La epidemia silenciosa
Miquel Bassols
El silencio de la angustia
Palpitaciones, sudor frío, escalofríos,
temblores, mareo, ahogo, nudo en el estómago, sensación de locura, de
muerte inminente… Son los signos más visibles del cuadro clínico
denominado trastorno de ansiedad, en cuya clasificación encontramos desde el panic attack, pasando por el stress,
hasta las fobias más diversas. Se ha convertido hoy en uno de los
diagnósticos más comunes, asociado muchas veces al de depresión, hasta
el punto que ha merecido el título de la epidemia silenciosa del siglo XXI.
Tal como nos recuerdan los gestores de la salud, es hoy una de las
causas más frecuentes de baja laboral. Frente a su avance, tan sutil
como imparable, se ha ido desplegando un amplio arsenal terapéutico:
psicoterapias de diversas orientaciones, con técnicas de sugestión,
ejercicios de relajación y de respiración, de confrontación y exposición
repetida al objeto temido… Todo ello acompañado de la oportuna
medicación con ansiolíticos, cuyo consumo ha aumentado en las últimas
décadas de modo exponencial. Resultado: si bien se consiguen por una
parte algunos efectos terapéuticos, pasajeros con demasiada frecuencia,
por la otra la epidemia sigue avanzando de manera impasible,
desplazándose de un signo a otro, como un alien que siempre sabe
esconderse en algún lado de la nave vital del sujeto para reaparecer,
poco después, allí donde menos se lo esperaba.
“Ya no tengo tanto miedo a volar en avión
—me decía una joven que había utilizado uno de dichos métodos—, pero
ahora siento un vacío tremendo cada vez que debo separarme de mi madre”.
“Es una espada invisible que me atraviesa el pecho”, me decía un
hombre, y era, en efecto, una espada de sinsentido que hendía cada
momento de su vida cotidiana.
Constatamos entonces este hecho: cuantos más efectos terapéuticos
se intentan producir directamente sobre los signos manifiestos de la
epidemia, más esta retorna con signos nuevos. Y retorna para dejar al
descubierto una experiencia que transcurre en silencio, una experiencia
singular e intransferible que ya desde hace tiempo se ha llamado con
este término: la angustia.
La experiencia subjetiva de la angustia
es, en efecto, distinta e irreductible a ninguno de los signos que
intentan describirla y que sólo nos indican algunas de sus
manifestaciones. La experiencia subjetiva de la angustia
permanece en el silencio más íntimo del sujeto como algo indescriptible,
sin concepto, no se deja atrapar por gimnasia mental alguna, por
ninguna sugestión más o menos coercitiva ante el objeto que la causa.
Más allá de los signos en los que se expande la epidemia silenciosa,
el silencio de la angustia es, él mismo, un signo fundamental que
recibe el sujeto desde su fuero más íntimo con estas preguntas: ¿qué
quieres? ¿qué eres finalmente, tanto para aquellos a quien quieres como
para ti mismo, una vez confrontado a ese silencio que te agita
ensordecedor? El signo de la angustia toma entonces un valor de agente
provocador, de esfinge que plantea a cada sujeto la pregunta más certera
sobre su ser y su deseo. Tantos ideales largamente sostenidos y esa
pregunta había quedado enterrada bajo su excesivo ruido.
La angustia se manifiesta entonces como el signo de un exceso, de un demasiado lleno
en el que vive el sujeto de nuestro tiempo, inundado por la serie de
objetos propuestos a su deseo. Es el signo de que hace falta un poco de
vacío, de que hace falta la falta, como decía hace tiempo el psicoanalista Jacques Lacan en su seminario dedicado por entero a ese extraño afecto, La angustia.
Es interesante subrayar que la ciencia de
nuestro tiempo ha detectado este exceso por su otra cara, más bien como
un defecto, como una insuficiencia. Lo ha detectado en el denominado retraso genómico del ser humano, como la razón última de los crecientes signos de su ansiedad.
¿En qué consistiría este retraso? La civilización humana habría
transformado el mundo con tal rapidez que nuestro soporte genético no
habría dispuesto de tiempo suficiente para adaptarse a él. El reloj de
nuestro organismo tendría así un retraso genético, anclado como estaría
en sus respuestas a una realidad que ya no existe. Diremos por nuestra
parte que sólo puede entenderse este retraso si lo consideramos con
respecto al tiempo subjetivo que podemos definir como el tiempo de lo
simbólico, el tiempo de una civilización que exige una satisfacción
inmediata de las pulsiones, el tiempo de un mundo que exige cada vez más
rapidez, más satisfacción inmediata, siempre un poco más… “Dios mío,
dame un poco de paciencia, ¡pero que sea ahora mismo!”, decía una
historia que sigue la misma lógica que el sujeto que llega hoy
angustiado a nuestras consultas. Este rasgo de urgencia temporal, de ahora mismo, tiene su traducción en un rasgo espacial, en un demasiado lleno. La realidad de la angustia
es así una realidad a la que parece faltarle el vacío necesario para
que este exceso no termine con su propia existencia, con su cohorte de
objetos virtuales donde todo debe estar al alcance de la mano, sí, ahora
mismo.
Deberíamos entender entonces el efecto llamado retraso genómico
más bien como un efecto invertido de este exceso, producto él mismo de
nuestra civilización, de su maquinaria simbólica. Es a este exceso de ruido al
que responde el silencio ensordecedor de la angustia de un modo
singular en cada sujeto. Y ante él, parece tan inútil huir como intentar
adaptarse con formas más o menos coercitivas, más o menos sugestivas,
que lo desplazan siempre hacia otro lugar.
La angustia, inevitable, hay que
saber atravesarla tomándola como signo de la pregunta radical del deseo
de cada sujeto sobre el sentido más ignorado de su vida. Pero para
responder a esta pregunta, primero hay que saber dar la palabra al
silencio de la angustia, hay que hacerla hablar en cada sujeto, uno por
uno. Cosa nada fácil en un momento en el que sobran consignas y
protocolos para silenciarla de nuevo. Solamente desde ahí, sin embargo,
la angustia nos librará el sabio secreto del que es respuesta, aunque
siempre sea con su tiempo de urgencia precipitada.
(2012)

Es psicoanalista, miembro de la Escuela Lacaniana de Psicoanálisis, vicepresidente de la Asociación Mundial de Psicoanálisis y autor de ‘Llull con Lacan. El amor, la palabra y la letra en la psicosis’ (Gredos, 2010), ‘Lecturas de la página en blanco’ (Miguel Gómez Ed., 2011), ‘Tu yo no es tuyo. Lo real del psicoanálisis en la ciencia’ (Tres Haches, 2011)
Fuente:
Publicado en La Vanguardia
Publicado en Desescrits
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