Para hablar del padre y de la función paterna, hay que empezar por distinguir el padre genético del padre de la nominación, que es quien trasmite el nombre, que reconoce al niño como su hijo en el hilo de las generaciones.
Es frecuente que, poco después del parto, la madre caiga en la cuenta de que ha dado a luz a un ser biológico, y que sola no puede hacer de él un ser humano. Entonces hay un hombre a quién dirá: “no puedo”, y que le va a contestar, en nombre de la sociedad humana: “no estás sola”. A este hombre le llamaremos padre real. Aunque este acontecimiento pueda suceder en otros momentos, digamos que lo más corriente es que ocurra cuando una mujer pide el reconocimiento, la mediación con el mundo, al nacer el niño. La madre dice “sola no puedo” ante ese niño de carne y hueso.
Existen también mujeres que no quieren saber nada de su impotencia, en las que el deseo de asegurar su poder mítico absoluto, es decir un poder de vida y muerte, es el más fuerte. Este, aunque permanezca borrado de la conciencia, tiene efectos de lo más nefastos. Lo podrán reconocer al cabo de un trabajo psicoanalítico, ahí es cuando articulan la importancia del nombre como algo que las desata, las despega del niño. El niño es efecto del deseo de un hombre por una mujer y de una mujer por un hombre, y no un objeto deseado, una coartada o una razón, es puro efecto del deseo.
Algunas mujeres viven de manera muy determinante el momento en que se le da al niño el nombre y apellido, lo que tiene un efecto de separación, de corte… indispensable. No hay un ser humano que no tenga nombre. Esto me hace pensar en los campos de concentración, en el intento de anular a los seres identificándolos con una matrícula: un número es algo intercambiable, y anula la filiación de un ser, eso por lo cual está introducido en su historia, en el orden simbólico, en la humanidad.
Una de las particularidades de la paternidad es que sea un hombre real, concreto, sea o no el genitor, el que soporte esa función simbólica.
Se suele decir que el psicoanálisis fue inventado en un momento en que la figura del padre decaía; me parece que la ley francesa de 1972, que instituye que la madre tiene capacidad para rehusar al padre, complica lo que anteriormente era el padre en nuestra sociedad, es decir el marido de la madre.
Leí un libro cuya tesis era: “Hoy en día, ya no hay padres, pero esto no tiene ninguna importancia, su función está retomada por distintas instancias de la sociedad.” Pues no, cualquier cosa no puede reemplazar al padre, tiene que estar encarnado por hombres… o mujeres a lo mejor, pero jamás será un ordenador lo que reconozca al hijo. El hombre está predispuesto a ocupar esta función de testigo, de paladín de la sociedad, del mundo simbólico, justamente porque él no puede tener hijos, por eso, por ser completamente impotente en lo que dar a luz se refiere, una mujer puede decirle su impotencia, y esperar una respuesta.
Curiosamente, un niño puede funcionar muy bien con un padre indigno: Hay veces en que uno se dice, “con un padre así …”. En realidad el niño se da cuenta que hay un hombre que ha aceptado ocupar un cierto lugar, tomar un papel imposible en cierto modo, (pues hacerse cargo del mundo simbólico es una misión imposible) respondiendo de ello y significando: éste es mi hijo o ésta es mi hija (esto es angustioso, pero no impide vivir). Son padres que liberan a su hijo de la angustia, a pesar de sus defectos, su indignidad, y al contrario, hay padres perfectos, modelos, que no tienen esa función de liberación de la angustia.
Se puede hacer más fácilmente el duelo por el padre ideal con un padre que no se toma por el ideal. El riesgo con esos hombres un poco sub-hombres es el lugar dejado a la madre.
No digo que eso sea fácil; me he encontrado varias veces con situaciones en que el padre era desastroso y el niño podía decir: “Ha tenido la valentía de reconocerme. No habrá hecho otra cosa más en su vida, pero eso si lo ha hecho.” Hay ahí algo difícil, complicado, pero que se puede conllevar.
¿Sería eso lo que transmite el padre?
Diría que es una función esencial del padre, el dar a conocer al hijo: “No podrás escapar a la angustia, pero es llevadero, se puede soportar”. En mi análisis personal, he hecho la experiencia de lo fundamental que es para mí que un padre se pueda reír con su hijo, es el símbolo de la función paterna, es decir, el padre que se apaña con su angustia, demuestra al niño que es superable, y comparte con él esta experiencia.
Cualquier padre es insuficiente, cualquier pretensión a encarnar al padre ideal es irrisoria.
Podríamos decir, como M. Safouan, que los padres completamente devaluados o los padres irreprochables son dos catástrofes equivalentes.
El padre real es el que se hace testigo, o portavoz, de la existencia y la función simbólica de la nominación. Es algo totalmente inalcanzable, misión imposible como decíamos, lo que va a dar sus límites a la pretensión de estar identificado con el padre ideal. En una vida se pueden encontrar sustitutos de padre real, personas que cumplen esta función. Es el que va a significar que hay que renunciar al padre ideal, hacer el duelo de esta figura. El padre ideal es también una fabricación del niño, lo labra a la medida de lo que no encuentra. Y será éste con quién el niño será siempre completamente ambivalente, el padre del crimen del padre; ése es, y gracias a Dios que el niño puede retorcerle un poco el cuello.
El padre que ríe con el niño, el padre real, es el alter ego, el semejante, otro hombre, con quién se puede rivalizar, con quién se puede tratar de hombre a hombre, o de hombre a mujer.
De hombre a hombre sí, pero no de hermano a hermano. Un hermano puede muy bien ejercer de padre, pero si un padre hace de hermano, de amiguete, no funciona. El padre que quiere hacer de hermano con su hijo es el que escamotea la relación con la madre, con la mujer.
Se habla siempre de la relación de la madre con el padre, pero mucho menos de la del padre con la madre.
Diría con la mujer, la madre como mujer del padre, sabiendo que puede haber disyunción entre los dos. El padre puede querer a otras mujeres y esto puede funcionar muy bien, no diré que sea la solución más fácil, pero no es patógena en sí.
En relación con esa doble función que ejerce el padre, portavoz del mundo simbólico, y hombre de una mujer, me parece que hoy en día, como portavoz sigue funcionando, pero como hombre de la mujer… ahí está más desenfocado. Las mujeres se quejan más de haber perdido algo del lado de los hombres que del lado de los padres, ¿No creéis? No se puede decir de una madre que rivaliza con el padre, pero sí de una mujer con un hombre. Y ellas se quejan de los efectos de esta rivalidad.
Si hay rivalidad en la familia, es una rivalidad por el amor del niño.
A los padres les toca soportar la ambivalencia del niño más que a las madres.
No estoy segura…
Sí, más ambivalencia sí. Hay algo incondicional en el amor por la madre, el amor por el padre tiene siempre algo ambivalente, en todo caso para el chico. Para las chicas es más ambiguo, me gusta mucho la palabra de M. M. Chatel, “ravage” (estrago) para calificar la relación madre-hija: tanto odio, es también “demasiado amor”. Y por el padre se siente amor y odio a la vez, lo que es distinto, y él tiene que hacerse continuamente con esta ambivalencia y conformarse con ella.
Creo que hay en el odio por el padre algo estructurante, le permite a uno desatarse, independizarse, cuando el odio por la madre es algo que te ata, algo devastador.
Una de las cosas que me parecen importantes para los padres actuales es que quieren que se les ame, en vez que se les respete o se les tema. Quieren ser amables y tener todo lo que hace falta para ello.
Una de las dificultades de los padres es aguantar la irremediable ambivalencia. El aceptar ser amados, mediante un odio inevitable. El padre real ha de hacer la diferencia entre el estatuto de padre real, y el de padre ideal. Únicamente en la medida en que puede hacer esta diferencia la ambivalencia que se proyecta en él es aceptable.
Daniel Bordigoni, Jean-Paul Ricoeur y Marie-Ange Lebas-Royer, Francia
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