Jaques Lacan
y el sujeto de la locura
El título que les propongo conjuga el nombre del psicoanalista Jacques Lacan con un sintagma, el sujeto de la locura. El sujeto de la locura y no tanto la locura del sujeto, implica de hecho una apuesta ética que debemos tener por previa a todo tratamiento posible, ya sea elogioso o no, de la locura. Y es situando esta dimensión ética por donde voy a empezar.
El título que les propongo conjuga el nombre del psicoanalista Jacques Lacan con un sintagma, el sujeto de la locura. El sujeto de la locura y no tanto la locura del sujeto, implica de hecho una apuesta ética que debemos tener por previa a todo tratamiento posible, ya sea elogioso o no, de la locura. Y es situando esta dimensión ética por donde voy a empezar.
1. El sujeto de la locura
No se trata de un atributo o de un estado, la locura, que
afecta a lo que sea que llamemos sujeto a partir de entonces. Al contrario, una
vez admitida la locura como un fenómeno, se trata de saber si podemos
atribuirle o no un sujeto, que es tanto como decir si podemos atribuirle un
sentido. La cuestión no es secundaria sino de principio, está en el origen de
la segregación de la locura – cuya historia analizó de manera tan decisiva
Michel Foucault – y divide las aguas en el mundo de los tratamientos y de las
prácticas psi-. La
reducción del fenómeno de la locura a una causalidad bioquímica o genética
excluye de hecho toda suposición de un
sujeto a la locura para reducirla a un estado patológico del organismo. Hace así de
ella un síntoma absolutamente extraño al estado
supuestamente normal, pero sobre todo excluye toda suposición de un sujeto o de
un sentido a la irrupción de la locura en la existencia.
Atribuimos de manera espontánea un sujeto y un sentido a la
razón, a ese Logos en el que navegamos más o menos dormidos a lo largo de
nuestra existencia. La cuestión es si atribuimos o no un sujeto a la locura
cuando ésta nos despierta cada tanto de ese sueño de la razón que, como es
sabido, engendra sus propios monstruos. La operación de Freud fue, en efecto,
haber mostrado que sujeto de la razón y sujeto de la locura no son distintos,
que los anima el mismo Logos, la misma lógica hallada en la estructura del
inconsciente.
Desde la perspectiva del psicoanálisis, los límites entre la
locura y la cordura no son pues nada definidos ni definitivos. No son una
cuestión meramente diagnóstica o taxonómica sino una cuestión eminentemente
ética. Escribimos normalidad
siempre entre comillas y no confiamos para nada en ese concepto, totalmente
contradictorio con la ética del deseo que defendían
Freud y Lacan. En realidad, la normalidad de la cordura es para cada uno lo que los otros dicen que es
normal y es por eso que es oportuno
ponerle comillas, como si fuera una cita de algo dicho por los otros. Y para
esos otros normalmente la cosa no cambia mucho: también
creen que la normalidad es lo que los otros dicen que es normal.
Así que la mejor definición que se ha podido dar de la
normalidad no es muy alentadora. Es simplemente lo que la mayoría piensa que es
normal, lo que a la hora de orientarse en la realidad no es necesariamente lo
más aconsejable y suele ser enormemente empobrecedor. La normalidad es
finalmente un criterio estadístico, fundado en la noción de norma, es decir, lo que se da en la
mayoría de los casos. La normalidad es como el hombre medio, que nadie
ha visto nunca pero que se supone que tiene una opinión
razonable de todo.
Este criterio de la norma, aplicado por ejemplo a la
producción y venta de electrodomésticos o al tratamiento de enfermedades
epidémicas, tiene resultados de lo más eficaces, pero es un criterio que
aplicado a la realidad de las personas, al malestar de lo que llamamos sujetos,
ya sea en el campo de la salud mental, de la pedagogía, o también de la política,
produce los efectos más desastrosos y de lo más inquietantes. Es el principio de la segregación
que puede tomar proporciones feroces, aún cuando piense guiarse en las mejores
intenciones y más aparentemente científicas.
La cuestión de los límites ente locura y cordura se volvió
precisamente de lo más espinosa cuando se planteó como un asunto de norma, para trazar desde ahí el límite entre lo normal y lo patológico. La cordura sería lo normal
y lo sano, la locura lo anormal y lo patológico. Hoy es cada vez más
claro que sostener esta idea es a su vez una locura, un delirio muy normal pero
que lleva a lo peor. Vemos entonces que hay paranoicos enteramente normales y
sanos desde el punto de vista de la norma social. Por eso, desde el
psicoanálisis no podemos confundir psicosis y locura. Hay psicosis enteramente
normales Jacques Lacan llegó a decir que el psicótico puede
ser precisamente el colmo de la normalidad, nada loco en apariencia. A la
inversa, la neurosis más normal puede revelarse de
repente como una verdadera locura.
Los límites entre cordura y locura no son pues nada
diáfanos: una supone a la otra en su propio interior, es lo mínimo que podemos
decir. Como decía Pascal, en una cita recordada por Lacan en diversas
ocasiones, "los hombres están tan necesariamente locos, que sería estar
loco de otra locura no ser loco". Hay una locura necesaria y sería otra
locura, pero sobre todo una inconsecuencia en la vía del propio deseo, no
saberse loco.
En realidad el sujeto se vuelve loco precisamente cuando ya
no puede situar esa locura necesaria por los medios de los que dispone y queda
fuera del vínculo social con los otros. Mientras tanto, todo parece normal
Así, la posición ética que implica la expresión el sujeto de la locura hace de
ella algo estructural en el ser del hombre
y
de la mujer, aunque el psicoanálisis descubra que la locura no es la misma para el uno que
para la otra.
Jacques Lacan, al filo de su primera experiencia como
psiquiatra, definirá en los años cuarenta esta posición ética que selló su
encuentro con el psicoanálisis y que dejó escrita por ejemplo del siguiente
modo: El fenómeno
de la locura no es separable del problema de la significación para el ser en general, es decir del lenguaje para el hombre. La locura es entonces inherente a la experiencia del sentido
y del sinsentido del ser en el lenguaje y debe ser tratada como tal. En este debe ser tratada como tal
radica la apuesta ética que el psicoanálisis defiende para devolver al sujeto de la locura su lugar y
su responsabilidad en el mundo del lenguaje.
Este fue el punto de viraje del encuentro del joven Lacan
psiquiatra con la clínica de las psicosis, encuentro que debía conducirlo muy
pronto al psicoanálisis. El encuentro tiene un nombre y una fecha, es el famoso
caso Aimée – caso Amada – de su tesis de
1932, considerada por muchos como la última gran tesis de la clínica
psiquiátrica antes de su progresiva reducción a una técnica farmacológica. Esta
tesis llevaba el título de La psicosis
paranoica en sus relaciones con la personalidad y
analizaba los fenómenos de lenguaje presentes en
las psicosis, especialmente en la notable producción
escrita de Aimée, una mujer que había llevado al acto homicida su relación
paradójica con la figura ideal de su
perseguidora. Imposible entender el desencadenamiento de su psicosis, el pasaje
al acto homicida y la posterior pacificación del sujeto acompañada de una
profusa interpretación delirante y literaria sin recurrir a un minucioso
análisis de la relación del sujeto con los fenómenos del lenguaje, con lo que
más adelante el propio Lacan situará como la estructura significante del
delirio.
Siguiendo esta línea, Lacan situará las coordenadas
simbólicas del sujeto de la locura como una estructura de lenguaje que más
adelante definirá en sus famosos tres registros de lo Imaginario, lo Simbólico
y lo Real.
Siempre encontraremos, siguiendo el análisis preciso del
caso por caso, una coyuntura simbólica precisa en el momento del
desencadenamiento de la psicosis, una coyuntura que incluye el encuentro con
los significantes fundamentales en la historia del sujeto, significantes que
Lacan formalizará en los años cincuenta con el término del Nombre del padre. Es algo
que seguimos verificando en la clínica
psicoanalítica de las psicosis: cuando el sujeto se
acerca en su historia al nudo de la paternidad, se abre un agujero en lo real
ante el que el sujeto deberá inventar una respuesta en lo imaginario. Si el
sujeto enloquece es porque no dispone del símbolo para dar respuesta a ese
agujero en lo real.
Seguir esta lógica puede dar mucha luz en el estudio del
enigmático vínculo entre la locura y algunos descubrimientos fundamentales de
la ciencia y del pensamiento. Pensemos por ejemplo en un Georg Cantor y el
descubrimiento de los números transfinitos, o en un Kurt Godel y la formulación
del teorema que ha subvertido la razón de la lógica de nuestro tiempo.
Cuando el sujeto se vuelve loco no pierde la razón sino que
a veces puede llevarla hasta sus últimas consecuencias de manera mucho más
rigurosa que el que ha sabido evitar ese agujero del sinsentido en lo real. Así
puede entenderse ese aforismo de Chesterton que el propio Lacan citaba ya en su
tesis de 1932: El loco no es el hombre que ha perdido la razón; el loco es el que lo ha perdido
todo, excepto su razón. Y en efecto, se trata
entonces de entender la lógica que guía a la sola razón una vez
ha perdido su vínculo con el Otro para responder a la coyuntura del sinsentido abierto en la existencia.
¿Cómo situar en esta perspectiva la existencia del delirio?
2. El delirio como intento de curación
La hipótesis de Freud sigue siendo hoy de una radicalidad pasmosa
ante el furor terapéutico del discurso del Amo que identifica locura con
patología: el delirio, escribe Freud, no es la enfermedad, el delirio es el
intento de curación. Cuando el sujeto delira está respondiendo con un andamiaje
más o menos consistente al vacío vertiginoso del sinsentido que se ha abierto
en su existencia.
Pero entonces, si el delirio es el intento de curación, se
plantea de inmediato la pregunta: ¿y cuál es entonces la enfermedad? Freud no
es muy claro al respecto, o mejor, es tributario de un tiempo en el que no se
podía ver más claro: la enfermedad sería un desarreglo fundamental en lo que
dio en llamar complejo de Edipo, un desarreglo en la estructura simbólica de
las funciones paterna y materna como inductoras de las significaciones del
mundo y de la realidad del sujeto. Lacan partirá de esta hipótesis pero pronto
señalará que hay que ir más allá, más allá del Complejo de Edipo que se
revelará como un mito, para explicar ciertos fenómenos, entre ellos el de la
psicosis misma.
El primer modo en que Lacan situará al sujeto de la locura
es distinguiéndolo de la figura del Yo como lugar de las identificaciones. El
Yo, lo que solemos llamar la persona o el individuo identificados en una colectividad, no es el sujeto del
inconsciente que sólo se designa en ese Yo como una instancia imaginaria. Así,
Lacan podrá escribir en su texto sobre
La agresividad en psicoanálisis de 1948:
Solo la mentalidad antidialéctica
de una cultura que, dominada por fines objetivantes, tiende a reducir al ser
del yo toda la actividad subjetiva, puede justificar el asombro producido en un
Van den Steinen por el boroboro que profiere: "Yo soy una guacamaya".
Y todos los sociólogos de la "mentalidad primitiva" se ponen a
atarearse alrededor de esta profesión de identidad, que sin embargo no tiene
nada más sorprendente para la reflexión que afirmar: "Soy médico" o
"Soy ciudadano de la República francesa", y presenta sin duda menos
dificultades lógicas que promulgar: "Soy un hombre".
En efecto, sólo si distinguimos entre el ser del Yo y el
sujeto que habla podemos entender la identificación del sujeto con un rasgo
simbólico que siempre es relativo a la cultura en la que ha nacido, al Otro
(con mayúsculas) en términos de Lacan. Entonces, yo
soy una guacamaya puede ser una atribución de ser, una identificación
del Yo, tan lógica como las que nos parecen
obvias en nuestra cultura. Y la de soy un
hombre puede ser más
compleja finalmente, ya que un hombre habla y puede convencerme tal vez de que
yo no soy un hombre al mismo título que él – es el principio del racismo – cosa
que una guacamaya no hará nunca. Esta forma fundamental de la identificación
supone simplemente que el sujeto no se confunde con su Yo, y que es por esta
razón precisamente que ese sujeto no se vuelve loco. Por el contrario, el
sujeto que enloquece se confunde con el Yo, o con cualquiera de sus imágenes
tomadas del otro imaginario. El sujeto lacaniano es un sujeto que sólo existe
dividido, como no idéntico a sí mismo, y que sólo se representa en el Yo sin
creerse idéntico a él. Es por eso que puede soñar, o fantasear, sin creerse
idéntico a lo que sueña o fantasea. Por el contrario, si
un hombre cualquiera que se cree rey está
loco, no lo está menos un rey que se cree rey.
Ven que por este sesgo hay una locura generalizada en la
medida que el sujeto se confunde con su Yo, con lo que llamamos su
personalidad, confusión a la que con frecuencia nos empuja el discurso
contemporáneo. Y es por ello que el propio Lacan, cuando comenta años más tarde
el título de su tesis de 1932, La paranoia
y sus relaciones con la personalidad, dirá con cierta ironía que, en
realidad, no es que la paranoia tenga relaciones con la personalidad, sino que
la personalidad es la paranoia. La personalidad es paranoica en la medida en
que tiende a confundir al sujeto con el Yo y hace de ese Yo el punto de
referencia de toda la realidad subjetiva.
Podemos encontrar personas enteramente normales desde el
punto de vista social que funcionan así, a veces a la perfección y en lugares
eminentes. En realidad, la propia inercia del discurso social empuja al sujeto
a ese lugar de confusión con su Yo. Y no sería osado encontrar en la realidad
del discurso político funcionamientos de este orden, más allá de todo
diagnóstico posible. Alguien como Manuel Vázquez Montalbán señalaba poco antes
de su muerte la increíble inversión que se producía en la realidad entre los
personajes de la política y las figuras del guiñol televisivo, hasta el punto
de no saberse ya quién imitaba a quién.
Me dirán tal vez que poco tiene esto que ver con la locura
que está encerrada entre las paredes de los hospitales psiquiátricos. Pero es
que es precisamente allí, en ocasión de la práctica que llamamos presentación de
enfermos, en la que un psicoanalista entrevista a
un paciente ante un auditorio de estudiantes, donde pude escuchar de una mujer
ingresada después de un intento de suicidio, quejarse de que la televisión le
había robado su personalidad a base de multiplicarla, como si fuera en una industria
en serie, en las mujeres de los políticos del país. Y, en efecto, era en su
identificación última con La mujer del político, esa mujer que según el
discurso común está detrás de todo gran hombre, como se había sostenido hasta
ese momento de crisis subjetiva.
3. El síntoma y la invención de lenguaje
A partir de los años cincuenta, de la construcción de los
tres registros y de la noción de significante, Lacan situará de una manera más
precisa el sujeto de la locura como un efecto de la estructura simbólica del
lenguaje. El análisis del texto freudiano sobre el famoso caso Schreber será
ahora el paradigma del sujeto de la locura como respuesta a la llamada forclusión del significante del Nombre – del – Padre.
El presidente de la corte de Dresde, Daniel Paul Schreber, había sido alguien
enteramente normal hasta el momento en que se plantea la cuestión de la
paternidad y desencadena un delirio paranoico como respuesta a la falta de ese
significante en su mundo simbólico. Al contrario de la teoría de Kraepelin que
defendía una aparición progresiva de la locura paranoica, el caso Schreber,
como muchos otros casos de paranoia, demuestra la irrupción súbita del delirio
a partir de un momento de desencadenamiento. Los fenómenos de
lenguaje serán analizados como fenómenos de
código y de mensaje en una trama textual que muestra un sistema lógico muy
preciso y riguroso. Los fenómenos alucinatorios verbales serán estudiados como
un efecto de anticipación de la significación en la cadena significante: algo
del mundo exterior se impone al sujeto en una ruptura de la cadena significante
que es entonces atribuida a lo real. El efecto de esta ruptura es la
anticipación de la significación lo que se suele definir como la intuición delirante. El sujeto sabe que hay allí una significación, una significación personal, y aunque no sepa cuál, sí sabe que le atañe a él como sujeto y que debe descifrarla, cosa que se dedicará a hacer en el trabajo del delirio. La alucinación no es entonces un mero fenómeno
de trastorno perceptivo, una
falsa percepción
como se la define a veces todavía sino un fenómeno de
lenguaje que muestra la estructura misma del significante que se impone al
sujeto en su dimensión de voz. Todos los fenómenos que se describen como lenguaje
interior en la psicosis son en realidad la
estructura significante del inconsciente a cielo abierto. El sujeto psicótico es precisamente el que tiene una relación continuada con la estructura del lenguaje que parasita su
cuerpo y que experimenta como un hecho real. La pregunta que Lacan plantea
entonces es ¿qué distingue al sujeto psicótico del sujeto que suponemos normal? Si el sujeto normal puede separarse de esa inercia
del lenguaje es por la función del Yo
que, como construcción imaginaria, hace de pantalla
entre el sujeto y el Otro de la palabra. La función del Yo es la que me
permite, por ejemplo, escuchar la radio o la televisión sin creer que los
mensajes que se emiten van dirigidos a mí y aluden a mí. El sujeto psicótico,
en el conocido fenómeno de la alusión, toma el significante como un
mensaje dirigido en lo real a él como
sujeto.
La respuesta del sujeto a este fenómeno elemental del
lenguaje en lo real será el delirio mismo. El delirio es
así el intento de curación del sujeto como respuesta a lo real del lenguaje. La figura
paradigmática que encontramos en la clínica de las psicosis de esta respuesta del sujeto es el neologismo, es decir,
la invención de nuevas palabras para
designar ese real. A veces puede tratarse también
de palabras comunes a las que el sujeto da una nueva significación. Vemos, por ejemplo, esta maquinaria neológica del lenguaje
en la obra de un James Joyce, al que Lacan dedicará años después todo un
seminario.
Por este sesgo se hace cada vez más relevante el uso
particular que el sujeto psicótico hace de la letra como productora de
significaciones fundamentales y como una forma situar una satisfacción extraña
al cuerpo.
Quiero evocar aquí a Ramón Llull, verdadero creador de
lengua y de neologismos, y alguien que operó con la letra de manera muy curiosa
y anticipadora (por ejemplo de la informática). Ramón Llull, que quiso
presentarse él mismo como un loco, Ramon lo
foll o también
el Phantasticus,
tuvo en efecto crisis subjetivas importantes que lo redujeron en ciertos
momentos a un estado de aniquilación subjetiva
absoluta. De cada crisis salía, sin
embargo, con un descubrimiento que no por más aparentemente loco incluía menos
un grano de verdad histórica (como dice Freud del delirio). Uno de esos
descubrimientos quedó fraguado en un neologismo que vino a designar
precisamente la estructura misma del lenguaje en lo real del cuerpo. Se trata
del affatus,
neologismo que designa al lenguaje como un sexto
sentido, tan corporal como el sentido de la
vista o del tacto. Para Ramon Llull el sentido del lenguaje es tan real como el
objeto percibido por el tacto. Es un ejemplo excelente de esa presencia del significante en lo real
que Lacan estudia en los años
cincuenta en la clínica de la psicosis.
Para responder a esa presencia alucinatoria del lenguaje en
lo real, el sujeto construye un síntoma, una invención del lenguaje que le
permita dar un sentido a ese real.
Puedo evocar también aquí a aquella mujer ingresada por
primera vez en el hospital psiquiátrico después de haberse sentido echada de su
puesto de trabajo y de su profesión en la empresa en la que trabajaba, empresa
de una marca japonesa de automóviles. No era un despido, era un cambio de
puesto, pero suficiente para hacerle entender que el gobierno japonés en peso,
asociado con los líderes de la empresa, se habían organizado para hacerle
cambiar la dedicación y el sentido de su vida. A partir de ese momento, su
misión debía ser la investigación de la estructura genética del ADN para
descubrir tanto al amo escondido en el poder oscuro que manejaba la empresa
como, nada más y nada menos que al verdadero padre real de la humanidad.
La lógica de tal certeza, que hasta ese momento había
quedado en silencio, pudo hacerse patente a lo largo de una larga entrevista en
la que desgranó la articulación significante que existía para entre la marca de
la empresa, Hiunday, y
el adn
cuyas letras están incluidas en esa marca. Pero
sobre todo, este mensaje literal se hacía
fundamental cuando manifestaba que en el ADN están las letras del primer padre, Adán.
Hay que decir que el interés y la
dedicación que esta mujer, de escasa formación
previa, puso en su investigación no era poca cosa y que había sorprendido a
todos los de su entorno con sus avances. Empezaba a ser una especialista en el
tema, aunque ello implicaba periodos frecuentes de baja en la empresa, tiempo
que dedicaba a su investigación. Si era ingresada de vez en cuando no era por
un sufrimiento excesivo o por un posible peligro hacia ella o hacia los demás
sino por la extrañeza que su delirio producía en ese entorno. El problema es
que eso mismo la llevó a un asilamiento cada vez mayor y a ser medicada,
debo decir que no de la mejor manera. La medicación que le administraban iba
destinada a detener las alucinaciones y el delirio concomitante. Pero, como
suele suceder en muchos casos, la idea delirante inicial había atravesado
indemne meses de medicación, intocada. En efecto, la fuerza del delirio como
intento de curación puede atravesar la vida del sujeto de manera mucho más
eficaz que cualquier tratamiento farmacológico. Pero es preciso que alguien esté
ahí para escucharlo y hacer, como decía Lacan, de secretario
del alienado, de testimonio de un trabajo que
no debería parecernos más
loco que otro.En los años sesenta, Lacan situará en el sujeto de la locura el
lugar de una segregación producida por el discurso del Amo en su alianza con el
progreso de la ciencia, y más precisamente, en sus efectos sobre la economía
del goce. En ocasión de unas Jornadas sobre las psicosis en el niño volverá a
leer su propia concepción de la locura de los años cuarenta en un párrafo que
sigue siendo hoy memorable para entender ese sujeto de la locura:
Lejos de que la locura sea el hecho contingente de las
fragilidades de su organismo, es la virtualidad permanente de una falla abierta
en su esencia. Lejos de que la locura sea un insulto para la libertad
[concepción que sostenía la psiquiatría de un Henri Ey], es su más fiel
compañera, sigue su movimiento como una sombra. Y el ser del hombre no sólo no
puede ser comprendido sin la locura, sino que no sería el ser del hombre si no
llevase en él la locura como límite de la libertad.
Lacan extraerá ahora varias consecuencias de esta primera
concepción de la locura y su sujeto.
La locura no es un fenómeno contingente del organismo, ni un
azar genético ni una fragilidad somática. Es el horizonte (virtual) del ser del
sujeto entendido como una falla abierta, como una división irreductible en su
ser de lenguaje. El ser-para-la-muerte heideggeriano es, para Lacan, el ser
dividido por el lenguaje y por el goce, el ser-para-el-sexo (entendiendo por sexo la articulación
del lenguaje con el goce y no lo que se reduce a lo genital), el ser marcado
por el sinsentido del uno y del otro. La locura es el testimonio irreductible
de esa falla abierta en su esencia que sólo podría
colmarse al precio, por una parte, de una ignorancia del ser mismo y, por otra,
de la segregación de un goce que se presenta siempre como extraño a la
homeostasis del principio hedonista del placer, principio en el que se funda
siempre la identificación del Yo con la colectividad.
La locura como compañera, como sombra, como límite de la
libertad, implica que la única pareja pensable para un sujeto que no renuncie a
su deseo no será nunca la identificación con lo Uno de la norma, por bien
fundada que se quiera pensarla, sino la pareja de su síntoma como verdadero
límite de su libertad, en la medida en que ese sujeto se hace responsable de la
elección de ese límite. Se tratará ahora para Lacan de definir ese límite en
términos de goce, de la satisfacción pulsional del sujeto, goce cuya alcance no
es tan simple para ese sujeto, ya que es a la vez lo que puede hacérsele más
insoportable, más sintomático precisamente, hasta el punto de segregarlo como
un goce de lo Otro, una alteridad imposible de tolerar. En esta perspectiva,
toda construcción simbólica, toda acción humana, también la del propio síntoma,
tiene como esencia y no como accidente refrenar el goce, ponerle un límite
que será leído
entonces como locura.
En todo caso, es en ese límite de la locura donde el goce de
lo Otro se hace presente para cada sujeto, pero sólo es también ahí donde su
ser puede ser comprendido.
4. Del síntoma al sinthoma
En este punto, el síntoma del sujeto no
como contingencia orgánica sino como mensaje cifrado de
su goce más ignorado es
la construcción que le permite situar ese goce
del Otro como intolerable. Y ello a través
de una experiencia de sentido sólo pensable
en el mundo simbólico del lenguaje.
Del mismo modo que Heidegger podía decir que, a diferencia
del ser humano, un animal no muere, simplemente perece, podemos decir que no
sufre de un síntoma, simplemente padece un daño. Por el contrario para el ser
del lenguaje, el síntoma, como la locura es desde el principio una experiencia
de sentido en el campo del goce pulsional.
En efecto, es en la relación del sujeto con el conjunto de
la estructura del lenguaje como el sujeto, psicótico o no, puede construirse un
síntoma que haga función de respuesta a lo real. Pero para entender esta
función eminente del síntoma hay que desmarcarse de la concepción que el
discurso higienista el discurso del Amo actual sobre
la salud mental tiene de él
como una mala respuesta del organismo, que hay que borrar del mapa. (Digamos de
paso que cuanto más se empeña
en hacerlo desaparecer por una parte, más retorna en múltiples formas, con
nuevos sentidos, por otra. La proliferación de nuevas descripciones del manual
de trastornos mentales oficial
del DSM, da buena cuenta de ello). Es preciso volver aquí a
la concepción que Freud introdujo del síntoma, no como una inadaptación del sujeto a la realidad,
no como una respuesta del sujeto que hay que corregir o liquidar, sino como la respuesta que el sujeto tiene
para responder a una realidad siempre inadaptada.
El síntoma, como la propia locura, es una construcción
simbólica, una estructura significante, y es también una satisfacción
substitutiva de lo que Freud definió como la pulsión. En el síntoma hay un mensaje cifrado
y a la vez hay una satisfacción, un goce, que el sujeto no puede sentir como tal,
que sólo siente traducido como displacer. Averiguar la cifra de ese mensaje
puede ser una forma de librarse de ese displacer para hacer otro uso de su
síntoma.
El síntoma tiene aquí una función positiva y es para
subrayarla que Lacan construyó, a su vez, un neologismo que diera cuenta de la
construcción simbólica que representa para el sujeto y de la satisfacción del
goce. Fue hacia los años setenta, hacia el final de su enseñanza y siguiendo la
lectura de Joyce, cuando Lacan crea el neologismo del Sinthome, retomando la etimología
francesa del término que incluye diversas
significaciones.
Se trata aquí del sujeto de la locura tal como Lacan lo
aborda en el último periodo de su enseñanza, en los años setenta, cuando toma
la obra y el caso de James Joyce como referencia. En el caso de Joyce,
donde este síntoma tiene
efectos de creación, la obra misma, el trabajo de escritura cumple la función
de una suplencia, de un andamiaje simbólico, en un uso y un goce de la letra
fuera de sus efectos de significado común. La escritura de Joyce,
especialmente en su última obra Finnegans
Wake, al igual que muchas otra producciones
del sujeto psicótico, hace un uso del lenguaje y
de la escritura fuera de las significaciones comunes.
Lacan creará otro neologismo para designar este uso y este
goce de la lengua, presente en toda producción del inconsciente (presente tanto
en el jeroglífico del sueño como en la metáfora
de cada síntoma). Este neologismo es lalengua (lalangue) escrito todo junto para marcar su carácter de letra, de materia fónica fuera de los efectos de
significación comunes. El sujeto de la locura es ahora el sujeto más cercano al
ser de goce de lalengua.
A partir de esta nueva perspectiva, podemos hablar de la
locura del sinthoma,
donde el trabajo delirante puede considerarse como la construcción de un
síntoma más allá de los referentes comunes del discurso, más allá de lo que
hemos situado al principio como la referencia al Edipo freudiano, a los
significantes del Nombre del padre establecidos.
Para decirlo en los términos de este encuentro: el sinthoma es la locura necesaria de cada
sujeto para responder a lo real del mundo, a la imposibilidad de adaptarse a
ese real, cuando los significantes paternos se muestran en un progresivo
declive para ordenar el goce. El sinthoma, en el sentido que Jacques Lacan dio
a ese término, es la locura necesaria de cada
uno para no volverse loco en el campo del goce.
Lic.Diana Gurny citando a
Miquel Bassols Escuela Lacaniana de Psicoanálisis
Lic.Diana Gurny citando a
Miquel Bassols Escuela Lacaniana de Psicoanálisis
1 Conferencia
realizada en el 41 Congreso de filósofos jóvenes sobre Filosofía y Locura, Barcelona 14
de abril de 2004.
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