Hace un tiempo, en un periódico reconocido de nuestro país, encontré un
artículo
[2]
que se proponía informar, definir y aconsejar acerca de una problemática
que atañe actualmente a los niños de nuestra sociedad: la “falta de
atención”, la “hiperactividad” y las dificultades escolares que ellas
conllevarían. Podría decir que intentaba de manera práctica, sin perder por
supuesto el aire cientificista que lo haría portador de una verdad poco
discutible, ayudar a padres, docentes y otros a detectar, tratar y no
desesperar ante el tan mentado ADD o ADHD ( trastorno por déficit de
atención con o sin hiperactividad). El artículo comentaba con claridad las
posible causas de dicho trastorno, al que define como el conjunto de signos
y síntomas que dan cuenta de una alteración funcional en tres áreas
específicas: tiempo de atención, control de impulsos e hiperactividad
(ocasionalmente). Ahora bien, ¿A qué se refieren cuando hablan de
alteración funcional? Se trataría de neurotransmisores (mediadores de la
sinapsis neuronal) afectados cuando algún gen provoca el mal funcionamiento
de determinadas áreas cerebrales. El mismo artículo sentencia “Y no es un
dogma; es evidencia científica”. Este trastorno neurobiológico conllevaría
diversas dificultades denominadas “dis” (
dislalia, discalculia, dislexia)
y también el ADD o ADHD. En los niños estas patologías se detectarían
prevalentemente en la escuela, produciendo dificultades en el aprendizaje.
El programa terapéutico según dicho artículo, tome la forma que tome,
apuntaría a “reeducar, manejar y contener”, ya que al tratarse de cuadros
“crónicos” no habría manera de “curarlos”. Por lo tanto con medicación y
psicoterapia, la cosa marcharía bien.
Los profesionales psiquiatras consultados al respecto son sumamente
categóricos en el asunto:
"(…) En primero y segundo grado –continúa la doctora Abadi–, los
chicos con estos trastornos ponen en expresión lo que traen biológicamente.
En tercer grado, cuando comienza el proceso de abstracción y pasan de la
lectura por barrido a la lectura comprensiva, aparecen los grandes
problemas. Un chico con ADD llega hasta ahí. Después –si no fue tratado– se
pierde y empieza a sufrir, se ve diferente, tiene dolor de estómago porque
se atrasa, y su autoestima empieza a disminuir. Los ADD necesitan mucha
contención, que se les enseñe cómo deben hacer para aprender con su
problema a cuestas. Además de sufrir una escolaridad dolorosa, que muchas
veces abandonan –un alto porcentaje de ellos puebla las estadísticas
delictivas–, es obvio que esto evoluciona en trastornos de conducta. Un 50%
de ellos va a consumir drogas: entre los adictos se ha encontrado un alto
número de ADD. Algunos han llegado a decir que si fumaban un cigarrillo de
marihuana se concentraban mejor, pero, claro, eso es sólo al principio. Las
conductas crean la adicción y luego necesitan más y más para concentrarse,
y ya sabemos cómo terminan."
En fin…todavía me lo pregunto, ¿cómo terminan doctora?
Alguna esperanza dan cuando apuestan al diagnóstico temprano y a la
plasticidad neuronal, concepto acuñado por las “neurociencias” para dar
cuenta de la capacidad de maleabilidad, de cambio que tienen las neuronas,
sus conexiones, para adaptarse a las exigencias de un contexto
condicionante. Con lo cual, si se condiciona la conducta todo puede marchar
un poco mejor.
En el pasado estos niños eran nombrados como "hiperactivos",
"hiperkinéticos" o "niños con DCM (Disfunción Cerebral Mínima)".
Rótulos para jovencitos inquietos que con su conducta resultaban molestos a
los padres y a los maestros, y que no respondían al modelo de niño
“obediente y manso”.
Actualmente cada vez son más los niños etiquetados y medicados, desde
edades muy tempranas, por presentar dificultades en la escuela o en el
hogar. Mi práctica como psicóloga en un hospital pediátrico, me ofrece el
testimonio de centenares de padres que llegan con sus hijos a la consulta,
ya sea derivados por la escuela, o por motu proprio expresando: “no para de
moverse”, “no presta atención” o “es demasiado inquieto”, es decir que
presentan conductas no esperadas, no calculadas, más bien inadecuadas para
la armonía pretendida por un adulto.
La inquietud propia de la exploración de un niño, los movimientos
desordenados que hacen a la incorporación del cuerpo por la psique misma,
los juegos alborotados, la atención que va de un lado al otro descubriendo
su mundo, los berrinches propios de un niño que no admite el “no”, la
resistencia a permanecer sentado varias horas en la escuela, todas
conductas que quizá en otros tiempos eran leídas como características
sustantivas de la infancia, actualmente son patologizadas y medicalizadas,
a partir de un nombre, de una nominación que etiqueta al niño y justifica
desde sus más tempranos años el tratamiento psiquiátrico.
Asistimos en nuestra época a un amplio abanico de diagnósticos
psicopatológicos y terapéuticas de fuerte tendencia simplificadora,
reduccionista y determinista. De la mano del DSM, las neurociencias y un
biologicismo extremo, se deja de lado la subjetividad y los procesos que la
hacen ser, procesos que implican cierta complejidad suprimida en dichas
tendencias.
Como vemos en el artículo antes citado, aferrándose a cierto rigor
científico, se realizan diagnósticos y se crean nuevas nomenclaturas,
nuevos nombres para hechos de la mera observación, que sin embrago cobran
gran envergadura como etiquetamientos
sociales. Tal es el caso del ADD o ADHD.
Tanto instituciones de la salud, como la escuela e incluso la familia,
pueden asumir hoy la tarea del diagnóstico. Es decir se generaliza y
banaliza un acto médico que conlleva grandes implicancias. A partir de
cuestionarios (el de Conners
[3],
es un ejemplo) administrados por los padres o docentes, se determina qué
trastorno presenta un niño y cuál será su tratamiento. En el caso que nos
atañe, encontramos que la medicación y el encauzamiento conductual son las
intervenciones prevalentemente indicadas.
Si pretendemos realizar una lectura lúcida, y como tal ética, no podemos
dejar de señalar, cómo ambas
intervenciones apuntan a acallar el síntoma,
sin habilitar pregunta alguna acerca del contexto, las condiciones, la
conflictiva, la angustia o miedos puestas en juego en la manifestación
aparente del niño. Por qué no preguntarse ¿a qué estará atento un niño con
déficit de atención? ¿Será que la escuela ya no porta los sentidos para que
un niño de nuestra época pueda permanecer sentado en el aula? ¿Será que los
padres no le prestan demasiada atención al niño y por ello a éste le falta?
¿Cuáles son los objetos que brinda la cultura actual para la sublimación de
estos niños? Quizá la medicación y la domesticación de la conducta sean
caminos viables para obturar las preguntas que los adultos no están en
condiciones de formularse o sencillamente preguntas que resultan menos
eficaces, en función de un ideal social de inmediatez y resultados rápidos,
para todo aquello que se presente como “anormal”, fuera de la norma.
Actualmente es altísimo y alarmante el número de niños en edad escolar
medicados por ADD con metilfenidato. En las instituciones de salud pública
las estadísticas hablan por sí solas, decenas de niños en tratamiento
psiquiátrico y medicamentoso por “trastornos de conducta”, “déficit de
atención” e “impulsividad”. Se habla por allí de la “mercantilización de
los estados de ánimo”, ya que
la industria farmacéutica presiona desde
los años cincuenta para medicalizar situaciones de la vida cotidiana. El
poder produce, no sólo reprime dirá Foucault. Vemos claramente cómo la
industria medicamentosa no sólo alimenta los trastornos ya diagnosticados,
sino que crea nuevos, en función de una píldora que le daría su complemento
(esto ocurrió con la oleada de diagnóstico “bipolar” que arrasó la
subjetividad de muchos niños).
¿Qué se espera de un niño en nuestra sociedad? Es una pregunta que retorna
al analizar este tema. Si compartimos con Castoriadis que la psique y la
sociedad mantienen una relación de indisociabilidad y trasformación mutua,
no podemos soslayar la elucidación acerca de las instituciones, de las
significaciones imaginarias sociales por las que un sujeto de nuestra
sociedad transita y en las que crea su subjetividad. Actualmente nos
encontramos con instituciones en crisis, caracterizadas por lo fugaz, lo
efímero…institución de un tiempo de la urgencia, de la brevedad y la
eficacia. Época del consumismo generalizado que consume la dimensión subjetiva
en un instante. Época de la imagen, de estímulos permanentes.
Subjetividades construidas en una sociedad que no tolera la demora,
caracterizada por la aceleración, por la descomposición de valores que la
hacían ser…y en esto sus síntomas, sus malestares, sus puntos de fuga.
Surgen así nuevas maneras de presentar el padecer, que no son ya las de
antaño, pero que producen el mismo desorden en una sociedad que apunta a la
armonía. Y así sus niños…los niños que produce y los cuales presentifican
con sus conductas y sus sufrimientos el reverso de la moneda.
Producto también de esta sociedad y en respuesta a una urgencia histórica:
clasificar para intervenir, en 1952 hace su primera aparición el DSM. Se
define como un manual diagnóstico y estadístico de los trastornos mentales.
Su creación se da en el marco de la APA (Asociación Psiquiátrica de los
Estados Unidos) y se propone la descripción clara y discreta de diferentes
categorías diagnósticas con el fin de aunar criterios clínicos y apostar a
la investigación, estudio e intercambio entre diferentes ramas de la salud
mental. Dicho manual fue desarrollándose a lo largo de los años,
realizándose múltiples revisiones. Actualmente nos encontramos frente al
armado de un nuevo proyecto, concertado para el año 2012, en el que se
producirán algunos cambios. Aquí se enmarca el diagnóstico de ADD, que por
otra parte, no será modificado en esta nueva versión.
Considero que el diagnóstico es un tema de gran relevancia clínica en el
campo de la salud mental. Es un tema controvertido que ha generado y genera
grandes querellas, una batalla que hasta la actualidad parece darle la
victoria a la psiquiatría. Esta disciplina ha generado un vasto sistema de
clasificación, un modelo nosológico que ha adquirido legitimidad hasta
nuestros días y donde el psicoanálisis parece haber dado ventaja. Nos
encontramos con una descripción fuertemente fenomenológica, basada en
signos externalizados que nada saben del “corazón del ser”.
La cuestión del síntoma como enigma, la transferencia como tablero de
juego, y una reflexión crítica sobre la causa del padecer, han quedado
elididos de esta perspectiva.
Me interesaría, en este punto, y no de manera exhaustiva, tomar algunas
referencias de Foucault, ya que considero central para realizar una lectura
crítica dar cuenta de las condiciones de producción de un discurso, de las
urgencias sociales en que se inscribe el mismo, de sus dispositivos
técnicos y teóricos.
Dicho autor, en su análisis pormenorizado de la genealogía de la locura y
de lo anormal en nuestra sociedad, nos abre visibilidad para pensar acerca
de los apriori lógicos que dan lugar al surgimiento del DSM.
Partamos de la premisa de que la hegemonía médica, a lo largo de la
historia, se ha desplazado y ha ganado terreno tanto en el campo jurídico
como, actualmente, en el ámbito pedagógico. Cuántas docentes, frente a un
niño que por desatento no aprende, ante el obstáculo de su práctica
educativa, derivan al niño al psiquiatra para que este arregle lo que no
funciona.
La psiquiatría, como poder productor de subjetividad y a través de toda una
maquinaria disciplinar, ha construido al loco en su positividad, ya no como
“error”, sino como fuerza insurrecta que transforma la conducta de un
sujeto. Ante esto, a partir del siglo XIX, tiene una respuesta:
medicamentos y tratamiento moral, tratamiento que apunta al encauzamiento
de la conducta, al dominio de esa fuerza insurrecta que es potencial
amenaza del orden social. Al igual que en la actualidad donde con una
pastillita y un buen tratamiento conductista se busca acallar el síntoma y
adaptar las conductas a lo instituido socialmente.
Foucault llama “parapatológico” a aquello que se trataría de un “defecto
moral”. Ya no hablamos de la enfermedad en sentido estricto, sino de un
conjunto de comportamientos que si bien no presentan causa orgánica
constatable, son “patológicas” para una sociedad, son lo “anormal”.
“Anormales” para la sociedad los hubo desde antaño, cada época a su manera
ha delimitado sus restos, sus desvíos. Foucault define al “anormal” como
“ese personaje incapaz de asimilarse, que ama el desorden y comente actos
que pueden llegar hasta el crimen” (no puedo dejar de recordar aquí las
sentencias prodigadas por los psiquiatras del artículo periodístico). A su
vez ubica a la psiquiatría, como aquella disciplina médica que toma el
relevo del control de dicha amenaza, procurando reinstalar la norma en todo
aquello que la desoiga. Según Foucault “la norma, por consiguiente, es
portadora de una pretensión de poder.
[4]
No es simplemente, y ni siquiera, un principio de inteligibilidad; es un
elemento a partir del cual puede fundarse y legitimarse cierto ejercicio
del poder.” La norma en este sentido, legitimada y sostenida por la
psiquiatría, implica principios de clasificación y corrección. No se apunta
al rechazo de lo que se escapa de sus marcos, sino a la intervención
totalizante con el fin de restablecer un orden anterior.
El DSM como producto y marioneta del hacer clínico de los profesionales de
la salud mental, es en la actualidad el dispositivo que permite poner en
juego una especie de proyecto normativo. Lógicamente apoyado en otros
instituidos, en otras significaciones imaginarias sociales, que demarcan
otros restos, otros desviados. En esta categoría entran muchos niños
diagnosticados con ADD. Lectura realizada desde lo Uno, desde la norma;
lectura totalizante que no tiene en cuenta lo singular; lectura de lo
deficitario, de lo “en menos” que no atiende la subjetividad,
paradójicamente…
Más que concluir, me gustaría dejar sólo un nuevo punto en este tejido;
sólo eso…un nuevo puntal para seguir tejiendo esta problemática que no
puede dejar de implicarnos, no sólo como profesionales de la salud mental,
sino como sujetos de nuestra sociedad.
No podemos confundir, o peor aún reducir el inconciente, el sujeto
histórico social a un neurotransmisor, una reacción química o una
funcionamiento neuronal. Y esta quizá sea una apuesta fuerte del
psicoanálisis de nuestra época, a la que no debemos renunciar. Somos
contemporáneos de una sociedad descreída de aquel “saber no sabido”,
constituida por sujetos que reniegan vorazmente de toda interrogación, que
intentan obstruir la aparición de un mínimo atisbo de deseo, sosteniendo la
ilusión de que hay un objeto que lo colma. Si bien Freud ya menciona a la
droga como un quita pena que neutraliza el malestar cultural, en la
actualidad el uso generalizado de psicofármacos denuncia, a su vez, la
fantasía de que serán ellos quienes borren el dolor de existir.
Tomar posición frente a una clínica de la globalización, clínica que
masifica y disuelve el uno por uno, la particularidad del sujeto, su
historia y su deseo, implica responsabilizarse no sólo de los efectos de
una cura, acompañando al sujeto en un proceso de reflexión y
autoconocimiento, sino darnos un debate acerca de los diagnósticos y sus
implicancias en el campo de la salud mental.
El psicoanálisis hoy, como en sus orígenes, es una praxis subversiva del
orden existente. Un “peligro”, si se quiere, en una sociedad que no parece
dispuesta a pensarse, a decidir qué quiere para sí, para sus niños, para su
hábitat, para su educación, para su salud…sociedad encarnada en millones de
fragmentos ambulantes con botones en los ojos, que muy disipadamente
apuestan por un proyecto de libertad y autonomía. Castoriadis nos dirá
"Toda sociedad es un sistema de interpretación del mundo (...) Su
propia identidad no es otra cosa que ese "sistema de interpretación",
ese mundo que ella crea. Y esa es la razón por la cual la sociedad percibe
como un peligro mortal todo ataque contra ese sistema de interpretación; lo
persigue como un ataque contra su identidad, contra sí misma".
[5]
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