, con el principio femenino pasivo. "El tantra de la Mano Derecha declara que debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria" dice Borges. Lógicamente, de esto se deriva cierta aceptación de los placeres corporales muy opuesta a las doctrinas que obligan a un alejamiento de lo sensual
    Lo que más me llama la atención de esto es la proyección sobre el cuerpo y el espacio, es decir, sobre la izquierda y la derecha, que es en definitiva un modo de introducir un simbólico en el espacio imaginario del cuerpo, de problemas morales y espirituales. Es, ciertamente, una especie de mor geométricus como imaginó Lacan tomando el término de Spinosa, un modo, una moral, una ética, que responda a condiciones espaciales y que no esté separada de lo que nos provoca el cuerpo. Y esto contradice bastante nuestra tradición moral que es la de la privación, la abstinencia, el silenciamiento de las pasiones. Silencio del cuerpo para la salvación del alma.
    Si avanzamos en estas ideas nos queda aún la posibilidad de interrogar las potencialidades del otro costado, del lado izquierdo.
    La posiciones de Freud y de Lacan en este sentido parecen dividirse, como los dos Tantras, entre una lógica signada por el ordenamiento del padre, la Ley y el edipo, y otra que pone en valor el principio femenino, es decir lo no regulado por la ley., aquello que, con relación al falo, es no-todo, la mujer.

    Según la historiadora Elizabeth Rudinesco, Lacan se había sentido siempre atraído por las culturas Orientales, habiendo incluso estudiado chino durante su juventud. En 1969 se sumergió nuevamente en el estudio de la cultura y lengua chinas de la mano de un experto en el tema, Francoise Chen. Con su ayuda, Lacan pudo iniciarse en la lectura del capítulo cuarenta y dos del Tao con el propósito de encontrar una formalización posible para su topología de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Tao es un pequeño texto que reúne una cierta cantidad de versos atribuidos, con mayor o menor certeza, al filósofo chino Lao Tsé, contemporáneo de Confucio, y cuyas enseñanzas están muy difundidas en china desde mucho tiempo antes que el budismo. En muchos aspectos se considera que éste tuvo que adecuarse a las arraigadas creencias fundadas en el Tao. El capítulo cuarenta y dos se ocupa de los principios masculino y femenino, pero solo bajo la forma del yang y el yin:
    "El Tao engendra el Uno;
    el uno genera el dos;
    el dos genera el tres
    y el tres genera todas las cosas.
    Todas las cosas tienen la Luz (yang) delante
    y la Sombra (yin) detrás
    y están armonizadas por el Aliento inmaterial (ch’i)"[3]
    No es evidente, pero la idea de que el Uno, como trazo inaugural produce como efecto al Otro, es decir, una dimensión segunda, puede muy bien leerse aquí. Y que esta dimensión en la que el Uno y el Otro han podido hacer algo como un vínculo, es decir, cuando algo se ha podido salir de sí, de la necedad del Uno, se genera el tres como efecto, como producto. Con este trípode ya se puede construir el mundo, en la medida en que se trata de un more geométrico, de una proyección de la misma estructura. El uno aparece así como el origen de lo múltiple, que no es más que el fenómeno. El Tao concebido como vacío supremo, produce el Uno como un soplo primordial. Este uno genera el dos, encarnado por las dos fuerzas vitales, el yin, la fuerza pasiva o femenina y el yang, fuerza activa o masculina. Entre el dos y todas las cosas se encuentra el tres o “vacío mediero”, que produce él mismo un vacío original capaz de servir de enlace entre el yin y el yang.
    Yen Fu, comentador del Tao, dice: “El Tao es primordial; es absoluto. En su descenso engendra el uno. Cuando el uno ha sido engendrado, el Tao se torna relativo, y comienza la existencia del dos. Al comparar dos cosas existe su opuesto y se genera el tres” Resulta muy llamativo el parecido de esta concepción taoísta con lo que Frege postula para la generación de la serie de los números enteros, al decir de Miller, hacer de la nada algo operativo.
    Este enfoque tripartito está muy presente en toda la enseñanza de Lacan, pero toma especial importancia en su nudo borromeo que ata las dimensiones de lo simbólico, lo imaginario y lo real, dimensiones que al excluirse mutuamente provocan esta idea de generación que se nota en el Tao.
    El significante, en su soledad, no dice nada. Es necesaria su duplicación para que el universo del sentido, es decir el mundo, nazca en su dimensión humana. De lo real solo puede decirse “Hay”. Solo a partir de la nominación que implica el orden simbólico es posible decir “Hay el mundo”
    Pero es la oposición entre yang, luz y yin, sombra, la que nos evoca la existencia recíproca de dos principios excluyentes pero indispensables para concebir la experiencia del mundo.
    Durante la edad media algunas monedas incluían un símbolo llamado el Crismón. Este era una cruz, en forma de equis, es decir, con la forma de la letra griega Χ (chi), con la que se escribe Cristo en griego, flanqueada por alpha y omega, primera y última letras del alfabeto griego. El conjunto simboliza “Cristo es el principio y el fin de todas las cosas”
    αΧω
    No cabe duda de que se espera que un factor integrador, en este caso Cristo, pueda terminar con el movimiento eterno de los dos principios opuestos, lo derecho y lo izquierdo, la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo pasivo, el alpha y el omega, es decir, el principio y el fin, nunca reunidos, siempre en una danza infinita en la que no es el complemento, sino su mutua exclusión dialéctica, lo que parece fundar la existencia de las cosas.
    La religión cristiana, al contrario del budismo y otras creencias orientales, intenta fundar un mundo libre de contradicción, integrado en un todo, como lo representa tan bien el Crismón. Es lo que Lacan inscribe como lógica del todo, fundada en el padre. Pero, más allá del padre, resta aún un territorio poco conocido, cuya lógica es no- todo y que Lacan nombra, no por casualidad, el goce de la mujer.
    [1] (Borges, Jorge Luis y Jurado, Alicia. Qué es el Budismo. Emecé Editores. Bs. As. 1991).
    [2] Kristeva, Julia; Clements, Caterinne. Lo femenino y lo sagrado. Ediciones Cátedra. Madrid. 1998
    [3] He preferido la versión de Editorial Troquel, Bs. As. 1993, porque es traducida al español a partir de la traducción directa del chino al inglés de Chu Ta-Kao y porque sus prólogos y comentarios muestran una seriedad de la que carecen otras ediciones.
    Publicado 9th August 2009 por José Vidal
    4. El misterio de la feminidad
    Se nos ha hecho familiar la concepción lacaniana de “la Otra mujer”, una particular relación que se observa entre una mujer y una serie de representaciones imaginarias y simbólicas en las que se apoya su identidad. Esto trasciende ampliamente lo que sería una relación con alguna otra mujer en tanto semejante. No es el prójimo, en el sentido de la imagen en espejo, aunque no se puede obviar que siempre alguna “otra” es la que encarna, la que actúa como soporte, para estas representaciones.
    Woody Allen hizo un intento de atrapar esa experiencia de alteridad femenina en una de sus películas más delicadas, que tituló justamente así, “La Otra Mujer”.
    El fenómeno, que observamos de continuo, consiste en un sujeto femenino y una referencia, la Otra mujer, en la cual busca, casi siempre sin conseguirlo, las respuestas al enigma de su feminidad. Lacan, en un viejo y orientador texto de los “Escritos”[1], “Intervención sobre la transferencia”, anticipa su concepción sobre el tema cuando destaca la absorta contemplación de Dora, la famosa paciente de Freud, frente a la Madona de Dresde:
    “...Así como en su larga meditación ante la Madona y su recurso al adorador lejano, la empuja hacia la solución que el cristianismo ha dado a este callejón sin salida subjetivo, haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del deseo, lo que viene a ser lo mismo”. Busca allí, en ese objeto trascendente, la respuesta al “misterio de su propia feminidad”
    Hay un arcano, algo oscuro, pero que da pruebas o indicios de su existencia. La feminidad, constituida como misterio insondable, ha sido causa para la indagación psicoanalítica desde sus comienzos, pero no lo es menos para el hombre corriente e incluso para la mujer en la que ese misterio habita y es esto lo que Lacan puede demostrar en Dora. La pregunta por la feminidad no involucra solamente al hombre. Por el contrario, es la mujer misma la que más está apremiada por ella. Esa muchacha de dieciocho años, embrollada en una red pasional en la que interviene también su padre, la señora K, su amante y el Sr. K, el esposo de ésta, se encuentra en la búsqueda de una solución a un callejón sin salida subjetivo que es la propia feminidad. Sin salida porque todas las respuestas que encuentre serán inevitablemente insatisfactorias. Freud, a modo de solución, concibe tres posibles respuestas para la mujer. Y las tres son, si se quiere, ingratas para la idea actual que tenemos acerca del lugar de la mujer respecto al goce. Pero eso es lo que caracteriza a Freud, no hace concesiones a los prejuicios y nos confronta a los hechos de una manera directa.
    La primera solución es la que conduce a un absoluto alejamiento de la sexualidad en todas sus formas, es aquella por la que optan las que dedicarán su vida a actividades más o menos sublimadas que las mantengan alejadas de la actividad sexual y sus derivados; la segunda, que él llama complejo de masculinidad, con la cual la mujer retiene los atributos masculinos de la infancia con la esperanza de alcanzar alguna vez un pene y hace de esto un fin para su vida, atesorando la fantasía de ser a pesar de todo un varón. Hay que decir que esta alternativa tiene bastante prestigio social hoy en día, tal vez por efecto de ciertas prédicas feministas; finalmente, el tercer desarrollo que desemboca en la que, para Freud, es la final configuración femenina: la madre. Es decir, la que toma como objeto de amor al padre, forma femenina del complejo de edipo, y obtiene de él, por la vía del hijo, un sucedáneo del falo. Es la ecuación hijo-falo, tan conocida de Freud. Esto es algo que siempre vale la pena comentar. Mientras a lo largo de la historia del movimiento psicoanalítico la pregunta por el deseo femenino ha permanecido abierta, nunca hubo problema para responderse por el deseo materno, cosa muy distinta. Lo que una madre quiere es el falo y las posiciones sintomáticas del hijo, en todos los casos, serán una respuesta a ese deseo de falo. Con lo cual decimos que la respuesta “madre”, si bien puede resultar válida para muchas mujeres, en el sentido de lograr suplir el falo por esa vía, no alcanza dar una respuesta auténtica a la posición femenina.
    En verdad, como se observa, las alternativas planteadas por Freud resultan insuficientes para calmar lo que este problema plantea. Se abre en ello un agujero imposible de obturar. Ninguna logra centrar lo que sería el ser femenino sino que muestran formas más o menos fallidas de captar algo que está en constante fuga.
    El cristianismo, dice Lacan, ha dado otra solución posible: hacer de la mujer objeto de un deseo divino. Pero ésta no es menos problemática. Un objeto trascendente de deseo, un objeto de deseo que se sitúa, por así decir, más allá de los límites de la experiencia, si entiendo bien lo que trascendente quiere decir, se sitúa más allá de las cosas mundanas y las cosas mundanas son siempre las que se corresponden con el orden de la razón, el orden del significante. Es decir que debe pensarse a la mujer como una entidad situada por fuera de lo que es el mundo y, esto es algo muy importante sobre lo que volveremos más adelante, situada en un campo ex, in-mundo[2], in-humano, diversas formas de llamar a lo que escapa al ordenamiento significante, que es siempre el orden macho. Algo es trascendente en la medida en que está por fuera de la experiencia, que está más allá del campo de las cosas del mundo. Bien, Dios es el ejemplo eminente de lo que es trascendente, aquí tenemos otro, la mujer.
    Esa contemplación de Dora a la Madona no es poco ilustrativo de lo sagrado. La virgen María, en todas sus manifestaciones religiosas, artísticas o literarias es, fundamentalmente una madre. Como dice Kristeva, no hay en ella nunca nada de lo que pueda pensarse como la madre del edipo, de lo deseable, sino que es la madre como lo oblativo, la que todo lo da, la madre que para Melany Klein sería la madre buena.
    ¿Qué habrá pasado por la mente de Dora en ese instante de contemplación? ¿No es llamativo que esa muchacha que tenía con su madre una relación de absoluta distancia, al punto que en el historial ocupa un lugar mínimo comparado con el que ocupa ese otro personaje, el de la señora K, tan evidentemente importante, no es llamativo, pregunto, que ella contemple y busque inspiración y respuesta en la imagen de la Virgen, una madre, por así decir, absoluta? Es allí donde Lacan nos va a situar en la figura clave de la Otra mujer que será, desde ese punto, la clave de la interpretación de la pasión histérica. Así como Lacan pudo identificar en la señora K a ese objeto al que Dora se dirige, a la Otra mujer, es en la Madona donde encontramos su sucedáneo y esto porque en definitiva, la Otra mujer nunca es otra cosa que un sucedáneo de la madre. Pero de la madre ¿en qué términos?. No es la madre deseante ni deseada, al contrario, es, en términos de sexo, inmaculada, por fuera del deseo, vinculada a un goce que no es el goce fálico, sino lo que Lacan llama, el Otro goce, el goce de la mujer.
    Que la feminidad constituye un misterio es un hecho que se comprueba cotidianamente en la clínica psicoanalítica. Se escucha, con frecuencia, en las mujeres que, siendo objeto de un deseo, no saben qué hacer con eso. Si una mujer es deseada como tal, por un hombre o por muchos hombres, de la forma más banal incluso, al salir a la calle y percibir la mirada y los piropos de ocasionales galanes, eso, ese deseo, la pone en el lugar de tener que definir el qué de ese deseo. Qué de ella es lo que resulta capaz de provocar en el otro el deseo. La costumbre, tal vez, atenúe este efecto, pero las primeras veces, en la pubertad o en la adolescencia temprana, cuando se produce ese súbito cambio en el cuerpo que se hace inocultable y que su estatuto de mujer se le hace patente justamente por las insinuaciones o las propuestas masculinas, hay evidentemente un desajuste de la identidad de difícil solución que abre forzosamente una interrogación. Es necesario para la mujer en esa situación vestirse, arreglarse, maquillarse para interponer entre el deseo del otro y ella ese conjunto de artificios que conocemos como la mascarada femenina. La mascarada femenina es el conjunto de formas que le permiten a la mujer ofrecer al otro un objeto de deseo sin ser ella misma idéntica a ese objeto, es decir, hacer de objeto sin serlo. Esto muestra hasta qué punto la mujer es no-toda. Hay siempre la instancia de una ausencia en lo que a su ser respecta y en su lugar lo que presenta es ese objeto postizo que viene a saturar el deseo. El uso de este recurso es, como se sabe, un verdadero arte que no esta al alcance de todas las mujeres. Requiere de un saber hacer con la apariencia, con el semblante, con lo oculto y lo que se muestra, con la presencia y la ausencia, que más de una se lamentará de no poder jamás llegar a aprender del todo ese oficio de la ficción. Como esto es algo que, por regla general, se supone transmitido más que enseñado, transmitido casi diría osmóticamente de una mujer a otra, muchas mujeres le reprochan a sus madres no haberles dado anticipadamente el saber acerca del sexo que les falta, sin imaginar siquiera que esa madre, en tanto mujer, está tan desvalida como ellas en esa materia.
    Es ese el punto en el que Dora aparece descompensada en su neurosis, el punto donde, siendo ella el objeto de deseo de un hombre, el Sr. K, no puede, no consigue encontrar las respuestas a lo que en ese momento y en ese lugar se ve confrontada, es decir, el qué de ese deseo, de ese deseo masculino del que apenas puede sospechar que se trata del deseo de un hombre hacia ella en tanto mujer y que le toca a ella saber cuál es el modo en el que ese deseo se satisface. Y es en ese lugar donde va a convocar a responder a la Otra mujer. La Otra mujer viene entonces al lugar de una transferencia, entendiendo la transferencia como una suposición de saber. Otra mujer a la que se le supone el saber acerca del sexo, se le supone el saber cómo hacer gozar a un hombre. Esto lo encontramos muchas veces bajo la forma de la pregunta ingenua, la de la mujer que no puede darse cuenta de cuáles son los resortes de la sexualidad, cuáles son los secretos de la seducción y que se pregunta constantemente cómo es que las otras mujeres sí se dan cuenta, cómo es que ellas saben hacer con los hombres, con el sexo, con el amor.
    Juan Carlos Indart[3] nos ha mostrado que en la sociedad occidental encontramos de modo invariable dos identificaciones fundamentales por las que habrá de pasar el sujeto, casi inevitablemente. Una, la que él llama sujeto- amo, que es aquella por la cual el sujeto renuncia a todo goce para asumir una posición amo. Se entiende que para ello es necesario el sacrificio de su cuerpo, el sacrifico del goce que el cuerpo le podría proporcionar. Es el sujeto que se queda con la posición del amo, el que ha pagado con su vida, la vida en el sentido del goce, por el puro prestigio, por su puro prestigio de amo. Podemos observar en esto una anulación de su “pathos” particular con lo que nos evoca un poco la posición perversa. Como sea, es la clase de sujetos que, en general, son considerados muy adecuados para el éxito en la sociedad competitiva del mercado. El hombre de negocios, por ejemplo, será más adecuado a esto en la medida que él no goza de nada más que de su lugar de amo, de su lugar de poder con respecto a los demás hombres y no precisa, por así decir, de otras condiciones sensuales para satisfacerse. Es, desde el punto de vista del goce, un cadáver, es el término que usa Indart, un muerto para los afectos y las pasiones. Se podría evocar el título de la novela de Norman Mailer, “Los hombres duros no bailan”, porque es un poco esa la idea, la del hombre que no debe ceder a las atracciones sensuales del cuerpo a riesgo de debilitarse. Cada vez con más frecuencia aprecio que la danza se va limitando a las mujeres. Cada vez más se ve a las mujeres bailando solas o entre ellas mientras, a lo lejos, sombríos, miran los hombres duros. Esta identificación amo se muestra muy interesante para entender el modelo cultural ofrecido por la sociedad capitalista en lo que hace al lado hombre de la tabla. El hombre anestesiado.
    A su lado, haciendo pareja con él, encontramos la otra identificación, por lo demás muy exitosa en nuestra civilización, que es la “identificación mujer”, es decir la identificación con un ser que sabe hacer gozar a un hombre. Es muy interesante lo que nos propone Indart. Independientemente de las muchas variaciones que pueda haber en la elección que un hombre hace de una mujer, lo que es básico como modo de reconocer a una mujer es que sabe hacer gozar a un hombre. Es decir que se trata de un problema de saber. Pues bien, la Otra mujer es siempre aquella clase de mujer a la que se le supone un saber acerca de cómo hacer gozar a un hombre. Las mujeres famosas, que frecuentemente acompañan a los poderosos, son a las que se les supone un saber así. Esto tiene su lógica si se entiende que el amo, que ha renunciado al goce del cuerpo para hacerse de su posición de amo, busca constantemente cosas que le permitan sentir algún goce, es decir, verificar que aún está vivo. Encontramos en el mundo actual miles de formas de hacer sentir a alguien, por exceso de sensaciones, que está vivo. Es algo que en otras culturas sería visto como absurdo, pero que entre nosotros se ha tornado muy común e incluso admirable. Desde el paracaidismo hasta las altas velocidades en los autos hay todo un repertorio de formas excitantes de los sentidos en la búsqueda de esta verificación de la vitalidad, la comprobación de que uno no se ha convertido efectivamente en un cadáver ambulante. Las experiencias sexuales no son ajenas este repertorio. Son justamente estas mujeres, las que podemos pensar que han alcanzado esa identificación mujer de la que hablamos, las que parecen destinadas a procurar ese goce, esa experiencia intensa que el amo demanda. Es la mujer que sabe, sabe cómo hacer que ese hombre goce. Se le supone un saber porque si son esas mujeres las que acompañan a los amos deben ser ellas las que saben como proporcionar el goce que a ellos les falta.
    Pero, por otra parte, siendo ellas expertas en hacer gozar, no gozan nada ellas mismas. La identificación al sujeto-mujer es también la de la renuncia al goce del cuerpo para asumir esta posición y, desde esta perspectiva hay que decir que también son cadáveres. Es la mujer que ha perdido su capacidad de gozar ella misma para asumir la posición de la que será objeto de satisfacción para su partener. El lector las puede estar viendo en su imaginación o puede encontrarlas en las revistas semanales.[4]
    Son aquellas ideales a las que se les supone un saber hacer gozar y es por esta razón que las mujeres, digamos, comunes, las que de ninguna manera saben cómo, las sitúan en ese punto de la referencia, ese punto al que se dirigen las preguntas de la histérica, imposibilitada ella misma de asumir esa identificación-mujer a la que parece obligada en la sociedad moderna, es a esa Otra mujer a quien va a dirigir su pregunta repetidamente, la pregunta por su propia feminidad. No se nos escapa que en estos casos la Otra mujer, como decíamos antes, es siempre un sucedáneo de la madre y no hace falta esforzarse mucho para remitir su causa al complejo de edipo. Hay en la madre, aún en la peor, o especialmente en ella, en la que no conserva de los atributos femeninos más que unos remotos recuerdos, la que ha abandonado toda posición de objeto del deseo para abocarse a la labor de madre, es este tipo de madre la que despierta en la hija la mayor seguridad de que hay en ella un saber, de que hay en ella un saber hacer gozar a un hombre: el padre. Es el caso de las que ven juntos a sus padres, ven al padre, ese al que idealizan, al que suponen lleno de todas las virtudes, sometido, encadenado a la madre, quien, sin embargo, no parece tener ningún atractivo. De allí surge la idea de que hay en ella un saber, una manera de hacer en el sexo que no es evidente pero que existe y que se comprueba en la adhesión incondicional del padre a su mujer.
    Esta relación a la Otra mujer, queda claro, es la relación al saber que se le supone. Veamos otros modos de manifestarse esta suposición de saber.
    Con enorme frecuencia los casos de violación o abuso durante la infancia y la adolescencia no provocan tanto un resentimiento hacia el agresor sexual como hacia la madre a la que se hace responsable, en parte de falta de cuidados, pero sobre todo de no haber transmitido el saber acerca del sexo. Es decir que, al acceder a la feminidad en la adolescencia, la niña que podía ignorar la diferencia entre ella y un varón, se encuentra con una diferencia radical, esto es, no la diferencia anatómica, puesto que ésta es conocida desde la primera infancia, sino que ella puede ser objeto del deseo, y lo es más allá de sus propias intenciones, por encima de su propia voluntad. Inaugura la pubertad una experiencia donde se hace preciso asumir riesgos y responsabilidades para los que la niña, con frecuencia, no estaba preparada. La respuesta al real de la pubertad es ese conjunto sintomático, tan preciado, tan interrogado en la cultura contemporánea, que se llama la adolescencia. La adolescente podrá decirse que ese deseo que despierta en el otro es por su cuerpo, por la belleza de éste o podrá decirse, y tal vez sea lo mismo, que es por una parte de su cuerpo, idea generalmente más aceptada. Los ojos, las piernas, los pechos, etc. en tanto objetos parciales, fetiches del deseo, son puestos en valor en diferentes situaciones y por diversos sujetos y culturas. Los medios de comunicación, sin duda, sabedores del carácter fetichista del público, contribuyen en nuestra época a privilegiar ciertas partes del cuerpo femenino como objetos para el consumo. Bajo la apariencia de una indiferente aceptación, es habitual que esa apetencia por ciertos rasgos físicos suyos provoque en la mujer, además del halago o de la vanidad, una cierta incomodidad, un cierto sentimiento de inadecuación. Y, bien mirado, es algo bastante lógico. Se trata del encuentro, por lo demás inesperado, con el deseo fetichista del varón al que no es sencillo dar respuesta y también, esto es central, con la excitación que en ella misma se enciende, con el deseo sexual del que ella misma es presa y al que deberá dar una tramitación. Si una mujer es deseada por una parte de su cuerpo se sentirá desplazada como sujeto de deseo. Es decir, ella no es idéntica a esa parte de su cuerpo, ni siquiera puede sentirse representada por eso. No hay manera que se sienta identificada a eso que es para el otro. Es por eso, por esa ignorancia respecto al sexo, que intentará encontrar la respuesta en otra mujer a la que puede suponerle saber hacer con eso. Con regularidad, es la madre la destinataria de esa demanda, pero, por desplazamiento, puede ésta recaer en otras que hacen el relevo.
    La tan conocida frase “no quiero ser solo una cara bonita”, que se puede escuchar no solo a las lindas, parece responder, de manera paradojal, a la necesidad de una mujer de ser reconocida como sujeto y tomar un poco de distancia de ese objeto que es para el otro, sea hombre o mujer. Es tanta la frecuencia con la que se la escucha que cabría preguntarse si en verdad este no es un fenómeno de estructura por el que toda mujer, en algún momento de su vida debe inevitablemente pasar. La opción entre ser linda pero tonta o inteligente pero poco atractiva responde a un aplastamiento de su condición de sujeto cuando se ve a sí misma como un puro objeto de deseo. O se es objeto o se es sujeto. Es en este punto donde aparece ese recurso genial, pero que no está al alcance de todos, que es la mascarada femenina, un sustituto del objeto del deseo que se presta al partener y que, a la vez, le permite al sujeto mantenerse a cierta distancia, sin disolverse en la demanda del otro. Pero, sin duda, esta separación entre lo que ofrece como objeto y el ser, lo “auténtico”, es siempre causa de una experiencia de lo no-todo y por lo tanto de extrañeza. La mujer participa del sexo en el sentido del deseo sexual de la misma manera en que lo hace el hombre, pero lo suyo no se limita a eso sino que hay algo más, que se agrega, una dimensión suplementaria pero que es para ella misma, que la siente, desconocida, misteriosa, enigmática. En la búsqueda de alcanzar esa definición, ese argumento con el que dar consistencia al propio ser, es que se dirigirá a la Otra mujer.

    Publicado 9th August 2009 por José Vidal


La Otra Mujer y el estrago materno


Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.

Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.

Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el contrario, de lo más primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.

, El estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.

¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la mujer!

Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una reflexión.

El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.

Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y la muerte”.

Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.

Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.

Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.

Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.

Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que comunicar algo, es vehículo de amor.

Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la pérdida de lo más importante en el varón.

Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo débil.

Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien puede ser un estrago.

Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.

Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su madre.

Ser controlada por la madre es una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.

Surge a las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.

La dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.

Esto hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre


La relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.

Evidentemente, cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
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Gabriel García Márquez, gran escritor, ha podido darnos una idea de esa infinitud en su célebre cuento “La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela desalmada”.

En él relata las tribulaciones de una adolescente de catorce años que es prostituída por su abuela. Acá no se trata de la madre sino de la abuela, pero estamos en el plano de lo literario. Tal vez la figura de este personaje es tan obscena y feroz que el autor prefirió que no fuese una madre, por no atacar esa imagen sacralizada y situó en su lugar a una abuela. Sin embargo, el prostituir a la hija no es un fenómeno poco frecuente y está presente en el fantasma de más de una mujer, en el sentido de sentirse lanzada por la madre hacia algo así como una prostitución, una deriva en el campo del sexo. Es algo que se podría resumir en la frase “Yo podría haber sido una puta”, tantas veces escuchada en el consultorio, y siempre referida al deseo de la madre. Tal vez pueda intuirse esta idea en la propuesta de Levi Strauss sobre las estructuras elementales del parentesco en las que se ve cómo la mujer en diferentes culturas es regularmente objeto de intercambio. De un clan a otro, de una tribu a otra, de una familia a otra, se pueden hacer beneficiosas transacciones en las que lo que se intercambia para obtener una ganancia es la mujer joven. En nuestras sociedades, aunque de manera velada, sigue habiendo mucho de eso. Es la mujer como objeto valioso, como falo, y por lo tanto objeto de intercambio entre los hombres.

El cuento de Gabo que nos ocupa sitúa a su joven protagonista como poseedora de unos atributos eróticos tan notables que enseguida se corre la voz por toda la región y se produce un enorme crecimiento en la cantidad de hombres que requieren de sus servicios sexuales. La abuela no limita en nada las prestaciones que ofrece y acepta a todos los hombres dispuestos a pagar. Lo llamativo del relato, siempre marcado más por el humor que por el dramatismo, es esa cola infinita de hombres que se forma frente a la puerta de la habitación de la joven. Son cientos, miles. La abuela desalmada se hace rica y se entusiasma. Acá se ve claro ese realismo mágico que ha hecho célebre a García Márquez. Todo es desmesurado hasta el límite de lo cómico, pero en ese mismo movimiento permite captar algo que de otra forma se escaparía. Frente a lo exagerado de la demanda sexual de los hombres, en lo que hace especialmente al número de ellos, que son incontables, la adolescente se queja ¡De estar cansada!. Es una excepcional muestra de lo ilimitado en el campo de la sexualidad femenina. Ella puede acostarse con un número ene de hombres mientras su cansancio no se lo impida. Eréndira capta que el limite estará en el punto en que muera. Eso es algo que toda mujer sabe, consciente o inconscientemente, mientras que del lado varón no existe una vivencia equivalente. Para el varón, por más que se esfuerce, y de hecho muchos lo hacen, las posibilidades sexuales son algo limitado, acotado. Lo sexual en el hombre es algo que empieza
y termina, un poco antes o un poco después según el caso, pero que nunca dura mucho.

El cuento nos revela que del lado femenino hay algo que escapa a la contabilidad en el deseo femenino. Lo que , en cambio, actúa como límite para Eréndira es el amor. El amor es para uno solo y es ese solo el que actúa como elemento liberador de su malvada abuela.


Sin embargo, una lectura más atenta nos muestra que el amor por ese hombre es un intento de aseguro. Eréndira no hace más que sustituir a su abuela por su amado, y solo transitoriamente. Si no fuese que ella, sobre el final, se compra a sí misma con todo el oro acumulado de la abuela y desaparece en el desierto, posiblemente el hombre devendría tan desalmado como la vieja proxeneta en la medida en que para ella hay algo de incondicional en el amor. Es lo que Lacan nos ha mostrado como la forma erotomaníaca del amor en la mujer. Darlo todo por amor y esperarlo todo del amor.

    Que se compra a si misma, Erendira, quiere decir que se  salva? en el sentido de poder cortar esta serie entre esta abuela-madre y un hombre que la va a ubicar en ese
    mismo lugar, lugar al que accede E. por amor, pero que derivaria en otra cosa, en una relacion que hace estragos en el sujeto. Esta seria, la del estrago, una via que podria tomar el goce femenino, ya no como suplementario, sino como sintomatico?
    La idea de García Márquez parece ser la de una salvación. No si yo usaría esa palabra. Pero es notable que su personaje tiende a estar suelta. Y en verdad el amor siempre tiene ese aspecto ilimitado, loco, y por eso estragante, al que todo ser ubicado en posición femenina está expuesto. Para eso se crean infinidad de dispositivos e instituciones que de alguna manera regulen, limiten, ordenen el campo del amor, que apuntan a que el amor no gobierne por sí solo.   

    Por momentos parece que hablar del goce femenino, del amor ilimitado y loco de un ser en posicion femenina, o del deseo femenino fueran lo mismo. Me pareció entender que era el amor lo que regulaba ese goce femenino, pero por momentos parece que se convierte en un desregulador tan loco como ese mismo goce.
    Podemos diferenciar estos terminos? de que manera?
    Cual es el aseguro de Erendira? de que se asegura?
    13. Un testimonio
    Tomemos, a modo de ejemplo, el caso de Leda Guimaraes, una mujer que nos permite entrar en las particularidades de su experiencia real a través de su testimonio de pase como AE de la Escuela Brasileña de Psicoanálisis[1].
    Nos refiere de entrada a la identificación al padre que estaba en el centro de su posición histérica. ¿Cómo es una identificación al padre? Ella nos lo muestra como la identificación a lo que hace excepción a la ley.
    Recordemos que, como lo enseña Lacan, un padre es el que hace excepción al para todos, aquel que, de alguna manera, dice no, hace excepción a la regla y con ello hace existir el conjunto, lo define y establece la regla en sí. La identificación, entonces, al padre, es la identificación a un lugar de excepción.
    Son muchas las mujeres que dan prueba de esta posición histérica. Respecto al conjunto, al universo de las mujeres, se sitúan como una excepción. Es una suerte de “ellas y yo” que produce la sensación de extrañeza, de ajenidad, de ser una extranjera ella misma cuando se encuentra en el grupo de sus congéneres.
    El análisis le permitió a Leda Guimaraes reconocer esta identificación al padre, identificación por cierto fálica, es decir, como modo de ser el falo, un objeto precioso y valioso para el Otro, pero también descubrir que con esto no hacía más que recubrir, con su brillo, un goce sombrío, masoquista. Nos revela que es posible, al menos lo fue en su caso, estar en una posición de aparente satisfacción a la vez que se padece de otro goce[2].
    El testimonio no precisa de qué modo se expresaba ese goce masoquista, pero nos permite sospechar que era en el vínculo que ella establecía con los hombres.
    La respuesta que ella daba al deseo masculino, nos dice, alternaba entre dos que resultan de la disyunción entre el amor y el erotismo, que le permitía separar la respuesta de la santa y de la puta, posición, por lo demás clásica de la histeria. El análisis le permite dilucidar que esta disyunción no era un fin en sí misma sino que estaba destinada a mantener oculto el goce femenino. Este es un punto importante. El goce femenino, según nos muestra L.G., era el que podía reconocer en su madre, la cual “se hacía devastar” en su relación al padre, al extremo de quedar “entre la vida y la muerte” .
    ¿Cómo debemos entender esto? ¿En qué consiste recubrir el goce femenino? ¿No significa recubrir el goce femenino de la madre tapar la castración de ésta, eludir lo que de ella es una falta de la que se deriva un deseo? Sin duda.
    El análisis le permite situar este “entre la vida y la muerte” como la frase fundamental en torno a la cual se organiza su fantasma, su vida inconsciente. El salto en el análisis se produce cuando ella puede descubrir que, detrás del aparente sufrimiento de la madre, había un goce, el de hacerse maltratar por el padre, lo que una vez develado le permite separarse del mortífero deseo de la madre para el que ella se proponía como hija-falo.
    Aquí, lo que debe captar nuestra atención es que, lo que llama el goce femenino, es un goce ilimitado, pero ilimitado en el sufrimiento, que solo puede encontrar su fin en la muerte. Es la idea de que una mujer, lanzada al goce femenino, no regulado, no limitado, queda en la situación de desastre, de devastación, de estrago, que es el modo en que retorna desde el partener la realización de este goce. Es, según nos dice, este descubrimiento en el análisis lo que le permite a Leda desmontar el fantasma.
    Sin embargo, para su propia sorpresa, el análisis no termina allí, sino que continúa en un “dejarse llevar” más allá de ese vacío, pero lo que encuentra, con horror, es un goce mortífero.
    Este relato nos permite observar lo que sospechábamos por lo que hemos registrado de otras mujeres y es esa acechanza de la perdición, del desenfreno, de ese desbarrancarse en territorios lujuriosos incontrolables y que la expone, por supuesto, a enormes peligros que derivan del retorno desde el partener de esa devastación a la que nos hemos estado refiriendo. Cuando ella “se deja llevar”, todo termina mal. Como si el dejarse llevar condujese inevitablemente a confines lamentables. Es lo que se resume en la tan común expresión “No sé donde voy a ir a parar”, que es un poco la manera de decir de ese sin límite. No sé donde voy a ir a parar en el sexo, en el alcohol, en las drogas, el crimen o no importa en qué dimensión pero que es siempre del orden del mareo, del vértigo.
    No es otra cosa lo que muestra la exitosa película “Thelma and Louise”, donde dos mujeres comunes y corrientes, e incluso menos que eso, dos mujeres insignificantes, pueden, de pronto, cuando el azar provoca que se active un motivo íntimo, desconocido para ellas y para quienes las rodean y que las lanza en un dejarse llevar por caminos contingentes, que es en este caso de actos criminales, como hay otros ejemplos históricos, pero que podría ser de otro orden, podría haber sido un dejarse llevar por territorios de amor, de sexo, de drogas, pero que en todos los casos suponemos que va a terminar mal. En el film, termina en la muerte, como si una vez que se entra en esa vía no se retorna. Y hay que interrogarse sobre el alcance de esto, sobre si efectivamente es así, si es en verdad un camino sin retorno o, en cambio, si es posible recorrer algo de esa dimensión sin terminar en la muerte.
    Es Leda la que se ve ahora en la experimentación de ese sin límite. Su testimonio nos muestra que se encuentra frente un Otro terrorífico, sin ley, frente al cual se deja asolar. Entendamos: es como si el fantasma hasta ser desmontado en el análisis le permitía un ordenamiento, había una legislación al goce. Atravesado ese punto, queda frente al Otro sin ley que actúa sobre ella cruelmente, es decir, ante una reedición del antiguo goce masoquista.
    No le alcanzan las palabras para describir  esa devastación en la que cae cuando ya no puede servirse del fantasma y de la defensa para limitar el goce. Se le hace necesario encontrar un nombre al cual anudar esta deriva, nombre que encuentra en el significante “mundana”. Es decir que hace falta un nombre que reúna los motivos de goce y los anude y es por la vía de la nominación que la estructura puede encontrar su estabilidad. “Mundana” es un significante que reúne el mundo con el nombre de la mujer y que tiene los suficientes ecos eróticos para hacernos pensar que con él se le hace posible al sujeto ordenar el goce, enlazarlo, controlarlo.
    El goce femenino es identificado aquí al retorno estragante, a la devastación y es la nominación la que concurre a funcionar como límite, ordenamiento y estabilización. Dicho de otro modo, solo se puede gozar de eso si hay una estructura simbólica que lo contenga.
    Hay en este testimonio algo así como dos tiempos. Un primer tiempo en el que la madre es la que sufre y la sujeto se identifica al padre, es en esos términos como se construye el fantasma. El análisis le permite descubrir que detrás de la imagen sufrida de la madre hay un goce. Ese goce es el que L.G. no vacila en llamar femenino. ¿Porqué? Porque es un goce que no tiene límite, un goce que llega al confín de la vida y la muerte, como si no hubiera un colmo, un máximo, para lo que esa mujer es capaz de soportar.  Luego, hay un segundo tiempo en el que, llevado el análisis hasta el atravesamiento del fantasma, es la sujeto misma la que se confronta con ese goce, con lo horrendo de un sin límite. Su acción consistirá en hacerse un nombre, mundana, que, por así decir condense en un sentido nuevo ese goce.
    ¿Es siempre el goce femenino un sinónimo de devastación, de estrago? No es seguro. Lo habitual sería que el goce femenino actuara como suplementario del goce fálico. Sin embargo, parece existir una intuición de que, si una mujer pasa los límites de la sujeción y del control, se va a perder. Es la idea de que si se produce, voluntaria o accidentalmente, el franqueamiento de los diques que lo contienen, el goce femenino llevará a la perdición.
    Son muchos los casos en los que se puede hacer referencia a esa perdición, que siempre va por los territorios del misterio, del secreto y de lo sagrado. No podemos conseguir que las mujeres nos digan prácticamente nada de esto, se mantienen en silencio. Pero son mucho más notables los mundos, las experiencias y las formas de vida que se constituyen con el único propósito de evitar, de prevenir, de contener, ese posible desencadenamiento del deseo femenino.
    Locura, perdición, prostitución, muerte, son los nombres que toma el territorio prohibido más allá de esas fronteras.[3]
    Sin embargo, a la vez que temida, la existencia presentida de ese más allá que se hace presente en la contingencia y en lo incalculable, genera infinitas posibilidades de las que el arte se ha servido desde siempre y de las que aún podemos esperar inéditas formas de lazo social de las que el mundo de hoy, el del siglo veintiuno, será seguramente testigo. El psicoanálisis, con su modo de llevar al sujeto allende los significantes del padre es pardigma de ese avance hacia los confines de la ley en la búsqueda de un modo de hacer con el goce que no desemboque en la aniquilación del sujeto, sino que, por el contrario, abra esas dimensiones y las deje al servicio del sujeto.

    [1] Guimaraes, Leda. Ensañanzas del Pase. El Caldero de La Escuela. Nº 82. Ediciones EOL. Bs. As. 2001
    [2] El goce masoquista al que Leda se refiere no se encuentra en otra dimensión sino que está también apoyado en la identificación a la excepción, al lugar de lo que ella llama no-humano, lo que escapa a las leyes de lo humano. Más adelante nos detendremos más largamente en esta perspectiva de no-humano, de animal, e incluso en lo que es no-mundo, lo inmundo, como fuerza la palabra Lacan en RSI. Pero aquí lo humano es  lo que constituye el conjunto universal, como Juanito cuando dice “Todos los seres tienen un pito”, al que se opone, no lo particular, sino la excepción, lo no-humano, el “al menos uno que no” de la función paterna, lo que escapa a la ley. Es aquí donde este testimonio nos orienta sobre una topología en la que la función del límite se va esbozando muy claramente. El límite es interno a la estructura; en el mismo lugar se encuentran el goce fálico y el Otro goce pero distinguiéndose por la función que toman, recubriéndose uno al otro.
    [3] Se puede captar esto muy bien en algunos toxicómanos que encuentran un límite, un freno al consumo cuando encuentran un partener, una mujer, que tornándose compañera inseparable, le hace posible un estado de no-consumo. Es, en estos casos, el sujeto quien se procura un límite, para no despeñarse en la rodada de las drogas, con la adición de un compañero ortopédico sin el cual el límite solo se alcanzaría con la muerte.
    12. Lo real

    Es posible que el lector que ha llegado hasta este capítulo se sienta decepcionado de no poder encontrar una conclusión, un cierre que permita decir una última palabra respecto al goce de la mujer. No es algo que deba lamentar, no era el propósito del libro y aunque lo hubiera sido sería una misión imposible ¿Cómo podría decirse una última palabra respecto a esto?
    Sin embargo creo que a lo largo de las páginas precedentes he podido dejar en claro la existencia de un espacio lateral, algo que surge al margen de la lógica fálica para reconocer en él, aunque sea desde su negatividad, el goce de la mujer. Es de este modo tangencial, indirecto, como creo haber podido acercar algo de esa dimensión de goce Otro, la del Otro sexo. Un real que emerge con fuerza toda vez que intentamos la relación sexual, toda vez que estamos en la búsqueda del goce del cuerpo del Otro.
    Lo real. Detengámonos un momento en esta noción que no es sinónimo de realidad. La realidad es algo que siempre podemos discutir si existe, siempre podemos cuestionar sus condiciones de posibilidad. Nunca estamos seguros si eso que llamamos la realidad es auténtico o es solamente una ilusión que nosotros mismos hemos creado. Por ese camino Freud pudo concluir que da igual, que las cosas, sean reales o fantaseadas, obtienen el mismo resultado, que la realidad psíquica es lo que cuenta.
    Lo real, que cobra para nosotros una gran importancia por ser lo que orienta nuestra clínica, nuestro trabajo psicoanalítico, se define también por ex -sistir, por constituirse en un espacio “fuera de”. Lo real se constituye segregándose del sentido. Esa una palabra bella. Hay palabras que producen enseguida algo así como una fascinación. Segregándose como se dice separándose, pero también como segrega su producto una glándula: algo que era Uno deja de serlo al soltar su producto. Por eso es que toda liberación, toda emancipación, implica no una ganancia, sino una pérdida, un soltar algo.
    Lo real se segrega del sentido, con lo cual decimos que lo real no es precedente al sentido, no tiene existencia propia si no es por el sentido que lo hace ex –sistir. No es concebible lo real, y en particular el goce, si no es por el significante que lo inaugura. El cuerpo no goza si no es por la radical enajenación a la que lo somete el significante.
    Lo real, para Lacan, es lo expulsado por el sentido[1], y por lo tanto es imposible. Lo real viene a ser lo que resulta del contragolpe del verbo, de la palabra, en tanto que ésta da cuenta de lo que conocemos, aunque sin estar muy seguros, como el mundo. ¿Y de qué está hecho el mundo? De un campo de sentido que viene a oponerse a lo que no es el mundo, de lo in-mundo, por usar el irónico juego de palabras de Lacan.
    “El hombre siempre está ahí. La existencia de lo inmundo, a saber de lo que no es mundo, he ahí lo real a secas.”
    Elegí para comentar aquí una frase del seminario RSI que me resultaba oscura, como seguramente le ocurrirá a más de uno cuando se aventura en estas lecturas, pero que, al mismo tiempo, me permite intuir que en su interior contiene la fórmula, la definición, la clave de lo que hace que el psicoanálisis se distinga de una manera tan notable de las llamadas psicoterapias.

    El psicoanálisis se orienta hacia lo real, esto es algo que en general nos resulta familiar a los que nos orientamos por Miller, pero, como es posible que algunos lectores no formen parte de nuestro ámbito, de nuestra parroquia como acostumbramos decir, es necesario que lo aclare. Cuando se está en el mismo discurso con otras personas, cuando se forma parte de una comunidad como la analítica, hay cosas que ya no se dicen porque se sobre entienden, pero a veces hay que mencionarlas a modo de una contraseña, algo que le permita a los demás saber que uno forma parte de la comarca, en este caso nos conformaremos con decir “orientación a lo real”, con lo que ya estaremos en sintonía. A lo largo de las páginas precedentes hemos señalado con particular interés lo que llamamos lo imaginario, especialmente en lo que respecta al cuerpo. También hemos hecho especial hincapié en los aspectos simbólicos de la experiencia humana y particularmente en la de la mujer, pero faltaba, a mí me faltaba, entender de qué se trata eso de la orientación a lo real. Es importante ya que lo que hasta aquí hemos tratado de decir es que hay algo, un goce, que no es del orden del significante, que no es del orden del falo, que escapa de alguna manera al discurso amo de la época y que tal vez pueda ser tomado en cuenta para la definición de lo social en el futuro y que de alguna manera entra bien en esta definición de lo que llamamos lo real.
    Por eso en esta frase que he tomado del seminario RSI uno encuentra algo más al respecto: “lo real, dice, hay que concebir que es lo expulsado por el sentido”. Es una definición que da el eje de lo que nos ocupa. En ella encontramos un binario donde los dos términos aparecen como opuestos, lo real y el sentido. Es en eso que el psicoanálisis se separa definitivamente de las psicoterapias por más inspiración freudiana que reclamen para sí. La psicoterapia, aún la que sea realizada por un psicoanalista, apuntará siempre a la producción de sentido, tal vez de un buen sentido, de un mejor sentido, en cambio aquí Lacan define el territorio hacia donde nos dirigimos, lo real, aquello que nos interesa en nuestra clínica como lo imposible como tal, la aversión del sentido. ¿Cómo podemos imaginarnos algo así? ¿Acaso lo real es decir cosas absurdas, incoherencias? De ninguna manera. Lo real dice Lacan aquí, es lo expulsado por el sentido, justamente aquello que ex -siste a lo que decimos cada vez que decimos, no el sinsentido, sino cada vez que decimos cosas con sentido, surge por excluirse, por contragolpe del verbo, ese real. Lo que no es suficiente para que nos enteremos de ello. Alguien puede hablar y hablar, y no es necesario que de ahí surja nada. Sin embargo, hay según esta definición que tratamos de dibujar aquí, un espacio que se define por ex –sistir a ese parloteo.
    Ya lo sabíamos cuando leíamos en Lacan ese concepto tan orientador que es el de “Presencia del analista”. Esa presencia que se esboza en los márgenes del discurso del sujeto como una dimensión surgida de su propio inconsciente, pero que a la vez no es ajena a la función que el analista le presta, en presencia, con su cuerpo. No es algo que se alcance en absentia ni en efigie, como lo decía Freud. No hay la posibilidad del libro de autoayuda, no porque no le haga bien al lector, sino porque no hace nada más que dar más y más sentido.
    Entonces, contando con el analista, el sujeto habla y dice, por supuesto, las cosas más interesantes, coherentes, lógicas. Dice, habla, trata de ser claro, de hacerse entender por el analista, da todas las vueltas necesarias para llegar al punto de máximo interés, interés que el analista no le niega, al contrario, se muestra muy interesado, especialmente en algunos puntos, en detalles insignificantes y se demora en algo puntual hasta la siguiente sesión y el sujeto siente que no pudo hacerle entender eso que quería que el analista entendiera y volverá a la siguiente sesión renovando sus argumentos y así se irá dibujando un margen de malentendido, algo que se escapa, que no está incluido en todo lo que el sujeto dijo.
    Lo real es la versión del sentido en el antisentido, dice Lacan, como se dice en la antípoda, en el polo opuesto, y es efectivamente así ya que la lógica lacaniana del seminario RSI es justamente la del no –todo, es decir, de áreas que se definen más por lo que excluyen que por lo que incluyen, más por lo que negativizan que por lo que se muestra en positivo del sentido. Pero dice también en el antesentido, jugando con las palabras, antesentido, justo antes de la producción del sentido, antes del cierre redondeado de la idea completa, de la totalidad lógica del discurso común. Es justamente en eso que el psicoanálisis trazó la línea de separación con las llamadas psicoterapias. El psicoanálisis es una psicoterapia si es que hay una psique, cosa que habría que demostrar. Lo que el psicoanálisis demuestra no es eso. Es en todo caso que hay una serie de problemas, de sufrimientos, de enfermedades incluso, que están causadas, que surgen en ese punto de la relación epistemosomática, en el punto donde se ligan el saber con el cuerpo.

    La pregunta que orienta a Lacan y que se destila a lo largo de la historia del psicoanálisis, el cómo es que el simbólico causa el sentido, de qué forma el hablar, la condición de ser parlante hace que haya sentido, pregunta que puede traducirse en los términos en que Jorge Alemán la formula ¿cómo es que se establece esa bisagra, ese gozne, entre el sentido y lo real?. No es por la idea del inconsciente, es en la idea de que el inconsciente ex -siste, es decir que condiciona a lo real del hombre.

    El hombre nombra las cosas del mundo, él, que aunque también es una especie animal difiere de los demás. Un animal, nos lo define Lacan, es lo que se reproduce. Y los seres humanos somos también animales. Nos hemos detenido bastante en esto. Hay en nosotros, conservamos una parte, un resto animal, lo imaginamos, lo sospechamos en nosotros y llamamos a eso las pasiones. Pero el animal que está parasitado por el bla bla está solo en el mundo, no hay otros que hablen, no comparte con otros animales su experiencia en el campo del lenguaje. Y es esa experiencia la que inaugura el sexo como una experiencia subjetiva. Los animales no tienen sexo en el sentido que lo tenemos los humanos, no hay para ellos la dimensión del goce porque ésta se inaugura con el significante.

    Allí donde el verbo dice algo en el orden de la nominación, surge lo que hace de él su contragolpe, su efecto, esa dimensión con la que nos consolamos de ser algo más que eso que se segrega del mundo, es decir, de lo animal. Hay el mundo, sin duda, sobre el que habremos de montar nuestra escena y la escena sobre la escena. Pero ese mundo se funda en la elaboración significante, causado por el simbólico sobre lo que no es el mundo, sobre lo no-mundo, sobre lo inmundo: el cuerpo. Ese cuerpo erógeno que nos mostró Freud como primicia para mondar sobre él la pulsión: oral, anal. Es lo que nos ha mostrado también Leda Guimaráes, su modo de situarse como la excepción la ubicaba como no humana y en ese sentido como animal.

    Mondar: limpiar una cosa quitándole lo que tiene de superfluo o extraño que está mezclado en ella.

    Inmundo, no mondado, no limpio. El juego de palabras por donde nos lleva Lacan es impresionante a la vez que es una puesta en acto de lo mismo de lo que se trata. Nos define dos campos diferentes, el del mundo y el de lo inmundo, el del significante y el del cuerpo, pero imposibles de definir el uno sin el otro, No como causa y efecto, sino como efectos ambos de la lengua sobre la idea, el imaginario del cuerpo. En el momento que nos resuena inmundo a mundo nos lleva hacia la dimensión de lo que no puede concebirse sino por una exclusión recíproca.

    El goce como tal es lo que surge en lo real como contragolpe del sentido. Cuando hablamos hacemos surgir lo que ex -siste a la palabra y al sentido, lo real y es en ese real que queda capturado el goce. La mujer, que no existe, es la representación por medio de un significante de ese goce del que nunca podremos decir nada porque la palabra no puede capturarlo, pero que no es concebible sin la palabra. Es el goce que se hace presente en el silencio, en el secreto, en lo sagrado.
    [1] Lacan, Jaques. El seminario 22. R.S.I. clase del 11 de marzo de 1975. Inédito
 
    11. La Pasión

    He apuntado hasta aquí insistentemente hacia la idea de lo ilimitado. Es una idea de lo que está más allá de la ley, de la ley que impone el significante. La mujer, o mejor, la posición femenina, cuando es alcanzada, parece tener un privilegiado acceso, una puerta abierta a lo ilimitado. El goce femenino, definido por Lacan como un goce no-todo, situado en un campo topológico más allá del falo, adquiere la característica de ser, a diferencia del masculino, no localizado, sin amarras, infinito. Y son enormes las precauciones, las prohibiciones y prescripciones destinadas a ponerle freno, a limitarlo y a impedir su emergencia con la convicción que su desencadenamiento no conduce más que a la perdición. Pero en muchos lugares encontramos indicios de que esas fuerzas no siempre son negativas, sino que al contrario resultan posibilitadoras de la libertad, la creación y de nuevos órdenes.

    Florencia Dassen es psicoanalista, pero, además, es una mujer que ha dado testimonio de haber podido reconocer en su propio análisis las condiciones de su goce, razón por la cual tomamos especialmente en cuenta lo que dice respecto a esto. En un breve trabajo que lleva su firma, que no es un testimonio de su pase, sino una contribución teórica, titulado “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”[1], ella examina con impecable estilo este tema, el de la pasión, frecuentemente descuidado por los psicoanalistas, destacando la intensidad de la represión que se ha asociado a ella. Dassen observa que, en distintas épocas y lugares, con diferencia de enfoques y matices, la filosofía ha reflexionado acerca de la pasión. Lo plantea así, rápidamente, pasando revista a toda la historia de la filosofía de un solo golpe, lo que muestra que estamos bien orientados al elegir la autora. Con un modo que se me ocurre femenino por su pragmatismo, no se apoya en la erudición, no hace citas ni nombra autores; simplemente pasa la página para dirigirse directamente a lo que interesa. De todo eso que yace en los libros ella puede extraer un punto común, una insistencia, una constante: la filosofía se ha ocupado de “cómo hacer de las pasiones algo razonable, como ponerlas al servicio de la virtud, y no de la perdición del sujeto. La pasión siempre guarda un borde común con aquello que parece preciso dominar, doblegar, reducir, en fin, educar”. La frase es textual de la autora. Es un hueso, la médula de la cuestión. Como la integral de ese movimiento. Desde Descartes nos hemos habituado a pensar con un enfoque racionalista. La res extensa que debe ser dominada por la res cogitans, el cuerpo, sede de las pasiones, de los afectos, debe ser domesticado por el intelecto, por la razón. Ya nos hemos detenido mucho en esto, pero no viene mal repasar que lo animal que habita en nosotros, lo visceral debe ser dominado, ese es el mandato del que se trata acá, debe ser controlado por la razón.

    Me sorprendí con esta frase que cito porque no podía dejar de leer, en lugar de pasión, mujer, como si fueran sinónimos. Y es que a lo largo de la historia es también ella la que parece haber sido necesario doblegar, dominar, reducir. Esto es así porque sin duda en la bipartición razón-pasión que divide al ser humano entre sus aspectos elevados, racionales, reflexivos y aquellos otros bajos, instintivos, animales, viscerales que caracterizan a la pasión tendemos a identificar lo primero con el varón y la mujer con lo segundo. Tal vez la facilidad con la que aceptamos esto sea a causa de la influencia un poco misógina de Freud, tan marcada en nosotros, para quien los ideales, reservorio de la razón y por lo tanto de la civilización, están del lado masculino, por la internalización del padre bajo la forma del superyo, mientras que la mujer podría decirse que esta liviana de superyo. Menos apegada a la ley que al padre, la mujer no se rige por los ideales internalizados. Pero esta idea no nace con Freud sino que cuenta con antiguos antecedentes. La encontramos incluso en el Génesis donde es Eva la que introduce al hombre en el deseo de saber con lo que provoca su exilio del paraíso. También podemos reconocer en ello una herencia Kantiana, ya que para Kant la mujer, su ordenamiento, está más en el dominio de lo estético que en el del imperativo categórico[2]. Todo esto muestra que existe una larga tradición en el pensamiento, pero también en la religión y en las costumbres, que identifica a la mujer con la pasión.

    Pero F. D. no habla de la mujer, sino de las pasiones en el sujeto, sea hombre o mujer. Y podemos entender que se trata de los demonios, aquellos en los que se representa lo más intestino del ser, que bregan constantemente por emerger de las profundidades en las que nuestro empeño los mantiene confinados. Siempre buscamos modos de conjurar a esos demonios, propios de cada uno, que están listos a poseernos. Señala, correctamente, que la sabiduría es tradicionalmente puesta del lado de aquel que, habiendo dominado las pasiones, se maneja lúcido. Sin embargo, quiero destacarlo, hay algo en su texto que parece una objeción a esto. Ella dice: “según las concepciones dominantes” tras lo cual uno puede leer que existe otra concepción, no dominante, que se propondría otro tratamiento de la pasión, un tratamiento que no sería por la vía de su destierro. Extraer esta idea de la frase es muy importante porque hasta aquí no habíamos podido encontrar un modo alternativo, una opción que no pase por la represión de las pasiones. Todo el tiempo se nos presentaba como una opción de hierro, o control o perdición[3].

    Hay efectivamente otro modo de tramitar lo que tiene que ver con las pasiones, diferente del dominante y en este lugar debemos situar al psicoanálisis, inédito discurso que nace con el siglo veinte y que inaugura un modo no conocido hasta entonces de tratamiento de la pulsión. El invento de Freud viene a subvertir al discurso del amo, y si usamos este término, subversión, es para distinguirlo de lo que podría pensarse como una oposición, incluso una sustitución. No se trata de una actitud revolucionaria, en el sentido de cambiar los protagonistas en el lugar del mando, sino de alterar desde su interior la estructura misma del poder. Si concebimos la organización social y las relaciones de poder como modos del discurso, como manifestaciones del lazo social en torno a formas discursivas, hay que ver en el psicoanálisis una novedad en ese campo. Esto es algo que Lacan llama con todas sus letras: una novedad en el campo del amor, pero que no es el amor entendido en su dimensión imaginaria, repetitiva de lo mismo, sino en la perspectiva de un nuevo modo de alcanzar la dimensión del otro, es decir, de suplencia de la imposibilidad de la relación sexual. Se aprecia que en esto hay invención, creación. Donde el ello era, yo deberé advenir. Lacan permite reconocer en la filosofía una de las formas conspicuas del discurso del amo y, en las antípodas de éste, como su reverso, el discurso del psicoanálisis. Este discurso novedoso en la historia del pensamiento introduce otro modo de tramitar la pasión al establecer otra forma de hacer con el goce que no implica su erradicación o su supresión, sino una pragmática, un saber hacer con eso. Y hay en esa dirección que toma el pensamiento de Lacan, una aproximación, un inevitable pasaje del discurso analítico por la posición femenina, por esa dimensión de no todo, de conjunto abierto, de ilimitado, de contingente que esta implica. Si el análisis llevado a su fin conduce a una destitución subjetiva, es decir del inconsciente en tanto es una forma del discurso del amo, y con ella la de la posición falocéntrica propia de la neurosis, es inevitable que el sujeto quede situado en un lugar que le permite ir mas allá del falo y por lo tanto equivalente a la posición femenina. Sea hombre o mujer, el analizado no puede dejar de hacer esta travesía que implica el desasimiento de los mitos y ficciones en los que se anudaba su personalidad, para recién desde allí hacer un uso mejor, menos penoso, de sus recursos.

    Florencia Dassen en el escrito que comento percibe que el psicoanálisis, aunque desde un lugar diferente al de la filosofía, está también afectado por el problema de las pasiones ya que éstas tocan al ser o, más específicamente, al drama del ser. Señala que todo el empuje de la doctrina filosófica, la doxa, estaba destinado, hasta fines del siglo XVIII, a “evitar hundirse en un escenario trágico”, lo que empujó a un radical rechazo de las pasiones a lo largo de todo el siglo XIX y que culminó con la asfixiante moral victoriana. Lo vimos antes en las obras de Shakespiere, donde el desencadenamiento de las fuerzas interiores, el amor, el odio, termina inexorablemente en lo ominoso de la muerte. La idea predominante es que la pasión, cuando no está bajo control, conduce inevitablemente a la perdición del sujeto, a la catástrofe del alma. Hay, esto es algo notable, diferentes modos de disciplinar las pasiones, de mantenerlas a raya, en regla. Los métodos católicos, tan bien relatados por Joyce en “Retrato del artista adolescente”, no son más rudos que los de otras religiones, lugares o culturas del mundo. Las “filosofías orientales”, como el Zen o el Tao, son también modos de disciplinar eso que se rebela, que busca siempre su retorno. La filosofía, dice Dassen, no hace más que constatar la impotencia del hombre por dominar las pasiones que han sido siempre causa de angustia.

    Esto nos muestra una doble perspectiva, por un lado social y por otro individual: Hay un sistema de control social, que va desde la escuela a la justicia, desde la familia hasta la policía, destinado a evitar el desborde las pasiones. Incluso están las fiestas, que apuntan a ser válvulas de escape para su acumulación y que permiten una liberación ordenada, civilizada, de lo que de lo contrario sería catastrófico. El Otro social que reprime las pasiones individuales, siempre prontas a emerger, busca también las maneras en que éstas puedan manifestarse, pero esterilizadas de sus aspectos incontrolables. Los deportes de masas, como el fútbol y tantos otros herederos del circo romano son modos de canalizar esas fuerzas que no pueden ser ni liberadas ni sofocadas.

    Pero hay otro costado que es mucho más interesante en lo que se refiere al horror al pathos y es aquel más íntimo, subjetivo, que es el que hace que ese horror sea sentido por el propio sujeto en el que esas pasiones habitan. El sujeto siente que dentro de sí hay fuerzas que no puede dejar en libertad sino es a riesgo de ser consumido por ellas. División radical del sujeto que Freud puso como piedra basal del psicoanálisis. Esto hace que “luego de un siglo de rechazo de los afectos por parte del régimen industrial, éstos retornen de la mano de psicoanálisis y por la pasión de Freud”.

    Dassen dice así: “...si este descubrimiento (el del inconsciente) jugó un papel fundamental, es porque tocó algo tan real que en principio ni su propio pensamiento hubiera considerado pensable: lo real del sexo. Desde entonces la cuestión del sexo y esa otra tan inseparable, el amor, se tornan resortes fundamentales para pensar las lógicas colectivas de lo social, la fascinación por el poder y la culpa...”

    Es notable en este párrafo que para la autora el sexo y el amor son inseparables. Es en estos detalles que uno puede captar que, más allá de la psicoanalista, la que escribe es una mujer. Es justamente lo que encuentra Lacan en la posición femenina. Para la mujer hay otra cosa más allá del falo, un goce que no pasa por la función fálica y es en esto que para la mujer el sexo es inseparable del amor. No es así para el que se ubica del lado macho. Para éste el amor no es una condición esencial para el sexo. Hay enormes muestras de ello: la violación, en el caso extremo, pero también el uso de la prostitución e incluso dentro del matrimonio. Tantas son las quejas de las mujeres que refieren su insatisfacción por un sexo que transcurre casi sin palabras, sin palabras de amor. Y hay que decir que en verdad la demanda de palabras, el “quiero que me hables” o el “necesitamos más dialogo” es siempre una demanda de amor. Las mujeres de hoy piden que les hablen y se impacientan frente a hombres lacónicos que parecen sólo desear el sexo. Ellas reclaman una palabra que no es cualquiera. No se trata de la palabra organizada en el discurso teórico ni en el monólogo adormecedor del varón acerca de sus hazañas, sino la palabra que se dirige a ella, a su ser de mujer. Es el sentido del “que me hable”: es en el “me” donde reside la verdad de su demanda. Y es que la palabra es siempre vehículo de amor cuando se dirige al otro, diga lo que diga. La palabra es lo que la mujer espera para encontrar en ella el ser que le falta.

    Una mujer de mediana edad sufre una serie de molestias que atribuye al hábito de fumar. No puede dejar el cigarrillo y piensa que el análisis la va a ayudar en esto. Enseguida su discurso se orienta hacia su relación matrimonial que ha durado muchos años y que resulta, para ella, totalmente insatisfactoria. El marido, según su relato, es un hombre buenísimo, serio, responsable y, sobretodo, ella esta segura de que le es absolutamente fiel. Sin embargo él esta muy abocado a su trabajo que le lleva muchas horas del día, y las que está en casa apenas si le habla. La crianza de los hijos ha estado a cargo exclusivamente de ella ya que el marido se desentiende de todos los problemas domésticos. Tampoco le gusta a él salir de vacaciones y encuentra buenas excusas en relación a su trabajo para postergarlas cada vez. Todos los intentos de ella por cambiarlo han sido infructuosos. Las escenas, los gritos, las conversaciones, no consiguen modificar nada en él. Su pasión es la profesión y la mujer no puede encontrar un lugar allí. La búsqueda de ella por aliviarse en otras ocupaciones como cursos, seminarios, talleres de yoga o de danza, o salidas con amigas no han conseguido más que aumentar su angustia.

    La interpretación del caso es sencilla, a prima fascie. Con la llegada del climaterio, la mujer, que aún se conserva joven y bella, se plantea que el futuro que le espera con este hombre que no le habla será aburridísimo, y la idea de separarse empieza a tomar cuerpo en su pensamiento, pero a la vez aparece en ella un pánico, un temor enorme a la vida sola. Se hace presente en ella el siguiente pensamiento inconsciente: “Si puedo dejar de fumar, que es algo que me cuesta tanto, si puedo tener esa fuerza de voluntad, luego podré dejar lo que sea, incluso a mi marido”. Lo llamativo es que, por supuesto, nunca puede dejar de fumar lo que muestra el carácter tramposo de su estrategia. Con ella se garantiza continuar en la queja pero para no salir de la situación. Este caso, que se repite en tantos otros muestra a la mujer contemporánea insatisfecha por lo que el hombre no le da, es decir, se queja de que el hombre no le habla. No importa que él traiga dinero a casa, que sea bueno, honrado y trabajador, no interesa que no sea mujeriego, todo esto parece perder valor si él no le demuestra...¿qué?, su amor. Las palabras que ella le reclama son palabras de amor. Aunque podríamos decir que siempre las palabras son un vehículo de amor. El silencio puede ser incluso una muestra de desprecio. El sexo en la vida de esta mujer no tiene sentido si no está ligado al amor, a las palabras de amor, y deben ser palabras, no gestos. Ella necesita de eso.

    Tan es así que durante años se lo ha procurado por otras vías. Diferentes galanes se le acercan y ella coquetea con ellos para procurarse una dosis de esas preciadas palabras de adulación, luego de lo cual, se deshace de ellos, no quiere problemas, y vuelve con su apático marido.

    Cabe preguntarse, lógicamente, si ella tanto necesita de eso ¿cómo es que ha ligado su vida por tantos años a un hombre parco como ese?. Ha tenido la oportunidad de conocer a otros hombres que sí sabían hacer con eso que ella tanto desea y no han podido separarla de su aburrido compañero, tiene que existir una buena razón para que ella siga con él. Su respuesta no se hace esperar: Es su incondicionalidad. Ella sabe que él es de ella, y solo de ella, que él no miraría a otra mujer por ninguna razón.

    Hay en esta mujer una doble situación. Por un lado se siente insatisfecha, no obtiene del hombre que la acompaña lo que ella desea y merece. Su vida aparece signada por el esplín y la opacidad. Por otro lado, el costo que tendría para ella un vida independiente, que la podría llevar a encontrar otro compañero o no, es extremadamente alto: ella debe soltarse, per-derse, de la seguridad que este hombre representa para ella. Ese es el punto. Vislumbra que si no esta bajo la incondicionalidad del esposo podría precipitarse en lo infinito, en lo sin límite. Frente a esto opta por continuar, aunque quejándose, en territorio seguro. La incondicionalidad del hombre se torna así, paradójicamente, en un mecanismo de control, pero no impuesto ya por él, sino creado por ella misma.

    Muchas mujeres parecen necesitar de estar fijadas, atadas, ancladas a un otro que les proporcione un sentimiento de seguridad. Puede ser, como en este caso, un hombre, un esposo, pero hay también la que hace de sus hijos o de sus padres este punto de fijación que impide que ella quede en situación de deriva. Parece realizarse en estos casos la lucha que nos refiere Florencia Dasen mantenida históricamente contra la pasión. En el escenario de la vida privada de cada mujer se puede comprobar el hecho de esta lucha. Como si la razón estuviera encarnada acá por el partener, marido, madre, hijos, garante de la sensatez y la cordura, que limitan las posibilidades de escape de una loca potencial, siempre a punto de deslizarse en la pendiente de la pasión amorosa. Es claro que en esta escena no hay culpables, ya que contribuyen a su creación todos los participantes. Pero los hechos de la cultura hacen que visualicemos a las mujeres como víctimas del sometimiento. Sin embargo, las propias mujeres no son ajenas a la creación de estas condiciones de sumisión. Tanto es el terror que provoca un horizonte sin control que pareciera preferible la postergación y la conformidad al partener.

    El problema nos desliza con facilidad hacia la idea del “punto medio”, que encontramos en el budismo Zen, pero que cuenta con una gran aceptación. Ni mucho de uno ni mucho de lo otro. Si la fijación, la atadura a sitios seguros, se nos aparece como uno de los polos de esta cuestión, el otro es el abismo y la perdición. De un lado, lo monótono, aburrido y sin sobresaltos de un vida que no requiere consumir más adrenalina que lo necesario y que garantiza el sustento y el porvenir de los hijos en la familia, pero que termina con harta frecuencia en el estallido de la angustia bajo la forma del ataque de pánico. Del otro costado, el exceso, y con él, la pérdida de las cosas más valiosas, de los bienes más preciados, pero con la ganancia del goce, el placer, la pasión. Cómo no preguntarse entonces por el punto medio. Todo parece indicar que el consentimiento a las formas de la pasión que son para cada uno, no hay un colectivo de la pasión, necesitan de una regulación, un marco. Es lo que Freud consideró central en la producción de las neurosis, la radical oposición entre las tendencias instintivas del sujeto y las regulaciones que el orden social le imponen. Pero la experiencia analítica nos enseña que ese punto medio nunca se alcanza y que el salto de la satisfacción a la culpa es la constante.

    A lo que apunta el psicoanálisis lacaniano, reconocer las condiciones de goce de cada uno para con ello saber hacer, no es el punto medio, por el contrario, lo que propone es un nuevo anudamiento de la estructura subjetiva que cancele la eterna lucha entre el goce y la culpa. Saber hacer no es la represión, ni el sometimiento de las pasiones a la razón, ya que esto ha dado ya sobradas muestras de ser imposible.

    El saber hacer con el goce es, habiendo identificado la propia manera de gozar, el síntoma, la singular manera de vivir la pulsión, hacerse pragmático en el uso que cada quien le puede dar a ese goce y esto se hace posible solo si se cuenta con lo real.


    [1] Dassen, Florencia. “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”. DISPAR N2, revista de psicoanálisis. Editorial Tres Haches. Bs. As. 1999

    [2] Es interesante de ver que, en la perspectiva kantiana, el hombre, sometido al imperativo categórico, es más libre que la mujer, que cede bajo su pasión. La pasión encadena, mientras que el imperativo, tomado como él lo postula, representa la máxima autonomía, la plena independencia del sujeto a cualquier condicionamiento externo a su voluntad.

    [3] Me ha sorprendido la etimología de la palabra perdición. Ella incluye el prefijo per que tiene una significación un poco difícil de captar en castellano que es la de aumentar el valor de la palabra a la que precede. Es como decir mucho o muy. En este caso, se antepone a una palabra que en su origen es dar, con lo que significa, estrictamente, darlo todo. Y es justo el sentido de lo que se nos presenta ahora como tema de reflexión, es decir, el darlo todo en el campo de los bienes, de los teneres que son de alguna manera los medios por los cuales podemos estar amarrados a algo, para internarnos en el inseguro territorio del ser. Los ancianos, temerosos de perderse en las nebulosas de la senilidad, tienden a aferrarse más a los bienes materiales en un camino casi inverso al que proponemos.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
    10. Una escritura

    He establecido que la relación que cada uno tiene con su cuerpo es siempre muy compleja. Y es importante dejar claro que se trata de una relación porque eso es lo que nos pone en la idea de que el cuerpo es hetero para cada uno, es Otro. Si bien desde el punto de vista biológico somos un cuerpo, en tanto animales somos eso, un cuerpo, por la incidencia del lenguaje, por el efecto que en nosotros produce el ser hablantes, es que se genera ese divorcio con respecto al cuerpo y es por eso que, los humanos, tenemos una relación al cuerpo, nos relacionamos con él de una manera compleja, imperfecta y siempre incómoda. Allí donde el animal es un cuerpo, y por eso una unidad, nosotros tenemos un cuerpo, división que es esencial a nuestra naturaleza.

    Esto es algo que hay que aclarar.

    El estadio del espejo, como forma de presentar la propia imagen como algo fragmentado, imposible de unificar de un modo acabado, nos daba una muestra de esa relación imperfecta al cuerpo propio. Pero la idea que ahora intentaremos alcanzar es eso que, en el nivel del cuerpo, no es ya del orden de la imagen sino que permanece como una escritura, como marcas o trazas singulares que resultan determinantes de la vida, la conducta y los afectos de un sujeto.

    Escritura. Estamos usando acá una palabra común en el lenguaje cotidiano pero que en el mundo de la literatura, por ejemplo, tiene una estatura muy importante. Más todavía en el de la lógica matemática, donde la idea puede ser reducida a una escritura que, en verdad, no dice nada. Aceptamos que una escritura es hacer marcas, sean con un punzón, con una lapicera o con una computadora, y lo relacionamos con el lenguaje porque se trata de marcas que quieren decir algo, sin embargo, no siempre lo escrito puede decir algo, o al menos lo que dice no es claro, su interpretación no es directa. No hay una correspondencia entre lectura y escritura. Es el caso por ejemplo de las escrituras rupestres. Están allí, fueron hechas por alguien y con una finalidad, pero esos fines resultan oscuros. Lo que no impide que podamos discurrir bastante en torno a ellas. Nuestro pensamiento se cuelga de esa escritura y comienza a decir cosas.

    El inconsciente que inventó Freud es la relación entre ese cuerpo que nos es extraño con algo que hace marca en lo real, es decir, la relación, que toma la forma de una bisagra entre el cuerpo y el significante. Es una idea que si la consideramos detenidamente es apasionante. La palabra no alcanza para decir algo que sea realmente abarcativo del cuerpo, lo que está en el nivel de las marcas del cuerpo, de esa escritura corporal no se puede decir. Por más que intentamos alcanzar mediante la palabra algo de lo que goza en el cuerpo, de lo que palpita en él, de lo que lo afecta, nunca podemos dar con la articulación adecuada. Sólo hacemos rodeos, bordeamos las zonas en las que supuestamente estaría localizado el goce del cuerpo pero sin dar en el blanco nunca. Hay intentos, lo podemos ver en Joyce, en Heidegger, en el mismo Lacan, de hacer de una escritura algo que se acerque a lo real del cuerpo. Vemos así esas formas literarias que hacen trizas el lenguaje, que provocan neologismos, que tuercen las significaciones, que juntan varias palabras en una, o inyectan un idioma en otro en un intento de acercar el lenguaje a la cosa en sí. Es como si quisieran que por fin, en el forzamiento a lo imposible, la palabra pudiera dar cuenta de la cosa, capturarla o, al menos, abrir una ventana que comunique dos universos originalmente separados. Intentos de alcanzar lo que Barthes llamó el grado cero de la escritura. Pero esto no es más que el intento, siempre fallido, de hacer que la relación sexual exista, de cancelar la brecha abierta definitivamente por el lenguaje entre el goce del cuerpo y la palabra. Por eso es necesario, si queremos entender algo de lo que regula el goce en el mundo, que separemos conceptualmente lo que es del orden de una escritura, sigo a Lacan, de lo que es del orden del significante. Nos detendremos en esto.

    Es en esa imagen confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo donde intervienen, de una manera también compleja, los afectos. Quiero decir que para que comprendamos lo que el cuerpo es para nosotros tenemos que pensarlo como afectado. Si no, lo que tendríamos es nada más que una máquina como lo pensaba Descartes. La figura siniestra del autómata de los cuentos de Hoffman no está muy lejos de la idea que tienen del cuerpo nuestros modernos neurofisiólogos. Los afectos, cosa por lo demás un poco difícil de definir, son algo que percibimos, aunque de una manera a veces vaga y oscura, siempre a ese nivel, a nivel del cuerpo, pero no es, sin embargo, un sinónimo de la emoción. La emoción es lo fisiológico, la descarga de adrenalina o de otros mediadores químicos en el organismo, que sería reproducible en un animal de laboratorio. En el animal asustado, por ejemplo, podemos objetivar una serie de cambios en el funcionamiento de sus órganos, le late rápidamente el corazón, disminuye la sudoración, etc. Pero no conseguimos situar un sujeto. Es una prueba que puede reproducirse sin dificultad en un conjunto de animales y no nos permitirá ubicar a ese sujeto en su relación con los otros. El afecto, o más precisamente la pasión, nos permite ubicar al sujeto en su particularidad. Cuando hablamos de alegría, tristeza, euforia o amor, es necesario, por supuesto, que haya el cuerpo para actuar de soporte de esos afectos, pero es el cuerpo tomado, atravesado por el significante y aquí sí entonces podemos hablar de un sujeto.[1]

    Hay, sin duda, una estrecha relación entre los afectos y el carácter de un sujeto. Podemos así hablar de alguien optimista, otro pesimista, uno generoso y alguno avaro según la manera en que en ellos se modulan esos afectos.

    El término “carácter”, en psicoanálisis, ha tenido su historia. Es la forma más próxima con la que los analistas después de Freud han intentado conceptualizar esto que ellos aproximaban como la incidencia del cuerpo sobre el inconsciente, la articulación del inconsciente y el cuerpo[2]. Y esto porque el carácter es el concepto mediante el cual se podía pensar la incidencia de la pulsión sobre la personalidad. Para Miller hay algo valioso en este concepto porque permite captar cómo lo inconsciente se manifiesta, no ya como una expresión explosiva y llamativa, distinta del conjunto, discordante como es el síntoma, sino como una manifestación existencial de lo inconsciente sobre el conjunto de la personalidad. Es decir, no se trata en el carácter de esos fenómenos reñidos con el modo particular de ser de un sujeto, sino de algo sintónico con el yo, con lo que estamos habituados a llamar la personalidad. Toda la conducta del sujeto, su forma de ser, su manera de gozar de la vida, están aquí subordinados a lo que se aloja en el ello freudiano, es decir la pulsión. El carácter, entonces, es esa forma en que se modaliza la pulsión en un sujeto dado, de manera tal que cada uno de sus actos, su manera de pensar y de ser, están impregnados por un estilo que le es propio y que se articula a la pulsión.[3]

    Es allí donde podemos captar que las modalidades del carácter están limitadas por la pulsión. A tal punto que podríamos hacer un catálogo, no lo vamos a hacer, pero podríamos hacer un catálogo de las pulsiones con el correspondiente carácter o con los tipos de carácter que les corresponden. Se puede apreciar, como lo demostró Freud, que el erotismo anal, la fijación a las formas anales de satisfacción, se corresponden bien con ciertas formas de carácter en las que se destaca la avaricia, la pertinacia y la pasión por el orden y la limpieza, tan propios de la neurosis obsesiva. Pero el carácter no es una neurosis. Es la manera de ser de alguien que bien puede ser vivida como correcta y satisfactoria, no solo desde el punto de vista individual sino también social. La envidia, sin duda una pasión que ha sido observada desde antiguo, se articula, como lo ha demostrado la investigación analítica, con la pulsión de ver, la pulsión llamada por Lacan escópica. Y de esa forma podríamos continuar con el catálogo tomando la pulsión oral, la invocante, etc.

    Se articulan así en el carácter, pero de manera más precisa en el síntoma tal como lo concibe Lacan, tres dimensiones tan aparentemente distintas como son el cuerpo, con sus agujeros, la pulsión y la pasión, aquello por lo que cada uno se apasiona y hace de ello su vida, su forma de ser y también su forma de sufrir.

    Son marcas en el cuerpo, como una escritura invisible, que dan consistencia al síntoma y que permiten el anudamiento de la estructura al hacer de bisagra entre el sentido y lo real. De lo real no se puede decir nada, es lo que hay sin ningún predicado posible, indistinto. Cuando damos un nombre a algo, lo que hacemos es introducir la distinción, hacemos que algo se recorte y se distinga del resto y con esto hacemos que tenga sentido. Ese es el modo en que hacemos que lo que era puramente pulsional, y como tal insensato, pase al registro de las cosas que pueden decirse, razonarse. Con ello nos hacemos una idea de nosotros mismos basada en un argumento, en un conjunto de proposiciones acerca de nosotros mismos. Finalmente podemos hacer un lazo que vincule estas dos dimensiones, real y sentido, que es lo que Lacan llama lo imaginario y que se hace fundamental en la idea que tenemos de nuestro cuerpo, pero sobre todo, de la relación que tenemos con el semejante.

    Lacan, en el seminario 23, dedicado al síntoma, se detiene en James Joyce para señalar algo que es en verdad extraño en lo que hace a la relación entre el cuerpo y los afectos.

    En Joyce nos encontramos con una experiencia en la que no hay con relación al cuerpo ningún afecto.

    En un pasaje de “Retrato del artista adolescente” donde el personaje Stephen, al que podemos identificar con Joyce, recibe una paliza por parte de sus camaradas, él refiere no +sentir nada, a lo sumo asco. Pero, además, lo que siente es que su cuerpo se desprende, como se desprende una cáscara. Y es justamente hacia su propio cuerpo hacia el que siente ese asco.

    Se trata, como lo señala Lacan, de una forma de dejar caer el propio cuerpo. Es una experiencia inquietante, ominosa, pero no poco conocida. Esta forma de dejar caer el cuerpo, de desprenderse el registro imaginario del cuerpo, la idea que alguien tiene de sí en tanto cuerpo, ha dado lugar a toda una semiología de la psicosis muy interesante. Se puede ver en ella que si no hay algo que anude, que fije los elementos de la estructura, el cuerpo estará a la deriva como se aprecia tan claramente en todas las formas de la psicosis.

    Pero el asco no es algo que esté, como experiencia, como síntoma o como señal, limitado al campo de las psicosis. También podemos sacar provecho de esta experiencia Joyceana en otro sentido, en el de un rechazo del cuerpo, aquel que encontramos con una notable constancia en la histeria y que se vincula con la llamada complacencia somática, es decir, con la facilidad con que los síntomas son derivados al cuerpo en al histeria. Nunca está ajena la experiencia histérica al asco, especialmente el que se siente en relación a lo sexual y vincula de manera paradigmática dos pulsiones, la genital y la oral. Con ello se observa que las primeras experiencias de satisfacción, es decir las que tienen que ver con la oralidad dejan profundas y duraderas marcas que se revelan luego en la entrada del sexo en la vida del sujeto, por cierto, siempre traumática. Eso fue, precisamente, lo que llamó la atención de Freud en el caso Dora, sexual que ante el encuentro, ante el contacto físico con un hombre, la muchacha, en lugar de excitarse sexualmente siente asco. Sustitución fundamental del placer por la repugnancia que para Freud es patognomónico de la histeria.

    ¿Cómo no ver también en la anorexia, donde el asco toma un papel muy importante, la realización de una religión privada similar a la que Freud supo reconocer en la neurosis obsesiva?. El carácter silencioso de sus ritos, la fina selección de los alimentos, la regularidad de sus ceremoniales, son la evidencia de la satisfacción que encierra esta religión en la que vemos dibujarse nuevamente el estrago materno bajo la forma del objeto tragado-rechazado. El asco es aquí la constante en la que se puede advertir el goce por ese vacío de lo postergado o de lo ausente. Lo curioso es que, aunque hoy la anorexia es promovida como una entidad clínica nueva o propia de la época, forma parte de la experiencia histérica de modo regular. Casi no encontramos un caso de histeria femenina sin que éste revele en algún momento de su historia un trastorno alimenticio, sea bajo la forma de la bulimia, la anorexia o ambas combinadas, cuando no simplemente el asco. El bien llamado objeto oral en juego aquí es el que el sujeto obtiene recortando en el Otro materno la parte que le asegura la satisfacción. Pero para esta operación deberá también intervenir la demanda de ese Otro materno. ¡Cómo ha insistido Lacan en la relación íntima que existe entre la demanda y el deseo! Demanda que es del sujeto pero con los significantes que necesariamente va a tomar del Otro: Dame tu leche, acércame a tu pecho, pero esto te lo pediré en los términos de tu demanda. El objeto seno es también la boca, los dientes, el pezón, la leche, la lengua. Todos objetos parciales recortados sobre la opacidad del cuerpo de la madre. No es posible gozar del cuerpo del Otro como tal. No es posible gozar del cuerpo de la madre, prohibición esencial al ser hablante, y esto es lo que Lacan traduce como la inexistencia de la relación sexual. No se puede gozar del cuerpo del Otro y es por eso que nos aferramos a la parte separable de la que Winnicott supo hacer su objeto transicional. El asco viene a señalar, a indicar donde esta el goce localizado y cómo está ese objeto situado sobre el mapa del cuerpo. Es un trazado, una escritura. Y eso se lee.

    [1] Hay toda una serie de procedimientos por los que un psicofármaco debe pasar antes de salir al mercado, entre ellos, hay que probarlo con animales de laboratorio de los que la rata resulta ser el privilegiado. Se verifica así su eficacia y si las ratas no enferman o mueren con el medicamento, eso da una garantía de que no lo harán los seres humanos al consumirlo.

    Pero lo que ocurre es que el ser humano plantea una dificultad que obstaculiza el avance que se podría conseguir en la biología: en el humano hay afectos más que emociones. Si uno toma un animal de laboratorio y le administra ciertas sustancias, puede luego repetir la experiencia con otro animal y sacar conclusiones. Una unidad animal y otra unidad animal pueden sumarse estadísticamente para obtener resultados que acumulen un saber, porque, una rata, es una unidad rata, dicho de otra manera, el ser de la rata y el cuerpo de la rata son una y misma cosa.

    Cuando se trata de seres humanos el cuerpo no coincide con el ser. El ser de una persona, por estar atravesado por el lenguaje, va mucho más lejos que su cuerpo.

    El uso que hacemos del lenguaje hace que nuestro nombre, por ejemplo, nos anteceda. Antes del nacimiento se dicen y piensan cosas de nosotros, y resulta importante de quién somos hijos o hermanos, si nacimos primero o después, varones o mujeres. Del mismo modo, al morir dejamos una serie de huellas que permiten que nuestro cuerpo desaparezca pero que nuestro nombre y nuestras obras nos inmortalicen. Nada de eso ocurre con la rata. La rata de laboratorio es hija de una rata idénticamente rata y solo existe como tal al nacer su cuerpo de rata y desaparece por completo al cesar las funciones de su cuerpo de rata. Eso es lo que quiero decir con que su cuerpo y su ser son la misma cosa, mientras que el cuerpo humano no coincide con su ser. Nosotros tenemos un cuerpo, la rata es un cuerpo. Y desde que tenemos un cuerpo la relación que establecemos con él es compleja y difícil.

    Dicho de otra manera, los efectos de la lengua se presentan bajo la forma de los afectos. Es en ese límite silencioso donde se alcanza lo que en psicoanálisis entendemos por el síntoma. Aquello que, por tener un poco de cada una, tiene algo de sentido, de palabra, de significante, y algo de lo real del cuerpo. Es justamente en el síntoma donde el psicoanálisis pudo encontrar esa compleja relación donde, algo se descifra.

    La ciencia busca un saber que sea íntegramente transmisible, es decir, busca un saber sin resto, reproducible, objetivo. Es por esto que busca un lenguaje que apunte a la referencia inequívoca, la precisión, la rigurosidad en las expresiones. Por esta razón se ha buscado crear manuales diagnósticos que sigan el ideal de una lengua universal, entendible por todos los psiquiatras, transmisible sin resto. Pero para que esto sea posible hay que suprimir todo predicado acerca del sujeto en su particularidad, en su experiencia singular. Es necesario que se omita toda referencia a esa compleja relación que el sujeto, en tanto es efecto de significante, tiene con su cuerpo, no ya como organismo, como entidad biológica, sino como ser capaz de goce.

    [2] Miller, Jaques Allain. La experiencia de lo real en la cura analítica. Clase X. París, 1999. Inédito

    [3] Lacan hizo tambalear, como lo señala Miller, esas estructuras extendiendo la noción de síntoma más allá de sus límites tradicionales y haciendo subsumir la idea de carácter a la de síntoma. Y hay buenas razones para ello. El síntoma para Lacan es aquello que dice de la escritura a nivel del cuerpo, es decir, a nivel de la pulsión, que no es otra cosa que la articulación del significante en esos agujeros del cuerpo, que hacen que el sujeto pueda ser definido por su forma particular de gozar. Esto es llevado al límite de la definición por Miller cuando dice la fórmula “soy como gozo”.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
   
    9. Clítoris o vagina
    Relata Eric Laurent [1]que Marie Bonaparte, la princesa que apoyó tan decididamente a Freud aún en los momentos más difíciles, no modificó, luego de concluir su análisis, su actitud aristocrática y caritativa. En cambio sí se vio impulsada a utilizar su fortuna y su influencia para, además de difundir con entusiasmo el psicoanálisis, embarcarse en un proyecto destinado a distribuir de una manera más justa el goce entre las mujeres. El proyecto en cuestión era el de un cirujano que proponía una operación mediante la cual se acercaba el clítoris a la vagina. Al parecer, cuenta Laurent, ella misma había quedado encantada con los efectos de esa intervención y quiso que una fundación la pusiera al alcance de muchas otras mujeres. Era un intento de remediar de manera pragmática la separación entre el goce fálico, clitoridiano y el Otro goce, el goce vaginal.

    Laurent nos trae esto como una anécdota divertida de las que pueblan la historia del movimiento psicoanalítico pero, hay que decir que la dificultad para armonizar los dos goces mencionados, los dos polos de posible satisfacción femenina en el sexo, ya fue planteada por Freud con mucha seriedad y no dejó de preocupar posteriormente a Lacan. Cierta obsesión por la anatomía y sus determinaciones en la subjetividad nunca ha estado ajena a las preocupaciones psicoanalíticas.
    La intelección que Freud alcanza para la sexualidad femenina divide a ésta en dos tiempos. Un primer momento en el que la niña se ubica en una posición idéntica a la del varón, es decir, centrando su sexualidad en torno al falo, representado en su anatomía por el clítoris. Posición a la que deberá renunciar, no sin dificultad, para acceder en el segundo tiempo, por desplazamiento de la erogeneidad, a la vagina, al otro goce, este sí para Freud propiamente femenino. ¡Qué dolorosa es esa resignación!. Los que hemos podido presenciar en niñas pequeñas este reconocimiento de insuficiencia del clítoris frente al órgano masculino no podemos menos que conmovernos ante el sufrimiento con que se lleva a cabo ese movimiento. Ellas se rebelan, no quieren asumirlo, orinan de pie como los varones o sueñan con que más adelante les podrá crecer. ¡Es tan grande la afrenta narcisista! ¿Cómo no comprender que ese dolor puede durar toda la vida? ¿Cómo no entender que allí es donde se juega la partida para todo lo que será la vida sexual posterior de una mujer?. No estamos ante simpáticas actitudes infantiles sino frente a los más dolorosos momentos en la definición del ser que urgen al sujeto por una respuesta, por una solución que procure algún alivio a tanta pena.

    Es evidente que en este esquema freudiano la mujer debe abandonar el clítoris, por causa de la insuficiencia de ese órgano en términos comparativos con el varón, y aprender a arreglárselas con la vagina. Pero, en definitiva ¿Cuál es el goce que una mujer alcanza en la vagina? ¿Es del mismo orden que el goce clitoridiano, aún en el supuesto caso que dicho desplazamiento se hubiera producido exitosamente?. Cosa que, por lo demás, no sería la regla ni mucho menos, como parece testimoniar la búsqueda de la princesa Bonaparte.
    Esta cavidad virtual del cuerpo de la mujer, sin duda apropiada para el acoplamiento con el otro sexo en términos biológicos, no está, al menos no lo está a simple vista, dotada de las particularidades erógenas del clítoris, órgano que comparte con el pene masculino sus características de ser eréctil y de indiscutible sensibilidad, esto sin considerar el carácter positivo del clítoris con relación al vacío que pone en juego la vagina, lo que remite, claro está, a cierta negatividad, a lo que no hay.
    Sobre esto Lacan se detiene brevemente, y de manera sorprendente, en su seminario de 1963 donde arriesga que, no teniendo inervación, pueden echarse chorros de agua hirviendo en la vagina de una mujer sin que ésta sienta nada. No he tenido todavía tiempo de verificar en el Testut Latarget la veracidad de esta observación respecto a la anatomía femenina. No tiene mucha importancia en realidad. Pero, de ser así, mucho menos será ese órgano sensible a la presencia en su interior del miembro masculino. Realmente éstas son cosas que sólo Lacan se puede permitir. No porque sea un médico, eso no sería suficiente ya que ni los anatomistas ni los fisiólogos se atreven a tanto, véase sino el libro de fisiología de Guyton acerca del orgasmo femenino, sino porque él no se priva de nada en el momento de usar para el avance del psicoanálisis cualquier elemento de valor. Hay en esto, como lo ha señalado frecuentemente Baby Novotny, cierto pragmatismo de Lacan. En este caso se apoya en datos de la anatomía que, sin duda, son desconocidos para la mayoría, si no para todos lo psicoanalistas, y nos interna en esa lógica fascinante por la que nos conduce. Digamos de paso que los axones, los haces nerviosos que inervan la zona genital, son llamados en anatomía pudendos, que quiere decir, vergonzosos. Hay nervio pudendo interno y externo. Con esto uno puede ir pensando que aún en el campo de la anatomía algo de la represión ha funcionado.
    Entonces, si la vagina carece de sensibilidad en sus dos tercios superiores ¿De qué goce se trata éste que no se funda en la sensibilidad local del órgano afectado? Lacan consigue demostrar que el desplazamiento de la excitación del clítoris a la vagina sigue los caminos que son propios de todo síntoma histérico, es decir, el desplazamiento de la excitación, por la vía de la conversión, a otra zona del cuerpo, desde entonces devenida erógena. No es otra cosa lo que Freud pudo encontrar en las histéricas que poblaron sus primeros años de experiencia psicoanalítica. Cualquier zona del cuerpo, si se dan ciertas condiciones, es decir si se dan las condiciones de lenguaje, puede tornarse zona erógena y proporcionar un goce erótico al sujeto. Las condiciones de lenguaje son que el Otro, como tal, preste al sujeto sus significantes. Con los significantes que proceden del Otro el sujeto va a construir su síntoma. Es un punto importante. Acá Lacan compara el goce femenino con el histérico, con la modalidad histérica de gozar. Es algo que no va a conservar, mas adelante deberá separar esta posición histérica de aquella que será específicamente femenina, pero, sin embargo, debemos notar que la histeria también es no-toda. No toda histérica, también una mujer.
    Algo queda claro: el goce vaginal durante la cópula no es suficiente para comprender de qué se trata ese Otro goce, el que no es fálico. Por el contrario, el goce vaginal, desde su perspectiva de vacío, desde su negatividad, no hace más que instalar nuevamente la pregunta por el goce femenino, la redobla.
    El error de Freud en este punto no está, por supuesto, en la genial intuición de reconocer en la mujer otro goce diferente al del varón, sino en el intento de darle a éste una localización en el plano anatómico. Lo que caracteriza justamente al deseo femenino es que no tiene fijeza, no se lo puede situar, es ilocalizable. Mientras el deseo masculino se caracteriza por ser fetichista y por lo tanto siempre fijado por el objeto, ese objeto singular que para cada uno es siempre el mismo y que hace que el goce esté localizado, delimitado, el deseo femenino no se somete a esa ubicación y mucho menos en el plano anatómico.

    Los intentos de ubicar el goce femenino han dado lugar, entre otras tantas cosas, a la postulación de los célebres puntos excitatorios como el punto G, el punto gatillo en la superficie del cuerpo en el que una mujer podría encontrar el clímax cuando se lo estimula. Cada tanto aparece un investigador norteamericano con el descubrimiento de un nuevo punto al que le asigna otra letra. Junto al punto G tenemos el punto A y con ellos van trazando un mapa erótico sobre el cuerpo de la mujer. Podemos sospechar que no les va a alcanzar el alfabeto para nombrarlos: la migración de la zona erógena continuará su derrotero infinitamente.
    Estas aparentemente ingenuas propuestas deben sumarse a los intentos de mantener bajo control la sexualidad femenina. Es un intento de dominio sobre algo que siempre se escapa.Como si dijeran: si conseguimos localizar el punto del cuerpo donde tiene su sede el goce de la mujer podremos luego hacerlo manejable.
    Los intentos de control en este sentido no son solo científicos sino que incluyen otros en el plano de la religión, de la moral o de las conductas rituales en las culturas más diversas del mundo y en los más diferentes momentos de la historia y, posiblemente, con bastante éxito.
    Concluimos entonces que la intuición de Freud es correcta en el sentido de establecer un goce Otro para la mujer que se distingue con claridad del goce masculino pero incorrecta en el intento de situar este goce en la anatomía. También observamos que la opción entre clítoris y vagina es falsa ya que la mujer participa perfectamente del goce fálico pero siendo no-toda, es decir, que no se limita a él sino que siente otra dimensión del goce pero que no está referida a un órgano o región del cuerpo. Ni siquiera el clítoris será adecuado para lograr la satisfacción sexual de la mujer si éste no está investido libidinalmente, es decir, si no se ha producido la articulación del significante, de la palabra, con esta zona para que ella devenga erógena. La hipersensibilidad de una parte del cuerpo es tan posible como su más radical anestesia sin interesar los recorridos nerviosos, las inervaciones o los receptores. Más estarán determinadas sus posibilidades por el valor inconsciente que se le haya asignado
    [1] Laurent, Eric. Posiciones femeninas del ser. Tres Haches, Bs. As. 2000.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal 
    8. Dios y La mujer
    Un ser que no puede ser abarcado por la razón. Un objeto de adoración en la medida en que se sitúa en el plano de lo divino. Dios. La mujer, que no existe, debe entenderse como solidaria a la idea de lo divino. Claro que no todas las mujeres se asoman, se aproximan a esa experiencia. Pero hay que entender, lo han hecho muchos en la historia del pensamiento, que para alcanzar lo trascendente no se puede estar sometido a las limitaciones de lo tangible. Es necesario en algún punto poder soltarse un poco.
    No hay simetría entre los sexos, es nuestro postulado, en el que hemos estado insistiendo. El hombre, el varón, atado a su goce fálico, no puede ocupar ese lugar fuera de la ley, fuera del sexo que sí le está permitido a la mujer.
    La mujer participa, claro está, y de un modo semejante al del hombre de la relación al falo. Solo hay una libido, nos lo ha enseñado Freud, la masculina, y las mujeres participan de ella como todo el mundo. Ellas participan del falo de muchos modos y de diversas maneras. Hay toda una gama, que no sería posible recorrer, de posibilidades femeninas de vivir el sexo. Mujeres apasionadas, otras frías, activas y pasivas. Todas son formas de pasar por la experiencia del erotismo, de la excitación sexual y de su tramitación, que pueden si se quiere, equipararse a las del varón. Pero en lo que respecta al falo son no-todas. Los hombres, los que eligen esa posición, son todos ordenados por el falo. Las mujeres pueden participar de eso pero no-todas. Queda para ellas la posibilidad de otro goce, suplementario, que no está en relación con el falo sino con un objeto trascendente al que la tradición nos muestra de diversas maneras y al que Dios se parece bastante. Un objeto trascendente que a diferencia del falo no se encuentra en la escena, está por fuera, lindero a lo que puede llamarse el sexo en términos estrictos.
    No estamos diciendo que se trate en el caso de la mujer de un goce complementario al del hombre. Esto es algo que tiene que estar muy claro. Esa es justamente la idea contraria a lo que queremos transmitir acá. No hay ni por casualidad complementariedad entre los sexos, la suma de uno y otro nunca da dos. Por eso Lacan dice que el dos no es un número. Uno mas uno, siempre siguen siendo uno y uno y nunca hacen dos. Por el contrario lo que nos demuestra la experiencia psicoanalítica, y en verdad toda la experiencia humana, es que nunca nos encontramos con el complemento adecuado. A un sujeto no le va bien cualquiera para ir a la cama. Al contrario de lo que ocurre con los animales, para los cuales no hay selectividad, ya que en ellos basta con que macho y hembra de la misma especie se encuentren para que pueda haber el acoplamiento, en los seres humanos es necesario que se cumplan una cantidad de condiciones para que dos se encuentren. Y luego de que se encuentran, aparecen otra cantidad de condiciones para poder ir juntos a la cama y, por fin, una vez allí, otra vez hay que poner a prueba las cosas, es decir que, frecuentemente, al llegar a ese punto se hace patente que aún habiendo pasado por una gran cantidad de pruebas previas, haber puesto antes un sinfín de condiciones para asegurarse, para obtener garantías de que el otro es el correcto, al llegar a la cama aparece que el otro no era el adecuado, que no puede llevarse a cabo el acoplamiento. Así se demuestra que no hay complementariedad en el sexo para los que son capaces de hablar porque ellos habitan en un mundo lleno de significantes. Los significantes sí que pueden copular. “Siempre hay un roto para un descosido”, y allí se ve que los significantes se articulan perfectamente. Pero cuando dos van a las cama, los significantes más bien estorban y obstaculizan las posibilidades de goce a nivel de los cuerpos. ¡Qué frecuente es que, cuando están dadas las condiciones ideales para la conformación de una pareja, en el plano de lo sexual no hay forma de que las cosas funcionen y al contrario, cuando hay gran satisfacción en el plano sexual la desarmonía en todo lo demás es total!.
    Hay también, por supuesto, los casos en que el amor y el sexo se combinan de manera maravillosa y es, posiblemente, la experiencia humana más buscada, más deseada. Pero siempre está signada por lo efímero. No bien eso se alcanza, y aclaremos que cuando se alcanza es de forma contingente, no prevista, accidental, bien, cuando se logra surge inmediatamente la amenaza de su terminación y por eso tratamos de que se inscriba, que exista un registro que lo haga eterno, que no cese, que sea permanente.
    Esto es lo que dice Lacan: no hay relación sexual, en el sentido de que no hay proporción. No hay una complementariedad entre los sexos.
    Lo que intentamos introducir aquí es otra cosa, no es la idea de complementariedad, sino la de un goce suplementario. Hay para la mujer la posibilidad de un goce suplementario, uno que, además del fálico, se añade, se suma, pero que siempre es otro. Y es en esto que se establece la disimetría con el varón. Mientras para el varón el goce sexual está acotado por el órgano, por los llamados caracteres sexuales secundarios, la mujer cuenta con un algo más que se dibuja en los márgenes de la relación sexual y que se puede referir a muchas cosas, a la situación, a las palabras, a la seducción en el sentido de lo que se insinúa más que lo que se ve, a la atmósfera, en fin, a un algo en más y que como tal tiene ese carácter un poco vago, mal definido, difícil de comunicar, lo que motiva con frecuencia que la mujer demande a su pareja cosas que no puede bien decir de qué se tratan pero que son algo más que ir directamente al acto sexual. No quiere decir que no quiera ese acto, lo quiere, pero ella desea gozar de algo más.
    Es una idea un poco difícil de captar. Para hacerlo Lacan ha identificado este goce con ese del que han dado testimonio los místicos, es decir, personas que se han relacionado con Dios de una manera directa, sin intermediación alguna, y han desarrollado en esa relación un erotismo muy particular, un erotismo que, lógicamente, no pasa por el cuerpo del Otro.
    Lo que acontece con los místicos no es de la misma naturaleza que lo religioso. La religión es siempre normalizada, hay un ordenamiento y una intermediación que está dada por los sacerdotes, las escrituras, el rito, hay la fijación de tiempos e incluso lugares en los que la relación con Dios se efectúa. Todo eso hace que el acceso a Dios sea algo indirecto y acorde a la ley que fija, si se quiere, los límites de la relación.
    La experiencia mística no está regulada más que por el propio sujeto ya que en ella él puede acceder a Dios de manera directa.
    Por suerte, muchas de esas personas han dejado testimonios escritos en los que relatan cómo han vivido esa relación con Dios, que regularmente es de una gran intensidad. Tanto es así que cuando por diversas razones esa comunicación con Dios se ve interrumpida, cuando se calla, ellos sufren de una añoranza que podría imaginarse equivalente a la del adicto con la droga que le falta. Sin eso el sujeto se siente vacío, la vida le parece descolorida y sin sentido y las demás sensaciones del mundo son siempre débiles en comparación con lo intenso de su experiencia extática. El trance, el éxtasis, son aventuras en las que se internan algunos sujetos, próximas a lo sagrado, a lo divino y que no pueden encuadrarse en el plano del tener, de lo contable, de lo medible, es decir, están por fuera del registro fálico. Por esta razón identificamos estas formas gozosas de la experiencia con lo femenino ya que, aunque algunos hombres pueden vivirlas, lo hacen desde una posición femenina.
    No son solamente los hechos de los que testimonian los místicos los que podemos tomar en cuenta. Encontramos en los hechiceros, los chamanes y otras formas de la comunión con lo trascendente otros ejemplos de un goce inconmensurable. Igualmente, todo ello se vincula harto regularmente con la locura. El trance en el que entran algunos sujetos en determinados momentos de muchas ceremonias religiosas, el éxtasis, incorporado a ciertos ritos, aunque presentes en la religión, son formas del extravío y de la enajenación. De allí que la mujer, que cuenta con esa puerta abierta al Otro goce, al misticismo y a esas formas de sin límite de lo extático, esté emparentada también con la locura.
    Como hemos visto, la posición del varón respecto al sexo será siempre disimétrica a la de la mujer. Y esta disimetría debe pensarse vinculada a la castración, uno de los fantasmas fundamentales acuñados por Freud. El demostró que en las más primarias vivencias infantiles y de manera universal, el sujeto varón, al descubrir el valor simbólico del pene, percibe bajo la forma de una amenaza la posibilidad de ser privado del mismo y eso lo alcanza bajo la forma de la angustia. Es una percepción que llega igualmente a la niña, pero en su caso de manera más compleja.

    Desde la perspectiva de la amenaza de castración, el varón tiene algo que puede perder, en tanto esta amenaza puede ser algo realmente consumado, mientras que en el caso de la mujer, dicha amenaza no tiene un efecto tan potente desde que , si puede decirse así, ya lo perdió, no es algo que pueda ocurrir, como si dijéramos en el extremo que nos permite el lenguaje, no tiene nada que perder. La expresión, se entiende, es equívoca en términos históricos puede ser pensada como la gran perdedora, siempre sometida, postergada detrás del idealismo masculino. Pero por otro lado es concebible como la que, porque nos sitúa frente a alguien en menos en el sentido de lo que no tiene, pero en más en el sentido de que tiene todo para ganar. Miller lo piensa de una manera muy clara. La mujer puede aparecer como la perdedora, en tanto su relación a la castración es la de haber perdido, e incluso habiendo ya perdido, no tiene nada que perder y esto la haría capaz de cualquier cosa, de los extremos más radicales. Nuevamente se nos aparece la figura un tanto peligrosa de la mujer para el conjunto social y tal vez podamos reconocer en ella una de las razones por las que se intenta limitar su despliegue. Si es capaz de todo, loca, inconsciente, temeraria, es entonces la que puede llegar a hacer tambalear los cimientos del orden social.
    Más acá, pero abonando la misma idea, se puede observar la mayor vivacidad de las niñas respecto a los varones de la misma edad: ellas quieren el falo y van a procurárselo. En el varón, la cautela y la prudencia serían las condiciones de cuidado para ese bien tan preciado. Esto ocurre así porque el falo es puesto en valor como condensador de un goce más amplio. El falo representa lo que para el sujeto es el interés de la madre. Las mujeres, al no tener el pene ¿Dónde situarán esto, es decir, dónde situarán el falo?. Es el cuerpo erógeno, el que concentrará la libido narcisista que en el varón se sitúa a nivel del falo. El amor se torna así para la niña el equivalente al falocentrismo del varón y el temor a la pérdida de amor en el equivalente a la angustia de castración.
    Situadas estas coordenadas que ubican en lugares diferentes al hombre y a la mujer tratemos de entender algo del misticismo.
    El misticismo de la mujer es muy frecuente, como si ésta fuera capaz de una relación con Dios mucho más fluida, o mejor dicho, como si hubiera una afinidad, casi diría una continuidad entre el ser femenino y Dios. No quiero caer en la torpeza de hacer afirmaciones que no puedo sostener. Ya hice demasiadas. Simplemente trato de hacer una presentación del problema con pinceladas gruesas cuyos efectos, espero, se verán más tarde.
    Lacan nos enseña que la mística es algo que debe ser tomado muy en serio y aconseja la lectura de las obras del género que no por casualidad proceden, en su mayoría, de mujeres. Hay sin duda excepciones, como San Juan de la Cruz. Esto es porque, como hemos dicho, se puede estar muy bien en la posición femenina como en la masculina sin que esto implique la posesión de los órganos en cuestión. Se trata de una elección. Esta elección del sexo es otra cosa que la anatomía, aunque no totalmente ajena a ella. Existen, como prueba, hombres que se ubican muy cómodamente en la posición femenina. Hay algo en el miembro que les estorba y que les permite visualizar algo más allá de él. Es a eso que se le llama un místico: uno que goza de ese más allá del falo.    “Ese goce que se siente y del que nada se sabe, ¿No es acaso lo que nos encamina hacia la Ex-sistencia? ¿Y porqué no interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al goce femenino?”[1]
    Es decir que hay sujetos que, aún siendo portadores del pene, alcanzan a ver, y esto no es algo tan fácil ya que el falo generalmente, y especialmente en la neurosis, ocupa todo el campo, invade toda la percepción de la realidad, hay sujetos que alcanzan a ver algo que escapa a su dominio y es en ese más allá donde se puede comprender esta faz de Dios a la que alude Lacan. Pero es claro que en el caso del varón esta es una operación que requiere sortear algunos obstáculos. No es simple poder conservar los atributos masculinos y visualizar ese más allá, esa dimensión de goce trascendente. Los ejemplos a los que aludíamos de hechiceros, monjes y chamanes son por lo demás elocuentes. Son sujetos que no están en la serie de los guerreros o de los cazadores de la tribu, por el contrario, están exentos de esas obligaciones. La mujer en cambio, por estar menos concernida por el falo tiene una afinidad mayor con esta experiencia extática que encontramos en infinidad de formas que van desde las crisis histéricas que estudiaba Charcot, hasta el trance de los ritos paganos, desde la brujería a que ya nos hemos referido, los chamanes y hechiceros que muchas veces son mujeres, hasta las monjas de clausura, y todo esto nos permite observar que hay en ellas un goce que no entra en los registros habituales del goce fálico, un goce que pasa por el cuerpo en tanto lo tiene como soporte, pero que no es de la dimensión de lo erógeno en términos fálicos.
    Algunas formas del abuso de sustancias, de las toxicomanías, ¿no nos permiten ver que hay en ellas también el intento de vivir experiencias de goce que no recurren al falo, que no necesitan e incluso rechazan del contacto con el partener sexual como tal?. Es una abolición del sexo para dirigirse a una forma de goce divorciada del Otro como pareja sexual, es un goce solitario. ¿No está próxima esta forma de procurarse un goce parasexuado con el que alcanzan los místicos?
    También el de los místicos es un goce solitario, al menos desde la perspectiva de los cuerpos. El goce de la mujer, en cambio, aunque se emparenta con éste en lo que tiene de no-fálico, es suplementario al goce fálico, y de ninguna manera prescinde del partener.
    [1] Lacan, Jaques. El seminario, 20, Aún.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
    7 - El cuerpo
    El goce solo es posible en la dimensión del cuerpo. Contamos con eso. También, por supuesto, la fantasía, el deseo, el ideal, intervienen de manera importante, pero el soporte, la sede, el lugar del goce, es el cuerpo. Y la relación al propio cuerpo es complicada. Mucho más, y como consecuencia de esto, la relación al cuerpo del otro, cuando se intenta la relación sexual, cuando se intenta gozar del cuerpo del otro, se encuentra que las cosas funcionan de manera imperfecta, que los cuerpos, en su encuentro, no se ajustan uno al otro como lo haría la llave a la cerradura. Salirse de uno mismo, del goce autoerótico, para entrar en la relación al otro es un movimiento difícil y siempre la relación sexual en el ser humano está signada por la inadecuación. Hay el acople de los cuerpos, y eso es un hecho, la gente copula, pero siempre acompañada por un universo de afectos, sensaciones, simbolismos, y el acto está permanentemente signado por el malentendido, por la dificultad y por la incomodidad. Como dice Lacan, por más que dos se abracen en la cama, nunca hacen uno, lo que sería el ideal del amor, poder alcanzar en la cama la fusión, el nosotros de hacerse Uno con el otro. Pero siempre son dos cuerpos. Es por eso que el amor, imaginado como Eros, como fuerza de unión, viene a ese lugar, a suplir la insuficiencia de esa relación imposible de lograr en lo físico.
    Si el cuerpo es necesario para el goce ¿Qué sabemos de él? ¿Es el cuerpo de una mujer, en términos de goce, una entidad igual a la de un hombre?
    En las primeras producciones de Lacan nos encontramos con que la angustia es una experiencia de descomposición de la unidad del cuerpo, que llamó la imago del cuerpo fragmentado, es decir, la angustia es una regresión, una vuelta a un estadio anterior, un estadio en el que aún no se constituye el yo como una unidad. Para alcanzar esta unidad del yo, el niño, varón o mujer, debe apelar a la imagen que le devuelve el espejo. Esta imagen es el recurso mediante el cual el sujeto logra una unidad totalizada e integrada del cuerpo sin la cual, claro está, permanecería en la indiferenciación respecto al cuerpo de la madre. En el momento en que esta integración es alcanzada se constituye, retroactivamente, la imago del cuerpo despedazado que, a partir de allí, se tornará el modo más frecuente de manifestarse la angustia, como una amenaza de retorno a esa forma mítica del cuerpo despedazado. La imago, concepto freudiano, no es la imagen solamente, sino que es la internalización inconsciente de esa imagen en términos simbólicos.
    La angustia es la inminencia de perder la unidad del yo y volver a lo que se presiente e imagina como el estallido del cuerpo en sus partes.
    Se aprecia que la imagen que proporciona el espejo, allí donde el sujeto se reconoce y donde obtiene una identidad, dista mucho de ser el cuerpo en sí. La imagen que tenemos de nuestro cuerpo no es el soma. A tal punto esto es así que esa imagen puede sufrir todas las distorsiones posibles de los fenómenos ópticos: deformaciones, ilusiones, espejismos. Una persona, es la experiencia más común, puede sentir que su cuerpo cambia de un día para el otro. Es habitual que alguien que un día se ve bello, se aprecie horrible al siguiente; que de pronto se sienta alto y al momento bajo, y así. Incluso eso puede ocurrir durante una misma situación según cambie su relación con los demás. La metamorfosis, sin llegar al extremo de las terribles figuras kafkianas, es una vivencia próxima, frecuente, casi cotidiana, en directa proporción a la inestabilidad afectiva de cada uno. Lo que es más cercano e intimo, como es el cuerpo propio, puede en el siguiente instante, tornarse extraño y raro, hostil incluso. Son esas experiencias de lo ominoso, lo siniestro que Freud despejó con tanta claridad.
    El dramatismo de estos acontecimientos se hace más patente aún en fenómenos, que hoy proliferan con el nombre de patologías de la época, como la anorexia nerviosa y la bulimia. En esos casos, la enferma, contra toda evidencia o juicio objetivo, se ve gorda, y puede llegar incluso a morir por esa causa. La imagen que el espejo le devuelve de su cuerpo aparece inflada, como un globo, por una nada que no es de ningún modo el alimento, sino la absoluta relación a la madre, mientras cunde a su alrededor el espanto por esos huesos que asoman bajo su piel y por la cadaverización de su figura.
    Otros ejemplos muy patentes de deformación de la imagen del cuerpo nos los brinda la esquizofrenia, donde se presentan fenómenos de desaparición de órganos o de partes del cuerpo y también estados de profunda extrañeza frente al espejo en los que el sujeto permanece horas y hasta días en la contemplación perpleja de su propia imagen. En estos casos la unidad del yo, obtenida mediante la imagen del cuerpo, muestra su fragilidad, su inestabilidad, pero también su importancia.
    Esta unidad del yo depende de la relación al otro que le permite ligar esas partes en una imagen idealizada. Es decir, surge del encuentro entre la imagen y el nombre. La ortopedia a lo real del cuerpo que proporciona la imagen está continuamente acechada por el fantasma del despedazamiento, de la desintegración, de la metamorfosis. Fantasma que aparece de manera flagrante en los sueños, donde el sujeto tiene la experiencia de su propia fragmentación o multiplicación en infinidad de personajes, que representan las diferentes identificaciones del yo. Cuando alguien nos relata un sueño en el que “había mucha gente”, o “una casa con muchas habitaciones” puede interpretarse que allí se encuentra la descomposición del yo en sus numerosas identificaciones. También en aquellas pesadillas en las que el sujeto aparece mutilado, decapitado o deformado, donde las muelas se desgranan, se quiebran o se caen, dejando en su lugar una siniestra oquedad, se hace evidente esta constante amenaza de desintegración de la imagen que con regularidad significa la irrupción de la angustia. Las muelas y los dientes, por ser un objeto que cae, primero con los dientes de leche en la infancia, pero luego, en la vida adulta cuando, dañados, deben ser reparados, extraídos, taladrados, representan uno de esos ejemplos más notables de la angustia de castración, de la experiencia de lo real, del retorno de la parte, el fragmento, el resto que representa nuestra propia caducidad y por eso aparecen con tanta frecuencia en los sueños de angustia.
    Son muchos los modos a los que un sujeto puede apelar para conservar la unidad imaginaria del cuerpo cuando el simbólico es insuficiente. En las situaciones en que la nominación tiene fallas muy importantes, como en las cárceles u otras instituciones totales, la mutilación y el tatuaje son modos de mantener estable el cuerpo. Es un tratamiento de lo real por lo real y no por lo simbólico. Muchos de estos recursos, antes limitados a las prisiones o a los barcos, se extienden ahora al común de la sociedad a causa de la generalización de la anomia.
    La ciencia ha posibilitado el desarrollo tecnológico para introducir en el mercado esta fragmentación del cuerpo en procedimientos quirúrgicos a los cuales las personas se entregan un poco irresponsablemente: desde las cirugías estéticas hasta los trasplantes de órganos se puede apreciar lo que Lacan anticipaba como los “ excesos inminentes de nuestra cirugía”, que hace evidente para el común de la gente que “no disponemos del cuerpo más que para hacerlo de su propia fragmentación”.
    La ingeniería genética, como lo señala Miller, permite hoy tocar algo de lo real del cuerpo, ya no detenidos en la imagen, en la forma del cuerpo, sino ahora sabiendo operar sobre lo más real del cuerpo, los tejidos, la memoria genética, con lo que se puede fabricar órganos como la piel o el cartílago, se puede reemplazar las partes del cuerpo que no agraden o no funcionen, lo que hace que ahora esta fragmentación del cuerpo, tradicionalmente ligada a la pesadilla, esté puesta a nivel del mercado.
    Estas modificaciones históricas que la ciencia introduce provocan una nueva relación al cuerpo[1]. No se trata del espanto de una película de terror donde algún Frankestein juega a ser Dios recomponiendo de a pedazos, tomados de este o aquel cadáver, una criatura atroz. Es ahora la ciencia que lo propicia como un ideal de salud y estético cuyo resultado puede estar, tranquilamente, durmiendo junto a uno en la cama. Anotemos que las mujeres, al menos por ahora, son las que más se ven atraídas por las posibilidades que les ofrece la cirugía para hacer de su cuerpo algo más próximo al ideal social o a las particularidades de su fantasma, razón de la riqueza de los cirujanos plásticos y a veces también de su ruina, cuando los resultados no son los esperados.
    La estabilidad de la imagen en la mujer esta marcada por una enorme dificultad: siempre le falta algo; y el procurarse artificialmente sustitutos para esa falta es una opción cada vez más accesible, cada vez más democratizada por el mercado. El defecto en el cuerpo, se entiende, no es más que un sucedáneo simbólico de la falta fálica y las cirugías no son más que una efímera cancelación de esa incompletud inaugural que mostrará, más tarde o más temprano, su insuficiencia. La imagen integrada del yo es como si fuera tomada prestada del otro para hacer con ella un traje que no siempre nos va a medida, o peor, nunca nos va justo. En esas condiciones ¿Cómo no sentirse atraídos por la oferta de la cirugía plástica de tener un cuerpo fálico, uno que sea realmente adecuado a la demanda del Otro, al Ideal?
    Es notable en los análisis que finalizan que las personas entablan una relación distinta y novedosa con su cuerpo, como si al soltar las amarras con las determinaciones del Otro fuera posible encontrarse con una nueva percepción del cuerpo, ya no tomada en préstamo de la imagen del prójimo, sino surgida de una dimensión propia, íntima, interna; más ligada quizá al goce que a la imagen.[2]
    En la constitución de esta imagen del cuerpo propio no participa solo lo que el sujeto encuentra en el registro imaginario, sino que, además, e igualmente importante, interviene la mirada del Otro, con mayúscula, para designar su estatuto simbólico, ideal, que sanciona de manera favorable o desfavorable esa imagen.
    Tenemos al niño, su imagen en el espejo y luego un tercer término representado por la mirada de la madre que porta al niño frente al espejo. El niño es lo que los ojos de la madre quieren ver y es esta mirada, entendida como naming, la que determina la unidad del yo en torno a la imagen del cuerpo y sobre todo, esto es algo en lo que no se ha insistido suficiente, es lo que le otorga estabilidad. Como si el espejo del que se trata no diera el reflejo más que en una sola posición y que cualquier movimiento producirá una tremenda deformación.
    La mirada del Otro estabiliza la imagen, impide que se mueva y evita que se deforme o que cambie. Se entiende entonces que las vicisitudes en el campo del Otro van a tener una consecuencia directa en la imagen del cuerpo propio. Se supone al Otro un deseo que recae sobre el sujeto y lo determina. ¿Qué es lo que la madre desea del hijo? La respuesta no se hace esperar: lo que la madre desea es el falo. Es lo que hace que el cuerpo sea siempre un modo de dar respuesta en forma de brillo fálico al deseo del Otro. Esto es algo muy importante porque necesariamente va a formularse en términos significantes. El sujeto espera encontrar, para identificarse a él, un nombre, que venga a completar al Otro. Que la madre esté complacida con la imagen del niño o no lo esté, es relativo. Se trata mas bien de una interpretación que el sujeto hace de ese deseo que le supone a la madre. Sin duda, ésta puede hacer signos en un sentido u otro, pero la interpretación del sujeto no es una traducción unívoca respecto de esos signos. Es tan frecuente escuchar la frase “esperaban un varón” que uno tiende a pensar que es una constante entre las mujeres. Que eso sea común en una sociedad no alcanza para calcular sus consecuencias. Esperaban un varón pero llegó una mujer ¿Y entonces qué?. Esto vale también para el otro caso, esperaban un varón y fue un varón ¿Cómo arreglárselas con eso? Nunca hay la respuesta adecuada porque, se tenga o no el pene, no se puede ser el falo, falta en ser que vale para los dos sexos.
    Lacan, para graficarnos esto, evoca un filme que había podido ver por casualidad y que había sido realizado con otros fines, ajenos a las intenciones analíticas, donde se mostraba a una niña confrontándose desnuda frente al espejo. Esta película resultó impactante para Lacan y reveladora de lo que ocurre en el estadio del espejo. El descubre que el júbilo que experimenta el niño en esa etapa, es debido a que el cuerpo prematuro, incoordinado hasta entonces, se siente por fin reunido, en una totalidad que le brinda la imagen y que le proporciona un dominio hasta entonces imposible. En los animales que nacen maduros, piensa Lacan, no parece que eso ocurra de la misma manera, no se encuentra en ellos el júbilo.
    El gesto de la niña del filme parece expresar algo esencial: “su mano como un relámpago cruzando de un tajo torpe la falta fálica” Describe la escena con una frase poética que le imprime un dramatismo muy particular. Su mano como un relámpago nos da la idea de la velocidad en el movimiento, pero a la vez de lo que ciega, de lo fulgurante que impide la mirada. Es una niña desnuda frente al espejo, lo que ya nos da una idea de orfandad, de cierta indefensión. Y esa mano tratando de cruzar allí donde se sitúa la falta fálica que Lacan llama tajo, pero que podemos reemplazar por su sinónimo, el corte. Un corte que remite a un punto donde el sujeto se divide para encontrar ¿qué?, nada.
    La falta fálica ¿acaso falta?. ¿Le falta algo a esa niña? Ese cuerpo desnudo que presenta al sujeto la bolsa de piel que es, la lleva al sentimiento de incompletud inicial y para solucionarlo apela al gesto torpe, torpeza que nos habla de lo insuficiente del intento, que simboliza la castración. Es justamente eso lo que nos indica esta imagen, la castración en tanto es una operación simbólica que anuncia lo que más tarde será el pudor.
    Es el falo lo que da cuerpo a lo imaginario. Esa es la cuestión fundamental, el cuerpo se articula con la palabra en un nudo en torno al cual se organiza toda la experiencia subjetiva.[3]
    No está de más que recordemos que en francés, y en menor medida en castellano, la palabra “falta”, faut, también quiere decir pecado.
    Hay algo que falta en la imagen del cuerpo y que los intentos por tapar eso son siempre más o menos fallidos.
    Ahora bien, en el varón los movimientos para dar consistencia al cuerpo por la vía del falo pasan, con mayor frecuencia, por la función viril, por el órgano en cuestión, mientras que en la mujer, cuya relación al falo es no teniéndolo, lo que resulta, por así decir, falicizado, es el cuerpo. Lo que en el varón se ubica en el órgano y deriva en la competencia con los otros hombres en relación a la dialéctica del pene grande o chico, en la mujer es el cuerpo, en toda su extensión, el que toma la función del falo. Esto permite lo que se ha llamado la facilitación somática de la histeria, más frecuentemente femenina, donde cualquier parte del cuerpo puede ser tomada como erógena para la construcción del síntoma conversivo. Lo que se observa aquí es que mientras el goce en el varón aparece como localizado, situado en torno a la problemática del falo y del órgano, en la mujer ese goce se muestra como no localizado, difundido en la superficie del cuerpo y en cierta deriva respecto al significante. Pero tanto cuando el goce está asociado al órgano como cuando lo está al cuerpo erogeneizado, es goce fálico. Una modelo en la pasarela, la bella esposa de un empresario en una velada de gala, la mujer como objeto de exhibición, no son otra cosa que el falo, del mismo modo que lo puede ser un automóvil lujoso u otros signos de potencia, y la mujer puede muy bien gozar de ser, con su cuerpo, el falo. Es lo más frecuente. De esta manera no le está vedado el goce fálico. Pero debemos hacer ingresar aquí otro goce, que no es de ese registro y que representa un extenso campo quizá no muy explorado todavía que es el goce femenino como tal, no ligado al falo, trascendiendo al falo, un goce además del fálico que le es posible a la mujer por no estar toda incluida en el registro fálico.
    La relación al cuerpo del hombre no es la misma que la de la mujer. Aunque inicialmente no habría diferencia, la relación al falo, como elemento del lenguaje que irrumpe en la existencia como un ordenador de todo el campo de la sexualidad, provoca una disimetría entre los goces masculino y femenino. Disimetría en los goces que lleva correlativamente a una disimetría en el amor y a ¡todo el infinito caudal de sufrimiento y de insatisfacción que se asocia a ella!

    [1] Miller, Jaques Allain. La experiencia de lo real en la clínica psicoanalítica. París, 1999, inédito.
    [2] Esto se aprecia muy explícitamente en el testimonio de Leonor Fefer, analista de la escuela de la Escuela de la Orientación Lacaniana.
    [3] Es una imagen que permite ver que el sexo se extraña del cuerpo, como lo vemos en Juanito, que soñaba con poder desenroscar el pequeño pene, como algo intercambiable. El sexo, en la medida en que se extraña del cuerpo es lo que luego Lacan va a concebir como un goce fuera-de-cuerpo.
    Es decir que la falta de la que se trata, la que busca suturarse con este artificio que es la imagen especular es la falta fálica que vamos a escribir como una inscripción en menos, en el plano imaginario, en la imagen del cuerpo propio, de lo que es el Falo en la dimensión simbólica.
    Vemos entonces que, aún cuando la imagen viene a cubrir una falta, lo que es causa de júbilo, su poder es engañoso. Su engaño consiste en un desconocimiento de esa falta, pero que no hace más que derivar esa subjetividad del deseo, que aquí nos aparece claramente como deseo del Otro, hacia la rivalidad imaginaria, la lucha por el puro prestigio que habrá de desembocar en el “o yo o el otro”, donde la simetría lleva a la anulación del sujeto.
    Detrás de este engaño, de esta cubierta, lo que encontramos se expresa como una negatividad, no encontramos algo, sino que encontramos una falta y en el lugar de esa falta va a situarse un objeto, el objeto a, causa del deseo.
    Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
   
    6. La Otra Mujer y el estrago materno


    Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.

    Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.

    Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el
 contrario, de lo más primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.

    El estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre, cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.

    ¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la mujer!
    Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una reflexión.
    El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
    Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y la muerte”.

    Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.
    Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.    Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.

    Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.

    Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que comunicar algo, es vehículo de amor.

    Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la pérdida de lo más importante en el varón.

    Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo débil.

    Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien puede ser un estrago.

    Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.

    Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su madre.

    Ser controlada por la madre es una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.

    Surge a las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.

    La dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.

    Esto hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre

    La relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
    Evidentemente, cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.

    5. El principio femenino y el lado izquierdo


    Existe en algunas civilizaciones de Oriente la creencia en un principio femenino. El budismo tántrico que se profesa en algunas regiones de la India se divide en dos escuelas, la de la Mano Derecha y la de la Mano Izquierda, identificándose la primera con el principio masculino o positivo y la segunda con el principio pasivo o femenino.

    Señala Jorge Luis Borges que los chinos combinaron ambas escuelas representando cada una con un círculo mágico o mandala; uno de ellos simboliza el trueno y el otro la matriz, pero se supone que son esencialmente idénticos y que ambos representan aspectos de la realidad[1]

    Un hombre que vino a mi consulta sufría de una gran dificultad para caminar, y era debido a una inflamación en su pie izquierdo. Como a la vez sentía otros trastornos en ese lado del cuerpo, tenía la certeza de que era un problema provocado por una mujer. Efectivamente, su pareja le había procurado últimamente muchas preocupaciones, entre ellas el haberse quedado embarazada de manera involuntaria. Formado como estaba en religiones orientales, él traducía estas molestias en signos que revelaban un origen femenino. Lo izquierdo y lo femenino son, para algunos, sinónimos o equivalentes. Eso no es algo inconcebible en nuestra propia cultura. Izquierdo, en nuestra lengua, se dice también siniestro, cuya sinonimia nos conduce hacia lo catastrófico, lo ominoso, lo terrorífico. El estrago y la devastación que para Lacan retorna del goce femenino no regulado pertenece a esta serie. Lo que es derecho, por su parte, equivale a lo recto, en el sentido de correcto, justo, legítimo y respetuoso de la autoridad. También, reforzando esta partición, se dice que lo hecho "por izquierda" es ilegal. A su vez la asociación de lo femenino con lo ilegal es un concepto clásico. La psicosis de aquel hombre que no podía caminar se revelaba más por su certidumbre de que era víctima de un perseguidor, en este caso la mujer, que por la fe en el budismo tántrico de la Mano Izquierda. En todo caso, siendo coherente con esa creencia, hubiera podido reconocer en su dolencia la presencia de su propia feminidad y no la de un súcubo. Los súcubos son demonios femeninos, mientras que los íncubos son demonios masculinos, según la tradición católica. El diablo puede tomar una forma u otra para poseer un alma, según convenga.

    Los neurólogos han buscado, y aún lo hacen, en la división de los hemisferios cerebrales, una comparable división de las posibilidades de la mente humana. Según algunas opiniones, el hemisferio izquierdo está mudo, no se manifiesta, dejando en el derecho el conjunto de la actividad mental. Algunos especulan que ese hemisferio representa una infinita capacidad no desarrollada aún en la especie humana y que, encontrados los medios para su activación, otorgaría al hombre poderes enormes entre los que se cuentan la telepatía o la telekinesis. Es evidente que en esto se ha pasado, casi sin solución de continuidad, desde el saber científico al mito, como ocurre frecuentemente. Pero muestra que, en los más variados niveles y discursos, existe la esperanza de encontrar el punto en que la razón se separa del cuerpo y la intuición de que en todos nosotros existen dos principios opuestos pero que solamente juntos pueden dar cuenta de la experiencia humana. Estos pueden ser los hemisferios cerebrales, el yin y el yan, lo derecho y lo izquierdo, pero en todos los casos se espera comprender la realidad de dos dimensiones del ser. La forma más radical de esta división es lo femenino y lo masculino.

    La zurdera no se considera actualmente un defecto, sino una manera diferente de ser. Pero durante mucho tiempo se luchaba contra ella como se lo hace contra un defecto físico o una tara mental. La intensión de corregir lo desviado, lo que se aparta de la Buena Línea, que es tan patente en el intento de corregir a los jóvenes homosexuales, no era menos intensa con los zurdos. Se llegaba a extremos increíbles, como maniatar la mano izquierda de los niños para volverlos derechos. Aunque disimuladamente y menos drásticamente, todavía se conserva cierta preocupación por la zurdera de un chico. Por supuesto, resulta evidente que en esta forma de educar hay unos principios que son morales más que fisiológicos. Se trata de educar en la rectitud, es decir, derecho. Y en esto las mujeres han sido el objeto privilegiado de los educadores. Las mujeres son consideradas clásicamente como seres particularmente proclives a desviarse a los que hay que educar en la rectitud y en esto se incluye lo derecho hasta en la postura. Julia Kristeva nos hace notar que hay en la educación femenina el principio de la plomada: hay que pararse derecha y con los pies en la tierra. “La rectitud es una tensión entre un punto de amarre y un peso”, contradicción mantenida que exige un arriba y un abajo, un techo y un peso. Nos hace imaginar siempre la posición de pie, la verticalidad de la columna vertebral; y por metáfora, en sentido figurado, la plomada nos evoca la precisión y la justicia. “Ponte derecha” le decía su padre a Julia, siendo él mismo un hombre de gran rectitud. De esa manera ella pudo comprender lo difícil que es mantenerse derecho, sobre todo si se es una mujer. “...la rectitud de mi cuerpo como la rectitud de mi espíritu, tal vez conseguiría mantenerla si me acostumbrase a la imagen de la plomada: no olvidar nunca el plomo de mis handicaps pero no descolgarme del techo”.[2] Con esto, resume esa necesidad del punto de fijación que está destinado a no perder la línea y que tanto determina la vida de las personas.
    La educación se ha tornado ahora más permisiva y la lucha por los derechos humanos ha permitido, por ejemplo, que algunas cosas del mundo estén pensadas también para los zurdos, como es el caso de algunos pupitres en las escuelas. Pero eso no puede evitar que otras sean casi imposibles de revertir como es la escritura. La escritura va de izquierda a derecha en nuestra cultura y ese es un condicionante de la percepción seguramente muy importante.
    Hoy en día, esos antiguos principios educativos languidecen luego de haber mostrado su verdadera cara, es decir, la cara sádica, y se nos permite acaso volver pensar en el principio femenino, en el lado izquierdo, no como algo temible y desviado, sino de una manera próxima al pensamiento oriental.
    Según Borges, de los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. Esta filosofía se caracteriza por el culto de divinidades femeninas llamadas shaktis. Curiosamente, estas diosas actúan comunicando su virtud a los dioses masculinos que son sus cónyuges y esto deriva en la idea, que se asocia a una práctica, de que el acto sexual es uno de los medios de salvación. Tampoco esto es muy ajeno a nuestras propias costumbres. La mujer, como partener, es para el hombre el sitio en donde se ubica el juicio, donde encarna la conciencia moral, el superyo, a la vez que es causa y motivo de su actuar, y esto hace que, para muchos hombres, su esposa se torne el punto de referencia de su existencia, aún cuando ella les disguste.
    La genial intuición de Shakespeare ha plasmado en la esposa de Macbeth este modelo de mujer que hace de referencia absoluta para un hombre. Macbeth, en la obra de teatro, nunca deja de ser un hombre bueno, pero es Lady Macbeth, que habla a su oído para decirle que él merece más, que debe luchar por lo que es suyo, que sus amigos no lo quieren, en fin, que debe ambicionar más, la que lo transforma en un asesino y lo conduce a un final trágico. Lacan ha apuntado a esto con precisión cuando dice que la mujer puede ser síntoma para el hombre, es decir, su punto de anudamiento. Para muchos hombres, su mujer es el lugar en el que su pensamiento y su obrar se ordenan, como si situaran fuera de sí esta función, en Otro lugar. Así, se puede ver con claridad que la mujer es el Otro. Desde ese punto de anudamiento el hombre puede comenzar a obrar pues su pensamiento ha encontrado el lugar donde colgarse, donde orientarse. La mujer, por su lado, se presta estupendamente para esta función. Al parecer, la plasticidad que logra por su relación más floja al falo, le permite situarse en el justo lugar que le conviene a su partener masculino para lograr este ordenamiento subjetivo. El caso de Nora Bernacle es muy patente de esto. Toda la obra de James Joyce encuentra su punto de amarre en esta mujer; el “Ulises”, por ejemplo, transcurre íntegramente un 16 de junio, día en que Joyce conoció a Nora. Sin embargo ella jamás leyó nada de lo que su esposo escribía.
    La Suprema Realidad tántrica deviene de la unión del principio masculino, activo, con el principio femenino pasivo. "El tantra de la Mano Derecha declara que debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria" dice Borges. Lógicamente, de esto se deriva cierta aceptación de los placeres corporales muy opuesta a las doctrinas que obligan a un alejamiento de lo sensual
    Lo que más me llama la atención de esto es la proyección sobre el cuerpo y el espacio, es decir, sobre la izquierda y la derecha, que es en definitiva un modo de introducir un simbólico en el espacio imaginario del cuerpo, de problemas morales y espirituales. Es, ciertamente, una especie de mor geométricus como imaginó Lacan tomando el término de Spinosa, un modo, una moral, una ética, que responda a condiciones espaciales y que no esté separada de lo que nos provoca el cuerpo. Y esto contradice bastante nuestra tradición moral que es la de la privación, la abstinencia, el silenciamiento de las pasiones. Silencio del cuerpo para la salvación del alma.
    Si avanzamos en estas ideas nos queda aún la posibilidad de interrogar las potencialidades del otro costado, del lado izquierdo.
    La posiciones de Freud y de Lacan en este sentido parecen dividirse, como los dos Tantras, entre una lógica signada por el ordenamiento del padre, la Ley y el edipo, y otra que pone en valor el principio femenino, es decir lo no regulado por la ley., aquello que, con relación al falo, es no-todo, la mujer.

    Según la historiadora Elizabeth Rudinesco, Lacan se había sentido siempre atraído por las culturas Orientales, habiendo incluso estudiado chino durante su juventud. En 1969 se sumergió nuevamente en el estudio de la cultura y lengua chinas de la mano de un experto en el tema, Francoise Chen. Con su ayuda, Lacan pudo iniciarse en la lectura del capítulo cuarenta y dos del Tao con el propósito de encontrar una formalización posible para su topología de lo Real, lo Simbólico y lo Imaginario. El Tao es un pequeño texto que reúne una cierta cantidad de versos atribuidos, con mayor o menor certeza, al filósofo chino Lao Tsé, contemporáneo de Confucio, y cuyas enseñanzas están muy difundidas en china desde mucho tiempo antes que el budismo. En muchos aspectos se considera que éste tuvo que adecuarse a las arraigadas creencias fundadas en el Tao. El capítulo cuarenta y dos se ocupa de los principios masculino y femenino, pero solo bajo la forma del yang y el yin:
    "El Tao engendra el Uno;
    el uno genera el dos;
    el dos genera el tres
    y el tres genera todas las cosas.
    Todas las cosas tienen la Luz (yang) delante
    y la Sombra (yin) detrás
    y están armonizadas por el Aliento inmaterial (ch’i)"[3]
    No es evidente, pero la idea de que el Uno, como trazo inaugural produce como efecto al Otro, es decir, una dimensión segunda, puede muy bien leerse aquí. Y que esta dimensión en la que el Uno y el Otro han podido hacer algo como un vínculo, es decir, cuando algo se ha podido salir de sí, de la necedad del Uno, se genera el tres como efecto, como producto. Con este trípode ya se puede construir el mundo, en la medida en que se trata de un more geométrico, de una proyección de la misma estructura. El uno aparece así como el origen de lo múltiple, que no es más que el fenómeno. El Tao concebido como vacío supremo, produce el Uno como un soplo primordial. Este uno genera el dos, encarnado por las dos fuerzas vitales, el yin, la fuerza pasiva o femenina y el yang, fuerza activa o masculina. Entre el dos y todas las cosas se encuentra el tres o “vacío mediero”, que produce él mismo un vacío original capaz de servir de enlace entre el yin y el yang.
    Yen Fu, comentador del Tao, dice: “El Tao es primordial; es absoluto. En su descenso engendra el uno. Cuando el uno ha sido engendrado, el Tao se torna relativo, y comienza la existencia del dos. Al comparar dos cosas existe su opuesto y se genera el tres” Resulta muy llamativo el parecido de esta concepción taoísta con lo que Frege postula para la generación de la serie de los números enteros, al decir de Miller, hacer de la nada algo operativo.
    Este enfoque tripartito está muy presente en toda la enseñanza de Lacan, pero toma especial importancia en su nudo borromeo que ata las dimensiones de lo simbólico, lo imaginario y lo real, dimensiones que al excluirse mutuamente provocan esta idea de generación que se nota en el Tao.
    El significante, en su soledad, no dice nada. Es necesaria su duplicación para que el universo del sentido, es decir el mundo, nazca en su dimensión humana. De lo real solo puede decirse “Hay”. Solo a partir de la nominación que implica el orden simbólico es posible decir “Hay el mundo”
    Pero es la oposición entre yang, luz y yin, sombra, la que nos evoca la existencia recíproca de dos principios excluyentes pero indispensables para concebir la experiencia del mundo.
    Durante la edad media algunas monedas incluían un símbolo llamado el Crismón. Este era una cruz, en forma de equis, es decir, con la forma de la letra griega Χ (chi), con la que se escribe Cristo en griego, flanqueada por alpha y omega, primera y última letras del alfabeto griego. El conjunto simboliza “Cristo es el principio y el fin de todas las cosas”
    αΧω
    No cabe duda de que se espera que un factor integrador, en este caso Cristo, pueda terminar con el movimiento eterno de los dos principios opuestos, lo derecho y lo izquierdo, la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo pasivo, el alpha y el omega, es decir, el principio y el fin, nunca reunidos, siempre en una danza infinita en la que no es el complemento, sino su mutua exclusión dialéctica, lo que parece fundar la existencia de las cosas.
    La religión cristiana, al contrario del budismo y otras creencias orientales, intenta fundar un mundo libre de contradicción, integrado en un todo, como lo representa tan bien el Crismón. Es lo que Lacan inscribe como lógica del todo, fundada en el padre. Pero, más allá del padre, resta aún un territorio poco conocido, cuya lógica es no- todo y que Lacan nombra, no por casualidad, el goce de la mujer.
    [1] (Borges, Jorge Luis y Jurado, Alicia. Qué es el Budismo. Emecé Editores. Bs. As. 1991).
    [2] Kristeva, Julia; Clements, Caterinne. Lo femenino y lo sagrado. Ediciones Cátedra. Madrid. 1998
    [3] He preferido la versión de Editorial Troquel, Bs. As. 1993, porque es traducida al español a partir de la traducción directa del chino al inglés de Chu Ta-Kao y porque sus prólogos y comentarios muestran una seriedad de la que carecen otras ediciones.
    Publicado 9th August 2009 por José Vidal
    4. El misterio de la feminidad
    Se nos ha hecho familiar la concepción lacaniana de “la Otra mujer”, una particular relación que se observa entre una mujer y una serie de representaciones imaginarias y simbólicas en las que se apoya su identidad. Esto trasciende ampliamente lo que sería una relación con alguna otra mujer en tanto semejante. No es el prójimo, en el sentido de la imagen en espejo, aunque no se puede obviar que siempre alguna “otra” es la que encarna, la que actúa como soporte, para estas representaciones.
    Woody Allen hizo un intento de atrapar esa experiencia de alteridad femenina en una de sus películas más delicadas, que tituló justamente así, “La Otra Mujer”.
    El fenómeno, que observamos de continuo, consiste en un sujeto femenino y una referencia, la Otra mujer, en la cual busca, casi siempre sin conseguirlo, las respuestas al enigma de su feminidad. Lacan, en un viejo y orientador texto de los “Escritos”[1], “Intervención sobre la transferencia”, anticipa su concepción sobre el tema cuando destaca la absorta contemplación de Dora, la famosa paciente de Freud, frente a la Madona de Dresde:
    “...Así como en su larga meditación ante la Madona y su recurso al adorador lejano, la empuja hacia la solución que el cristianismo ha dado a este callejón sin salida subjetivo, haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del deseo, lo que viene a ser lo mismo”. Busca allí, en ese objeto trascendente, la respuesta al “misterio de su propia feminidad”
    Hay un arcano, algo oscuro, pero que da pruebas o indicios de su existencia. La feminidad, constituida como misterio insondable, ha sido causa para la indagación psicoanalítica desde sus comienzos, pero no lo es menos para el hombre corriente e incluso para la mujer en la que ese misterio habita y es esto lo que Lacan puede demostrar en Dora. La pregunta por la feminidad no involucra solamente al hombre. Por el contrario, es la mujer misma la que más está apremiada por ella. Esa muchacha de dieciocho años, embrollada en una red pasional en la que interviene también su padre, la señora K, su amante y el Sr. K, el esposo de ésta, se encuentra en la búsqueda de una solución a un callejón sin salida subjetivo que es la propia feminidad. Sin salida porque todas las respuestas que encuentre serán inevitablemente insatisfactorias. Freud, a modo de solución, concibe tres posibles respuestas para la mujer. Y las tres son, si se quiere, ingratas para la idea actual que tenemos acerca del lugar de la mujer respecto al goce. Pero eso es lo que caracteriza a Freud, no hace concesiones a los prejuicios y nos confronta a los hechos de una manera directa.
    La primera solución es la que conduce a un absoluto alejamiento de la sexualidad en todas sus formas, es aquella por la que optan las que dedicarán su vida a actividades más o menos sublimadas que las mantengan alejadas de la actividad sexual y sus derivados; la segunda, que él llama complejo de masculinidad, con la cual la mujer retiene los atributos masculinos de la infancia con la esperanza de alcanzar alguna vez un pene y hace de esto un fin para su vida, atesorando la fantasía de ser a pesar de todo un varón. Hay que decir que esta alternativa tiene bastante prestigio social hoy en día, tal vez por efecto de ciertas prédicas feministas; finalmente, el tercer desarrollo que desemboca en la que, para Freud, es la final configuración femenina: la madre. Es decir, la que toma como objeto de amor al padre, forma femenina del complejo de edipo, y obtiene de él, por la vía del hijo, un sucedáneo del falo. Es la ecuación hijo-falo, tan conocida de Freud. Esto es algo que siempre vale la pena comentar. Mientras a lo largo de la historia del movimiento psicoanalítico la pregunta por el deseo femenino ha permanecido abierta, nunca hubo problema para responderse por el deseo materno, cosa muy distinta. Lo que una madre quiere es el falo y las posiciones sintomáticas del hijo, en todos los casos, serán una respuesta a ese deseo de falo. Con lo cual decimos que la respuesta “madre”, si bien puede resultar válida para muchas mujeres, en el sentido de lograr suplir el falo por esa vía, no alcanza dar una respuesta auténtica a la posición femenina.
    En verdad, como se observa, las alternativas planteadas por Freud resultan insuficientes para calmar lo que este problema plantea. Se abre en ello un agujero imposible de obturar. Ninguna logra centrar lo que sería el ser femenino sino que muestran formas más o menos fallidas de captar algo que está en constante fuga.
    El cristianismo, dice Lacan, ha dado otra solución posible: hacer de la mujer objeto de un deseo divino. Pero ésta no es menos problemática. Un objeto trascendente de deseo, un objeto de deseo que se sitúa, por así decir, más allá de los límites de la experiencia, si entiendo bien lo que trascendente quiere decir, se sitúa más allá de las cosas mundanas y las cosas mundanas son siempre las que se corresponden con el orden de la razón, el orden del significante. Es decir que debe pensarse a la mujer como una entidad situada por fuera de lo que es el mundo y, esto es algo muy importante sobre lo que volveremos más adelante, situada en un campo ex, in-mundo[2], in-humano, diversas formas de llamar a lo que escapa al ordenamiento significante, que es siempre el orden macho. Algo es trascendente en la medida en que está por fuera de la experiencia, que está más allá del campo de las cosas del mundo. Bien, Dios es el ejemplo eminente de lo que es trascendente, aquí tenemos otro, la mujer.
    Esa contemplación de Dora a la Madona no es poco ilustrativo de lo sagrado. La virgen María, en todas sus manifestaciones religiosas, artísticas o literarias es, fundamentalmente una madre. Como dice Kristeva, no hay en ella nunca nada de lo que pueda pensarse como la madre del edipo, de lo deseable, sino que es la madre como lo oblativo, la que todo lo da, la madre que para Melany Klein sería la madre buena.
    ¿Qué habrá pasado por la mente de Dora en ese instante de contemplación? ¿No es llamativo que esa muchacha que tenía con su madre una relación de absoluta distancia, al punto que en el historial ocupa un lugar mínimo comparado con el que ocupa ese otro personaje, el de la señora K, tan evidentemente importante, no es llamativo, pregunto, que ella contemple y busque inspiración y respuesta en la imagen de la Virgen, una madre, por así decir, absoluta? Es allí donde Lacan nos va a situar en la figura clave de la Otra mujer que será, desde ese punto, la clave de la interpretación de la pasión histérica. Así como Lacan pudo identificar en la señora K a ese objeto al que Dora se dirige, a la Otra mujer, es en la Madona donde encontramos su sucedáneo y esto porque en definitiva, la Otra mujer nunca es otra cosa que un sucedáneo de la madre. Pero de la madre ¿en qué términos?. No es la madre deseante ni deseada, al contrario, es, en términos de sexo, inmaculada, por fuera del deseo, vinculada a un goce que no es el goce fálico, sino lo que Lacan llama, el Otro goce, el goce de la mujer.
    Que la feminidad constituye un misterio es un hecho que se comprueba cotidianamente en la clínica psicoanalítica. Se escucha, con frecuencia, en las mujeres que, siendo objeto de un deseo, no saben qué hacer con eso. Si una mujer es deseada como tal, por un hombre o por muchos hombres, de la forma más banal incluso, al salir a la calle y percibir la mirada y los piropos de ocasionales galanes, eso, ese deseo, la pone en el lugar de tener que definir el qué de ese deseo. Qué de ella es lo que resulta capaz de provocar en el otro el deseo. La costumbre, tal vez, atenúe este efecto, pero las primeras veces, en la pubertad o en la adolescencia temprana, cuando se produce ese súbito cambio en el cuerpo que se hace inocultable y que su estatuto de mujer se le hace patente justamente por las insinuaciones o las propuestas masculinas, hay evidentemente un desajuste de la identidad de difícil solución que abre forzosamente una interrogación. Es necesario para la mujer en esa situación vestirse, arreglarse, maquillarse para interponer entre el deseo del otro y ella ese conjunto de artificios que conocemos como la mascarada femenina. La mascarada femenina es el conjunto de formas que le permiten a la mujer ofrecer al otro un objeto de deseo sin ser ella misma idéntica a ese objeto, es decir, hacer de objeto sin serlo. Esto muestra hasta qué punto la mujer es no-toda. Hay siempre la instancia de una ausencia en lo que a su ser respecta y en su lugar lo que presenta es ese objeto postizo que viene a saturar el deseo. El uso de este recurso es, como se sabe, un verdadero arte que no esta al alcance de todas las mujeres. Requiere de un saber hacer con la apariencia, con el semblante, con lo oculto y lo que se muestra, con la presencia y la ausencia, que más de una se lamentará de no poder jamás llegar a aprender del todo ese oficio de la ficción. Como esto es algo que, por regla general, se supone transmitido más que enseñado, transmitido casi diría osmóticamente de una mujer a otra, muchas mujeres le reprochan a sus madres no haberles dado anticipadamente el saber acerca del sexo que les falta, sin imaginar siquiera que esa madre, en tanto mujer, está tan desvalida como ellas en esa materia.
    Es ese el punto en el que Dora aparece descompensada en su neurosis, el punto donde, siendo ella el objeto de deseo de un hombre, el Sr. K, no puede, no consigue encontrar las respuestas a lo que en ese momento y en ese lugar se ve confrontada, es decir, el qué de ese deseo, de ese deseo masculino del que apenas puede sospechar que se trata del deseo de un hombre hacia ella en tanto mujer y que le toca a ella saber cuál es el modo en el que ese deseo se satisface. Y es en ese lugar donde va a convocar a responder a la Otra mujer. La Otra mujer viene entonces al lugar de una transferencia, entendiendo la transferencia como una suposición de saber. Otra mujer a la que se le supone el saber acerca del sexo, se le supone el saber cómo hacer gozar a un hombre. Esto lo encontramos muchas veces bajo la forma de la pregunta ingenua, la de la mujer que no puede darse cuenta de cuáles son los resortes de la sexualidad, cuáles son los secretos de la seducción y que se pregunta constantemente cómo es que las otras mujeres sí se dan cuenta, cómo es que ellas saben hacer con los hombres, con el sexo, con el amor.
    Juan Carlos Indart[3] nos ha mostrado que en la sociedad occidental encontramos de modo invariable dos identificaciones fundamentales por las que habrá de pasar el sujeto, casi inevitablemente. Una, la que él llama sujeto- amo, que es aquella por la cual el sujeto renuncia a todo goce para asumir una posición amo. Se entiende que para ello es necesario el sacrificio de su cuerpo, el sacrifico del goce que el cuerpo le podría proporcionar. Es el sujeto que se queda con la posición del amo, el que ha pagado con su vida, la vida en el sentido del goce, por el puro prestigio, por su puro prestigio de amo. Podemos observar en esto una anulación de su “pathos” particular con lo que nos evoca un poco la posición perversa. Como sea, es la clase de sujetos que, en general, son considerados muy adecuados para el éxito en la sociedad competitiva del mercado. El hombre de negocios, por ejemplo, será más adecuado a esto en la medida que él no goza de nada más que de su lugar de amo, de su lugar de poder con respecto a los demás hombres y no precisa, por así decir, de otras condiciones sensuales para satisfacerse. Es, desde el punto de vista del goce, un cadáver, es el término que usa Indart, un muerto para los afectos y las pasiones. Se podría evocar el título de la novela de Norman Mailer, “Los hombres duros no bailan”, porque es un poco esa la idea, la del hombre que no debe ceder a las atracciones sensuales del cuerpo a riesgo de debilitarse. Cada vez con más frecuencia aprecio que la danza se va limitando a las mujeres. Cada vez más se ve a las mujeres bailando solas o entre ellas mientras, a lo lejos, sombríos, miran los hombres duros. Esta identificación amo se muestra muy interesante para entender el modelo cultural ofrecido por la sociedad capitalista en lo que hace al lado hombre de la tabla. El hombre anestesiado.
    A su lado, haciendo pareja con él, encontramos la otra identificación, por lo demás muy exitosa en nuestra civilización, que es la “identificación mujer”, es decir la identificación con un ser que sabe hacer gozar a un hombre. Es muy interesante lo que nos propone Indart. Independientemente de las muchas variaciones que pueda haber en la elección que un hombre hace de una mujer, lo que es básico como modo de reconocer a una mujer es que sabe hacer gozar a un hombre. Es decir que se trata de un problema de saber. Pues bien, la Otra mujer es siempre aquella clase de mujer a la que se le supone un saber acerca de cómo hacer gozar a un hombre. Las mujeres famosas, que frecuentemente acompañan a los poderosos, son a las que se les supone un saber así. Esto tiene su lógica si se entiende que el amo, que ha renunciado al goce del cuerpo para hacerse de su posición de amo, busca constantemente cosas que le permitan sentir algún goce, es decir, verificar que aún está vivo. Encontramos en el mundo actual miles de formas de hacer sentir a alguien, por exceso de sensaciones, que está vivo. Es algo que en otras culturas sería visto como absurdo, pero que entre nosotros se ha tornado muy común e incluso admirable. Desde el paracaidismo hasta las altas velocidades en los autos hay todo un repertorio de formas excitantes de los sentidos en la búsqueda de esta verificación de la vitalidad, la comprobación de que uno no se ha convertido efectivamente en un cadáver ambulante. Las experiencias sexuales no son ajenas este repertorio. Son justamente estas mujeres, las que podemos pensar que han alcanzado esa identificación mujer de la que hablamos, las que parecen destinadas a procurar ese goce, esa experiencia intensa que el amo demanda. Es la mujer que sabe, sabe cómo hacer que ese hombre goce. Se le supone un saber porque si son esas mujeres las que acompañan a los amos deben ser ellas las que saben como proporcionar el goce que a ellos les falta.
    Pero, por otra parte, siendo ellas expertas en hacer gozar, no gozan nada ellas mismas. La identificación al sujeto-mujer es también la de la renuncia al goce del cuerpo para asumir esta posición y, desde esta perspectiva hay que decir que también son cadáveres. Es la mujer que ha perdido su capacidad de gozar ella misma para asumir la posición de la que será objeto de satisfacción para su partener. El lector las puede estar viendo en su imaginación o puede encontrarlas en las revistas semanales.[4]
    Son aquellas ideales a las que se les supone un saber hacer gozar y es por esta razón que las mujeres, digamos, comunes, las que de ninguna manera saben cómo, las sitúan en ese punto de la referencia, ese punto al que se dirigen las preguntas de la histérica, imposibilitada ella misma de asumir esa identificación-mujer a la que parece obligada en la sociedad moderna, es a esa Otra mujer a quien va a dirigir su pregunta repetidamente, la pregunta por su propia feminidad. No se nos escapa que en estos casos la Otra mujer, como decíamos antes, es siempre un sucedáneo de la madre y no hace falta esforzarse mucho para remitir su causa al complejo de edipo. Hay en la madre, aún en la peor, o especialmente en ella, en la que no conserva de los atributos femeninos más que unos remotos recuerdos, la que ha abandonado toda posición de objeto del deseo para abocarse a la labor de madre, es este tipo de madre la que despierta en la hija la mayor seguridad de que hay en ella un saber, de que hay en ella un saber hacer gozar a un hombre: el padre. Es el caso de las que ven juntos a sus padres, ven al padre, ese al que idealizan, al que suponen lleno de todas las virtudes, sometido, encadenado a la madre, quien, sin embargo, no parece tener ningún atractivo. De allí surge la idea de que hay en ella un saber, una manera de hacer en el sexo que no es evidente pero que existe y que se comprueba en la adhesión incondicional del padre a su mujer.
    Esta relación a la Otra mujer, queda claro, es la relación al saber que se le supone. Veamos otros modos de manifestarse esta suposición de saber.
    Con enorme frecuencia los casos de violación o abuso durante la infancia y la adolescencia no provocan tanto un resentimiento hacia el agresor sexual como hacia la madre a la que se hace responsable, en parte de falta de cuidados, pero sobre todo de no haber transmitido el saber acerca del sexo. Es decir que, al acceder a la feminidad en la adolescencia, la niña que podía ignorar la diferencia entre ella y un varón, se encuentra con una diferencia radical, esto es, no la diferencia anatómica, puesto que ésta es conocida desde la primera infancia, sino que ella puede ser objeto del deseo, y lo es más allá de sus propias intenciones, por encima de su propia voluntad. Inaugura la pubertad una experiencia donde se hace preciso asumir riesgos y responsabilidades para los que la niña, con frecuencia, no estaba preparada. La respuesta al real de la pubertad es ese conjunto sintomático, tan preciado, tan interrogado en la cultura contemporánea, que se llama la adolescencia. La adolescente podrá decirse que ese deseo que despierta en el otro es por su cuerpo, por la belleza de éste o podrá decirse, y tal vez sea lo mismo, que es por una parte de su cuerpo, idea generalmente más aceptada. Los ojos, las piernas, los pechos, etc. en tanto objetos parciales, fetiches del deseo, son puestos en valor en diferentes situaciones y por diversos sujetos y culturas. Los medios de comunicación, sin duda, sabedores del carácter fetichista del público, contribuyen en nuestra época a privilegiar ciertas partes del cuerpo femenino como objetos para el consumo. Bajo la apariencia de una indiferente aceptación, es habitual que esa apetencia por ciertos rasgos físicos suyos provoque en la mujer, además del halago o de la vanidad, una cierta incomodidad, un cierto sentimiento de inadecuación. Y, bien mirado, es algo bastante lógico. Se trata del encuentro, por lo demás inesperado, con el deseo fetichista del varón al que no es sencillo dar respuesta y también, esto es central, con la excitación que en ella misma se enciende, con el deseo sexual del que ella misma es presa y al que deberá dar una tramitación. Si una mujer es deseada por una parte de su cuerpo se sentirá desplazada como sujeto de deseo. Es decir, ella no es idéntica a esa parte de su cuerpo, ni siquiera puede sentirse representada por eso. No hay manera que se sienta identificada a eso que es para el otro. Es por eso, por esa ignorancia respecto al sexo, que intentará encontrar la respuesta en otra mujer a la que puede suponerle saber hacer con eso. Con regularidad, es la madre la destinataria de esa demanda, pero, por desplazamiento, puede ésta recaer en otras que hacen el relevo.
    La tan conocida frase “no quiero ser solo una cara bonita”, que se puede escuchar no solo a las lindas, parece responder, de manera paradojal, a la necesidad de una mujer de ser reconocida como sujeto y tomar un poco de distancia de ese objeto que es para el otro, sea hombre o mujer. Es tanta la frecuencia con la que se la escucha que cabría preguntarse si en verdad este no es un fenómeno de estructura por el que toda mujer, en algún momento de su vida debe inevitablemente pasar. La opción entre ser linda pero tonta o inteligente pero poco atractiva responde a un aplastamiento de su condición de sujeto cuando se ve a sí misma como un puro objeto de deseo. O se es objeto o se es sujeto. Es en este punto donde aparece ese recurso genial, pero que no está al alcance de todos, que es la mascarada femenina, un sustituto del objeto del deseo que se presta al partener y que, a la vez, le permite al sujeto mantenerse a cierta distancia, sin disolverse en la demanda del otro. Pero, sin duda, esta separación entre lo que ofrece como objeto y el ser, lo “auténtico”, es siempre causa de una experiencia de lo no-todo y por lo tanto de extrañeza. La mujer participa del sexo en el sentido del deseo sexual de la misma manera en que lo hace el hombre, pero lo suyo no se limita a eso sino que hay algo más, que se agrega, una dimensión suplementaria pero que es para ella misma, que la siente, desconocida, misteriosa, enigmática. En la búsqueda de alcanzar esa definición, ese argumento con el que dar consistencia al propio ser, es que se dirigirá a la Otra mujer.

    Publicado 9th August 2009 por José Vidal