EL psicoanálisis
y la violencia
El goce
:
“El problema
no es que duela , el problema es que me guste”
El problema no fue hallarte
El
problema es olvidarte
El
problema no es tu ausencia
El problema
es que te espero
El
problema no es problema
El
problema es que me duele
El
problema no es que mientas
El
problema es que te creo
El
problema no es que juegues
El
problema es que es conmigo
Si me
gustaste por ser libre
Quien soy
yo para cambiarte
Si me
quedé queriendo solo
Como
hacer para obligarte
El
problema no es quererte
Es que tú
no sientas lo mismo
Y como
deshacerme de ti si no te tengo
Como
alejarme de ti si estás tan lejos
Como
encontrarle una pestaña
A lo que
nunca tuvo ojos
Como
encontrarle plataformas
A lo que
siempre fue un barranco
Como
encontrar en la alacena
Los besos
que no me diste
Y como
deshacerme de ti si no te tengo
Como
alejarme de ti si estás tan lejos
Y es que
el problema no es cambiarte
El
problema es que no quiero
El
problema no es que duela
El
problema es que me gusta
El
problema no es el daño
El
problema son las huellas
El
problema no es lo que haces
El
problema es que lo olvido
El
problema no es que digas
El
problema es lo que callas
Y como
deshacerme de ti si no te tengo
Como
alejarme de ti si estás tan lejos
Como
encontrarle una pestaña
A lo que
nunca tuvo ojos
Como
encontrarle plataformas
A lo que
siempre fue un barranco
Como
encontrar en la alacena
Los besos
que no me diste
Y como deshacerme
de ti si no te tengo
Como
alejarme de ti si estás tan lejos
Y es que
el problema no es cambiarte
El
problema es que no quiero
Como
encontrarle una pestaña
A lo que
nunca tuvo ojos
Como
encontrarle plataformas
A lo que
siempre fue un barranco
Como
encontrar en la alacena
Los besos
que no me diste
Y como
deshacerme de ti si no te tengo
Como
alejarme de ti si estás tan lejos
El
problema no fue hallarte
El
problema es olvidarte
El
problema no es que mientas
El
problema es que te creo
El
problema no es cambiarte
El
problema es que no quiero
El
problema no es quererte
Es que tu
no sientas lo mismo
El
problema no es que juegues
El
problema es que es conmigo Arjona
Mi encuentro con el psicoanálisis parte de un síntoma
adolescente que me lleva a la biblioteca del colegio donde encontré el libro “la
neurosis obsesiva “ de S. Freud, a partir de ahí, no deje de leer y luego
estudiar psicoanalisis. Esta primera lectura que apenas entendí decidió mi
elección de la carrera de psicología. En aquel momento la convulsión política y
social de nuestro país me alejo de las aulas y me condujo a otros lugares de
estudio más interesantes, donde pude estudiar con Raul Sommer, German Garcia,
Anabel Salafia y entrar a formarme a la Escuela Freudiana de la Argentina en los años 1978. En el 76
ingrese a la UBA, Facutad de Psicología.
Un tema que ha adquirido protagonismo en la
época actual es la violencia, de lo que ha escrito bastante, por lo que me
parece interesante centrar en este tema la entrevista. En la actualidad, las
figuras de la violencia o lo violento proliferan – violencia de pareja,
violencia hacia la mujer, Bullying, feminicidios, violencia hacia los niños,
violencia política, etc. – la que se liga directamente con la vulneración de
los derechos humanos, los que se promueven por doquier “para todos”. ¿Cómo
pensar la violencia desde el psicoanálisis lacaniano?
La violencia no es un accidente del ser humano y del lazo
social, es una respuesta fallida a un conflicto que vehicula la tensión
inherente al sujeto y a la sociedad en la que vive. Freud se refirió a esto con
su concepto de la pulsión de muerte para indicar que la palabra y su universo
simbólico no bastaban para absorber ese conflicto constitutivo del sujeto y de
su vínculo al otro. La palabra regula y frena esa satisfacción que desborda al
ser hablante pero el empuje superyoico, ese imperativo del ¡Goza!, nos empuja a
buscar el malestar más que el bien. Lacan llamó a eso el goce.
El drama de la primera guerra mundial, que dio al traste con
la felicidad del mundo de ayer que tan bien nos recordó Stefan Zweig, le sirvió
a Freud para leer en las neurosis traumáticas de muchos de los combatientes esa
pulsión de muerte, velada por los ideales victorianos. No siempre queremos el
bien, a veces nos esforzamos denodadamente para buscarnos la ruina: consumos,
conductas de riesgo, accidentes de tráfico, hábitos poco saludables, violencias
varias. Lacan hablaba del odio sólido para mostrar como su fin no es otro sino
el de reducir al sujeto a un desecho, a un puro objeto de rechazo.
Reconocer la existencia de esa pulsión es la primera
condición para poder limitar su poder destructivo, aceptando entonces que
nuestro objetivo no será la erradicación (imposible) de la violencia, sino su
delimitación. Conocemos muchas experiencias que muestran como las pretendidas
políticas de erradicación de la violencia no hacen sino desplazar ésta a otras
escenas más ocultas o desviadas del foco mediático.
La violencia necesita encontrar un destino, vehicular esa
tensión y para ello históricamente se han creado rituales como tratamiento de
lo pulsional del sujeto. Lo constatamos en muchos ritos festivos, donde servía
de colofón, animada por el consumo de tóxicos, de muchas fiestas populares,
Allí los jóvenes, tolerados y animados por el orden social adulto, libraban sus
cuerpos al combate. Todo ello formando parte de un ritual que incluía las
coordenadas simbólicas en las que esos actos violentos cobraban sentido. Las
peleas entre barrios (contradas) en la fiesta del Palio de Siena o los
enfrentamientos verbales entre aficiones en el estadio son ejemplos de esta
violencia que busca una salida “protocolizada” a lo pulsional de cada sujeto.
La edad de la ira I, Oswaldo Guayasamín.
¿Cuál es la relación entre violencia y
agresividad?
La distinción clásica entre ambas hace
referencia al carácter individual y subjetivo de la primera frente al carácter
social y colectivo de la segunda. La agresividad se presenta como una
potencialidad individual que, según las teorías, puede estar ligado a lo
instintual o a la formación del yo.
La violencia, por el contrario, es un fenómeno social que se
manifiesta en acto y que se relaciona con un discurso que la articula. Puede
dirigirse a uno mismo, al otro o a los objetos.
Para el psicoanálisis de orientación lacaniana hay un
concepto común a ambos más interesante que es el de goce que a su vez une la
libido y la pulsión de muerte. La pulsión de muerte, que no tiene fundamento
instintual, es constitutiva del ser hablante como efecto de la incidencia del
lenguaje. Esta incidencia se manifiesta en una alienación al otro y un
consentimiento a ser representado por el significante amo (S1). A partir de
aquí constatamos un doble efecto:
1. Por un lado la falta-en-ser presentificada en el ($) y en
el objeto (a) como agujero. Tenemos allí el dolor de existir, el misterio del
ser
2. Por otro, la pulsión de muerte que empuja –vía el
superyó- a la recuperación del goce vía el plus-de-goce del objeto a. Se trata
de algo mudo que empuja a la satisfacción gracias al superyó que es uno de los
avatares de la pulsión de muerte.
Lo que define el goce es el riesgo de muerte y se convierte
en una exigencia fundamental del ser. A partir de esta operación básica podemos
pensar la agresividad como eso pulsional del sujeto que es constitutivo, que lo
causa y que va a ser tratado a partir de los recursos simbólicos a su alcance.
Cuando el anudamiento entre ese goce y la lengua no
funciona, no hay traducción posible, se produce la violencia como su puesta en
acto bajo sus diferentes modalidades. Allí surge el acto y la violencia como
cortocircuito para recuperar la sensación del cuerpo que se escapa (lo real).
Se trata de una elección ya que frente a lo real las respuestas son diversas:
podemos identificarnos a la realización de la cosa o bien hacernos una imagen
de nosotros mismos, localizar lo indecible del goce y separarnos de él.
Otro efecto epocal es la proliferación de las
víctimas, que ha sido llamada “victimización o desresponsabilización
generalizada”, ¿cómo se puede entender esto desde el psicoanálisis?
Hoy ser una víctima tiene unas
connotaciones diferentes de las de épocas anteriores. Nuestra hipótesis es que
ante el eclipse de la figura del padre y de sus derivados (cura, maestro,
gobernante) el ejercicio de la violencia pierde su monopolio y pasa a generalizarse
entre los iguales. La violencia deja de pivotar alrededor de esa figura central
que ordenaba, en un marco simbólico férreo, el lazo social definiendo bien los
lugares, para extenderse en la horizontalidad de los sujetos (alumnos,
hermanos, ciudadanos). Ahora todos, amo incluido, pueden ocupar el lugar de
víctimas. Esa cierta orfandad favorece su identificación al lugar de la
víctima, al “Todos víctimas” como un nuevo lazo social que se propone en
nuestra época para tratar el traumatismo, inherente al ser hablante. Todos
tenemos una parte de real por tratar, una satisfacción que nos incomoda y no
sabemos cómo hacer con ella. Una vergüenza con la que vivir y cuya tentación de
desconocer es grande y marca lo que Miller nombra como “la ley de la victimización
inevitable del yo”.
Víctima es hoy un significante amo que nombra el ser del
sujeto, omnipresente en nuestras vidas y en el discurso corriente. Su uso
múltiple da cuenta de cómo la tentación de la inocencia, a la que se refería
Bruckner, ha devenido ya una victimización generalizada. Hoy cualquiera tiene
“razones”para tomarse como víctima: desde la violencia intrafamiliar a los
retrasos en los vuelos, pasando por las estafas bancarias o los incumplimientos
políticos.
Nuestra condición original de seres hablantes nos convierte
en cierto modo a todos en víctimas del lenguaje. Es por esto que la condición
de víctimas nos es tan familiar porque está ya en el origen. La tentación es
acogernos a esa posición cada vez que encontramos un impasse y llegar a obturar
de esta manera la implicación subjetiva de cada uno en todo ese proceso, el
reconocimiento de aquello que para cada uno se juega en esa escena. Esa
pasividad que en muchas ocasiones implica el significante mismo de víctima,
supone que el sujeto, al igual que vemos en las categorías diagnósticas, queda
mudo, sepultado tras esa “nominación para”quedando escondido su pensamiento y
su temores ante la posibilidad de ser activo.
Una víctima es alguien de quien se habla, en nombre de la
cual se realizan actos políticos, educativos o terapéuticos, pero su inclusión
en la clase “víctima” la excluye del acceso a la palabra y en ese sentido la
des-responsabiliza en relación a la causa, si bien eso no la vuelve
incompetente para hacer algo frente a ese abuso. Se trataría pues, en nuestra
escucha como analistas de apuntar a lo singular de la víctima más que a aquello
que la colectiviza y la atrinchera en la categoría social de “víctima de…”
diluyendo así su singularidad y su responsabilidad.
Lo singular de la víctima se opone a la universalización del
concepto víctima. Una de las enseñanzas que nos proporciona la clínica es
verificar, en el caso por caso, el uso off label (particular) que muchos
sujetos hacen de ese significante para desmarcarse de esa nominación.
Víctima puede ser la ocasión de no hacerse cargo de lo que a
uno le sucede imputando al otro siempre la responsabilidad. Pero también
víctima es la oportunidad de hacerse escuchar, de usar ese significante para
dirigirse al otro y denunciar su abuso. Víctima incluso puede ser el nombre que
uno se da para mantener una dignidad cuando es despojado de sus recursos más
básicos.
El psicoanálisis no desconoce el sufrimiento que implican
los fenómenos de violencia y su orientación hacia lo real, hacia aquello más
íntimo de cada uno, supone pensar al ser hablante como responsable –el que
puede responder de sus hechos y dichos- más que como sujeto pasivo.
Las manos de la protesta, Oswaldo Guayasamín.
En relación a la violencia intrafamiliar, al
parecer la tendencia es ubicar la violencia ejercida específicamente en la
pareja ligada a un tema de género, en donde – al menos en Chile – el sesgo es
mujer víctima, hombre agresor-victimario y además alcohólico, cómo poder pensar
esa relación de un modo distinto, alejado de la criminología y que no
cristalice esas posiciones.
La
complejidad del fenómeno implica formular una primer respuesta: no hay una
explicación simple del fenómeno en términos unicausales (educación, poder,
patología,..) como tampoco hay la solución, hay soluciones, respuestas en
plural. Tomemos, en primer lugar, la perspectiva del maltratador y descartemos
los casos episódicos, aquellos donde el maltrato aparece como una respuesta
puntual, sin continuidad, fruto de una contingencia reactiva o de una patología
mental muy evidente.
Para la mayoría de los casos podemos partir de una
dificultad subjetiva del maltratador, generalmente sin conciencia mórbida, de
la que nada quiere saber y que encuentra en la respuesta violenta una salida
que lo protege de esa dificultad, aunque sea al precio de la desaparición del
partenaire. Esa dificultad tiene que ver con una idea fantasmática sobre su
posible desaparición o anulación como sujeto, una idea que no por inconsciente
opera menos (más bien al contrario), y que toma la forma imaginaria de una
falta de valor, de un poder disminuido, de una potencia que desfallecería, de
una falta de reconocimiento, de un sentimiento íntimo de sentirse “en menos”.Es
por eso que para protegerse de ese temor proyectan esa desaparición y esa
impotencia en la pareja: son ellas las que no saben, ni pueden hacer las cosas
bien y son por tanto objeto de desprecio como deshechos.
Para que el maltratador pueda sostener su realidad psíquica
y social le es necesario, entonces, esa disyunción entre su condición de sujeto
poderoso (persona digna) y la de la pareja como objeto degradado. Es por eso
que para obtener la satisfacción sexual –momento crítico para la verificación
de la potencia masculina- es necesario el previo sádico de la agresión
(forzamiento, violación). Sólo así es recuperable el deseo sexual. Este
aplastamiento del otro es lo que le previene de la angustia propia del acto
sexual. La paradoja, dramática, es que esa respuesta de aniquilación del otro
implica, en muchos casos su propia desaparición, como se ve en muchos casos
donde al asesinato de la pareja le sigue el suicidio –o tentativa- del agresor.
¿Qué subjetividad encontramos del lado de la mujer
maltratada? Aquí también cabe hacer el previo de la particularidad de cada caso
y las diferencias evidentes entre los casos episódicos y los patrones de
relación continuados. Uno de los mitos es el del masoquismo de estas mujeres
como explicación causal. Hemos visto que en el maltrato –en cualquier
maltrato-lo que está en juego es la destrucción de toda posición de sujeto en
privilegio de su posición de objeto. Esto se confunde con el mal llamado
masoquismo femenino: “¡será que les gusta!”.
Esta confusión no ocurre por casualidad, se apoya en una
razón de estructura. La pregunta ¿qué es una mujer, como se comporta una mujer?
encuentra una posible respuesta en la relación de pareja en la cual la mujer
puede consentir a ocupar un lugar causa del deseo del hombre y que le permita a
ambos obtener una satisfacción de acuerdo a su fantasía sexual. Es únicamente
en el contexto y el marco de esta relación sexual que la mujer ocupa ese lugar
de objeto del deseo. No se trata –en la mayoría de los casos- de una posición
permanente y que afecte al conjunto de la vida de esa mujer. La clínica y
nuestra experiencia cotidiana nos muestra esa diferencia, que a veces aparece
como una disparidad paradójica, entre lo que es la vida pública o familiar de
una pareja, en la que cada uno desempeña un rol bien definido y esa otra
escena, la vida íntima donde a veces esos roles se intercambian radicalmente,
de tal manera que el marido seguro, decidido y en aparente control de la
situación social se muestra en escena sexual como alguien vacilante, vulnerable
o incluso con claras preferencias a ser humillado y castigado por el
partenaire. Lo mismo en el caso de la mujer identificada a ideales de mujer
autónoma, independiente, que en su vida sexual, sin embargo, acepta ciertas
propuestas de su pareja difíciles de conciliar con esos ideales.
Por supuesto no se trata de ninguna patología, al menos no
en la mayoría de los casos, se trata de la puesta en acto de la escena
fantasmática y de las condiciones de satisfacción que cada miembro de la pareja
encuentra ¿Cuál es el límite de eso a lo que una mujer –ya que nos referimos a
la violencia de género- puede consentir en la relación con su pareja? ¿Dónde
poner la frontera entre un amor sexualizado y bien tratado y un amor claramente
patológico y maltratado?
Una primera respuesta tiene que ver con la capacidad de
maniobra del sujeto. No es lo mismo poder ocupar y abandonar una posición que
quedar fijado a ella. Poder pasar de objeto en la escena fantasmática a sujeto
en la relación o quedarse fijado a ese lugar de objeto del goce del otro. Por
eso vemos a mujeres que responden rápidamente frente a una situación de abuso y
maltrato separándose de esa pareja y otras que encuentran más obstáculos a esa
ruptura. La posibilidad de pensar en una relación basada en el amor implica que
los lugares del amante y del amado deben poder dialectizarse, que aquel que es
amado debe poder también convertirse en amante y viceversa, proceso que
difícilmente se da en las relaciones maltratador-maltratado donde los roles son
inamovibles y donde la primera condición del amor –que al otro le falte algo-no
se cumple. Si el amor, por definición, alude a la posición de debilidad de cada
sujeto (tonto, ciego, flojo) es justamente esto lo insoportable para el
maltratador y de lo que este huye mediante la violencia.
Entonces, si no es masoquismo, ¿de qué se trata? Y ¿por qué
llamarle amor patológico? En primer lugar porque es un uso del amor que produce
su propia anulación y ese uso no es ajeno a ciertos imperativos que se imponen
a un sujeto por sus avatares, entre ellos los establecidos de manera
primaria con sus objetos infantiles, p.e. con la madre como el primer Otro con
el que interactuamos ¿Cuántas veces no hemos escuchado, de boca de estas
mujeres, que no puede romper ese vínculo con la pareja porque eso afectaría de
manera grave a su propia relación con su madre? ¿Cuántas respuestas de esas
madres, ante los lamentos de las hijas, no indican y refuerzan esa posición de
resignación sacrificial? La espera infinita del amor del partenaire que no
llega signa para cada una su forma particular del estrago materno y conyugal.
Otra forma de violencia que se ha hecho común es
el Bullying o la violencia escolar, cómo se puede entender este fenómeno.
José Ramón Ubieto: El acoso siempre existió y la pregunta es
¿Qué habría de nuevo en nuestra época para explicar las formas actuales que
toma este fenómeno? ¿Cuál sería la clave temporal cuyo envoltorio formal
incluye lo atemporal, lo que se repite incluyendo así la diferencia? Sin ánimo
de exhaustividad podemos aportar cuatro causas a considerar:
1. El eclipse de la autoridad encarnada tradicionalmente por
la imagen social del padre y sus derivados (maestro, cura, gobernante). No se
trata tanto de ausencia de normas -haberlas hay las- sino de valorar la
autoridad paterna por su capacidad para inventar soluciones, para transmitir un
testimonio vital a los hijos, a esos que como Telémaco, hijo de Ulises, miran
el horizonte escrutando la llegada de un padre que no acaba de estar donde se
le espera, para acompañar al hijo en su recorrido y en sus impasses.
2. La importancia creciente de la mirada y la imagen como
una nueva fuente privilegiada de goce en la cultura digital. Ante eso se trata
de no quedar al margen como un friki o un pringao. Junto a la satisfacción de
mirar y gozar viendo al otro-víctima hay también el pánico a ocupar ese lugar
de segregado, de allí que los testigos sean muchas veces mudos y cómplices.
3. La desorientación adolescente respecto a las identidades
sexuales. En un momento en que cada uno debe dar la talla, surge el miedo y la
tentación de golpear a aquel que, sea por desparpajo o por inhibición,
cuestiona a cada uno en la construcción de su identidad sexual.
4. El desamparo del adolescente ante la pobre manifestación
de lo que quieren los adultos por él en la vida y la subsecuente banalización
del futuro. Esta soledad ante los adultos y la vida supone una dificultad no
desdeñable para interpretar las fantasías y las realidades que puede llevar al
extravío y a la soledad. Entre los refugios encontrados en los semejantes, la
pareja del acoso es una solución temporal.
Estos cuatro elementos convergen en un objetivo básico del
acoso que no es otro que evitar afrontar la soledad de la metamorfosis
adolescente y optar por atentar contra la singularidad de la víctima.
Esta“fórmula” genera un tiempo de detenimiento en la evolución personal. Elegir
en el otro sus signos supuestamente “extraños” (gordo, autista, torpe,
desinhibida,..) y rechazar lo enigmático, esa diferencia que supone algo
intolerable para cada uno, es una crueldad contra lo más íntimo del sujeto que
resuena en cada uno y cuestiona nuestra propia manera de hacer.
El bullying genera, en su tipología ideal, una extraña
pareja que comparte una experiencia siniestra: los signos extraños no son
ajenos a ninguna de las partes, suenan a familiares. Tornan a cada componente
de la pareja del bullying solidario con el otro. Este malentendido inconsciente
que empareja al elemento actuador (agresión) con el inhibido (falta de
respuesta del agredido) reclama ser elaborado, más allá del trabajo de
evitación de las conductas, en un relato comprensible. La polaridad entre la
actividad del acosador, que apunta a algo del acosado que flojea, y la
inhibición de éste es una clave esencial en la lectura de la fenomenología del
acoso.
“Llanto, miedo, ira”, Oswaldo Guayasamín.
Otro tipo de violencia que ha proliferado es el
maltrato infantil, en Chile la mayoría de las denuncias efectuadas y las
medidas de protección realizadas son por “negligencia o inhabilidad
parental”,pero también hay un porcentaje ligado al abuso sexual, maltrato
físico, experiencias tempranas abusivas, violentas y de desprotección, lo que
puede ser pensado como un encuentro con el Goce del Otro, qué intervención
posible en estos casos y que respete la singularidad.
El tristemente famoso caso de la pequeña
Alba, niña catalana gravemente maltratada por sus cuidadores (madre y pareja)
sin que los diferentes servicios lo hubieran evitado, y otros muchos sucesos de
menores ingresados en el hospital a causa de los graves malos tratos infligidos
por su padres, han hecho emerger otra de las figuras modernas de la violencia:
el padre maltratador. Se suma a la serie de los hombres maltratadores, de los
jóvenes violentos y de los xenófobos de todo tipo. De hecho, es una figura
antigua bien catalogada en la literatura, en las crónicas de sucesos y en los
informes anuales de múltiples ONG y organismos públicos. No olvidemos que la
Convención sobre los Derechos del Niño es todavía muy reciente (1989).
Lo nuevo frente a esa repetición está en la respuesta
social, en la voluntad de protección que toma a su cargo el Estado y sus
organismos judiciales, policiales y administrativos. En estos casos se han
mostrado impotentes para ejercer esa protección y parece que la responsabilidad
es compartida y por razones variadas: protocolarias, organizativas,
competenciales. Todas ellas son mejorables y ya hay iniciativas en marcha que
tratan de evitar que esa máquina burocrática acabe convirtiéndose en el mejor
seguro para la vulnerabilidad de los menores.
El trabajo en red, como práctica colaborativa entre varios,
es precisamente otra manera de hacer en la intervención con la infancia y
adolescencia en riesgo que, más allá de la suma de protocolos y circuitos por
donde circulan los casos de manera anónima, pone en el centro de la acción de
los diferentes servicios el abordaje global del caso y la conversación
interdisciplinar permanente como garantía de esa intervención. Intervención que
no olvida nunca la singularidad de cada caso y de cada miembro del grupo
familiar.
Pero incluso esto sigue siendo insuficiente, porque en la
raíz de muchos de estos sucesos dramáticos hay un axioma que debiéramos
cuestionar (nos): el peso de lo biológico en el lazo familiar. Seguimos
creyendo que los lazos de sangre son sagrados y no deben por eso tocarse, que
un padre o una madre "biológicos" - como se dice- tienen derecho per
se a disponer de sus hijos más allá de los cuidados efectivos que les procuran.
Todavía encontramos algunos jueces y profesionales del
ámbito de la infancia que conceden visitas a padres de niños tutelados, sea en
centros residenciales o en familias de acogida, aun sabiendo que la posibilidad
de retorno con ellos es inexistente y que los lazos con esos padres son a veces
nulos y en otros casos claramente perjudiciales. Sus síntomas pre-visita y
post-visita así nos lo enseñan: angustia, eczemas en la piel, inquietud motriz,
trastornos del sueño y de la alimentación.
El argumento es que "su padre tiene derecho por su
condición de procreador", olvidando que la paternidad es siempre una
atribución, son los niños quienes autorizan al otro como padre y madre, una
verdad que cualquier padre adoptivo o acogedor comprueba a diario. La familia,
como bien sabían los romanos al distinguir el genitor del pater, no tiene nada
de natural, es un artificio, una invención que cada civilización moldea bajo
diferentes formas. Por eso la verdad que cuenta para cada niño, más allá de la
biología, es cómo encuentra un lugar habitable en ese grupo familiar, un lugar
que le permita ser acogido en su particularidad y no como instrumento de la
voluntad de satisfacción de los que lo (mal) tratan.
Esta inexorabilidad de lo biológico está en el origen de
muchas de las dificultades de los servicios y organismos públicos de protección
a la infancia. Es por el peso de esa verdad que muchos actos quedan suspendidos
y a veces imposibilitados. Así se olvida la prioridad del interés superior del
menor, como principio jurídico del sistema legal de protección a la infancia y
de la propia Convención sobre los Derechos del Niño.
“La madre”, Oswaldo Guayasamín.
Gracias a los programas gubernamentales, de
protección social y de salud mental, se ha instalado la idea que los actos
violentos o la violencia tienen consecuencias a nivel psíquico, las cuales
deben ser reparadas a través de “terapias reparatorias” estandarizadas, que
muchas veces confrontan a los sujetos con experiencias de las que ya no quieren
hablar, ¿cómo poder maniobrar analíticamente en estos casos?
Hablar sobre el trauma tiene efectos que
conocemos bien. Tratar ese real mudo y silencioso permite al sujeto otra
elección subjetiva. Ahora bien esto no siempre es así para todos y en cualquier
momento. Muchos sujetos hablan de situaciones de abuso sexual, acoso escolar o
maltrato infantil cuando son adultos aunque, en algunos casos, hayan tenido
oportunidad de hacerlo antes.
Ese silencio tiene siempre sus razones particulares y cuando
tratamos de forzarlo mediante técnicas de psicoeducación y de sugestión, en
nombre de un ideal de reparación sacando la verdad a cielo abierto, a veces nos
encontramos con respuestas mutistas e incluso de desaparición del sujeto. Los
supervivientes de los campos de concentración nos enseñaron mucho al respecto y
algunos como Jorge Semprún tardaron tiempo porque eligieron la vida antes que
la escritura.
El derecho al silencio debemos respetarlo como un derecho
inalienable del sujeto y como signo del tiempo que cada uno necesita para
encontrar un destino a ese real sufrido. La versión que luego nos ofrecerá,
cuando esté dispuesto, será siempre una construcción, a su cargo, de esa
experiencia que en ningún caso habrá que confrontar con la pretendida exactitud
de los hechos. Dará cuenta más bien de la verdad y la satisfacción en juego.
Una forma distinta de violencia – y esto es una
hipótesis – se asocia a la violencia ejercida por las instituciones que
resguardan los derechos avasallados (Centros de protección a niños, Juzgados de
Familia, establecimientos educacionales, etc.), instituciones que en nombre de
la protección, que se instala como un Ideal, terminan ejerciendo actos
violentos y sin palabras que medien, o “medidas para todos igual” que terminan
segregando en nombre de la igualdad. ¿Cómo poder pensar la violencia desde el
Otro institucional?
Finalizada la primera década de este
Siglo XXI podemos decir que la tendencia “individualista”, junto a las falsas
promesas del cientificismo, constituyen la base más firme de la nueva relación
asistencial cuyas características y consecuencias podemos ya vislumbrar con
claridad. Un primer rasgo evidente es la desconfianza del sujeto (paciente,
usuario, alumno) hacia el profesional al que cada vez le supone menos un saber
sobre lo que le ocurre (y por eso se ha institucionalizado la segunda opinión)
y del que cada vez teme más se convierta en un elemento de control y no de
ayuda. Las cifras actuales sobre las manifestaciones de protesta subjetiva a
las propuestas médicas, que incluyen el boicot terapéutico (rechazo de lo
prescrito), la falta de adherencia al tratamiento o los episodios de violencia
en centros sanitarios o sociales son un claro signo de esta pérdida de la
confianza en la relación asistencial.
Un segundo rasgo lo encontramos en la posición defensiva de
los propios profesionales que hacen uso, de manera creciente, de procedimientos
preventivos ante posibles amenazas o denuncias de sus pacientes. El miedo se
constituye así en un resorte clave que condiciona la práctica asistencial y
cuyas consecuencias no son banales. El tercer rasgo nos muestra una de esas
consecuencias: la pérdida de calidad y cantidad del vínculo clínico-paciente.
Ese dialogo basado en la escucha de la singularidad de cada caso, y que
requería un encuentro cara a cara, con cierta constancia y regularidad, se ha
transformado en un encuentro, cada vez más fugaz, de corta duración y siempre
con la mediación de alguna tecnología (pruebas, ordenador, prescripción). El
cuarto rasgo, correlativo del anterior, es el aumento notable de la burocracia
en los procedimientos asistenciales. La cantidad de informes, cuestionarios,
aplicativos, que un especialista psi debe rellenar superan ya el tiempo
dedicado a la relación asistencial propiamente dicha.
Estas características configuran una nueva realidad marcada
por una pérdida notable de la autoridad del profesional, derivada de la
sustitución de su juicio propio (elemento clave en su praxis) en detrimento del
protocolo monitorizado, una reducción del sujeto atendido a un elemento sin
propiedades específicas (homogéneo), y que responde con el rechazo ya
mencionado (boicot y violencia), y una serie de efectos en los propios
profesionales diversos y graves: burn- out, episodios depresivos recurrentes,
mala praxis.
El abuso de la categorización protocolizada y de la
medicación generalizada en muchos niños y adolescentes muestra bien la forma
que toma hoy esa violencia institucional. El caso del TDAH es un ejemplo claro.
Para nosotros, analistas, la cuestión que nos importa, más allá de las
discusiones nominalistas o etiológicas: ¿sabremos leer esos cuerpos agitados
y/o indolentes que hablan de un malestar que interfiere en sus aprendizajes
tomándolos como interlocutores? ¿O por el contrario vamos a reducirlos a
cuerpos deficitarios que exigen correcciones bioquímicas o conductuales sin
escuchar el sufrimiento subjetivo que implican? Ignorar la subjetividad y
tomarlos como sujetos mudos es una modalidad de violencia institucional
insostenible y más cuando se trata de niños y adolescentes.
https://www.youtube.com/watch?v=zmI6XUoZjOY
Publicado al blog de Psicoanálisis en Chile: Psicoanálisis
Entre Vistas
http://www.psicoanalisisentrevistas.com/
Publicado por José Ramón Ubieto