La Otra
Mujer y el estrago materno
Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la
solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.
Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra.
K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su
identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas
con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se
puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la
mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como
preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J.
C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene,
sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo,
le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que
la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su
padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una
relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a
quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque
le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una
interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que
debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u
otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente
del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a
las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de
amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez
necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.
Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina
como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del
sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En
su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido
llamado por Lacan el
estrago, la
relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario.
Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el contrario, de lo más
primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos
enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.
, El
estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre,
porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la
hija con la madre cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una
mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá
insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.
¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la
mujer!
Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer
golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la
servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una
constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una
reflexión.
El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es
introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la
relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos
vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual
que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre
mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa
extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión
amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella.
Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es
el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que
signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente
“entre la vida y la
muerte”.
Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy
habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica.
Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de
esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se
produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los
organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la
EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos
provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas,
porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es
decir, todas esas mujeres
que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al
psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una
sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para
el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a
él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser
amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la
familia, el honor, el cuerpo,
la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva
que sería necesaria para un psicoanálisis.
Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en
el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que
tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del
orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.
Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener
que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es
decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se
aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica
psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre
posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un
amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes,
posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales.
Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien,
lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de
los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de
modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud
obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en
el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.
Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la
relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de
este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a
eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso,
mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción
sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la
degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar
hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar
el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso,
ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos
evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis.
Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito
que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido
erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta
posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es
sintomática. La relación
en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.
Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a
diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener
está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los
hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque
mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es
no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera
del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra
de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo
sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más
específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie
el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de
encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las
mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia
impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es
decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra
época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto
de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos
casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que
comunicar algo, es vehículo de amor.
Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la
pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que
es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente
a la pérdida de lo más importante en el varón.
Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso,
que se le puede llamar el sexo débil.
Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar
cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda
desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter
de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se
constituye el estrago. El
amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda
de amor conduce al estrago
y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha
posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es
decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la
mujer bien puede ser un estrago.
Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la
relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la
relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto
femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente
a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en
general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con
una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su
deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como
si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos
de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz,
algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.
Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de
una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada
hasta el delirio por su madre.
Ser controlada por la madre es una experiencia muy común
entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal
pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia
las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al
baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de
conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están
ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre
mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente.
Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su
intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la
hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para
escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera
sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la
deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando
el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a
un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le
aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace
caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.
Surge a
las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego
del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo
lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son
intercambiables.
La
dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge
fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de
edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración
abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna
obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está
castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la
relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se
obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el
desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para
Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la
niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no
tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del
significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser.
El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser.
Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a
ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la
madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El
sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo
que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de
lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el
falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que
aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que
las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más
cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.
Esto
hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la
castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la
pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida
del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza
de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre
La
relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla
y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El
maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo
del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su
característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
Evidentemente,
cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está
poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce
de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
******
Gabriel
García Márquez, gran escritor, ha podido darnos una idea de esa infinitud en su
célebre cuento “La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela
desalmada”.
En él relata las tribulaciones de una adolescente de catorce
años que es prostituída por su abuela. Acá no se trata de la madre sino de la
abuela, pero estamos en el plano de lo literario. Tal vez la figura de este
personaje es tan obscena y feroz que el autor prefirió que no fuese una madre,
por no atacar esa imagen sacralizada y situó en su lugar a una abuela. Sin
embargo, el prostituir a la hija no es un fenómeno poco frecuente y está
presente en el fantasma de más de una mujer, en el sentido de sentirse lanzada
por la madre hacia algo así como una prostitución, una deriva en el campo del
sexo. Es algo que se podría resumir en la frase “Yo podría haber sido una
puta”, tantas veces escuchada en el consultorio, y siempre referida al deseo de
la madre. Tal vez pueda intuirse esta idea en la propuesta de Levi Strauss
sobre las estructuras elementales del parentesco en las que se ve cómo la mujer
en diferentes culturas es regularmente objeto de intercambio. De un clan a
otro, de una tribu a otra, de una familia a otra, se pueden hacer beneficiosas
transacciones en las que lo que se intercambia para obtener una ganancia es la
mujer joven. En nuestras sociedades, aunque de manera velada, sigue habiendo
mucho de eso. Es la mujer como objeto valioso, como falo, y por lo tanto objeto
de intercambio entre los hombres.
El cuento de Gabo que nos ocupa sitúa a su joven
protagonista como poseedora de unos atributos eróticos tan notables que
enseguida se corre la voz por toda la región y se produce un enorme crecimiento
en la cantidad de hombres que requieren de sus servicios sexuales. La abuela no
limita en nada las prestaciones que ofrece y acepta a todos los hombres
dispuestos a pagar. Lo llamativo del relato, siempre marcado más por el humor
que por el dramatismo, es esa cola infinita de hombres que se forma frente a la
puerta de la habitación de la joven. Son cientos, miles. La abuela desalmada se
hace rica y se entusiasma. Acá se ve claro ese realismo mágico que ha hecho
célebre a García Márquez. Todo es desmesurado hasta el límite de lo cómico,
pero en ese mismo movimiento permite captar algo que de otra forma se
escaparía. Frente a lo exagerado de la demanda sexual de los hombres, en lo que
hace especialmente al número de ellos, que son incontables, la adolescente se
queja ¡De estar cansada!. Es una excepcional muestra de lo ilimitado en el
campo de la sexualidad femenina. Ella puede acostarse con un número ene de
hombres mientras su cansancio no se lo impida. Eréndira capta que el limite
estará en el punto en que muera. Eso es algo que toda mujer sabe, consciente o
inconscientemente, mientras que del lado varón no existe una vivencia
equivalente. Para el varón, por más que se esfuerce, y de hecho muchos lo
hacen, las posibilidades sexuales son algo limitado, acotado. Lo sexual en el
hombre es algo que empieza
y termina, un poco antes o un poco después según el caso,
pero que nunca dura mucho.
El cuento nos revela que del lado femenino hay algo que
escapa a la contabilidad en el deseo femenino. Lo que , en cambio, actúa como
límite para Eréndira es el amor. El amor es para uno solo y es ese solo el que
actúa como elemento liberador de su malvada abuela.
Sin embargo, una lectura más atenta nos muestra que el amor
por ese hombre es un intento de aseguro. Eréndira no hace más que sustituir a
su abuela por su amado, y solo transitoriamente. Si no fuese que ella, sobre el
final, se compra a sí misma con todo el oro acumulado de la abuela y desaparece
en el desierto, posiblemente el hombre devendría tan desalmado como la vieja
proxeneta en la medida en que para ella hay algo de incondicional en el amor.
Es lo que Lacan nos ha mostrado como la forma erotomaníaca del amor en la
mujer. Darlo todo por amor y esperarlo todo del amor.
Que se compra a si
misma, Erendira, quiere decir que se
salva? en el sentido de poder cortar esta serie entre esta abuela-madre
y un hombre que la va a ubicar en ese
mismo lugar, lugar
al que accede E. por amor, pero que derivaria en otra cosa, en una relacion que
hace estragos en el sujeto. Esta seria, la del estrago, una via que podria
tomar el goce femenino, ya no como suplementario, sino como sintomatico?
La idea de García
Márquez parece ser la de una salvación. No si yo usaría esa palabra. Pero es
notable que su personaje tiende a estar suelta. Y en verdad el amor siempre
tiene ese aspecto ilimitado, loco, y por eso estragante, al que todo ser
ubicado en posición femenina está expuesto. Para eso se crean infinidad de
dispositivos e instituciones que de alguna manera regulen, limiten, ordenen el
campo del amor, que apuntan a que el amor no gobierne por sí solo.
Por momentos
parece que hablar del goce femenino, del amor ilimitado y loco de un ser en
posicion femenina, o del deseo femenino fueran lo mismo. Me pareció entender
que era el amor lo que regulaba ese goce femenino, pero por momentos parece que
se convierte en un desregulador tan loco como ese mismo goce.
Podemos
diferenciar estos terminos? de que manera?
Cual es el aseguro
de Erendira? de que se asegura?
13. Un testimonio
Tomemos, a modo de
ejemplo, el caso de Leda Guimaraes, una mujer que nos permite entrar en las
particularidades de su experiencia real a través de su testimonio de pase como
AE de la Escuela Brasileña de Psicoanálisis[1].
Nos refiere de
entrada a la identificación al padre que estaba en el centro de su posición
histérica. ¿Cómo es una identificación al padre? Ella nos lo muestra como la
identificación a lo que hace excepción a la ley.
Recordemos que,
como lo enseña Lacan, un padre es el que hace excepción al para todos, aquel
que, de alguna manera, dice no, hace excepción a la regla y con ello hace
existir el conjunto, lo define y establece la regla en sí. La identificación,
entonces, al padre, es la identificación a un lugar de excepción.
Son muchas las
mujeres que dan prueba de esta posición histérica. Respecto al conjunto, al
universo de las mujeres, se sitúan como una excepción. Es una suerte de
“ellas y yo” que produce la sensación de extrañeza, de ajenidad, de ser una
extranjera ella misma cuando se encuentra en el grupo de sus congéneres.
El análisis le
permitió a Leda Guimaraes reconocer esta identificación al padre,
identificación por cierto fálica, es decir, como modo de ser el falo, un objeto
precioso y valioso para el Otro, pero también descubrir que con esto no hacía
más que recubrir, con su brillo, un goce sombrío, masoquista. Nos revela que es
posible, al menos lo fue en su caso, estar en una posición de aparente
satisfacción a la vez que se padece de otro goce[2].
El testimonio no
precisa de qué modo se expresaba ese goce masoquista, pero nos permite
sospechar que era en el vínculo que ella establecía con los hombres.
La respuesta que
ella daba al deseo masculino, nos dice, alternaba entre dos que resultan de la
disyunción entre el amor y el erotismo, que le permitía separar la respuesta de
la santa y de la puta, posición, por lo demás clásica de la histeria. El
análisis le permite dilucidar que esta disyunción no era un fin en sí misma
sino que estaba destinada a mantener oculto el goce femenino. Este es un punto
importante. El goce
femenino, según nos muestra L.G., era el que podía reconocer en su madre, la
cual “se hacía devastar” en su relación al padre, al extremo de quedar “entre
la vida y la muerte” .
¿Cómo debemos
entender esto? ¿En qué consiste recubrir el goce femenino? ¿No significa
recubrir el goce femenino de la madre tapar la castración de ésta, eludir lo
que de ella es una falta de la que se deriva un deseo? Sin duda.
El análisis le
permite situar este “entre
la vida y la muerte” como la frase fundamental en torno a la cual se
organiza su fantasma, su vida inconsciente. El salto en el análisis se produce
cuando ella puede descubrir que, detrás del aparente sufrimiento de la madre,
había un goce, el de hacerse maltratar por el padre, lo que una vez develado le
permite separarse del mortífero deseo de la madre para el que ella se proponía
como hija-falo.
Aquí, lo que debe
captar nuestra atención es que, lo que llama el goce femenino, es un goce
ilimitado, pero ilimitado en el sufrimiento, que solo puede encontrar su fin en
la muerte. Es la idea de que una mujer, lanzada al goce femenino, no regulado,
no limitado, queda en la situación de desastre, de devastación, de estrago, que
es el modo en que retorna desde el partener la realización de este goce. Es,
según nos dice, este descubrimiento en el análisis lo que le permite a Leda
desmontar el fantasma.
Sin embargo, para
su propia sorpresa, el análisis no termina allí, sino que continúa en un
“dejarse llevar” más allá de ese vacío, pero lo que encuentra, con horror, es
un goce mortífero.
Este relato nos
permite observar lo que sospechábamos por lo que hemos registrado de otras
mujeres y es esa acechanza de la perdición, del desenfreno, de ese
desbarrancarse en territorios lujuriosos incontrolables y que la expone, por
supuesto, a enormes peligros que derivan del retorno desde el partener de esa
devastación a la que nos hemos estado refiriendo. Cuando ella “se deja llevar”, todo
termina mal. Como si el dejarse llevar condujese inevitablemente a confines
lamentables. Es lo que se resume en la tan común expresión “No sé donde voy a ir a parar”,
que es un poco la manera de decir de ese sin límite. No sé donde voy a ir a
parar en el sexo, en el alcohol, en las drogas, el crimen o no importa en qué
dimensión pero que es siempre del orden del mareo, del vértigo.
No es otra cosa lo
que muestra la exitosa película “Thelma and Louise”, donde dos mujeres comunes
y corrientes, e incluso menos que eso, dos mujeres insignificantes, pueden, de
pronto, cuando el azar provoca que se active un motivo íntimo, desconocido para
ellas y para quienes las rodean y que las lanza en un dejarse llevar por
caminos contingentes, que es en este caso de actos criminales, como hay otros
ejemplos históricos, pero que podría ser de otro orden, podría haber sido un
dejarse llevar por territorios de amor, de sexo, de drogas, pero que en todos
los casos suponemos que va a terminar mal. En el film, termina en la muerte,
como si una vez que se entra en esa vía no se retorna. Y hay que interrogarse
sobre el alcance de esto, sobre si efectivamente es así, si es en verdad un
camino sin retorno o, en cambio, si es posible recorrer algo de esa dimensión
sin terminar en la muerte.
Es Leda la que se
ve ahora en la experimentación de ese sin límite. Su testimonio nos muestra que
se encuentra frente un Otro terrorífico, sin ley, frente al cual se deja
asolar. Entendamos: es como si el fantasma hasta ser desmontado en el análisis
le permitía un ordenamiento, había una legislación al goce. Atravesado ese
punto, queda frente al Otro sin ley que actúa sobre ella cruelmente, es decir,
ante una reedición del antiguo goce masoquista.
No le alcanzan las
palabras para describir esa devastación
en la que cae cuando ya no puede servirse del fantasma y de la defensa para
limitar el goce. Se le hace necesario encontrar un nombre al cual anudar esta
deriva, nombre que encuentra en el significante “mundana”. Es decir que hace
falta un nombre que reúna los motivos de goce y los anude y es por la vía de la
nominación que la estructura puede encontrar su estabilidad. “Mundana” es un
significante que reúne el mundo con el nombre de la mujer y que tiene los
suficientes ecos eróticos para hacernos pensar que con él se le hace posible al
sujeto ordenar el goce, enlazarlo, controlarlo.
El goce femenino
es identificado aquí al retorno estragante, a la devastación y es la nominación
la que concurre a funcionar como límite, ordenamiento y estabilización. Dicho
de otro modo, solo se puede gozar de eso si hay una estructura simbólica que lo
contenga.
Hay en este
testimonio algo así como dos tiempos. Un primer tiempo en el que la madre es la
que sufre y la sujeto se identifica al padre, es en esos términos como se
construye el fantasma. El análisis le permite descubrir que detrás de la imagen
sufrida de la madre hay un goce. Ese goce es el que L.G. no vacila en llamar femenino. ¿Porqué? Porque
es un goce que no tiene límite, un goce que llega al confín de la vida y la
muerte, como si no hubiera un colmo, un máximo, para lo que esa mujer es capaz
de soportar. Luego, hay un
segundo tiempo en el que, llevado el análisis hasta el atravesamiento del
fantasma, es la sujeto misma la que se confronta con ese goce, con lo horrendo
de un sin límite. Su acción consistirá en hacerse un nombre, mundana, que, por
así decir condense en un sentido nuevo ese goce.
¿Es siempre el
goce femenino un sinónimo de devastación, de estrago? No es seguro. Lo habitual
sería que el goce femenino actuara como suplementario del goce fálico. Sin
embargo, parece existir una intuición de que, si una mujer pasa los límites
de la sujeción y del control, se va a perder. Es la idea de que si
se produce, voluntaria o accidentalmente, el franqueamiento de los diques que
lo contienen, el goce femenino llevará a la perdición.
Son muchos los
casos en los que se puede hacer referencia a esa perdición, que siempre va por
los territorios del misterio, del secreto y de lo sagrado. No podemos conseguir
que las mujeres nos digan prácticamente nada de esto, se mantienen en silencio.
Pero son mucho más notables los mundos, las experiencias y las formas de vida
que se constituyen con el único propósito de evitar, de prevenir, de contener,
ese posible desencadenamiento del deseo femenino.
Locura, perdición, prostitución, muerte, son
los nombres que toma el territorio prohibido más allá de esas fronteras.[3]
Sin embargo, a la
vez que temida, la existencia presentida de ese más allá que se hace presente
en la contingencia y en lo incalculable, genera infinitas posibilidades de las
que el arte se ha servido desde siempre y de las que aún podemos esperar
inéditas formas de lazo social de las que el mundo de hoy, el del siglo
veintiuno, será seguramente testigo. El psicoanálisis, con su modo de llevar al
sujeto allende los significantes del padre es pardigma de ese avance hacia los
confines de la ley en la búsqueda de un modo de hacer con el goce que no
desemboque en la aniquilación del sujeto, sino que, por el contrario, abra esas
dimensiones y las deje al servicio del sujeto.
[1] Guimaraes,
Leda. Ensañanzas del Pase. El Caldero de La Escuela. Nº 82. Ediciones EOL. Bs.
As. 2001
[2] El goce
masoquista al que Leda se refiere no se encuentra en otra dimensión sino que
está también apoyado en la identificación a la excepción, al lugar de lo que
ella llama no-humano, lo que escapa a las leyes de lo humano. Más adelante nos
detendremos más largamente en esta perspectiva de no-humano, de animal, e
incluso en lo que es no-mundo, lo inmundo, como fuerza la palabra Lacan en RSI.
Pero aquí lo humano es lo que constituye
el conjunto universal, como Juanito cuando dice “Todos los seres tienen un
pito”, al que se opone, no lo particular, sino la excepción, lo no-humano, el
“al menos uno que no” de la función paterna, lo que escapa a la ley. Es aquí
donde este testimonio nos orienta sobre una topología en la que la función del
límite se va esbozando muy claramente. El límite es interno a la estructura; en
el mismo lugar se encuentran el goce fálico y el Otro goce pero distinguiéndose
por la función que toman, recubriéndose uno al otro.
[3] Se puede
captar esto muy bien en algunos toxicómanos que encuentran un límite, un freno
al consumo cuando encuentran un partener, una mujer, que tornándose compañera
inseparable, le hace posible un estado de no-consumo. Es, en estos casos, el
sujeto quien se procura un límite, para no despeñarse en la rodada de las
drogas, con la adición de un compañero ortopédico sin el cual el límite solo se
alcanzaría con la muerte.
12. Lo real
Es posible que el
lector que ha llegado hasta este capítulo se sienta decepcionado de no poder
encontrar una conclusión, un cierre que permita decir una última palabra
respecto al goce de la mujer. No es algo que deba lamentar, no era el propósito
del libro y aunque lo hubiera sido sería una misión imposible ¿Cómo podría
decirse una última palabra respecto a esto?
Sin embargo creo
que a lo largo de las páginas precedentes he podido dejar en claro la
existencia de un espacio lateral, algo que surge al margen de la lógica fálica
para reconocer en él, aunque sea desde su negatividad, el goce de la mujer. Es
de este modo tangencial, indirecto, como creo haber podido acercar algo de esa
dimensión de goce Otro, la del Otro sexo. Un real que emerge con fuerza toda
vez que intentamos la relación sexual, toda vez que estamos en la búsqueda del
goce del cuerpo del Otro.
Lo real.
Detengámonos un momento en esta noción que no es sinónimo de realidad. La
realidad es algo que siempre podemos discutir si existe, siempre podemos
cuestionar sus condiciones de posibilidad. Nunca estamos seguros si eso que
llamamos la realidad es auténtico o es solamente una ilusión que nosotros
mismos hemos creado. Por ese camino Freud pudo concluir que da igual, que las cosas, sean reales o
fantaseadas, obtienen el mismo resultado, que la realidad psíquica es lo que
cuenta.
Lo real, que cobra para
nosotros una gran importancia por ser lo que orienta nuestra clínica, nuestro
trabajo psicoanalítico, se define también por ex -sistir, por constituirse en un espacio “fuera
de”. Lo real se constituye segregándose del sentido. Esa una palabra
bella. Hay palabras que producen enseguida algo así como una fascinación.
Segregándose como se dice separándose, pero también como segrega su producto
una glándula: algo que era Uno deja de serlo al soltar su producto. Por eso es que toda liberación,
toda emancipación, implica no una ganancia, sino una pérdida, un soltar algo.
Lo real se segrega
del sentido, con lo cual decimos que lo real no es precedente al sentido, no
tiene existencia propia si no es por el sentido que lo hace ex –sistir. No es
concebible lo real, y en particular el goce, si no es por el significante que
lo inaugura. El cuerpo no goza si no es por la radical enajenación a la que lo
somete el significante.
Lo real, para
Lacan, es lo expulsado por el sentido[1], y por lo tanto es imposible. Lo real
viene a ser lo que resulta del contragolpe del verbo, de la palabra, en tanto
que ésta da cuenta de lo que conocemos, aunque sin estar muy seguros, como el
mundo. ¿Y de qué está hecho el mundo? De un campo de sentido que viene a
oponerse a lo que no es el mundo, de lo in-mundo, por usar el irónico juego de
palabras de Lacan.
“El hombre siempre
está ahí. La existencia de lo inmundo, a saber de lo que no es mundo, he ahí lo
real a secas.”
Elegí para
comentar aquí una frase del seminario RSI que me resultaba oscura, como
seguramente le ocurrirá a más de uno cuando se aventura en estas lecturas, pero
que, al mismo tiempo, me permite intuir que en su interior contiene la fórmula,
la definición, la clave de lo que hace que el psicoanálisis se distinga de una
manera tan notable de las llamadas psicoterapias.
El psicoanálisis se orienta
hacia lo real, esto es algo que en general nos resulta familiar a los
que nos orientamos por Miller, pero, como es posible que algunos lectores no
formen parte de nuestro ámbito, de nuestra parroquia como acostumbramos decir,
es necesario que lo aclare. Cuando se está en el mismo discurso con otras
personas, cuando se forma parte de una comunidad como la analítica, hay cosas
que ya no se dicen porque se sobre entienden, pero a veces hay que mencionarlas
a modo de una contraseña, algo que le permita a los demás saber que uno forma
parte de la comarca, en este caso nos conformaremos con decir “orientación a lo
real”, con lo que ya estaremos en sintonía. A lo largo de las páginas
precedentes hemos señalado con particular interés lo que llamamos lo
imaginario, especialmente en lo que respecta al cuerpo. También hemos hecho
especial hincapié en los aspectos simbólicos de la experiencia humana y
particularmente en la de la mujer, pero faltaba, a mí me faltaba, entender de
qué se trata eso de la orientación a lo real. Es importante ya que lo que hasta
aquí hemos tratado de decir es que hay algo, un goce, que no es del orden del
significante, que no es del orden del falo, que escapa de alguna manera al
discurso amo de la época y que tal vez pueda ser tomado en cuenta para la
definición de lo social en el futuro y que de alguna manera entra bien en esta
definición de lo que llamamos lo real.
Por eso en esta
frase que he tomado del seminario RSI uno encuentra algo más al respecto: “lo
real, dice, hay que concebir que es lo expulsado por el sentido”. Es una
definición que da el eje de lo que nos ocupa. En ella encontramos un binario
donde los dos términos aparecen como opuestos, lo real y el sentido. Es en eso
que el psicoanálisis se separa definitivamente de las psicoterapias por más
inspiración freudiana que reclamen para sí. La psicoterapia, aún la que sea
realizada por un psicoanalista, apuntará siempre a la producción de sentido,
tal vez de un buen sentido, de un mejor sentido, en cambio aquí Lacan define el
territorio hacia donde nos dirigimos, lo real, aquello que nos interesa en nuestra clínica como lo
imposible como tal, la aversión del sentido. ¿Cómo podemos imaginarnos
algo así? ¿Acaso lo real es decir cosas absurdas, incoherencias? De ninguna
manera. Lo real dice Lacan
aquí, es lo expulsado por el sentido, justamente aquello que ex -siste a lo que
decimos cada vez que decimos, no el sinsentido, sino cada vez que decimos cosas
con sentido, surge por excluirse, por contragolpe del verbo, ese real.
Lo que no es suficiente para que nos enteremos de ello. Alguien puede hablar y
hablar, y no es necesario que de ahí surja nada. Sin embargo, hay según esta
definición que tratamos de dibujar aquí, un espacio que se define por ex
–sistir a ese parloteo.
Ya lo sabíamos
cuando leíamos en Lacan ese concepto tan orientador que es el de “Presencia del
analista”. Esa presencia que se esboza en los márgenes del discurso del sujeto
como una dimensión surgida de su propio inconsciente, pero que a la vez no es
ajena a la función que el analista le presta, en presencia, con su cuerpo. No
es algo que se alcance en absentia ni en efigie, como lo decía Freud. No hay la
posibilidad del libro de autoayuda, no porque no le haga bien al lector, sino
porque no hace nada más que dar más y más sentido.
Entonces, contando
con el analista, el sujeto habla y dice, por supuesto, las cosas más
interesantes, coherentes, lógicas. Dice, habla, trata de ser claro, de hacerse
entender por el analista, da todas las vueltas necesarias para llegar al punto
de máximo interés, interés que el analista no le niega, al contrario, se
muestra muy interesado, especialmente en algunos puntos, en detalles
insignificantes y se demora en algo puntual hasta la siguiente sesión y el
sujeto siente que no pudo hacerle entender eso que quería que el analista
entendiera y volverá a la siguiente sesión renovando sus argumentos y así se
irá dibujando un margen de malentendido, algo que se escapa, que no está
incluido en todo lo que el sujeto dijo.
Lo real es la versión del
sentido en el antisentido, dice Lacan, como se dice en la antípoda, en
el polo opuesto, y es efectivamente así ya que la lógica lacaniana del
seminario RSI es justamente la del no –todo, es decir, de áreas que se definen
más por lo que excluyen que por lo que incluyen, más por lo que negativizan que
por lo que se muestra en positivo del sentido. Pero dice también en el antesentido,
jugando con las palabras, antesentido,
justo antes de la producción del sentido, antes del cierre redondeado de la
idea completa, de la totalidad lógica del discurso común. Es justamente
en eso que el psicoanálisis trazó la línea de separación con las llamadas
psicoterapias. El psicoanálisis es una psicoterapia si es que hay una psique,
cosa que habría que demostrar. Lo que el psicoanálisis demuestra no es eso. Es
en todo caso que hay una serie de problemas, de sufrimientos, de enfermedades
incluso, que están causadas, que surgen en ese punto de la relación
epistemosomática, en el punto donde se ligan el saber con el cuerpo.
La pregunta que
orienta a Lacan y que se destila a lo largo de la historia del psicoanálisis,
el cómo es que el simbólico causa el sentido, de qué forma el hablar, la
condición de ser parlante hace que haya sentido, pregunta que puede traducirse
en los términos en que Jorge Alemán la formula ¿cómo es que se establece esa
bisagra, ese gozne, entre el sentido y lo real?. No es por la idea del
inconsciente, es en la idea de que el inconsciente ex -siste, es decir que
condiciona a lo real del hombre.
El hombre nombra
las cosas del mundo, él, que aunque también es una especie animal difiere de
los demás. Un animal, nos lo define Lacan, es lo que se reproduce. Y los seres
humanos somos también animales. Nos hemos detenido bastante en esto. Hay en
nosotros, conservamos una parte, un resto animal, lo imaginamos, lo sospechamos
en nosotros y llamamos a eso las pasiones. Pero el animal que está parasitado
por el bla bla está solo en el mundo, no hay otros que hablen, no comparte con
otros animales su experiencia en el campo del lenguaje. Y es esa experiencia la
que inaugura el sexo como una experiencia subjetiva. Los animales no tienen
sexo en el sentido que lo tenemos los humanos, no hay para ellos la dimensión
del goce porque ésta se inaugura con el significante.
Allí donde el
verbo dice algo en el orden de la nominación, surge lo que hace de él su
contragolpe, su efecto, esa dimensión con la que nos consolamos de ser algo más
que eso que se segrega del mundo, es decir, de lo animal. Hay el mundo, sin
duda, sobre el que habremos de montar nuestra escena y la escena sobre la
escena. Pero ese mundo se
funda en la elaboración significante, causado por el simbólico sobre lo que no
es el mundo, sobre lo no-mundo, sobre lo inmundo: el cuerpo. Ese cuerpo
erógeno que nos mostró Freud como primicia para mondar sobre él la pulsión:
oral, anal. Es lo que nos ha mostrado también Leda Guimaráes, su modo de
situarse como la excepción la ubicaba como no humana y en ese sentido como
animal.
Mondar: limpiar
una cosa quitándole lo que tiene de superfluo o extraño que está mezclado en
ella.
Inmundo, no
mondado, no limpio. El juego de palabras por donde nos lleva Lacan es
impresionante a la vez que es una puesta en acto de lo mismo de lo que se
trata. Nos define dos campos diferentes, el del mundo y el de lo inmundo, el
del significante y el del cuerpo, pero imposibles de definir el uno sin el
otro, No como causa y efecto, sino como efectos ambos de la lengua sobre la
idea, el imaginario del cuerpo. En el momento que nos resuena inmundo a mundo
nos lleva hacia la dimensión de lo que no puede concebirse sino por una
exclusión recíproca.
El goce como tal es lo que surge en lo real
como contragolpe del sentido. Cuando hablamos hacemos surgir lo que ex -siste a
la palabra y al sentido, lo real y es en ese real que queda capturado el goce.
La mujer, que no existe, es la representación por medio de un significante de
ese goce del que nunca podremos decir nada porque la palabra no puede
capturarlo, pero que no es concebible sin la palabra. Es el goce que se hace presente en el silencio, en
el secreto, en lo sagrado.
[1] Lacan, Jaques.
El seminario 22. R.S.I. clase del 11 de marzo de 1975. Inédito
11. La Pasión
He apuntado hasta
aquí insistentemente hacia la idea de lo ilimitado. Es una idea de lo que está
más allá de la ley, de la ley que impone el significante. La mujer, o mejor, la posición femenina, cuando
es alcanzada, parece tener un privilegiado acceso, una puerta abierta a lo
ilimitado. El goce femenino, definido por Lacan como un goce no-todo, situado
en un campo topológico más allá del falo, adquiere la característica de ser, a
diferencia del masculino, no localizado, sin amarras, infinito. Y son enormes
las precauciones, las prohibiciones y prescripciones destinadas a ponerle
freno, a limitarlo y a impedir su emergencia con la convicción que su
desencadenamiento no conduce más que a la perdición. Pero en muchos
lugares encontramos
indicios de que esas fuerzas no siempre son negativas, sino que al contrario
resultan posibilitadoras de la libertad, la creación y de nuevos órdenes.
Florencia Dassen es
psicoanalista, pero, además, es una mujer que ha dado testimonio de haber
podido reconocer en su propio análisis las condiciones de su goce, razón por la
cual tomamos especialmente en cuenta lo que dice respecto a esto. En un breve
trabajo que lleva su firma, que no es un testimonio de su pase, sino una
contribución teórica, titulado “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”[1], ella examina
con impecable estilo este tema, el de la pasión, frecuentemente descuidado por
los psicoanalistas, destacando la intensidad de la represión que se ha asociado
a ella. Dassen observa que, en distintas épocas y lugares, con diferencia de
enfoques y matices, la filosofía ha reflexionado acerca de la pasión. Lo
plantea así, rápidamente, pasando revista a toda la historia de la filosofía de
un solo golpe, lo que muestra que estamos bien orientados al elegir la autora.
Con un modo que se me ocurre femenino por su pragmatismo, no se apoya en la
erudición, no hace citas ni nombra autores; simplemente pasa la página para dirigirse
directamente a lo que interesa. De todo eso que yace en los libros ella puede
extraer un punto común, una insistencia, una constante: la filosofía se ha ocupado de “cómo hacer de las
pasiones algo razonable, como ponerlas al servicio de la virtud, y no de la
perdición del sujeto. La pasión siempre guarda un borde común con aquello que
parece preciso dominar, doblegar, reducir, en fin, educar”. La frase es
textual de la autora. Es un hueso, la médula de la cuestión. Como la integral
de ese movimiento. Desde Descartes nos hemos habituado a pensar con un enfoque
racionalista. La res extensa que debe ser dominada por la res cogitans, el
cuerpo, sede de las pasiones, de los afectos, debe ser domesticado por el
intelecto, por la razón. Ya nos hemos detenido mucho en esto, pero no viene mal
repasar que lo animal que
habita en nosotros, lo visceral debe ser dominado, ese es el mandato del que se
trata acá, debe ser controlado por la razón.
Me sorprendí con
esta frase que cito porque no podía dejar de leer, en lugar de pasión, mujer,
como si fueran sinónimos. Y
es que a lo largo de la historia es también ella la que parece haber sido
necesario doblegar, dominar, reducir. Esto es así porque sin duda en la
bipartición razón-pasión que divide al ser humano entre sus aspectos elevados,
racionales, reflexivos y aquellos otros bajos, instintivos, animales,
viscerales que caracterizan a la pasión tendemos a identificar lo primero con el varón y la mujer
con lo segundo. Tal vez la facilidad con la que aceptamos esto sea a
causa de la influencia un poco misógina de Freud, tan marcada en nosotros, para
quien los ideales, reservorio de la razón y por lo tanto de la civilización,
están del lado masculino, por la internalización del padre bajo la forma del
superyo, mientras que la mujer podría decirse que esta liviana de superyo.
Menos apegada a la ley que al padre, la mujer no se rige por los ideales
internalizados. Pero esta idea no nace con Freud sino que cuenta con antiguos
antecedentes. La encontramos incluso en el Génesis donde es Eva la que
introduce al hombre en el deseo de saber con lo que provoca su exilio del
paraíso. También podemos reconocer en ello una herencia Kantiana, ya que para
Kant la mujer, su ordenamiento, está más en el dominio de lo estético que en el
del imperativo categórico[2]. Todo esto muestra que existe una larga tradición en el pensamiento, pero
también en la religión y en las costumbres, que identifica a la mujer con la
pasión.
Pero F. D. no
habla de la mujer, sino de las pasiones en el sujeto, sea hombre o mujer. Y
podemos entender que se trata de los demonios, aquellos en los que se
representa lo más intestino del ser, que bregan constantemente por emerger de
las profundidades en las que nuestro empeño los mantiene confinados. Siempre
buscamos modos de conjurar a esos demonios, propios de cada uno, que están
listos a poseernos. Señala, correctamente, que la sabiduría es tradicionalmente
puesta del lado de aquel que, habiendo dominado las pasiones, se maneja lúcido.
Sin embargo, quiero destacarlo, hay algo en su texto que parece una objeción a
esto. Ella dice: “según las concepciones dominantes” tras lo cual uno puede
leer que existe otra concepción, no dominante, que se propondría otro
tratamiento de la pasión, un tratamiento que no sería por la vía de su
destierro. Extraer esta idea de la frase es muy importante porque hasta aquí no
habíamos podido encontrar un modo alternativo, una opción que no pase por la
represión de las pasiones. Todo el tiempo se nos presentaba como una opción de
hierro, o control o perdición[3].
Hay efectivamente
otro modo de tramitar lo que tiene que ver con las pasiones, diferente del
dominante y en este lugar debemos situar al psicoanálisis, inédito discurso que
nace con el siglo veinte y que inaugura un modo no conocido hasta entonces de
tratamiento de la pulsión. El invento de Freud viene a subvertir al discurso
del amo, y si usamos este término, subversión, es para distinguirlo de lo que
podría pensarse como una oposición, incluso una sustitución. No se trata de una
actitud revolucionaria, en el sentido de cambiar los protagonistas en el lugar
del mando, sino de alterar desde su interior la estructura misma del poder. Si concebimos
la organización social y las relaciones de poder como modos del discurso, como
manifestaciones del lazo social en torno a formas discursivas, hay que ver en
el psicoanálisis una novedad en ese campo. Esto es algo que Lacan llama con
todas sus letras: una novedad en el campo del amor, pero que no es el amor
entendido en su dimensión imaginaria, repetitiva de lo mismo, sino en la
perspectiva de un nuevo modo de alcanzar la dimensión del otro, es decir, de
suplencia de la imposibilidad de la relación sexual. Se aprecia que en esto hay
invención, creación. Donde el ello era, yo deberé advenir. Lacan permite
reconocer en la filosofía una de las formas conspicuas del discurso del amo y,
en las antípodas de éste, como su reverso, el discurso del psicoanálisis. Este
discurso novedoso en la historia del pensamiento introduce otro modo de
tramitar la pasión al establecer otra forma de hacer con el goce que no implica
su erradicación o su supresión, sino una pragmática, un saber hacer con eso. Y
hay en esa dirección que toma el pensamiento de Lacan, una aproximación, un
inevitable pasaje del discurso analítico por la posición femenina, por esa
dimensión de no todo, de conjunto abierto, de ilimitado, de contingente que
esta implica. Si el análisis llevado a su fin conduce a una destitución
subjetiva, es decir del inconsciente en tanto es una forma del discurso del
amo, y con ella la de la posición falocéntrica propia de la neurosis, es
inevitable que el sujeto quede situado en un lugar que le permite ir mas allá
del falo y por lo tanto equivalente a la posición femenina. Sea hombre o mujer,
el analizado no puede dejar de
hacer esta travesía que implica el desasimiento de los mitos y ficciones en los
que se anudaba su personalidad, para recién desde allí hacer un uso mejor,
menos penoso, de sus recursos.
Florencia Dassen
en el escrito que comento percibe que el psicoanálisis, aunque desde un lugar
diferente al de la filosofía, está también afectado por el problema de las
pasiones ya que éstas tocan al ser o, más específicamente, al drama del ser.
Señala que todo el empuje de la doctrina filosófica, la doxa, estaba destinado,
hasta fines del siglo XVIII, a “evitar hundirse en un escenario trágico”, lo
que empujó a un radical rechazo de las pasiones a lo largo de todo el siglo XIX
y que culminó con la asfixiante moral victoriana. Lo vimos antes en las obras
de Shakespiere, donde el desencadenamiento de las fuerzas interiores, el amor,
el odio, termina inexorablemente en lo ominoso de la muerte. La idea predominante
es que la pasión, cuando no está bajo control, conduce inevitablemente a la
perdición del sujeto, a la catástrofe del alma. Hay, esto es algo notable,
diferentes modos de disciplinar las pasiones, de mantenerlas a raya, en regla.
Los métodos católicos, tan bien relatados por Joyce en “Retrato del artista
adolescente”, no son más rudos que los de otras religiones, lugares o culturas
del mundo. Las “filosofías orientales”, como el Zen o el Tao, son también modos
de disciplinar eso que se rebela, que busca siempre su retorno. La filosofía, dice Dassen, no
hace más que constatar la impotencia del hombre por dominar las pasiones que
han sido siempre causa de angustia.
Esto nos muestra
una doble perspectiva, por un lado social y por otro individual: Hay un sistema
de control social, que va desde la escuela a la justicia, desde la familia
hasta la policía, destinado a evitar el desborde las pasiones. Incluso están
las fiestas, que apuntan a ser válvulas de escape para su acumulación y que
permiten una liberación ordenada, civilizada, de lo que de lo contrario sería
catastrófico. El Otro social que reprime las pasiones individuales, siempre
prontas a emerger, busca también las maneras en que éstas puedan manifestarse,
pero esterilizadas de sus aspectos incontrolables. Los deportes de masas, como
el fútbol y tantos otros herederos del circo romano son modos de canalizar esas
fuerzas que no pueden ser ni liberadas ni sofocadas.
Pero hay otro
costado que es mucho más interesante en lo que se refiere al horror al pathos y
es aquel más íntimo, subjetivo, que es el que hace que ese horror sea sentido
por el propio sujeto en el que esas pasiones habitan. El sujeto siente que
dentro de sí hay fuerzas que no puede dejar en libertad sino es a riesgo de ser
consumido por ellas. División radical del sujeto que Freud puso como piedra
basal del psicoanálisis. Esto hace que “luego de un siglo de rechazo de los
afectos por parte del régimen industrial, éstos retornen de la mano de
psicoanálisis y por la pasión de Freud”.
Dassen dice así: “...si este descubrimiento
(el del inconsciente) jugó un papel fundamental, es porque tocó algo tan real
que en principio ni su propio pensamiento hubiera considerado pensable: lo real
del sexo. Desde entonces la cuestión del sexo y esa otra tan inseparable, el
amor, se tornan resortes fundamentales para pensar las lógicas colectivas de lo
social, la fascinación por el poder y la culpa...”
Es notable en este
párrafo que para la autora el sexo y el amor son inseparables. Es en estos detalles
que uno puede captar que, más allá de la psicoanalista, la que escribe es una
mujer. Es justamente lo que encuentra Lacan en la posición femenina. Para la
mujer hay otra cosa más allá del falo, un goce que no pasa por la función
fálica y es en esto que para la mujer el sexo es inseparable del amor. No es
así para el que se ubica del lado macho. Para éste el amor no es una condición
esencial para el sexo. Hay enormes muestras de ello: la violación, en el caso
extremo, pero también el uso de la prostitución e incluso dentro del
matrimonio. Tantas son las quejas de las mujeres que refieren su insatisfacción
por un sexo que transcurre casi sin palabras, sin palabras de amor. Y hay que
decir que en verdad la demanda de palabras, el “quiero que me hables” o el
“necesitamos más dialogo” es siempre una demanda de amor. Las mujeres de hoy
piden que les hablen y se impacientan frente a hombres lacónicos que parecen
sólo desear el sexo. Ellas reclaman una palabra que no es cualquiera. No se trata de la palabra organizada
en el discurso teórico ni en el monólogo adormecedor del varón acerca de sus
hazañas, sino la palabra que se dirige a ella, a su ser de mujer. Es el sentido
del “que me hable”: es en el “me” donde reside la verdad de su demanda. Y es
que la palabra es siempre vehículo de amor cuando se dirige al otro, diga lo
que diga. La palabra es lo que la mujer espera para encontrar en ella el ser
que le falta.
Una mujer de mediana edad
sufre una serie de molestias que atribuye al hábito de fumar. No puede dejar el
cigarrillo y piensa que el análisis la va a ayudar en esto. Enseguida su
discurso se orienta hacia su relación matrimonial que ha durado muchos años y
que resulta, para ella, totalmente insatisfactoria. El marido, según su relato,
es un hombre buenísimo, serio, responsable y, sobretodo, ella esta segura de
que le es absolutamente fiel. Sin embargo él esta muy abocado a su trabajo que
le lleva muchas horas del día, y las que está en casa apenas si le habla. La
crianza de los hijos ha estado a cargo exclusivamente de ella ya que el marido
se desentiende de todos los problemas domésticos. Tampoco le gusta a él salir
de vacaciones y encuentra buenas excusas en relación a su trabajo para
postergarlas cada vez. Todos los intentos de ella por cambiarlo han sido
infructuosos. Las escenas, los gritos, las conversaciones, no consiguen
modificar nada en él. Su pasión es la profesión y la mujer no puede encontrar
un lugar allí. La búsqueda de ella por aliviarse en otras ocupaciones como
cursos, seminarios, talleres de yoga o de danza, o salidas con amigas no han
conseguido más que aumentar su angustia.
La interpretación del
caso es sencilla, a prima fascie. Con la llegada del climaterio, la mujer, que
aún se conserva joven y bella, se plantea que el futuro que le espera con este
hombre que no le habla será aburridísimo, y la idea de separarse empieza a
tomar cuerpo en su pensamiento, pero a la vez aparece en ella un pánico, un
temor enorme a la vida sola. Se hace presente en ella el siguiente pensamiento inconsciente:
“Si puedo dejar de fumar, que es algo que me cuesta tanto, si puedo tener esa
fuerza de voluntad, luego podré dejar lo que sea, incluso a mi marido”. Lo
llamativo es que, por supuesto, nunca puede dejar de fumar lo que muestra el
carácter tramposo de su estrategia. Con ella se garantiza continuar en la queja
pero para no salir de la situación. Este caso, que se repite en tantos otros
muestra a la mujer contemporánea insatisfecha por lo que el hombre no le da, es
decir, se queja de que el hombre no le habla. No importa que él traiga dinero a
casa, que sea bueno, honrado y trabajador, no interesa que no sea mujeriego,
todo esto parece perder valor si él no le demuestra...¿qué?, su amor. Las
palabras que ella le reclama son palabras de amor. Aunque podríamos decir que
siempre las palabras son un vehículo de amor. El silencio puede ser incluso una
muestra de desprecio. El sexo en la vida de esta mujer no tiene sentido si no
está ligado al amor, a las palabras de amor, y deben ser palabras, no gestos. Ella necesita de eso.
Tan es así que durante
años se lo ha procurado por otras vías. Diferentes galanes se le acercan y ella
coquetea con ellos para procurarse una dosis de esas preciadas palabras de
adulación, luego de lo cual, se deshace de ellos, no quiere problemas, y vuelve
con su apático marido.
Cabe preguntarse,
lógicamente, si ella tanto
necesita de eso ¿cómo es que ha ligado su vida por tantos años a un hombre
parco como ese?. Ha tenido la oportunidad de conocer a otros hombres que
sí sabían hacer con eso que ella tanto desea y no han podido separarla de su
aburrido compañero, tiene que existir una buena razón para que ella siga con
él. Su respuesta no se hace esperar: Es su incondicionalidad. Ella sabe que él es de ella, y solo de
ella, que él no miraría a otra mujer por ninguna razón.
Hay en esta mujer una
doble situación. Por un lado se siente insatisfecha, no obtiene del hombre que
la acompaña lo que ella desea y merece. Su vida aparece signada por el esplín y
la opacidad. Por otro lado, el costo que tendría para ella un vida
independiente, que la podría llevar a encontrar otro compañero o no, es
extremadamente alto: ella
debe soltarse, per-derse, de la seguridad que este hombre representa para ella.
Ese es el punto. Vislumbra que si no esta bajo la incondicionalidad del esposo
podría precipitarse en lo infinito, en lo sin límite. Frente a esto opta
por continuar, aunque quejándose, en territorio seguro. La incondicionalidad del hombre se torna así,
paradójicamente, en un mecanismo de control, pero no impuesto ya por él, sino
creado por ella misma.
Muchas mujeres parecen
necesitar de estar fijadas, atadas, ancladas a un otro que les proporcione un
sentimiento de seguridad. Puede ser, como en este caso, un hombre, un esposo,
pero hay también la que hace de sus hijos o de sus padres este punto de
fijación que impide que ella quede en situación de deriva. Parece realizarse en
estos casos la lucha que nos refiere Florencia Dasen mantenida históricamente
contra la pasión. En el escenario de la vida privada de cada mujer se puede
comprobar el hecho de esta lucha. Como si la razón estuviera encarnada acá por
el partener, marido, madre, hijos, garante de la sensatez y la cordura, que
limitan las posibilidades de escape de una loca potencial, siempre a punto de
deslizarse en la pendiente de la pasión amorosa. Es claro que en esta escena no
hay culpables, ya que contribuyen a su creación todos los participantes. Pero los hechos de la cultura
hacen que visualicemos a las mujeres como víctimas del sometimiento. Sin
embargo, las propias mujeres no son ajenas a la creación de estas condiciones
de sumisión. Tanto es el terror que provoca un horizonte sin control que
pareciera preferible la postergación y la conformidad al partener.
El problema nos
desliza con facilidad hacia la idea del “punto medio”, que encontramos en el
budismo Zen, pero que cuenta con una gran aceptación. Ni mucho de uno ni mucho
de lo otro. Si la fijación, la atadura a sitios seguros, se nos aparece como
uno de los polos de esta cuestión, el otro es el abismo y la perdición. De un
lado, lo monótono, aburrido y sin sobresaltos de un vida que no requiere
consumir más adrenalina que lo necesario y que garantiza el sustento y el
porvenir de los hijos en la familia, pero que termina con harta frecuencia en
el estallido de la angustia bajo la forma del ataque de pánico. Del otro
costado, el exceso, y con él, la pérdida de las cosas más valiosas, de los
bienes más preciados, pero con la ganancia del goce, el placer, la pasión. Cómo
no preguntarse entonces por el punto medio. Todo parece indicar que el
consentimiento a las formas de la pasión que son para cada uno, no hay un
colectivo de la pasión, necesitan de una regulación, un marco. Es lo que Freud
consideró central en la producción de las neurosis, la radical oposición entre
las tendencias instintivas del sujeto y las regulaciones que el orden social le
imponen. Pero la experiencia analítica nos enseña que ese punto medio nunca se
alcanza y que el salto de la satisfacción a la culpa es la constante.
A lo que apunta el psicoanálisis
lacaniano, reconocer las condiciones de goce de cada uno para con ello
saber hacer, no es el punto medio, por el contrario, lo que propone es un nuevo anudamiento de la
estructura subjetiva que cancele la eterna lucha entre el goce y la culpa.
Saber hacer no es la represión, ni el sometimiento de las pasiones a la razón,
ya que esto ha dado ya sobradas muestras de ser imposible.
El saber hacer con el goce es,
habiendo identificado la propia manera de gozar, el síntoma, la singular manera
de vivir la pulsión, hacerse pragmático en el uso que cada quien le puede dar a
ese goce y esto se hace posible solo si se cuenta con lo real.
[1] Dassen,
Florencia. “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”. DISPAR N2, revista
de psicoanálisis. Editorial Tres Haches. Bs. As. 1999
[2] Es interesante
de ver que, en la perspectiva kantiana, el hombre, sometido al imperativo
categórico, es más libre que la mujer, que cede bajo su pasión. La pasión
encadena, mientras que el imperativo, tomado como él lo postula, representa la
máxima autonomía, la plena independencia del sujeto a cualquier
condicionamiento externo a su voluntad.
[3] Me ha
sorprendido la etimología de la palabra perdición. Ella incluye el prefijo per
que tiene una significación un poco difícil de captar en castellano que es la
de aumentar el valor de la palabra a la que precede. Es como decir mucho o muy.
En este caso, se antepone a una palabra que en su origen es dar, con lo que
significa, estrictamente, darlo todo. Y es justo el sentido de lo que se nos
presenta ahora como tema de reflexión, es decir, el darlo todo en el campo de
los bienes, de los teneres que son de alguna manera los medios por los cuales
podemos estar amarrados a algo, para internarnos en el inseguro territorio del
ser. Los ancianos, temerosos de perderse en las nebulosas de la senilidad,
tienden a aferrarse más a los bienes materiales en un camino casi inverso al
que proponemos.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
10. Una escritura
He establecido que
la relación que cada uno tiene con su cuerpo es siempre muy compleja. Y es
importante dejar claro que se trata de una relación porque eso es lo que nos
pone en la idea de que el cuerpo es hetero para cada uno, es Otro. Si bien
desde el punto de vista biológico somos un cuerpo, en tanto animales somos eso,
un cuerpo, por la incidencia del lenguaje, por el efecto que en nosotros
produce el ser hablantes, es que se genera ese divorcio con respecto al cuerpo
y es por eso que, los humanos, tenemos una relación al cuerpo, nos relacionamos
con él de una manera compleja, imperfecta y siempre incómoda. Allí donde el animal es un
cuerpo, y por eso una unidad, nosotros tenemos un cuerpo, división que es
esencial a nuestra naturaleza.
Esto es algo que
hay que aclarar.
El estadio del
espejo, como forma de presentar la propia imagen como algo fragmentado,
imposible de unificar de un modo acabado, nos daba una muestra de esa relación
imperfecta al cuerpo propio. Pero la idea que ahora intentaremos alcanzar es
eso que, en el nivel del cuerpo, no es ya del orden de la imagen sino que
permanece como una escritura, como marcas o trazas singulares que resultan
determinantes de la vida, la conducta y los afectos de un sujeto.
Escritura. Estamos
usando acá una palabra común en el lenguaje cotidiano pero que en el mundo de
la literatura, por ejemplo, tiene una estatura muy importante. Más todavía en
el de la lógica matemática, donde la idea puede ser reducida a una escritura
que, en verdad, no dice nada. Aceptamos que una escritura es hacer marcas, sean
con un punzón, con una lapicera o con una computadora, y lo relacionamos con el
lenguaje porque se trata de marcas que quieren decir algo, sin embargo, no
siempre lo escrito puede decir algo, o al menos lo que dice no es claro, su
interpretación no es directa. No hay una correspondencia entre lectura y
escritura. Es el caso por ejemplo de las escrituras rupestres. Están allí,
fueron hechas por alguien y con una finalidad, pero esos fines resultan
oscuros. Lo que no impide que podamos discurrir bastante en torno a ellas.
Nuestro pensamiento se cuelga de esa escritura y comienza a decir cosas.
El inconsciente que
inventó Freud es la relación entre ese cuerpo que nos es extraño con algo que
hace marca en lo real, es decir, la relación, que toma la forma de una bisagra
entre el cuerpo y el significante. Es una idea que si la consideramos
detenidamente es apasionante. La palabra no alcanza para decir algo que sea
realmente abarcativo del cuerpo, lo que está en el nivel de las marcas del
cuerpo, de esa escritura corporal no se puede decir. Por más que intentamos
alcanzar mediante la palabra algo de lo que goza en el cuerpo, de lo que
palpita en él, de lo que lo afecta, nunca podemos dar con la articulación
adecuada. Sólo hacemos rodeos, bordeamos las zonas en las que supuestamente
estaría localizado el goce del cuerpo pero sin dar en el blanco nunca. Hay
intentos, lo podemos ver en Joyce, en Heidegger, en el mismo Lacan, de hacer de
una escritura algo que se acerque a lo real del cuerpo. Vemos así esas formas
literarias que hacen trizas el lenguaje, que provocan neologismos, que tuercen
las significaciones, que juntan varias palabras en una, o inyectan un idioma en
otro en un intento de acercar el lenguaje a la cosa en sí. Es como si quisieran
que por fin, en el forzamiento a lo imposible, la palabra pudiera dar cuenta de
la cosa, capturarla o, al menos, abrir una ventana que comunique dos universos
originalmente separados. Intentos de alcanzar lo que Barthes llamó el grado
cero de la escritura. Pero esto no es más que el intento, siempre fallido, de
hacer que la relación sexual exista, de cancelar la brecha abierta definitivamente
por el lenguaje entre el goce del cuerpo y la palabra. Por eso es necesario, si
queremos entender algo de lo que regula el goce en el mundo, que separemos
conceptualmente lo que es del orden de una escritura, sigo a Lacan, de lo que
es del orden del significante. Nos detendremos en esto.
Es en esa imagen
confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo donde intervienen, de una manera
también compleja, los afectos. Quiero decir que para que comprendamos lo que el
cuerpo es para nosotros tenemos que pensarlo como afectado. Si no, lo que tendríamos
es nada más que una máquina como lo pensaba Descartes. La figura siniestra del
autómata de los cuentos de Hoffman no está muy lejos de la idea que tienen del
cuerpo nuestros modernos neurofisiólogos. Los afectos, cosa por lo demás un
poco difícil de definir, son algo que percibimos, aunque de una manera a veces
vaga y oscura, siempre a ese nivel, a nivel del cuerpo, pero no es, sin
embargo, un sinónimo de la emoción. La emoción es lo fisiológico, la descarga
de adrenalina o de otros mediadores químicos en el organismo, que sería
reproducible en un animal de laboratorio. En el animal asustado, por ejemplo,
podemos objetivar una serie de cambios en el funcionamiento de sus órganos, le
late rápidamente el corazón, disminuye la sudoración, etc. Pero no conseguimos
situar un sujeto. Es una prueba que puede reproducirse sin dificultad en un
conjunto de animales y no nos permitirá ubicar a ese sujeto en su relación con
los otros. El afecto, o más precisamente la pasión, nos permite ubicar al
sujeto en su particularidad. Cuando hablamos de alegría, tristeza, euforia o
amor, es necesario, por supuesto, que haya el cuerpo para actuar de soporte de
esos afectos, pero es el cuerpo tomado, atravesado por el significante y aquí
sí entonces podemos hablar de un sujeto.[1]
Hay, sin duda, una
estrecha relación entre los afectos y el carácter de un sujeto. Podemos así
hablar de alguien optimista, otro pesimista, uno generoso y alguno avaro según
la manera en que en ellos se modulan esos afectos.
El término “carácter”,
en psicoanálisis, ha tenido su historia. Es la forma más próxima con la que los
analistas después de Freud han intentado conceptualizar esto que ellos
aproximaban como la incidencia del cuerpo sobre el inconsciente, la
articulación del inconsciente y el cuerpo[2]. Y esto porque el carácter es el
concepto mediante el cual se podía pensar la incidencia de la pulsión sobre la
personalidad. Para Miller hay algo valioso en este concepto porque permite
captar cómo lo inconsciente se manifiesta, no ya como una expresión explosiva y
llamativa, distinta del conjunto, discordante como es el síntoma, sino como una
manifestación existencial de lo inconsciente sobre el conjunto de la
personalidad. Es decir, no
se trata en el carácter de esos fenómenos reñidos con el modo particular de ser
de un sujeto, sino de algo sintónico con el yo, con lo que estamos habituados a
llamar la personalidad. Toda la conducta del sujeto, su forma de ser, su manera
de gozar de la vida, están aquí subordinados a lo que se aloja en el ello
freudiano, es decir la pulsión. El carácter, entonces, es esa forma en que se
modaliza la pulsión en un sujeto dado, de manera tal que cada uno de sus actos,
su manera de pensar y de ser, están impregnados por un estilo que le es propio
y que se articula a la pulsión.[3]
Es allí donde
podemos captar que las modalidades del carácter están limitadas por la pulsión.
A tal punto que podríamos hacer un catálogo, no lo vamos a hacer, pero
podríamos hacer un catálogo de las pulsiones con el correspondiente carácter o
con los tipos de carácter que les corresponden. Se puede apreciar, como lo demostró Freud, que el
erotismo anal, la fijación a las formas anales de satisfacción, se corresponden
bien con ciertas formas de carácter en las que se destaca la avaricia, la
pertinacia y la pasión por el orden y la limpieza, tan propios de la neurosis
obsesiva. Pero el carácter no es una neurosis. Es la manera de ser de
alguien que bien puede ser vivida como correcta y satisfactoria, no solo desde
el punto de vista individual sino también social. La envidia, sin duda una
pasión que ha sido observada desde antiguo, se articula, como lo ha demostrado
la investigación analítica, con la pulsión de ver, la pulsión llamada por Lacan
escópica. Y de esa forma podríamos continuar con el catálogo tomando la pulsión
oral, la invocante, etc.
Se articulan así
en el carácter, pero de manera más precisa en el síntoma tal como lo concibe
Lacan, tres dimensiones tan aparentemente distintas como son el cuerpo, con sus
agujeros, la pulsión y la pasión, aquello por lo que cada uno se apasiona y
hace de ello su vida, su forma de ser y también su forma de sufrir.
Son marcas en el
cuerpo, como una escritura invisible, que dan consistencia al síntoma y que
permiten el anudamiento de la estructura al hacer de bisagra entre el sentido y
lo real. De lo real no se puede decir nada, es lo que hay sin ningún predicado
posible, indistinto. Cuando damos un nombre a algo, lo que hacemos es
introducir la distinción, hacemos que algo se recorte y se distinga del resto y
con esto hacemos que tenga sentido. Ese es el modo en que hacemos que lo que
era puramente pulsional, y como tal insensato, pase al registro de las cosas
que pueden decirse, razonarse. Con ello nos hacemos una idea de nosotros mismos
basada en un argumento, en un conjunto de proposiciones acerca de nosotros
mismos. Finalmente podemos hacer un lazo que vincule estas dos dimensiones,
real y sentido, que es lo que Lacan llama lo imaginario y que se hace
fundamental en la idea que tenemos de nuestro cuerpo, pero sobre todo, de la
relación que tenemos con el semejante.
Lacan, en el
seminario 23, dedicado al síntoma, se detiene en James Joyce para señalar algo
que es en verdad extraño en lo que hace a la relación entre el cuerpo y los
afectos.
En Joyce nos
encontramos con una experiencia en la que no hay con relación al cuerpo ningún
afecto.
En un pasaje de
“Retrato del artista adolescente” donde el personaje Stephen, al que podemos
identificar con Joyce, recibe una paliza por parte de sus camaradas, él refiere
no +sentir nada, a lo sumo asco. Pero, además, lo que siente es que su cuerpo
se desprende, como se desprende una cáscara. Y es justamente hacia su propio
cuerpo hacia el que siente ese asco.
Se trata, como lo
señala Lacan, de una forma de dejar caer el propio cuerpo. Es una experiencia
inquietante, ominosa, pero no poco conocida. Esta forma de dejar caer el
cuerpo, de desprenderse el registro imaginario del cuerpo, la idea que alguien
tiene de sí en tanto cuerpo, ha dado lugar a toda una semiología de la psicosis
muy interesante. Se puede ver en ella que si no hay algo que anude, que fije
los elementos de la estructura, el cuerpo estará a la deriva como se aprecia
tan claramente en todas las formas de la psicosis.
Pero el asco no es
algo que esté, como experiencia, como síntoma o como señal, limitado al campo
de las psicosis. También podemos sacar provecho de esta experiencia Joyceana en
otro sentido, en el de un rechazo del cuerpo, aquel que encontramos con una
notable constancia en la histeria y que se vincula con la llamada complacencia
somática, es decir, con la facilidad con que los síntomas son derivados al
cuerpo en al histeria. Nunca está ajena la experiencia histérica al asco,
especialmente el que se siente en relación a lo sexual y vincula de manera
paradigmática dos pulsiones, la genital y la oral. Con ello se observa que las
primeras experiencias de satisfacción, es decir las que tienen que ver con la
oralidad dejan profundas y duraderas marcas que se revelan luego en la entrada
del sexo en la vida del sujeto, por cierto, siempre traumática. Eso fue, precisamente, lo que
llamó la atención de Freud en el caso Dora, sexual que ante el encuentro, ante
el contacto físico con un hombre, la muchacha, en lugar de excitarse
sexualmente siente asco. Sustitución fundamental del placer por la
repugnancia que para Freud es patognomónico de la histeria.
¿Cómo no ver
también en la anorexia,
donde el asco toma un papel muy importante, la realización de una religión
privada similar a la que Freud supo reconocer en la neurosis obsesiva?. El
carácter silencioso de sus ritos, la fina selección de los alimentos, la
regularidad de sus ceremoniales, son la evidencia de la satisfacción que
encierra esta religión en la que vemos dibujarse nuevamente el estrago materno bajo la forma del objeto
tragado-rechazado. El asco es aquí la constante en la que se puede
advertir el goce por ese vacío de lo postergado o de lo ausente. Lo curioso es
que, aunque hoy la
anorexia es promovida como una entidad clínica nueva o propia de la
época, forma parte de la
experiencia histérica de modo regular. Casi no encontramos un caso de histeria femenina sin que
éste revele en algún momento de su historia un trastorno alimenticio, sea bajo
la forma de la bulimia, la anorexia o ambas combinadas, cuando no simplemente el asco. El
bien llamado objeto oral en juego aquí es el que el sujeto obtiene recortando
en el Otro materno la parte que le asegura la satisfacción. Pero para esta
operación deberá también intervenir la demanda de ese Otro materno. ¡Cómo ha
insistido Lacan en la relación íntima que existe entre la demanda y el deseo!
Demanda que es del sujeto pero con los significantes que necesariamente va a
tomar del Otro: Dame tu leche, acércame a tu pecho, pero esto te lo pediré en
los términos de tu demanda. El objeto seno es también la boca, los dientes, el
pezón, la leche, la lengua. Todos objetos parciales recortados sobre la
opacidad del cuerpo de la madre. No es posible gozar del cuerpo del Otro como
tal. No es posible gozar del cuerpo de la madre, prohibición esencial al ser
hablante, y esto es lo que Lacan traduce como la inexistencia de la relación
sexual. No se puede gozar
del cuerpo del Otro y es por eso que nos aferramos a la parte separable de la
que Winnicott supo hacer su objeto transicional. El asco viene a señalar, a
indicar donde esta el goce localizado y cómo está ese objeto situado sobre el
mapa del cuerpo. Es un trazado, una escritura. Y eso se lee.
[1] Hay toda una
serie de procedimientos por los que un psicofármaco debe pasar antes de salir
al mercado, entre ellos, hay que probarlo con animales de laboratorio de los
que la rata resulta ser el privilegiado. Se verifica así su eficacia y si las
ratas no enferman o mueren con el medicamento, eso da una garantía de que no lo
harán los seres humanos al consumirlo.
Pero lo que ocurre
es que el ser humano plantea una dificultad que obstaculiza el avance que se
podría conseguir en la biología: en el humano hay afectos más que emociones. Si
uno toma un animal de laboratorio y le administra ciertas sustancias, puede
luego repetir la experiencia con otro animal y sacar conclusiones. Una unidad
animal y otra unidad animal pueden sumarse estadísticamente para obtener
resultados que acumulen un saber, porque, una rata, es una unidad rata, dicho
de otra manera, el ser de la rata y el cuerpo de la rata son una y misma cosa.
Cuando se trata de seres humanos
el cuerpo no coincide con el ser. El ser de una persona, por estar atravesado
por el lenguaje, va mucho más lejos que su cuerpo.
El uso que hacemos
del lenguaje hace que nuestro nombre, por ejemplo, nos anteceda. Antes del
nacimiento se dicen y piensan cosas de nosotros, y resulta importante de quién
somos hijos o hermanos, si nacimos primero o después, varones o mujeres. Del
mismo modo, al morir dejamos una serie de huellas que permiten que nuestro
cuerpo desaparezca pero que nuestro nombre y nuestras obras nos inmortalicen.
Nada de eso ocurre con la rata. La rata de laboratorio es hija de una rata
idénticamente rata y solo existe como tal al nacer su cuerpo de rata y
desaparece por completo al cesar las funciones de su cuerpo de rata. Eso es lo
que quiero decir con que su cuerpo y su ser son la misma cosa, mientras que el
cuerpo humano no coincide con su ser. Nosotros tenemos un cuerpo, la rata es un cuerpo.
Y desde que tenemos un cuerpo la relación que establecemos con él es compleja y
difícil.
Dicho de otra
manera, los efectos de la lengua se presentan bajo la forma de los afectos. Es
en ese límite silencioso donde se alcanza lo que en psicoanálisis entendemos
por el síntoma. Aquello que, por tener un poco de cada una, tiene algo de
sentido, de palabra, de significante, y algo de lo real del cuerpo. Es justamente
en el síntoma donde el psicoanálisis pudo encontrar esa compleja relación
donde, algo se descifra.
La ciencia busca
un saber que sea íntegramente transmisible, es decir, busca un saber sin resto,
reproducible, objetivo. Es por esto que busca un lenguaje que apunte a la
referencia inequívoca, la precisión, la rigurosidad en las expresiones. Por
esta razón se ha buscado crear manuales diagnósticos que sigan el ideal de una
lengua universal, entendible por todos los psiquiatras, transmisible sin resto.
Pero para que esto sea posible hay que suprimir todo predicado acerca del
sujeto en su particularidad, en su experiencia singular. Es necesario que se
omita toda referencia a esa compleja relación que el sujeto, en tanto es efecto
de significante, tiene con su cuerpo, no ya como organismo, como entidad
biológica, sino como ser capaz de goce.
[2] Miller, Jaques
Allain. La experiencia de lo real en la cura analítica. Clase X. París, 1999.
Inédito
[3] Lacan hizo
tambalear, como lo señala Miller, esas estructuras extendiendo la noción de
síntoma más allá de sus límites tradicionales y haciendo subsumir la idea de
carácter a la de síntoma. Y hay buenas razones para ello. El síntoma para Lacan
es aquello que dice de la escritura a nivel del cuerpo, es decir, a nivel de la
pulsión, que no es otra cosa que la articulación del significante en esos
agujeros del cuerpo, que hacen que el sujeto pueda ser definido por su forma
particular de gozar. Esto es llevado al límite de la definición por Miller
cuando dice la fórmula “soy
como gozo”.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
9. Clítoris o
vagina
Relata Eric
Laurent [1]que Marie Bonaparte, la princesa que apoyó tan decididamente a Freud
aún en los momentos más difíciles, no modificó, luego de concluir su análisis,
su actitud aristocrática y caritativa. En cambio sí se vio impulsada a utilizar
su fortuna y su influencia para, además de difundir con entusiasmo el
psicoanálisis, embarcarse en un proyecto destinado a distribuir de una manera
más justa el goce entre las mujeres. El proyecto en cuestión era el de un
cirujano que proponía una operación mediante la cual se acercaba el clítoris a
la vagina. Al parecer, cuenta Laurent, ella misma había quedado encantada con
los efectos de esa intervención y quiso que una fundación la pusiera al alcance
de muchas otras mujeres. Era un intento de remediar de manera pragmática la
separación entre el goce fálico, clitoridiano y el Otro goce, el goce vaginal.
Laurent nos trae
esto como una anécdota divertida de las que pueblan la historia del movimiento
psicoanalítico pero, hay que decir que la dificultad para armonizar los dos
goces mencionados, los dos polos de posible satisfacción femenina en el sexo,
ya fue planteada por Freud con mucha seriedad y no dejó de preocupar
posteriormente a Lacan. Cierta obsesión por la anatomía y sus determinaciones
en la subjetividad nunca ha estado ajena a las preocupaciones psicoanalíticas.
La intelección que
Freud alcanza para la sexualidad femenina divide a ésta en dos tiempos. Un
primer momento en el que la niña se ubica en una posición idéntica a la del
varón, es decir, centrando su sexualidad en torno al falo, representado en su
anatomía por el clítoris. Posición a la que deberá renunciar, no sin
dificultad, para acceder en el segundo tiempo, por desplazamiento de la
erogeneidad, a la vagina, al otro goce, este sí para Freud propiamente
femenino. ¡Qué dolorosa es esa resignación!. Los que hemos podido presenciar en
niñas pequeñas este reconocimiento de insuficiencia del clítoris frente al
órgano masculino no podemos menos que conmovernos ante el sufrimiento con que
se lleva a cabo ese movimiento. Ellas se rebelan, no quieren asumirlo, orinan
de pie como los varones o sueñan con que más adelante les podrá crecer. ¡Es tan
grande la afrenta narcisista! ¿Cómo no comprender que ese dolor puede durar
toda la vida? ¿Cómo no entender que allí es donde se juega la partida para todo
lo que será la vida sexual posterior de una mujer?. No estamos ante simpáticas
actitudes infantiles sino frente a los más dolorosos momentos en la definición
del ser que urgen al sujeto por una respuesta, por una solución que procure
algún alivio a tanta pena.
Es evidente que en
este esquema freudiano la mujer debe abandonar el clítoris, por causa de la
insuficiencia de ese órgano en términos comparativos con el varón, y aprender a
arreglárselas con la vagina. Pero, en definitiva ¿Cuál es el goce que una mujer
alcanza en la vagina? ¿Es del mismo orden que el goce clitoridiano, aún en el
supuesto caso que dicho desplazamiento se hubiera producido exitosamente?. Cosa
que, por lo demás, no sería la regla ni mucho menos, como parece testimoniar la
búsqueda de la princesa Bonaparte.
Esta cavidad
virtual del cuerpo de la mujer, sin duda apropiada para el acoplamiento con el
otro sexo en términos biológicos, no está, al menos no lo está a simple vista,
dotada de las particularidades erógenas del clítoris, órgano que comparte con
el pene masculino sus características de ser eréctil y de indiscutible
sensibilidad, esto sin considerar el carácter positivo del clítoris con
relación al vacío que pone en juego la vagina, lo que remite, claro está, a
cierta negatividad, a lo que no hay.
Sobre esto Lacan
se detiene brevemente, y de manera sorprendente, en su seminario de 1963 donde
arriesga que, no teniendo inervación, pueden echarse chorros de agua hirviendo
en la vagina de una mujer sin que ésta sienta nada. No he tenido todavía tiempo
de verificar en el Testut Latarget la veracidad de esta observación respecto a
la anatomía femenina. No tiene mucha importancia en realidad. Pero, de ser así,
mucho menos será ese órgano sensible a la presencia en su interior del miembro
masculino. Realmente éstas son cosas que sólo Lacan se puede permitir. No
porque sea un médico, eso no sería suficiente ya que ni los anatomistas ni los
fisiólogos se atreven a tanto, véase sino el libro de fisiología de Guyton
acerca del orgasmo femenino, sino porque él no se priva de nada en el momento
de usar para el avance del psicoanálisis cualquier elemento de valor. Hay en
esto, como lo ha señalado frecuentemente Baby Novotny, cierto pragmatismo de
Lacan. En este caso se apoya en datos de la anatomía que, sin duda, son
desconocidos para la mayoría, si no para todos lo psicoanalistas, y nos interna
en esa lógica fascinante por la que nos conduce. Digamos de paso que los
axones, los haces nerviosos que inervan la zona genital, son llamados en
anatomía pudendos, que quiere decir, vergonzosos. Hay nervio pudendo interno y
externo. Con esto uno puede ir pensando que aún en el campo de la anatomía algo
de la represión ha funcionado.
Entonces, si la
vagina carece de sensibilidad en sus dos tercios superiores ¿De qué goce se
trata éste que no se funda en la sensibilidad local del órgano afectado? Lacan
consigue demostrar que el desplazamiento de la excitación del clítoris a la
vagina sigue los caminos que son propios de todo síntoma histérico, es decir,
el desplazamiento de la excitación, por la vía de la conversión, a otra zona
del cuerpo, desde entonces devenida erógena. No es otra cosa lo que Freud pudo
encontrar en las histéricas que poblaron sus primeros años de experiencia
psicoanalítica. Cualquier zona del cuerpo, si se dan ciertas condiciones, es
decir si se dan las condiciones de lenguaje, puede tornarse zona erógena y
proporcionar un goce erótico al sujeto. Las condiciones de lenguaje son que el
Otro, como tal, preste al sujeto sus significantes. Con los significantes que
proceden del Otro el sujeto va a construir su síntoma. Es un punto importante.
Acá Lacan compara el goce femenino con el histérico, con la modalidad histérica
de gozar. Es algo que no va a conservar, mas adelante deberá separar esta
posición histérica de aquella que será específicamente femenina, pero, sin
embargo, debemos notar que la histeria también es no-toda. No toda histérica,
también una mujer.
Algo queda claro:
el goce vaginal durante la cópula no es suficiente para comprender de qué se
trata ese Otro goce, el que no es fálico. Por el contrario, el goce vaginal,
desde su perspectiva de vacío, desde su negatividad, no hace más que instalar
nuevamente la pregunta por el goce femenino, la redobla.
El error de Freud
en este punto no está, por supuesto, en la genial intuición de reconocer en la
mujer otro goce diferente al del varón, sino en el intento de darle a éste una
localización en el plano anatómico. Lo que caracteriza justamente al deseo
femenino es que no tiene fijeza, no se lo puede situar, es ilocalizable.
Mientras el deseo masculino se caracteriza por ser fetichista y por lo tanto
siempre fijado por el objeto, ese objeto singular que para cada uno es siempre
el mismo y que hace que el goce esté localizado, delimitado, el deseo
femenino no se somete a esa ubicación y mucho menos en el plano anatómico.
Los intentos de
ubicar el goce femenino han dado lugar, entre otras tantas cosas, a la
postulación de los célebres puntos excitatorios como el punto G, el punto
gatillo en la superficie del cuerpo en el que una mujer podría encontrar el
clímax cuando se lo estimula. Cada tanto aparece un investigador norteamericano
con el descubrimiento de un nuevo punto al que le asigna otra letra. Junto al
punto G tenemos el punto A y con ellos van trazando un mapa erótico sobre el
cuerpo de la mujer. Podemos sospechar que no les va a alcanzar el alfabeto para
nombrarlos: la migración de la zona erógena continuará su derrotero
infinitamente.
Estas
aparentemente ingenuas propuestas deben sumarse a los intentos de mantener bajo
control la sexualidad femenina. Es un intento de dominio sobre algo que siempre
se escapa.Como si dijeran: si conseguimos localizar el punto del cuerpo donde
tiene su sede el goce de la mujer podremos luego hacerlo manejable.
Los intentos de
control en este sentido no son solo científicos sino que incluyen otros en el
plano de la religión, de la moral o de las conductas rituales en las culturas
más diversas del mundo y en los más diferentes momentos de la historia y,
posiblemente, con bastante éxito.
Concluimos
entonces que la intuición de Freud es correcta en el sentido de establecer un
goce Otro para la mujer que se distingue con claridad del goce masculino pero
incorrecta en el intento de situar este goce en la anatomía. También observamos
que la opción entre clítoris y vagina es falsa ya que la mujer participa
perfectamente del goce fálico pero siendo no-toda, es decir, que no se limita a
él sino que siente otra dimensión del goce pero que no está referida a un
órgano o región del cuerpo. Ni siquiera el clítoris será adecuado para lograr
la satisfacción sexual de la mujer si éste no está investido libidinalmente, es
decir, si no se ha producido la articulación del significante, de la palabra,
con esta zona para que ella devenga erógena. La hipersensibilidad de una parte
del cuerpo es tan posible como su más radical anestesia sin interesar los
recorridos nerviosos, las inervaciones o los receptores. Más estarán
determinadas sus posibilidades por el valor inconsciente que se le haya
asignado
[1] Laurent, Eric.
Posiciones femeninas del ser. Tres
Haches, Bs. As. 2000.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
8. Dios y La mujer
Un ser que no
puede ser abarcado por la razón. Un objeto de adoración en la medida en que se
sitúa en el plano de lo divino. Dios. La mujer, que no existe, debe entenderse
como solidaria a la idea de lo divino. Claro que no todas las mujeres se
asoman, se aproximan a esa experiencia. Pero hay que entender, lo han hecho
muchos en la historia del pensamiento, que para alcanzar lo trascendente no se
puede estar sometido a las limitaciones de lo tangible. Es necesario en algún
punto poder soltarse un poco.
No hay simetría
entre los sexos, es nuestro postulado, en el que hemos estado insistiendo. El
hombre, el varón, atado a su goce fálico, no puede ocupar ese lugar fuera de la
ley, fuera del sexo que sí le está permitido a la mujer.
La mujer
participa, claro está, y de un modo semejante al del hombre de la relación al
falo. Solo hay una libido, nos lo ha enseñado Freud, la masculina, y las
mujeres participan de ella como todo el mundo. Ellas participan del falo de
muchos modos y de diversas maneras. Hay toda una gama, que no sería posible
recorrer, de posibilidades femeninas de vivir el sexo. Mujeres apasionadas,
otras frías, activas y pasivas. Todas son formas de pasar por la experiencia
del erotismo, de la excitación sexual y de su tramitación, que pueden si se
quiere, equipararse a las del varón. Pero en lo que respecta al falo son
no-todas. Los hombres, los que eligen esa posición, son todos ordenados por el
falo. Las mujeres pueden participar de eso pero no-todas. Queda para ellas la
posibilidad de otro goce, suplementario, que no está en relación con el falo
sino con un objeto trascendente al que la tradición nos muestra de diversas
maneras y al que Dios se parece bastante. Un objeto trascendente que a
diferencia del falo no se encuentra en la escena, está por fuera, lindero a lo
que puede llamarse el sexo en términos estrictos.
No estamos
diciendo que se trate en el caso de la mujer de un goce complementario al del
hombre. Esto es algo que tiene que estar muy claro. Esa es justamente la idea
contraria a lo que queremos transmitir acá. No hay ni por casualidad
complementariedad entre los sexos, la suma de uno y otro nunca da dos. Por eso
Lacan dice que el dos no es un número. Uno mas uno, siempre siguen siendo uno y
uno y nunca hacen dos. Por el contrario lo que nos demuestra la experiencia
psicoanalítica, y en verdad toda la experiencia humana, es que nunca nos
encontramos con el complemento adecuado. A un sujeto no le va bien cualquiera
para ir a la cama. Al contrario de lo que ocurre con los animales, para los
cuales no hay selectividad, ya que en ellos basta con que macho y hembra de la
misma especie se encuentren para que pueda haber el acoplamiento, en los seres
humanos es necesario que se cumplan una cantidad de condiciones para que dos se
encuentren. Y luego de que se encuentran, aparecen otra cantidad de condiciones
para poder ir juntos a la cama y, por fin, una vez allí, otra vez hay que poner
a prueba las cosas, es decir que, frecuentemente, al llegar a ese punto se hace
patente que aún habiendo pasado por una gran cantidad de pruebas previas, haber
puesto antes un sinfín de condiciones para asegurarse, para obtener garantías
de que el otro es el correcto, al llegar a la cama aparece que el otro no era
el adecuado, que no puede llevarse a cabo el acoplamiento. Así se demuestra que
no hay complementariedad en el sexo para los que son capaces de hablar porque
ellos habitan en un mundo lleno de significantes. Los significantes sí que
pueden copular. “Siempre hay un roto para un descosido”, y allí se ve que los
significantes se articulan perfectamente. Pero cuando dos van a las cama, los
significantes más bien estorban y obstaculizan las posibilidades de goce a
nivel de los cuerpos. ¡Qué frecuente es que, cuando están dadas las condiciones
ideales para la conformación de una pareja, en el plano de lo sexual no hay
forma de que las cosas funcionen y al contrario, cuando hay gran satisfacción
en el plano sexual la desarmonía en todo lo demás es total!.
Hay también, por
supuesto, los casos en que el amor y el sexo se combinan de manera maravillosa
y es, posiblemente, la experiencia humana más buscada, más deseada. Pero
siempre está signada por lo efímero. No bien eso se alcanza, y aclaremos que
cuando se alcanza es de forma contingente, no prevista, accidental, bien,
cuando se logra surge inmediatamente la amenaza de su terminación y por eso
tratamos de que se inscriba, que exista un registro que lo haga eterno, que no
cese, que sea permanente.
Esto es lo que
dice Lacan: no hay relación sexual, en el sentido de que no hay proporción. No
hay una complementariedad entre los sexos.
Lo que intentamos
introducir aquí es otra cosa, no es la idea de complementariedad, sino la de un
goce suplementario. Hay para la mujer la posibilidad de un goce suplementario,
uno que, además del fálico, se añade, se suma, pero que siempre es otro. Y es
en esto que se establece la disimetría con el varón. Mientras para el varón el
goce sexual está acotado por el órgano, por los llamados caracteres sexuales
secundarios, la mujer cuenta con un algo más que se dibuja en los márgenes de
la relación sexual y que se puede referir a muchas cosas, a la situación, a las
palabras, a la seducción en el sentido de lo que se insinúa más que lo que se
ve, a la atmósfera, en fin, a un algo en más y que como tal tiene ese carácter
un poco vago, mal definido, difícil de comunicar, lo que motiva con frecuencia
que la mujer demande a su pareja cosas que no puede bien decir de qué se tratan
pero que son algo más que ir directamente al acto sexual. No quiere decir que
no quiera ese acto, lo quiere, pero ella desea gozar de algo más.
Es una idea un
poco difícil de captar. Para hacerlo Lacan ha identificado este goce con ese
del que han dado testimonio los místicos, es decir, personas que se han
relacionado con Dios de una manera directa, sin intermediación alguna, y han
desarrollado en esa relación un erotismo muy particular, un erotismo que,
lógicamente, no pasa por el cuerpo del Otro.
Lo que acontece
con los místicos no es de la misma naturaleza que lo religioso. La religión es
siempre normalizada, hay un ordenamiento y una intermediación que está dada por
los sacerdotes, las escrituras, el rito, hay la fijación de tiempos e incluso
lugares en los que la relación con Dios se efectúa. Todo eso hace que el acceso
a Dios sea algo indirecto y acorde a la ley que fija, si se quiere, los límites
de la relación.
La experiencia
mística no está regulada más que por el propio sujeto ya que en ella él puede
acceder a Dios de manera directa.
Por suerte, muchas
de esas personas han dejado testimonios escritos en los que relatan cómo han
vivido esa relación con Dios, que regularmente es de una gran intensidad. Tanto
es así que cuando por diversas razones esa comunicación con Dios se ve
interrumpida, cuando se calla, ellos sufren de una añoranza que podría
imaginarse equivalente a la del adicto con la droga que le falta. Sin eso el
sujeto se siente vacío, la vida le parece descolorida y sin sentido y las demás
sensaciones del mundo son siempre débiles en comparación con lo intenso de su
experiencia extática. El trance, el éxtasis, son aventuras en las que se
internan algunos sujetos, próximas a lo sagrado, a lo divino y que no pueden
encuadrarse en el plano del tener, de lo contable, de lo medible, es decir,
están por fuera del registro fálico. Por esta razón identificamos estas formas
gozosas de la experiencia con lo femenino ya que, aunque algunos hombres pueden
vivirlas, lo hacen desde una posición femenina.
No son solamente los hechos de los que
testimonian los místicos los que podemos tomar en cuenta. Encontramos en los
hechiceros, los chamanes y otras formas de la comunión con lo trascendente
otros ejemplos de un goce inconmensurable. Igualmente, todo ello se vincula
harto regularmente con la locura. El trance en el que entran algunos sujetos en
determinados momentos de muchas ceremonias religiosas, el éxtasis, incorporado
a ciertos ritos, aunque presentes en la religión, son formas del extravío y de
la enajenación. De allí que la mujer, que cuenta con esa puerta abierta al Otro
goce, al misticismo y a esas formas de sin límite de lo extático, esté
emparentada también con la locura.
Como hemos visto,
la posición del varón respecto al sexo será siempre disimétrica a la de la
mujer. Y esta disimetría debe pensarse vinculada a la castración, uno de los
fantasmas fundamentales acuñados por Freud. El demostró que en las más
primarias vivencias infantiles y de manera universal, el sujeto varón, al
descubrir el valor simbólico del pene, percibe bajo la forma de una amenaza la
posibilidad de ser privado del mismo y eso lo alcanza bajo la forma de la
angustia. Es una percepción que llega igualmente a la niña, pero en su caso de
manera más compleja.
Desde la perspectiva
de la amenaza de castración, el varón tiene algo que puede perder, en tanto
esta amenaza puede ser algo realmente consumado, mientras que en el caso de la
mujer, dicha amenaza no tiene un efecto tan potente desde que , si puede
decirse así, ya lo perdió, no es algo que pueda ocurrir, como si dijéramos en
el extremo que nos permite el lenguaje, no tiene nada que perder. La expresión,
se entiende, es equívoca en términos históricos puede ser pensada como la gran
perdedora, siempre sometida, postergada detrás del idealismo masculino. Pero
por otro lado es concebible como la que, porque nos sitúa frente a alguien en menos en el sentido
de lo que no tiene, pero en más en el sentido de que tiene todo para ganar.
Miller lo piensa de una manera muy clara. La mujer puede aparecer como la
perdedora, en tanto su relación a la castración es la de haber perdido, e
incluso habiendo ya
perdido, no tiene nada que perder y esto la haría capaz de cualquier cosa, de
los extremos más radicales. Nuevamente se nos aparece la figura un tanto
peligrosa de la mujer para el conjunto social y tal vez podamos reconocer en
ella una de las razones por las que se intenta limitar su despliegue. Si es
capaz de todo, loca, inconsciente, temeraria, es entonces la que puede llegar a
hacer tambalear los cimientos del orden social.
Más acá, pero
abonando la misma idea, se puede
observar la mayor vivacidad de las niñas respecto a los varones de la misma
edad: ellas quieren el falo y van a procurárselo. En el varón, la cautela y
la prudencia serían las condiciones de cuidado para ese bien tan preciado. Esto
ocurre así porque el falo es puesto en valor como condensador de un goce más
amplio. El falo representa lo que para
el sujeto es el interés de la madre. Las mujeres, al no tener el pene
¿Dónde situarán esto, es decir, dónde situarán el falo?. Es el cuerpo erógeno,
el que concentrará la libido narcisista que en el varón se sitúa a nivel del
falo. El amor se torna
así para la niña el equivalente al falocentrismo del varón y el temor a la
pérdida de amor en el equivalente a la angustia de castración.
Situadas estas
coordenadas que ubican en lugares diferentes al hombre y a la mujer tratemos de
entender algo del
misticismo.
El misticismo de
la mujer es muy frecuente, como si ésta fuera capaz de una relación con Dios
mucho más fluida, o mejor dicho, como si hubiera una afinidad, casi diría una
continuidad entre el ser femenino y Dios. No quiero caer en la torpeza de hacer
afirmaciones que no puedo sostener. Ya hice demasiadas. Simplemente trato de
hacer una presentación del problema con pinceladas gruesas cuyos efectos,
espero, se verán más tarde.
Lacan nos enseña
que la mística es algo que debe ser
tomado muy en serio y aconseja la lectura de las obras del género que no por
casualidad proceden, en su mayoría, de mujeres. Hay sin duda excepciones, como
San Juan de la Cruz. Esto es porque, como hemos dicho, se puede estar muy bien
en la posición femenina como en la masculina sin que esto implique la posesión
de los órganos en cuestión. Se trata de una elección. Esta elección del sexo es
otra cosa que la anatomía, aunque no totalmente ajena a ella. Existen, como
prueba, hombres que se ubican muy cómodamente en la posición femenina. Hay algo
en el miembro que les estorba y que les permite visualizar algo más allá de él.
Es a eso que se le llama un místico: uno que goza de ese más allá del falo. “Ese goce que se siente y del que nada se
sabe, ¿No es acaso lo que nos encamina hacia la Ex-sistencia? ¿Y porqué no
interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al
goce femenino?”[1]
Es decir que hay
sujetos que, aún siendo portadores del pene, alcanzan a ver, y esto no es algo
tan fácil ya que el falo generalmente, y especialmente en la neurosis, ocupa
todo el campo, invade toda la percepción de la realidad, hay sujetos que
alcanzan a ver algo que escapa a su dominio y es en ese más allá donde se puede
comprender esta faz de Dios a la que alude Lacan. Pero es claro que en el caso
del varón esta es una operación que requiere sortear algunos obstáculos. No es
simple poder conservar los atributos masculinos y visualizar ese más allá, esa
dimensión de goce trascendente. Los ejemplos a los que aludíamos de hechiceros,
monjes y chamanes son por lo demás elocuentes. Son sujetos que no están en la
serie de los guerreros o de los cazadores de la tribu, por el contrario, están
exentos de esas obligaciones. La mujer en cambio, por estar menos concernida
por el falo tiene una afinidad mayor con esta experiencia extática que
encontramos en infinidad de formas que van desde las crisis histéricas que
estudiaba Charcot, hasta el trance de los ritos paganos, desde la brujería a
que ya nos hemos referido, los chamanes y hechiceros que muchas veces son
mujeres, hasta las monjas de clausura, y todo esto nos permite observar que hay
en ellas un goce que no entra en los registros habituales del goce fálico, un
goce que pasa por el cuerpo en tanto lo tiene como soporte, pero que no es de
la dimensión de lo erógeno en términos fálicos.
Algunas formas del
abuso de sustancias, de las toxicomanías, ¿no nos permiten ver que hay en ellas
también el intento de vivir experiencias de goce que no recurren al falo, que
no necesitan e incluso rechazan del contacto con el partener sexual como tal?.
Es una abolición del sexo para dirigirse a una forma de goce divorciada del
Otro como pareja sexual, es un goce solitario. ¿No está próxima esta forma de
procurarse un goce parasexuado con el que alcanzan los místicos?
También el de los
místicos es un goce solitario, al menos desde la perspectiva de los cuerpos. El
goce de la mujer, en cambio, aunque se emparenta con éste en lo que tiene de
no-fálico, es suplementario al goce fálico, y de ninguna manera prescinde del
partener.
[1] Lacan, Jaques.
El seminario, 20, Aún.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
7 - El cuerpo
El goce solo es
posible en la dimensión del cuerpo. Contamos con eso. También, por supuesto, la
fantasía, el deseo, el ideal, intervienen de manera importante, pero el
soporte, la sede, el lugar del goce, es el cuerpo. Y la relación al propio
cuerpo es complicada. Mucho más, y como consecuencia de esto, la relación al
cuerpo del otro, cuando se intenta la relación sexual, cuando se intenta gozar
del cuerpo del otro, se encuentra que las cosas funcionan de manera imperfecta,
que los cuerpos, en su encuentro, no se
ajustan uno al otro como lo haría la llave a la cerradura. Salirse de uno
mismo, del goce autoerótico, para entrar en la relación al otro es un
movimiento difícil y siempre la relación sexual en el ser humano está signada
por la inadecuación. Hay el acople de los cuerpos, y eso es un hecho, la gente
copula, pero siempre acompañada por un universo de afectos, sensaciones,
simbolismos, y el acto está permanentemente
signado por el malentendido, por la dificultad y por la incomodidad. Como
dice Lacan, por más que dos se abracen
en la cama, nunca hacen uno, lo que sería el ideal del amor, poder alcanzar en
la cama la fusión, el nosotros de hacerse Uno con el otro. Pero siempre son dos cuerpos. Es por
eso que el amor, imaginado como Eros, como fuerza de unión, viene a ese lugar,
a suplir la insuficiencia de esa relación imposible de lograr en lo físico.
Si el cuerpo es
necesario para el goce ¿Qué sabemos de él? ¿Es el cuerpo de una mujer, en
términos de goce, una entidad igual a la de un hombre?
En las primeras
producciones de Lacan nos encontramos con que la angustia es una experiencia de
descomposición de la unidad del cuerpo, que llamó la imago del cuerpo
fragmentado, es decir, la angustia es una regresión, una vuelta a un estadio
anterior, un estadio en el que aún no se constituye el yo como una unidad. Para
alcanzar esta unidad del yo, el niño, varón o mujer, debe apelar a la imagen
que le devuelve el espejo. Esta imagen es el recurso mediante el cual el sujeto
logra una unidad totalizada e integrada del cuerpo sin la cual, claro está,
permanecería en la indiferenciación respecto al cuerpo de la madre. En el
momento en que esta integración es alcanzada se constituye, retroactivamente,
la imago del cuerpo despedazado que, a partir de allí, se tornará el modo más
frecuente de manifestarse la angustia, como una amenaza de retorno a esa forma
mítica del cuerpo despedazado. La imago, concepto freudiano, no es la imagen
solamente, sino que es la internalización inconsciente de esa imagen en
términos simbólicos.
La angustia es la
inminencia de perder la unidad del yo y volver a lo que se presiente e imagina
como el estallido del cuerpo en sus partes.
Se aprecia que la
imagen que proporciona el espejo, allí donde el sujeto se reconoce y donde
obtiene una identidad, dista mucho de ser el cuerpo en sí. La imagen que
tenemos de nuestro cuerpo no es el soma. A tal punto esto es así que esa imagen
puede sufrir todas las distorsiones posibles de los fenómenos ópticos: deformaciones,
ilusiones, espejismos. Una persona, es la experiencia más común, puede sentir
que su cuerpo cambia de un día para el otro. Es habitual que alguien que un
día se ve bello, se aprecie horrible al siguiente; que de pronto se sienta alto
y al momento bajo, y así. Incluso eso puede ocurrir durante una misma situación
según cambie su relación con los demás. La metamorfosis, sin llegar al extremo
de las terribles figuras kafkianas, es una vivencia próxima, frecuente, casi
cotidiana, en directa proporción a la inestabilidad afectiva de cada uno. Lo
que es más cercano e intimo, como es el cuerpo propio, puede en el siguiente
instante, tornarse extraño y raro, hostil incluso. Son esas experiencias de lo
ominoso, lo siniestro que Freud despejó con tanta claridad.
El dramatismo de
estos acontecimientos se hace más patente aún en fenómenos, que hoy proliferan
con el nombre de patologías de la época, como la anorexia nerviosa y la
bulimia. En esos casos, la enferma, contra toda evidencia o juicio objetivo,
se ve gorda, y puede llegar incluso a morir por esa causa. La imagen que el
espejo le devuelve de su cuerpo aparece inflada, como un globo, por una nada
que no es de ningún modo el alimento, sino la absoluta relación a la madre,
mientras cunde a su alrededor el espanto por esos huesos que asoman bajo su
piel y por la cadaverización de su figura.
Otros ejemplos muy
patentes de deformación de la imagen del cuerpo nos los brinda la
esquizofrenia, donde se presentan fenómenos de desaparición de órganos o de
partes del cuerpo y también estados de profunda extrañeza frente al espejo en
los que el sujeto permanece horas y hasta días en la contemplación perpleja de
su propia imagen. En estos casos la unidad del yo, obtenida mediante la imagen
del cuerpo, muestra su fragilidad, su inestabilidad, pero también su
importancia.
Esta unidad del yo
depende de la relación al otro que le permite ligar esas partes en una imagen
idealizada. Es decir, surge del encuentro entre la imagen y el nombre. La
ortopedia a lo real del cuerpo que proporciona la imagen está continuamente
acechada por el fantasma del despedazamiento, de la desintegración, de la
metamorfosis. Fantasma que aparece de manera flagrante en los sueños, donde el
sujeto tiene la experiencia de su propia fragmentación o multiplicación en
infinidad de personajes, que representan las diferentes identificaciones del
yo. Cuando alguien nos relata un sueño en el que “había mucha gente”, o “una
casa con muchas habitaciones” puede interpretarse que allí se encuentra la
descomposición del yo en sus numerosas identificaciones. También en aquellas
pesadillas en las que el sujeto aparece mutilado, decapitado o deformado, donde
las muelas se desgranan, se quiebran o se caen, dejando en su lugar una
siniestra oquedad, se hace evidente esta constante amenaza de desintegración de
la imagen que con regularidad significa la irrupción de la angustia. Las muelas
y los dientes, por ser un objeto que cae, primero con los dientes de leche en
la infancia, pero luego, en la vida adulta cuando, dañados, deben ser
reparados, extraídos, taladrados, representan uno de esos ejemplos más notables
de la angustia de castración, de la experiencia de lo real, del retorno de la
parte, el fragmento, el resto que representa nuestra propia caducidad y por eso
aparecen con tanta frecuencia en los sueños de angustia.
Son muchos los
modos a los que un sujeto puede apelar para conservar la unidad imaginaria del cuerpo cuando el
simbólico es insuficiente. En las situaciones en que la nominación tiene
fallas muy importantes, como en las cárceles u otras instituciones totales, la mutilación y el tatuaje son modos de mantener estable
el cuerpo. Es un tratamiento de lo real por lo real y no por lo
simbólico. Muchos de estos recursos, antes limitados a las prisiones o a los
barcos, se extienden ahora al común de la sociedad a causa de la generalización
de la anomia.
La ciencia ha
posibilitado el desarrollo tecnológico para introducir en el mercado esta
fragmentación del cuerpo en procedimientos quirúrgicos a los cuales las
personas se entregan un poco irresponsablemente: desde las cirugías estéticas
hasta los trasplantes de órganos se puede apreciar lo que Lacan anticipaba como
los “ excesos inminentes de nuestra cirugía”, que hace evidente para el común
de la gente que “no disponemos del cuerpo más que para hacerlo de su propia
fragmentación”.
La ingeniería
genética, como lo señala Miller, permite hoy tocar algo de lo real del cuerpo,
ya no detenidos en la imagen, en la forma del cuerpo, sino ahora sabiendo
operar sobre lo más real del cuerpo, los tejidos, la memoria genética, con lo
que se puede fabricar órganos como la piel o el cartílago, se puede reemplazar
las partes del cuerpo que no agraden o no funcionen, lo que hace que ahora esta
fragmentación del cuerpo, tradicionalmente ligada a la pesadilla, esté puesta a
nivel del mercado.
Estas
modificaciones históricas que la ciencia introduce provocan una nueva relación
al cuerpo[1]. No se trata del espanto de una película de terror donde algún
Frankestein juega a ser Dios recomponiendo de a pedazos, tomados de este o
aquel cadáver, una criatura atroz. Es ahora la ciencia que lo propicia como un
ideal de salud y estético cuyo resultado puede estar, tranquilamente, durmiendo
junto a uno en la cama. Anotemos que las mujeres, al menos por ahora, son las que
más se ven atraídas por las posibilidades que les ofrece la cirugía para hacer
de su cuerpo algo más próximo al ideal social o a las particularidades de su
fantasma, razón de la riqueza de los cirujanos plásticos y a veces también de
su ruina, cuando los resultados no son los esperados.
La estabilidad de la imagen en la mujer
esta marcada por una enorme dificultad: siempre le falta algo; y el procurarse
artificialmente sustitutos para esa falta es una opción cada vez más accesible,
cada vez más democratizada por el mercado. El defecto en el cuerpo, se
entiende, no es más que un sucedáneo simbólico de la falta fálica y las
cirugías no son más que una efímera cancelación de esa incompletud inaugural
que mostrará, más tarde o más temprano, su insuficiencia. La imagen integrada
del yo es como si fuera tomada prestada del otro para hacer con ella un traje
que no siempre nos va a medida, o peor, nunca nos va justo. En esas condiciones
¿Cómo no sentirse atraídos por la oferta de la cirugía plástica de tener un
cuerpo fálico, uno que sea realmente adecuado a la demanda del Otro, al Ideal?
Es notable en los
análisis que finalizan que las personas entablan una relación distinta y
novedosa con su cuerpo, como si al soltar las amarras con las determinaciones
del Otro fuera posible encontrarse con una nueva percepción del cuerpo, ya no
tomada en préstamo de la imagen del prójimo, sino surgida de una dimensión
propia, íntima, interna; más ligada quizá al goce que a la imagen.[2]
En la constitución
de esta imagen del cuerpo propio no participa solo lo que el sujeto encuentra
en el registro imaginario, sino que, además, e igualmente importante,
interviene la mirada del Otro, con mayúscula, para designar su estatuto
simbólico, ideal, que sanciona de manera favorable o desfavorable esa imagen.
Tenemos al niño,
su imagen en el espejo y luego un tercer término representado por la mirada de
la madre que porta al niño frente al espejo. El niño es lo que los ojos de la
madre quieren ver y es esta mirada, entendida como naming, la que determina la
unidad del yo en torno a la imagen del cuerpo y sobre todo, esto es algo en lo
que no se ha insistido suficiente, es lo que le otorga estabilidad. Como si el
espejo del que se trata no diera el reflejo más que en una sola posición y que
cualquier movimiento producirá una tremenda deformación.
La mirada del Otro
estabiliza la imagen, impide que se mueva y evita que se deforme o que cambie.
Se entiende entonces que las vicisitudes en el campo del Otro van a tener una
consecuencia directa en la imagen del cuerpo propio. Se supone al Otro un deseo
que recae sobre el sujeto y lo determina. ¿Qué es lo que la madre desea del hijo? La respuesta no
se hace esperar: lo que la madre desea es el falo. Es lo que hace que el cuerpo
sea siempre un modo de dar respuesta en forma de brillo fálico al deseo del
Otro. Esto es algo muy importante porque necesariamente va a formularse
en términos significantes. El sujeto espera encontrar, para identificarse a él,
un nombre, que venga a completar al Otro. Que la madre esté complacida con la
imagen del niño o no lo esté, es relativo. Se trata mas bien de una
interpretación que el sujeto hace de ese deseo que le supone a la madre. Sin
duda, ésta puede hacer signos en un sentido u otro, pero la interpretación del
sujeto no es una traducción unívoca respecto de esos signos. Es tan frecuente
escuchar la frase “esperaban un varón” que uno tiende a pensar que es una
constante entre las mujeres. Que eso sea común en una sociedad no alcanza para
calcular sus consecuencias.
Esperaban un varón pero llegó una mujer ¿Y entonces qué?. Esto vale también
para el otro caso, esperaban un varón y fue un varón ¿Cómo arreglárselas con
eso? Nunca hay la respuesta adecuada porque, se tenga o no el pene, no se puede
ser el falo, falta en ser que vale para los dos sexos.
Lacan, para
graficarnos esto, evoca un filme que había podido ver por casualidad y que
había sido realizado con otros fines, ajenos a las intenciones analíticas,
donde se mostraba a una niña confrontándose desnuda frente al espejo. Esta
película resultó impactante para Lacan y reveladora de lo que ocurre en el
estadio del espejo. El descubre que el júbilo que experimenta el niño en esa
etapa, es debido a que el cuerpo prematuro, incoordinado hasta entonces, se
siente por fin reunido, en una totalidad que le brinda la imagen y que le
proporciona un dominio hasta entonces imposible. En los animales que nacen
maduros, piensa Lacan, no parece que eso ocurra de la misma manera, no se
encuentra en ellos el júbilo.
El gesto de la
niña del filme parece expresar algo esencial: “su mano como un relámpago
cruzando de un tajo torpe la falta fálica” Describe la escena con una frase
poética que le imprime un dramatismo muy particular. Su mano como un relámpago
nos da la idea de la velocidad en el movimiento, pero a la vez de lo que ciega,
de lo fulgurante que impide la mirada. Es una niña desnuda frente al espejo, lo
que ya nos da una idea de orfandad, de cierta indefensión. Y esa mano tratando
de cruzar allí donde se sitúa la falta fálica que Lacan llama tajo, pero que
podemos reemplazar por su sinónimo, el corte. Un corte que remite a un punto
donde el sujeto se divide para encontrar ¿qué?, nada.
La falta fálica
¿acaso falta?. ¿Le falta algo a esa niña? Ese cuerpo desnudo que presenta al
sujeto la bolsa de piel que es, la lleva al sentimiento de incompletud inicial
y para solucionarlo apela al gesto torpe, torpeza que nos habla de lo
insuficiente del intento, que simboliza la castración. Es justamente eso lo que
nos indica esta imagen, la castración en tanto es una operación simbólica que
anuncia lo que más tarde será el pudor.
Es el falo lo que
da cuerpo a lo imaginario. Esa es la cuestión fundamental, el cuerpo se
articula con la palabra en un nudo en torno al cual se organiza toda la
experiencia subjetiva.[3]
No está de más que
recordemos que en francés, y en menor medida en castellano, la palabra “falta”,
faut, también quiere decir pecado.
Hay algo que falta
en la imagen del cuerpo y que los intentos por tapar eso son siempre más o
menos fallidos.
Ahora bien, en el varón los movimientos
para dar consistencia al cuerpo por la vía del falo pasan, con mayor
frecuencia, por la función viril, por el órgano en cuestión, mientras que en la mujer, cuya relación al
falo es no teniéndolo, lo que resulta, por así decir, falicizado, es el cuerpo. Lo que en el
varón se ubica en el órgano y deriva en la competencia con los otros hombres en
relación a la dialéctica del pene grande o chico, en la mujer es el cuerpo,
en toda su extensión, el que toma la función del falo. Esto permite lo que se
ha llamado la facilitación somática de la histeria, más frecuentemente
femenina, donde cualquier parte del cuerpo puede ser tomada como erógena para
la construcción del síntoma conversivo. Lo que se observa aquí es que mientras
el goce en el varón aparece como localizado, situado en torno a la problemática
del falo y del órgano, en la mujer ese goce se muestra como no localizado,
difundido en la superficie del cuerpo y en cierta deriva respecto al
significante. Pero tanto cuando el goce está asociado al órgano como cuando lo
está al cuerpo erogeneizado, es goce fálico. Una modelo en la pasarela, la
bella esposa de un empresario en una velada de gala, la mujer como objeto de
exhibición, no son otra cosa que el falo, del mismo modo que lo puede ser un
automóvil lujoso u otros signos de potencia, y la mujer puede muy bien gozar de
ser, con su cuerpo, el falo. Es lo más frecuente. De esta manera no le está
vedado el goce fálico. Pero debemos hacer ingresar aquí otro goce, que no es de
ese registro y que representa un extenso campo quizá no muy explorado todavía
que es el goce femenino como tal, no ligado al falo, trascendiendo al falo, un
goce además del fálico que le es posible a la mujer por no estar toda incluida
en el registro fálico.
La relación al
cuerpo del hombre no es la misma que la de la mujer. Aunque inicialmente no
habría diferencia, la relación al falo, como elemento del lenguaje que irrumpe
en la existencia como un ordenador de todo el campo de la sexualidad, provoca
una disimetría entre los goces masculino y femenino. Disimetría en los goces
que lleva correlativamente a una disimetría en el amor y a ¡todo el infinito
caudal de sufrimiento y de insatisfacción que se asocia a ella!
[1] Miller, Jaques
Allain. La experiencia de lo real en la clínica psicoanalítica. París, 1999,
inédito.
[2] Esto se
aprecia muy explícitamente en el testimonio de Leonor Fefer, analista de la
escuela de la Escuela de la Orientación Lacaniana.
[3] Es una imagen
que permite ver que el sexo se extraña del cuerpo, como lo vemos en Juanito,
que soñaba con poder desenroscar el pequeño pene, como algo intercambiable. El
sexo, en la medida en que se extraña del cuerpo es lo que luego Lacan va a
concebir como un goce fuera-de-cuerpo.
Es decir que la
falta de la que se trata, la que busca suturarse con este artificio que es la
imagen especular es la falta fálica que vamos a escribir como una inscripción
en menos, en el plano imaginario, en la imagen del cuerpo propio, de lo que es
el Falo en la dimensión simbólica.
Vemos entonces
que, aún cuando la imagen viene a cubrir una falta, lo que es causa de júbilo,
su poder es engañoso. Su engaño consiste en un desconocimiento de esa falta, pero
que no hace más que derivar esa subjetividad del deseo, que aquí nos aparece
claramente como deseo del Otro, hacia la rivalidad imaginaria, la lucha por el
puro prestigio que habrá de desembocar en el “o yo o el otro”, donde la
simetría lleva a la anulación del sujeto.
Detrás de este
engaño, de esta cubierta, lo que encontramos se expresa como una negatividad,
no encontramos algo, sino que encontramos una falta y en el lugar de esa falta
va a situarse un objeto, el objeto a, causa del deseo.
Publicado 2nd
September 2009 por José Vidal
6. La Otra Mujer y el estrago
materno
Es en la Otra mujer donde la
mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es
su propia feminidad.
Lo verificamos en
el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora
busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta,
la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en
su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque
tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista,
desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en
ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni
lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber
acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”.
Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre,
concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a
la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un
análisis. Amamos a quien
le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le
supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una
interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra,
que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado
sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte
del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo
parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de
decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con
la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.
Ahora bien, hay
que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a
colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no
es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto
secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante
que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo
así, quizá se trate, por el
contrario, de lo más
primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos
enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.
El estrago es lo que se produce
cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de
una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre, cuando
espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado,
este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones
que esa mujer encuentre en su vida.
¡Cuántas veces de
constata esa experiencia del estrago en la mujer!
Sea bajo la forma
del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles
de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral,
el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir
en torno de ello una reflexión.
El término estrago,
derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para
expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación
de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la
relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta
casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
Se trata de sujetos,
frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición
femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión
amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto
se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para
ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que
luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos
de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y
la muerte”.
Esa proximidad entre la pasión
amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que
posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados
intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en
los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las
referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una
investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió
recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir
encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de
casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son
maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al
psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de
maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento
de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque
escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas
y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el
honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la
división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.
Otras mujeres, sin
embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi
podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo
brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más
frecuente en la clínica. Lo frecuente
es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar
rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el
hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado
por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre
idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y
cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En
comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como
miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de
un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la
insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la
insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al
modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras
observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo
que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.
Pero lo que llama
ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos
de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no
es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho
más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una
satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la
vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz
de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de
aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en
todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro,
nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el
psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es
notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido
erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo
ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre
si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la
que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.
Es en esto que
debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto
de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus
derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro,
no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una
relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella
escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por
la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en
ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que
la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan
puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son
maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría
decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una
constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la
pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de
nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan.
No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también
esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes
que comunicar algo, es vehículo de amor.
Se puede
comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente
de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor,
es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la
pérdida de lo más importante en el varón.
Ese, su punto
débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo
débil.
Un amor sin
límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con
tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el
estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en
la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor
y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la
devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado
a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un
equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien
puede ser un estrago.
Tenemos entonces
el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es
el que se establece en la
relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto
femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente
a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en
general la función paterna.
Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la
intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el
hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara
siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre
que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a
devorarlo.
Comento
brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante
su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su
madre.
Ser controlada por la madre es
una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece
que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles.
La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas
escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la
regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación,
pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una
estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la
educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia
la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las
amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese
vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa
tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se
torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y
vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de
poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para
mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese
peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con
su madre!.
Surge a las claras
que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido
por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes
ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.
La dependencia de
la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge
fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de
edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración
abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna
obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está
castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con
su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de
la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera
Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una
lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre
se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio,
captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza
esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es
poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta
existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado
como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el
caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón
puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene.
En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es.
Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es
otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece
bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las
mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más
cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.
Esto hace que
mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración,
la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el
amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la
pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es
el equivalente a la amenaza de castración en el hombre
La
relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y
el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato
mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser
femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su
característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
Evidentemente,
cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está
poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce
de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
5. El principio
femenino y el lado izquierdo
Existe en algunas
civilizaciones de Oriente la creencia en un principio femenino. El budismo
tántrico que se profesa en algunas regiones de la India se divide en dos
escuelas, la de la Mano Derecha y la de la Mano Izquierda, identificándose la
primera con el principio masculino o positivo y la segunda con el principio
pasivo o femenino.
Señala Jorge Luis
Borges que los chinos combinaron ambas escuelas representando cada una con un
círculo mágico o mandala; uno de ellos simboliza el trueno y el otro la matriz,
pero se supone que son esencialmente idénticos y que ambos representan aspectos
de la realidad[1]
Un hombre que vino
a mi consulta sufría de una gran dificultad para caminar, y era debido a una
inflamación en su pie izquierdo. Como a la vez sentía otros trastornos en ese
lado del cuerpo, tenía la certeza de que era un problema provocado por una
mujer. Efectivamente, su pareja le había procurado últimamente muchas
preocupaciones, entre ellas el haberse quedado embarazada de manera
involuntaria. Formado como estaba en religiones orientales, él traducía estas
molestias en signos que revelaban un origen femenino. Lo izquierdo y lo femenino
son, para algunos, sinónimos o equivalentes. Eso no es algo inconcebible en
nuestra propia cultura. Izquierdo, en nuestra lengua, se dice también
siniestro, cuya sinonimia nos conduce hacia lo catastrófico, lo ominoso, lo
terrorífico. El estrago y la devastación que para Lacan retorna del goce
femenino no regulado pertenece a esta serie. Lo que es derecho, por su parte,
equivale a lo recto, en el sentido de correcto, justo, legítimo y respetuoso de
la autoridad. También, reforzando esta partición, se dice que lo hecho
"por izquierda" es ilegal. A su vez la asociación de lo femenino con
lo ilegal es un concepto clásico. La psicosis de aquel hombre que no podía
caminar se revelaba más por su certidumbre de que era víctima de un
perseguidor, en este caso la mujer, que por la fe en el budismo tántrico de la
Mano Izquierda. En todo caso, siendo coherente con esa creencia, hubiera podido
reconocer en su dolencia la presencia de su propia feminidad y no la de un
súcubo. Los súcubos son demonios femeninos, mientras que los íncubos son
demonios masculinos, según la tradición católica. El diablo puede tomar una
forma u otra para poseer un alma, según convenga.
Los neurólogos han
buscado, y aún lo hacen, en la división de los hemisferios cerebrales, una
comparable división de las posibilidades de la mente humana. Según algunas
opiniones, el hemisferio izquierdo está mudo, no se manifiesta, dejando en el
derecho el conjunto de la actividad mental. Algunos especulan que ese
hemisferio representa una infinita capacidad no desarrollada aún en la especie
humana y que, encontrados los medios para su activación, otorgaría al hombre
poderes enormes entre los que se cuentan la telepatía o la telekinesis. Es
evidente que en esto se ha pasado, casi sin solución de continuidad, desde el
saber científico al mito, como ocurre frecuentemente. Pero muestra que, en los
más variados niveles y discursos, existe la esperanza de encontrar el punto en
que la razón se separa del cuerpo y la intuición de que en todos nosotros
existen dos principios opuestos pero que solamente juntos pueden dar cuenta de
la experiencia humana. Estos pueden ser los hemisferios cerebrales, el yin y el
yan, lo derecho y lo izquierdo, pero en todos los casos se espera comprender la
realidad de dos dimensiones del ser. La forma más radical de esta división es
lo femenino y lo masculino.
La zurdera no se considera actualmente
un defecto, sino una manera diferente de ser. Pero durante mucho tiempo se
luchaba contra ella como se lo hace contra un defecto físico o una tara mental.
La intensión de corregir lo desviado, lo que se aparta de la Buena Línea, que
es tan patente en el intento de corregir a los jóvenes homosexuales, no era
menos intensa con los zurdos. Se llegaba a extremos increíbles, como maniatar
la mano izquierda de los niños para volverlos derechos. Aunque disimuladamente
y menos drásticamente, todavía se conserva cierta preocupación por la zurdera
de un chico. Por supuesto, resulta evidente que en esta forma de educar hay
unos principios que son morales más que fisiológicos. Se trata de educar en la
rectitud, es decir, derecho. Y en esto las mujeres han sido el objeto
privilegiado de los educadores. Las mujeres son consideradas clásicamente como
seres particularmente proclives a desviarse a los que hay que educar en la
rectitud y en esto se incluye lo derecho hasta en la postura. Julia Kristeva
nos hace notar que hay en la educación femenina el principio de la plomada: hay
que pararse derecha y con los pies en la tierra. “La rectitud es una tensión entre
un punto de amarre y un peso”, contradicción mantenida que exige un arriba y un
abajo, un techo y un peso. Nos hace imaginar siempre la posición de pie, la
verticalidad de la columna vertebral; y por metáfora, en sentido figurado, la
plomada nos evoca la precisión y la justicia. “Ponte derecha” le decía su padre
a Julia, siendo él mismo un hombre de gran rectitud. De esa manera ella pudo
comprender lo difícil que es mantenerse derecho, sobre todo si se es una mujer.
“...la rectitud de mi cuerpo como la rectitud de mi espíritu, tal vez
conseguiría mantenerla si me acostumbrase a la imagen de la plomada: no olvidar
nunca el plomo de mis handicaps pero no descolgarme del techo”.[2] Con esto,
resume esa necesidad del punto de fijación que está destinado a no perder la
línea y que tanto determina la vida de las personas.
La educación se ha
tornado ahora más permisiva y la lucha por los derechos humanos ha permitido,
por ejemplo, que algunas cosas del mundo estén pensadas también para los
zurdos, como es el caso de algunos pupitres en las escuelas. Pero eso no puede
evitar que otras sean casi imposibles de revertir como es la escritura. La
escritura va de izquierda a derecha en nuestra cultura y ese es un
condicionante de la percepción seguramente muy importante.
Hoy en día, esos
antiguos principios educativos languidecen luego de haber mostrado su verdadera
cara, es decir, la cara sádica, y se
nos permite acaso volver pensar en el principio femenino, en el lado izquierdo,
no como algo temible y desviado, sino de una manera próxima al pensamiento
oriental.
Según Borges, de
los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. Esta filosofía
se caracteriza por el culto de divinidades femeninas llamadas shaktis.
Curiosamente, estas diosas actúan comunicando su virtud a los dioses masculinos
que son sus cónyuges y esto deriva en la idea, que se asocia a una práctica, de
que el acto sexual es uno de los medios de salvación. Tampoco esto es muy ajeno
a nuestras propias costumbres. La mujer, como partener, es para el hombre el
sitio en donde se ubica el juicio, donde encarna la conciencia moral, el
superyo, a la vez que es causa y motivo de su actuar, y esto hace que, para
muchos hombres, su esposa se torne el punto de referencia de su existencia, aún
cuando ella les disguste.
La genial
intuición de Shakespeare ha plasmado
en la esposa de Macbeth este modelo de mujer que hace de referencia absoluta
para un hombre. Macbeth, en la obra de teatro, nunca deja de ser un hombre
bueno, pero es Lady Macbeth, que
habla a su oído para decirle que él merece más, que debe luchar por lo que es
suyo, que sus amigos no lo quieren, en fin, que debe ambicionar más, la que lo
transforma en un asesino y lo conduce a un final trágico. Lacan ha apuntado a
esto con precisión cuando dice que la
mujer puede ser síntoma para el hombre, es decir, su punto de anudamiento.
Para muchos hombres, su mujer es el lugar en el que su pensamiento y su obrar
se ordenan, como si situaran fuera de sí esta función, en Otro lugar. Así, se
puede ver con claridad que la mujer es
el Otro. Desde ese punto de anudamiento el hombre puede comenzar a obrar
pues su pensamiento ha encontrado el lugar donde colgarse, donde orientarse. La
mujer, por su lado, se presta estupendamente para esta función. Al parecer, la
plasticidad que logra por su relación más floja al falo, le permite situarse en
el justo lugar que le conviene a su partener masculino para lograr este
ordenamiento subjetivo. El caso de Nora Bernacle es muy patente de esto. Toda
la obra de James Joyce encuentra su punto de amarre en esta mujer; el “Ulises”,
por ejemplo, transcurre íntegramente un 16 de junio, día en que Joyce conoció a
Nora. Sin embargo ella jamás leyó nada de lo que su esposo escribía.
La Suprema
Realidad tántrica deviene de la unión del principio masculino, activo, con el
principio femenino pasivo. "El tantra de la Mano Derecha declara que
debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de
la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria" dice
Borges. Lógicamente, de esto se deriva cierta aceptación de los placeres
corporales muy opuesta a las doctrinas que obligan a un alejamiento de lo
sensual
Lo que más me
llama la atención de esto es la proyección sobre el cuerpo y el espacio, es
decir, sobre la izquierda y la derecha, que es en definitiva un modo de
introducir un simbólico en el espacio imaginario del cuerpo, de problemas
morales y espirituales. Es, ciertamente, una especie de mor geométricus como
imaginó Lacan tomando el término de Spinosa, un modo, una moral, una ética, que
responda a condiciones espaciales y que no esté separada de lo que nos provoca
el cuerpo. Y esto contradice bastante nuestra tradición moral que es la de la
privación, la abstinencia, el silenciamiento de las pasiones. Silencio del
cuerpo para la salvación del alma.
Si avanzamos en
estas ideas nos queda aún la posibilidad de interrogar las potencialidades del
otro costado, del lado izquierdo.
La posiciones de
Freud y de Lacan en este sentido parecen dividirse, como los dos Tantras, entre
una lógica signada por el ordenamiento del padre, la Ley y el edipo, y otra que
pone en valor el principio femenino, es
decir lo no regulado por la ley., aquello que, con relación al falo, es
no-todo, la mujer.
Según la
historiadora Elizabeth Rudinesco, Lacan se había sentido siempre atraído por
las culturas Orientales, habiendo incluso estudiado chino durante su juventud.
En 1969 se sumergió nuevamente en el estudio de la cultura y lengua chinas de
la mano de un experto en el tema, Francoise Chen. Con su ayuda, Lacan pudo
iniciarse en la lectura del capítulo cuarenta y dos del Tao con el propósito de
encontrar una formalización posible para su topología de lo Real, lo Simbólico
y lo Imaginario. El Tao es un pequeño texto que reúne una cierta cantidad de
versos atribuidos, con mayor o menor certeza, al filósofo chino Lao Tsé,
contemporáneo de Confucio, y cuyas enseñanzas están muy difundidas en china
desde mucho tiempo antes que el budismo. En muchos aspectos se considera que
éste tuvo que adecuarse a las arraigadas creencias fundadas en el Tao. El
capítulo cuarenta y dos se ocupa de los principios masculino y femenino, pero
solo bajo la forma del yang y el yin:
"El Tao
engendra el Uno;
el uno genera el
dos;
el dos genera el
tres
y el tres genera
todas las cosas.
Todas las cosas
tienen la Luz (yang) delante
y la Sombra (yin)
detrás
y están
armonizadas por el Aliento inmaterial (ch’i)"[3]
No es evidente,
pero la idea de que el Uno, como trazo inaugural produce como efecto al Otro,
es decir, una dimensión segunda, puede muy bien leerse aquí. Y que esta
dimensión en la que el Uno y el Otro han podido hacer algo como un vínculo, es
decir, cuando algo se ha podido salir de sí, de la necedad del Uno, se genera
el tres como efecto, como producto. Con este trípode ya se puede construir el
mundo, en la medida en que se trata de un more geométrico, de una proyección de
la misma estructura. El uno aparece así como el origen de lo múltiple, que no
es más que el fenómeno. El Tao concebido como vacío supremo, produce el Uno
como un soplo primordial. Este uno genera el dos, encarnado por las dos fuerzas
vitales, el yin, la fuerza pasiva o femenina y el yang, fuerza activa o
masculina. Entre el dos y todas las cosas se encuentra el tres o “vacío mediero”,
que produce él mismo un vacío original capaz de servir de enlace entre el yin y
el yang.
Yen Fu, comentador
del Tao, dice: “El Tao es primordial; es absoluto. En su descenso engendra el
uno. Cuando el uno ha sido engendrado, el Tao se torna relativo, y comienza la
existencia del dos. Al comparar dos cosas existe su opuesto y se genera el tres”
Resulta muy llamativo el parecido de esta concepción taoísta con lo que Frege
postula para la generación de la serie de los números enteros, al decir de
Miller, hacer de la nada algo operativo.
Este enfoque
tripartito está muy presente en toda la enseñanza de Lacan, pero toma especial
importancia en su nudo borromeo que ata las dimensiones de lo simbólico, lo imaginario
y lo real, dimensiones que al excluirse mutuamente provocan esta idea de
generación que se nota en el Tao.
El significante, en
su soledad, no dice nada. Es necesaria su duplicación para que el universo del
sentido, es decir el mundo, nazca en su dimensión humana. De lo real solo puede
decirse “Hay”. Solo a partir de la nominación que implica el orden simbólico es
posible decir “Hay el mundo”
Pero es la
oposición entre yang, luz y yin, sombra, la que nos evoca la existencia
recíproca de dos principios excluyentes pero indispensables para concebir la
experiencia del mundo.
Durante la edad
media algunas monedas incluían un símbolo llamado el Crismón. Este era una
cruz, en forma de equis, es decir, con la forma de la letra griega Χ (chi), con
la que se escribe Cristo en griego, flanqueada por alpha y omega, primera y
última letras del alfabeto griego. El conjunto simboliza “Cristo es el
principio y el fin de todas las cosas”
αΧω
No cabe duda de
que se espera que un factor integrador, en este caso Cristo, pueda terminar con
el movimiento eterno de los dos principios opuestos, lo derecho y lo izquierdo,
la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo pasivo, el alpha
y el omega, es decir, el principio y el fin, nunca reunidos, siempre en una
danza infinita en la que no es el complemento, sino su mutua exclusión
dialéctica, lo que parece fundar la existencia de las cosas.
La religión
cristiana, al contrario del budismo y otras creencias orientales, intenta
fundar un mundo libre de contradicción, integrado en un todo, como lo
representa tan bien el Crismón. Es lo que Lacan inscribe como lógica del todo,
fundada en el padre. Pero, más allá del padre, resta aún un territorio poco
conocido, cuya lógica es no- todo y que Lacan nombra, no por casualidad, el goce de la mujer.
[1] (Borges, Jorge
Luis y Jurado, Alicia. Qué es el Budismo. Emecé Editores. Bs. As. 1991).
[2] Kristeva,
Julia; Clements, Caterinne. Lo femenino y lo sagrado. Ediciones Cátedra.
Madrid. 1998
[3] He preferido
la versión de Editorial Troquel, Bs. As. 1993, porque es traducida al español a
partir de la traducción directa del chino al inglés de Chu Ta-Kao y porque sus
prólogos y comentarios muestran una seriedad de la que carecen otras ediciones.
Publicado 9th August 2009 por José Vidal
4. El misterio de
la feminidad
Se nos ha hecho
familiar la concepción lacaniana de “la Otra mujer”, una particular relación
que se observa entre una mujer y una serie de representaciones imaginarias y
simbólicas en las que se apoya su identidad. Esto trasciende ampliamente lo que
sería una relación con alguna otra mujer en tanto semejante. No es el prójimo,
en el sentido de la imagen en espejo, aunque no se puede obviar que siempre
alguna “otra” es la que encarna, la que actúa como soporte, para estas
representaciones.
Woody Allen hizo
un intento de atrapar esa experiencia de alteridad femenina en una de sus
películas más delicadas, que tituló justamente así, “La Otra Mujer”.
El fenómeno, que
observamos de continuo, consiste en un sujeto femenino y una referencia, la
Otra mujer, en la cual busca, casi siempre sin conseguirlo, las respuestas al
enigma de su feminidad. Lacan, en un viejo y orientador texto de los
“Escritos”[1], “Intervención sobre la transferencia”, anticipa su concepción
sobre el tema cuando destaca la absorta contemplación de Dora, la famosa
paciente de Freud, frente a la Madona de Dresde:
“...Así como en su
larga meditación ante la Madona y su recurso al adorador lejano, la empuja
hacia la solución que el cristianismo ha dado a este callejón sin salida subjetivo,
haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del
deseo, lo que viene a ser lo mismo”. Busca allí, en ese objeto trascendente, la
respuesta al “misterio de su propia feminidad”
Hay un arcano,
algo oscuro, pero que da pruebas o indicios de su existencia. La feminidad,
constituida como misterio insondable, ha sido causa para la indagación
psicoanalítica desde sus comienzos, pero no lo es menos para el hombre
corriente e incluso para la mujer en la que ese misterio habita y es esto lo
que Lacan puede demostrar en Dora. La pregunta por la feminidad no involucra
solamente al hombre. Por el contrario, es la mujer misma la que más está
apremiada por ella. Esa muchacha de dieciocho años, embrollada en una red
pasional en la que interviene también su padre, la señora K, su amante y el Sr.
K, el esposo de ésta, se encuentra en la búsqueda de una solución a un callejón
sin salida subjetivo que es la propia feminidad. Sin salida porque todas las
respuestas que encuentre serán inevitablemente insatisfactorias. Freud, a modo de solución, concibe tres
posibles respuestas para la mujer. Y las tres son, si se quiere, ingratas
para la idea actual que tenemos acerca del lugar de la mujer respecto al goce.
Pero eso es lo que caracteriza a Freud, no hace concesiones a los prejuicios y
nos confronta a los hechos de una manera directa.
La primera solución es la que conduce a un
absoluto alejamiento de la sexualidad en todas sus formas, es aquella por la
que optan las que dedicarán su vida a actividades más o menos sublimadas que
las mantengan alejadas de la actividad sexual y sus derivados; la segunda, que él llama complejo de
masculinidad, con la cual la mujer retiene los atributos masculinos de la
infancia con la esperanza de alcanzar alguna vez un pene y hace de esto un fin
para su vida, atesorando la fantasía de ser a pesar de todo un varón. Hay que
decir que esta alternativa tiene bastante prestigio social hoy en día, tal vez
por efecto de ciertas prédicas feministas; finalmente, el tercer desarrollo que desemboca en la que, para Freud, es la
final configuración femenina: la madre. Es decir, la que toma como objeto de
amor al padre, forma femenina del complejo de edipo, y obtiene de él, por la
vía del hijo, un sucedáneo del falo. Es la ecuación hijo-falo, tan conocida de
Freud. Esto es algo que siempre vale la pena comentar. Mientras a lo largo de
la historia del movimiento psicoanalítico la pregunta por el deseo femenino ha
permanecido abierta, nunca hubo problema para responderse por el deseo materno,
cosa muy distinta. Lo que una madre quiere es el falo y las posiciones
sintomáticas del hijo, en todos los casos, serán una respuesta a ese deseo de
falo. Con lo cual decimos que la respuesta “madre”, si bien puede resultar
válida para muchas mujeres, en el sentido de lograr suplir el falo por esa vía,
no alcanza dar una respuesta auténtica a la posición femenina.
En verdad, como se
observa, las alternativas planteadas por Freud resultan insuficientes para
calmar lo que este problema plantea. Se abre en ello un agujero imposible de
obturar. Ninguna logra centrar lo que sería el ser femenino sino que muestran
formas más o menos fallidas de captar algo que está en constante fuga.
El cristianismo,
dice Lacan, ha dado otra solución posible: hacer de la mujer objeto de un deseo
divino. Pero ésta no es menos problemática. Un objeto trascendente de deseo, un
objeto de deseo que se sitúa, por así decir, más allá de los límites de la
experiencia, si entiendo bien lo que trascendente quiere decir, se sitúa más
allá de las cosas mundanas y las cosas mundanas son siempre las que se
corresponden con el orden de la razón, el orden del significante. Es decir que
debe pensarse a la mujer como una entidad situada por fuera de lo que es el
mundo y, esto es algo muy importante sobre lo que volveremos más adelante,
situada en un campo ex, in-mundo[2], in-humano, diversas formas de llamar a lo
que escapa al ordenamiento significante, que es siempre el orden macho. Algo es
trascendente en la medida en que está por fuera de la experiencia, que está más
allá del campo de las cosas del mundo. Bien,
Dios es el ejemplo eminente de lo que es trascendente, aquí tenemos otro, la
mujer.
Esa contemplación
de Dora a la Madona no es poco ilustrativo de lo sagrado. La virgen María, en
todas sus manifestaciones religiosas, artísticas o literarias es,
fundamentalmente una madre. Como dice Kristeva, no hay en ella nunca nada de lo
que pueda pensarse como la madre del edipo, de lo deseable, sino que es la
madre como lo oblativo, la que todo lo da, la madre que para Melany Klein sería
la madre buena.
¿Qué habrá pasado
por la mente de Dora en ese instante de contemplación? ¿No es llamativo que esa
muchacha que tenía con su madre una relación de absoluta distancia, al punto
que en el historial ocupa un lugar mínimo comparado con el que ocupa ese otro
personaje, el de la señora K, tan evidentemente importante, no es llamativo,
pregunto, que ella contemple y busque inspiración y respuesta en la imagen de
la Virgen, una madre, por así decir, absoluta? Es allí donde Lacan nos va a
situar en la figura clave de la Otra mujer que será, desde ese punto, la clave
de la interpretación de la pasión histérica. Así como Lacan pudo identificar en
la señora K a ese objeto al que Dora se dirige, a la Otra mujer, es en la
Madona donde encontramos su sucedáneo y esto porque en definitiva, la Otra mujer nunca es otra cosa
que un sucedáneo de la madre.
Pero de la madre ¿en qué términos?. No es la madre deseante ni deseada, al
contrario, es, en términos de sexo, inmaculada, por fuera del deseo,
vinculada a un goce que no es el goce fálico, sino lo que Lacan llama, el Otro
goce, el goce de la mujer.
Que la feminidad
constituye un misterio es un hecho que se comprueba cotidianamente en la clínica
psicoanalítica. Se escucha, con frecuencia, en las mujeres que, siendo objeto
de un deseo, no saben qué hacer con eso. Si una mujer es deseada como tal, por
un hombre o por muchos hombres, de la forma más banal incluso, al salir a la
calle y percibir la mirada y los piropos de ocasionales galanes, eso, ese
deseo, la pone en el lugar de tener que definir el qué de ese deseo. Qué de ella es lo que resulta
capaz de provocar en el otro el deseo. La costumbre, tal vez, atenúe
este efecto, pero las primeras veces, en la pubertad o en la adolescencia
temprana, cuando se produce ese súbito cambio en el cuerpo que se hace
inocultable y que su estatuto de mujer se le hace patente justamente por las
insinuaciones o las propuestas masculinas, hay evidentemente un desajuste de la
identidad de difícil solución que abre forzosamente una interrogación. Es
necesario para la mujer en esa situación vestirse, arreglarse, maquillarse para
interponer entre el deseo del otro y ella ese conjunto de artificios que
conocemos como la mascarada femenina. La mascarada femenina es el conjunto de formas que le permiten a la
mujer ofrecer al otro un objeto de deseo sin ser ella misma idéntica a ese
objeto, es decir, hacer de objeto sin serlo. Esto muestra hasta qué
punto la mujer es no-toda. Hay siempre la instancia de una ausencia en lo que a
su ser respecta y en su lugar lo que presenta es ese objeto postizo que viene a
saturar el deseo. El uso de este recurso es, como se sabe, un verdadero arte
que no esta al alcance de todas las mujeres. Requiere de un saber hacer con la
apariencia, con el semblante, con lo oculto y lo que se muestra, con la
presencia y la ausencia, que más de una se lamentará de no poder jamás llegar a
aprender del todo ese oficio de la ficción. Como esto es algo que, por
regla general, se supone transmitido más que enseñado, transmitido casi diría
osmóticamente de una mujer a otra, muchas mujeres le reprochan a sus madres no
haberles dado anticipadamente el saber acerca del sexo que les falta, sin
imaginar siquiera que esa madre, en tanto mujer, está tan desvalida como ellas
en esa materia.
Es ese el punto en
el que Dora aparece descompensada en su neurosis, el punto donde, siendo ella
el objeto de deseo de un hombre, el Sr. K, no puede, no consigue encontrar las
respuestas a lo que en ese momento y en ese lugar se ve confrontada, es decir,
el qué de ese deseo, de ese deseo masculino del que apenas puede sospechar que
se trata del deseo de un hombre hacia ella en tanto mujer y que le toca a ella
saber cuál es el modo en el que ese deseo se satisface. Y es en ese lugar donde
va a convocar a responder a la Otra mujer. La Otra mujer viene entonces al
lugar de una transferencia, entendiendo la transferencia como una suposición de
saber. Otra mujer a la que se le supone el saber acerca del sexo, se le supone
el saber cómo hacer gozar a un hombre. Esto lo encontramos muchas veces bajo la
forma de la pregunta ingenua, la de la mujer que no puede darse cuenta de cuáles son los resortes de
la sexualidad, cuáles son los secretos de la seducción y que se pregunta
constantemente cómo es que las otras mujeres sí se dan cuenta, cómo es que
ellas saben hacer con los hombres, con el sexo, con el amor.
Juan Carlos
Indart[3] nos ha mostrado que en la sociedad occidental encontramos de modo
invariable dos identificaciones fundamentales por las que habrá de pasar el
sujeto, casi inevitablemente. Una, la que él llama sujeto- amo, que es aquella
por la cual el sujeto renuncia a todo goce para asumir una posición amo. Se
entiende que para ello es necesario el sacrificio de su cuerpo, el sacrifico
del goce que el cuerpo le podría proporcionar. Es el sujeto que se queda con la
posición del amo, el que ha pagado con su vida, la vida en el sentido del goce,
por el puro prestigio, por su puro prestigio de amo. Podemos observar en esto
una anulación de su “pathos” particular con lo que nos evoca un poco la
posición perversa. Como sea, es la clase de sujetos que, en general, son
considerados muy adecuados para el éxito en la sociedad competitiva del
mercado. El hombre de
negocios, por ejemplo, será más adecuado a esto en la medida que él no goza de nada más que de su
lugar de amo, de su lugar de poder con respecto a los demás hombres y no
precisa, por así decir, de otras condiciones sensuales para satisfacerse. Es, desde el punto de vista del
goce, un cadáver, es el término que usa Indart, un muerto para los afectos y las
pasiones. Se podría evocar el título de la novela de Norman Mailer,
“Los hombres duros no bailan”, porque es un poco esa la idea, la del hombre que
no debe ceder a las atracciones sensuales del cuerpo a riesgo de debilitarse.
Cada vez con más frecuencia aprecio que la danza se va limitando a las mujeres.
Cada vez más se ve a las mujeres bailando solas o entre ellas mientras, a lo
lejos, sombríos, miran los hombres duros. Esta identificación amo se muestra
muy interesante para entender el modelo cultural ofrecido por la sociedad
capitalista en lo que hace al lado hombre de la tabla. El hombre anestesiado.
A su lado,
haciendo pareja con él, encontramos la otra identificación, por lo demás muy
exitosa en nuestra civilización, que es la “identificación mujer”, es decir la
identificación con un ser que sabe hacer gozar a un hombre. Es muy interesante
lo que nos propone Indart. Independientemente de las muchas variaciones que
pueda haber en la elección que un hombre hace de una mujer, lo que es básico
como modo de reconocer a una mujer es que sabe hacer gozar a un hombre. Es
decir que se trata de un problema de saber. Pues bien, la Otra mujer es siempre aquella
clase de mujer a la que se le supone un saber acerca de cómo hacer gozar a un
hombre. Las mujeres famosas, que frecuentemente acompañan a los poderosos, son
a las que se les supone un saber así. Esto tiene su lógica si se entiende
que el amo, que ha renunciado al goce del cuerpo para hacerse de su posición de
amo, busca constantemente cosas que le permitan sentir algún goce, es decir,
verificar que aún está vivo. Encontramos en el mundo actual miles de formas de
hacer sentir a alguien, por exceso de sensaciones, que está vivo. Es algo que
en otras culturas sería visto como absurdo, pero que entre nosotros se ha
tornado muy común e incluso admirable. Desde el paracaidismo hasta las altas
velocidades en los autos hay todo un repertorio de formas excitantes de los
sentidos en la búsqueda de esta verificación de la vitalidad, la comprobación
de que uno no se ha convertido efectivamente en un cadáver ambulante. Las
experiencias sexuales no son ajenas este repertorio. Son justamente estas
mujeres, las que podemos pensar que han alcanzado esa identificación mujer de
la que hablamos, las que parecen destinadas a procurar ese goce, esa
experiencia intensa que el amo demanda. Es la mujer que sabe, sabe cómo hacer
que ese hombre goce. Se le supone un saber porque si son esas mujeres las que
acompañan a los amos deben ser ellas las que saben como proporcionar el goce
que a ellos les falta.
Pero, por otra
parte, siendo ellas expertas en hacer gozar, no gozan nada ellas mismas. La
identificación al sujeto-mujer es también la de la renuncia al goce del cuerpo
para asumir esta posición y, desde esta perspectiva hay que decir que también
son cadáveres. Es la mujer que ha perdido su capacidad de gozar ella misma para
asumir la posición de la que será objeto de satisfacción para su partener. El
lector las puede estar viendo en su imaginación o puede encontrarlas en las
revistas semanales.[4]
Son aquellas ideales a las que se les supone
un saber hacer gozar y es por esta razón que las mujeres, digamos, comunes, las
que de ninguna manera saben cómo, las sitúan en ese punto de la referencia, ese
punto al que se dirigen las preguntas de la histérica, imposibilitada ella
misma de asumir esa identificación-mujer a la que parece obligada en la
sociedad moderna, es a esa Otra mujer a quien va a dirigir su pregunta
repetidamente, la pregunta por su propia feminidad. No se nos escapa que en
estos casos la Otra mujer, como decíamos antes, es siempre un sucedáneo de la
madre y no hace falta esforzarse mucho para remitir su causa al complejo de
edipo. Hay en la madre, aún en la peor, o especialmente en ella, en la que no
conserva de los atributos femeninos más que unos remotos recuerdos, la que ha
abandonado toda posición de objeto del deseo para abocarse a la labor de madre,
es este tipo de madre la que despierta en la hija la mayor seguridad de que hay
en ella un saber, de que hay en ella un saber hacer gozar a un hombre: el
padre. Es el caso de las
que ven juntos a sus padres, ven al padre, ese al que idealizan, al que suponen
lleno de todas las virtudes, sometido, encadenado a la madre, quien, sin
embargo, no parece tener ningún atractivo. De allí surge la idea de que hay en
ella un saber, una manera de hacer en el sexo que no es evidente pero que
existe y que se comprueba en la adhesión incondicional del padre a su mujer.
Esta relación a la
Otra mujer, queda claro, es la relación al saber que se le supone. Veamos otros
modos de manifestarse esta suposición de saber.
Con enorme
frecuencia los casos de violación o abuso durante la infancia y la adolescencia
no provocan tanto un resentimiento hacia el agresor sexual como hacia la madre
a la que se hace responsable, en parte de falta de cuidados, pero sobre todo de
no haber transmitido el saber acerca del sexo. Es decir que, al acceder a la
feminidad en la adolescencia, la niña que podía ignorar la diferencia entre
ella y un varón, se encuentra con una diferencia radical, esto es, no la
diferencia anatómica, puesto que ésta es conocida desde la primera infancia,
sino que ella puede ser objeto del deseo, y lo es más allá de sus propias
intenciones, por encima de su propia voluntad. Inaugura la pubertad una
experiencia donde se hace preciso asumir riesgos y responsabilidades para los
que la niña, con frecuencia, no estaba preparada. La respuesta al real de la
pubertad es ese conjunto sintomático, tan preciado, tan interrogado en la
cultura contemporánea, que se llama la adolescencia. La adolescente podrá
decirse que ese deseo que despierta en el otro es por su cuerpo, por la belleza
de éste o podrá decirse, y tal vez sea lo mismo, que es por una parte de su
cuerpo, idea generalmente más aceptada. Los ojos, las piernas, los pechos, etc.
en tanto objetos parciales, fetiches del deseo, son puestos en valor en
diferentes situaciones y por diversos sujetos y culturas. Los medios de
comunicación, sin duda, sabedores del carácter fetichista del público, contribuyen
en nuestra época a privilegiar ciertas partes del cuerpo femenino como objetos
para el consumo. Bajo la apariencia de una indiferente aceptación, es habitual
que esa apetencia por ciertos rasgos físicos suyos provoque en la mujer, además
del halago o de la vanidad, una cierta incomodidad, un cierto sentimiento de
inadecuación. Y, bien mirado, es algo bastante lógico. Se trata del encuentro,
por lo demás inesperado, con el deseo fetichista del varón al que no es
sencillo dar respuesta y también, esto es central, con la excitación que en
ella misma se enciende, con el deseo sexual del que ella misma es presa y al
que deberá dar una tramitación. Si una mujer es deseada por una parte de su
cuerpo se sentirá desplazada como sujeto de deseo. Es decir, ella no es
idéntica a esa parte de su cuerpo, ni siquiera puede sentirse representada por
eso. No hay manera que se sienta identificada a eso que es para el otro. Es por
eso, por esa ignorancia respecto al sexo, que intentará encontrar la respuesta
en otra mujer a la que puede suponerle saber hacer con eso. Con regularidad, es
la madre la destinataria de esa demanda, pero, por desplazamiento, puede ésta
recaer en otras que hacen el relevo.
La tan conocida
frase “no quiero ser solo una cara bonita”, que se puede escuchar no solo a las
lindas, parece responder, de manera paradojal, a la necesidad de una mujer de
ser reconocida como sujeto y tomar un poco de distancia de ese objeto que es
para el otro, sea hombre o mujer. Es tanta la frecuencia con la que se la escucha
que cabría preguntarse si en verdad este no es un fenómeno de estructura por el
que toda mujer, en algún momento de su vida debe inevitablemente pasar. La
opción entre ser linda pero tonta o inteligente pero poco atractiva responde a
un aplastamiento de su condición de sujeto cuando se ve a sí misma como un puro
objeto de deseo. O se es objeto o se es sujeto. Es en este punto donde aparece
ese recurso genial, pero que no está al alcance de todos, que es la mascarada
femenina, un sustituto del objeto del deseo que se presta al partener y que, a
la vez, le permite al sujeto mantenerse a cierta distancia, sin disolverse en
la demanda del otro. Pero, sin duda, esta separación entre lo que ofrece como
objeto y el ser, lo “auténtico”, es siempre causa de una experiencia de lo
no-todo y por lo tanto de extrañeza. La mujer participa del sexo en el sentido
del deseo sexual de la misma manera en que lo hace el hombre, pero lo suyo no
se limita a eso sino que hay algo más, que se agrega, una dimensión suplementaria
pero que es para ella misma, que la siente, desconocida, misteriosa,
enigmática. En la búsqueda de alcanzar esa definición, ese argumento con el que
dar consistencia al propio ser, es que se dirigirá a la Otra mujer.
Publicado 9th August 2009 por José Vidal
La Otra
Mujer y el estrago materno
Es en la Otra mujer donde la mujer trata de encontrar la
solución a ese callejón sin salida subjetivo que es su propia feminidad.
Lo verificamos en el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra.
K, la amante de su padre, donde Dora busca clarificar algo acerca de su
identidad. La mira, la admira, le pregunta, la envidia, la adora, pasa horas
con ella hasta que finalmente se transforma en su cómplice. En esa conducta se
puede apreciar, Freud lo hizo, aunque tardíamente, una interrogación que la
mujer realiza desde el punto de vista, desde la perspectiva del hombre, como
preguntándose qué es lo que él ve en ella, en la otra, pero, como lo señala J.
C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni lo que ella tiene,
sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber acerca del sexo,
le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”. Dora supone que
la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre, concretamente a su
padre. Por eso es que podemos decir que la relación a la otra mujer es una
relación transferencial, como la que se establece en un análisis. Amamos a
quien le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque
le supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una
interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra, que
debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado sin duda por una u
otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte del inconsciente
del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo parecidas a
las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de decepción, de
amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con la nitidez
necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.
Ahora bien, hay que pensar que esa identidad que se imagina
como la adecuada, la que vendría desde la Otra a colmar la falta en ser del
sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no es sin consecuencias. En
su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto secundario, lo que ha sido
llamado por Lacan el
estrago, la
relación estragante que retorna desde la madre. Dije efecto secundario.
Quizá sea un error pensarlo así, quizá se trate, por el contrario, de lo más
primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos
enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.
, El
estrago es lo que se produce cuando la mujer espera infinitamente de la madre,
porque se trata de eso, de una espera eterna, que eterniza el vínculo de la
hija con la madre cuando espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una
mujer. Y si esto se ha instalado, este modo de goce terrible se repetirá
insistentemente en las otras relaciones que esa mujer encuentre en su vida.
¡Cuántas veces de constata esa experiencia del estrago en la
mujer!
Sea bajo la forma del maltrato físico, el de la mujer
golpeada, o sea bajo las formas más sutiles de sumisión, de reducción a la
servidumbre, de degradación psicológica o moral, el estrago femenino es una
constante en la que vale la pena detenerse y abrir en torno de ello una
reflexión.
El término estrago, derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es
introducido por Lacan para expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la
relación de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos
vincular a la relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual
que resulta casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
Se trata de sujetos, frecuentemente mujeres, pero no siempre
mujeres, sujetos, digamos, en posición femenina, en los que se manifiesta esa
extrema proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión
amorosa el sujeto se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella.
Tenemos para ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es
el único y que luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que
signaba los hechos de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente
“entre la vida y la
muerte”.
Esa proximidad entre la pasión amorosa y la muerte, muy
habitualmente, es causa de una angustia que posibilita la consulta analítica.
Pero podemos imaginar los infinitos estados intermedios de este estrago, de
esta exposición a la devastación de la mujer en los que la consulta no se
produce y de la que tenemos noticia por las referencias que nos dan los
organismos sociales. Recientemente una investigación de psicoanalistas de la
EOL acerca de la prostitución debió recurrir exclusivamente a datos
provenientes de estudios sociológicos, es decir encuestas y estadísticas,
porque los psicoanalistas carecían totalmente de casuística al respecto. Es
decir, todas esas mujeres
que, regularmente son maltratadas por un rufián, jamás consultan al
psicoanalista y rara vez al psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una
sintomatización de su condición de maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para
el sentimiento de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a
él. Esto, aunque escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser
amadas y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la
familia, el honor, el cuerpo,
la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la división subjetiva
que sería necesaria para un psicoanálisis.
Otras mujeres, sin embargo, nos han brindado muchos datos en
el análisis al punto de que casi podemos hacer con ellos un paradigma que
tiende a repetirse. Lo esbozo brevemente. Diré para empezar lo que no es del
orden del estrago, lo que es más frecuente en la clínica.
Lo frecuente es encontrar que una mujer tiene un partener
que está situado en un lugar rebajado respecto a sus ideales paternos, es
decir, una relación donde el hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se
aproxima al ideal representado por el padre. Estamos en el ABC de la clínica
psicoanalítica, el padre idealizado de la histérica. En el ideal, el padre
posee los mejores atributos y cualidades, y se eleva en las alturas como un
amor imposible e inalcanzable. En comparación con él los hombres comunes,
posibles y cercanos, aparecen como miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales.
Es una separación en la que de un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien,
lo que se presenta es la insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de
los casos, donde la insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de
modo sintomático al modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud
obtuvo de sus primeras observaciones en pacientes histéricas, la derivación en
el cuerpo erógeno de lo que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.
Pero lo que llama ahora nuestra atención es cuando en la
relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos de este esquema, de
este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a
eso, no es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso,
mucho más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una satisfacción
sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la vejación, la
degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz de tolerar
hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de aguantar
el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en todo caso,
ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro, nos
evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el psicoanálisis.
Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es notar ese infinito
que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido
erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo ilimitado en sí. Y es esta
posición la que debemos interrogar sobre si es una condición de estructura o es
sintomática. La relación
en la que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.
Es en esto que debemos hacer hincapié. Para la mujer, a
diferencia del varón donde el objeto de amor está bien localizado, el partener
está desdoblado entre el falo (y sus derivados, como pueden ser por ejemplo los
hijos) por un lado, y ese goce Otro, no localizado, por otro, la mujer, aunque
mantiene al igual que el hombre una relación al falo, al sexo como tal, es
no-toda en relación a él, algo de ella escapa y se dirige a ese otro goce fuera
del cuerpo al que solo se accede por la palabra, y más concretamente la palabra
de amor. Es por eso que aparece en ella cierta ausencia en el plano de lo
sexual y a la vez la exigencia al partener de que la ame, y más
específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan puede poner en serie
el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son maneras femeninas de
encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría decir que lo que las
mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una constancia
impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la pareja, es
decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de nuestra
época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan. No tanto
de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también esos
casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes que
comunicar algo, es vehículo de amor.
Se puede comprender así, porqué, como se ha dicho, la
pérdida de amor es el equivalente de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que
es el signo del amor, es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente
a la pérdida de lo más importante en el varón.
Ese, su punto débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso,
que se le puede llamar el sexo débil.
Un amor sin límite: eso es lo que da la clave para captar
cómo con tanta frecuencia, con tanta insistencia lo que retorna de esa demanda
desmesurada de amor es el estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter
de ilimitado porque es en la imposibilidad de fijar ese límite en donde se
constituye el estrago. El
amor y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda
de amor conduce al estrago
y la devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha
posibilitado a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es
decir un equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la
mujer bien puede ser un estrago.
Tenemos entonces el polo de la relación con el partener, la
relación mortífera. El otro polo del esquema es el que se establece en la
relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto
femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente
a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en
general la función paterna. Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con
una metáfora, la intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su
deseo, y el hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como
si se tratara siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos
de presentar acá está el deseo de la madre que se presenta como algo voraz,
algo que puede llegar a consumir al sujeto, a devorarlo.
Comento brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de
una mujer que ha sido durante su infancia, y luego en la adolescencia, controlada
hasta el delirio por su madre.
Ser controlada por la madre es una experiencia muy común
entre las jovencitas y en general a nadie le parece que tenga nada de anormal
pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles. La madre controla en la infancia
las actividades de la niña, sus tareas escolares, pero también sus idas al
baño, la frecuencia de su aseo, la regularidad de su sueño y una infinidad de
conductas ligadas a la educación, pero que, bajo una mirada más atenta, están
ligadas a la pulsión, como una estrategia camuflada de la pulsión de la madre
mediante el recurso de la educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente.
Durante la adolescencia la madre controla las salidas de la joven, indaga su
intimidad, regula las amistades y hasta lleva registro de las reglas de la
hija. Agobiada por ese vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para
escapar por esta vía a esa tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera
sorprendente, el marido se torna un celoso delirante y golpeador que no la
deja ni a sol ni a sombra y vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando
el maltrato llega al punto de poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a
un centro de asistencia para mujeres golpeadas donde, por supuesto, le
aconsejan que abandone a ese peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace
caso al consejo y... ¡Vuelve con su madre!.
Surge a
las claras que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego
del marido por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo
lugar que antes ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son
intercambiables.
La
dependencia de la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge
fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de
edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración
abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna
obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está
castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la
relación de la mujer con su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se
obtiene el resultado de la dependencia respecto al amor hay que observar el
desplazamiento que opera Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para
Freud, lo que hay es una lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la
niña no tiene, y a la madre se le supone un tener que luego se descubre que no
tiene. Lacan en cambio, captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del
significante, desplaza esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser.
El drama del sujeto es poder decir, de poder situar algo en relación a su ser.
Es la pregunta existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a
ser formulado como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la
madre. En el caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El
sujeto varón puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo
que tiene. En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de
lo que es. Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el
falo no es otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que
aparece bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que
las mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más
cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.
Esto
hace que mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la
castración, la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la
pérdida de amor porque es con el amor que ella encuentra su ser y la pérdida
del amor es equivalente a la pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza
de pérdida de amor es el equivalente a la amenaza de castración en el hombre
La
relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla
y el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El
maltrato mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo
del ser femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su
característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
Evidentemente,
cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está
poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce
de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
******
Gabriel
García Márquez, gran escritor, ha podido darnos una idea de esa infinitud en su
célebre cuento “La increíble y triste historia de Cándida Eréndira y su abuela
desalmada”.
En él relata las tribulaciones de una adolescente de catorce
años que es prostituída por su abuela. Acá no se trata de la madre sino de la
abuela, pero estamos en el plano de lo literario. Tal vez la figura de este
personaje es tan obscena y feroz que el autor prefirió que no fuese una madre,
por no atacar esa imagen sacralizada y situó en su lugar a una abuela. Sin
embargo, el prostituir a la hija no es un fenómeno poco frecuente y está
presente en el fantasma de más de una mujer, en el sentido de sentirse lanzada
por la madre hacia algo así como una prostitución, una deriva en el campo del
sexo. Es algo que se podría resumir en la frase “Yo podría haber sido una
puta”, tantas veces escuchada en el consultorio, y siempre referida al deseo de
la madre. Tal vez pueda intuirse esta idea en la propuesta de Levi Strauss
sobre las estructuras elementales del parentesco en las que se ve cómo la mujer
en diferentes culturas es regularmente objeto de intercambio. De un clan a
otro, de una tribu a otra, de una familia a otra, se pueden hacer beneficiosas
transacciones en las que lo que se intercambia para obtener una ganancia es la
mujer joven. En nuestras sociedades, aunque de manera velada, sigue habiendo
mucho de eso. Es la mujer como objeto valioso, como falo, y por lo tanto objeto
de intercambio entre los hombres.
El cuento de Gabo que nos ocupa sitúa a su joven
protagonista como poseedora de unos atributos eróticos tan notables que
enseguida se corre la voz por toda la región y se produce un enorme crecimiento
en la cantidad de hombres que requieren de sus servicios sexuales. La abuela no
limita en nada las prestaciones que ofrece y acepta a todos los hombres
dispuestos a pagar. Lo llamativo del relato, siempre marcado más por el humor
que por el dramatismo, es esa cola infinita de hombres que se forma frente a la
puerta de la habitación de la joven. Son cientos, miles. La abuela desalmada se
hace rica y se entusiasma. Acá se ve claro ese realismo mágico que ha hecho
célebre a García Márquez. Todo es desmesurado hasta el límite de lo cómico,
pero en ese mismo movimiento permite captar algo que de otra forma se
escaparía. Frente a lo exagerado de la demanda sexual de los hombres, en lo que
hace especialmente al número de ellos, que son incontables, la adolescente se
queja ¡De estar cansada!. Es una excepcional muestra de lo ilimitado en el
campo de la sexualidad femenina. Ella puede acostarse con un número ene de
hombres mientras su cansancio no se lo impida. Eréndira capta que el limite
estará en el punto en que muera. Eso es algo que toda mujer sabe, consciente o
inconscientemente, mientras que del lado varón no existe una vivencia
equivalente. Para el varón, por más que se esfuerce, y de hecho muchos lo
hacen, las posibilidades sexuales son algo limitado, acotado. Lo sexual en el
hombre es algo que empieza
y termina, un poco antes o un poco después según el caso,
pero que nunca dura mucho.
El cuento nos revela que del lado femenino hay algo que
escapa a la contabilidad en el deseo femenino. Lo que , en cambio, actúa como
límite para Eréndira es el amor. El amor es para uno solo y es ese solo el que
actúa como elemento liberador de su malvada abuela.
Sin embargo, una lectura más atenta nos muestra que el amor
por ese hombre es un intento de aseguro. Eréndira no hace más que sustituir a
su abuela por su amado, y solo transitoriamente. Si no fuese que ella, sobre el
final, se compra a sí misma con todo el oro acumulado de la abuela y desaparece
en el desierto, posiblemente el hombre devendría tan desalmado como la vieja
proxeneta en la medida en que para ella hay algo de incondicional en el amor.
Es lo que Lacan nos ha mostrado como la forma erotomaníaca del amor en la
mujer. Darlo todo por amor y esperarlo todo del amor.
Que se compra a si
misma, Erendira, quiere decir que se
salva? en el sentido de poder cortar esta serie entre esta abuela-madre
y un hombre que la va a ubicar en ese
mismo lugar, lugar
al que accede E. por amor, pero que derivaria en otra cosa, en una relacion que
hace estragos en el sujeto. Esta seria, la del estrago, una via que podria
tomar el goce femenino, ya no como suplementario, sino como sintomatico?
La idea de García
Márquez parece ser la de una salvación. No si yo usaría esa palabra. Pero es
notable que su personaje tiende a estar suelta. Y en verdad el amor siempre
tiene ese aspecto ilimitado, loco, y por eso estragante, al que todo ser
ubicado en posición femenina está expuesto. Para eso se crean infinidad de
dispositivos e instituciones que de alguna manera regulen, limiten, ordenen el
campo del amor, que apuntan a que el amor no gobierne por sí solo.
Por momentos
parece que hablar del goce femenino, del amor ilimitado y loco de un ser en
posicion femenina, o del deseo femenino fueran lo mismo. Me pareció entender
que era el amor lo que regulaba ese goce femenino, pero por momentos parece que
se convierte en un desregulador tan loco como ese mismo goce.
Podemos
diferenciar estos terminos? de que manera?
Cual es el aseguro
de Erendira? de que se asegura?
13. Un testimonio
Tomemos, a modo de
ejemplo, el caso de Leda Guimaraes, una mujer que nos permite entrar en las
particularidades de su experiencia real a través de su testimonio de pase como
AE de la Escuela Brasileña de Psicoanálisis[1].
Nos refiere de
entrada a la identificación al padre que estaba en el centro de su posición
histérica. ¿Cómo es una identificación al padre? Ella nos lo muestra como la
identificación a lo que hace excepción a la ley.
Recordemos que,
como lo enseña Lacan, un padre es el que hace excepción al para todos, aquel
que, de alguna manera, dice no, hace excepción a la regla y con ello hace
existir el conjunto, lo define y establece la regla en sí. La identificación,
entonces, al padre, es la identificación a un lugar de excepción.
Son muchas las
mujeres que dan prueba de esta posición histérica. Respecto al conjunto, al
universo de las mujeres, se sitúan como una excepción. Es una suerte de
“ellas y yo” que produce la sensación de extrañeza, de ajenidad, de ser una
extranjera ella misma cuando se encuentra en el grupo de sus congéneres.
El análisis le
permitió a Leda Guimaraes reconocer esta identificación al padre,
identificación por cierto fálica, es decir, como modo de ser el falo, un objeto
precioso y valioso para el Otro, pero también descubrir que con esto no hacía
más que recubrir, con su brillo, un goce sombrío, masoquista. Nos revela que es
posible, al menos lo fue en su caso, estar en una posición de aparente
satisfacción a la vez que se padece de otro goce[2].
El testimonio no
precisa de qué modo se expresaba ese goce masoquista, pero nos permite
sospechar que era en el vínculo que ella establecía con los hombres.
La respuesta que
ella daba al deseo masculino, nos dice, alternaba entre dos que resultan de la
disyunción entre el amor y el erotismo, que le permitía separar la respuesta de
la santa y de la puta, posición, por lo demás clásica de la histeria. El
análisis le permite dilucidar que esta disyunción no era un fin en sí misma
sino que estaba destinada a mantener oculto el goce femenino. Este es un punto
importante. El goce
femenino, según nos muestra L.G., era el que podía reconocer en su madre, la
cual “se hacía devastar” en su relación al padre, al extremo de quedar “entre
la vida y la muerte” .
¿Cómo debemos
entender esto? ¿En qué consiste recubrir el goce femenino? ¿No significa
recubrir el goce femenino de la madre tapar la castración de ésta, eludir lo
que de ella es una falta de la que se deriva un deseo? Sin duda.
El análisis le
permite situar este “entre
la vida y la muerte” como la frase fundamental en torno a la cual se
organiza su fantasma, su vida inconsciente. El salto en el análisis se produce
cuando ella puede descubrir que, detrás del aparente sufrimiento de la madre,
había un goce, el de hacerse maltratar por el padre, lo que una vez develado le
permite separarse del mortífero deseo de la madre para el que ella se proponía
como hija-falo.
Aquí, lo que debe
captar nuestra atención es que, lo que llama el goce femenino, es un goce
ilimitado, pero ilimitado en el sufrimiento, que solo puede encontrar su fin en
la muerte. Es la idea de que una mujer, lanzada al goce femenino, no regulado,
no limitado, queda en la situación de desastre, de devastación, de estrago, que
es el modo en que retorna desde el partener la realización de este goce. Es,
según nos dice, este descubrimiento en el análisis lo que le permite a Leda
desmontar el fantasma.
Sin embargo, para
su propia sorpresa, el análisis no termina allí, sino que continúa en un
“dejarse llevar” más allá de ese vacío, pero lo que encuentra, con horror, es
un goce mortífero.
Este relato nos
permite observar lo que sospechábamos por lo que hemos registrado de otras
mujeres y es esa acechanza de la perdición, del desenfreno, de ese
desbarrancarse en territorios lujuriosos incontrolables y que la expone, por
supuesto, a enormes peligros que derivan del retorno desde el partener de esa
devastación a la que nos hemos estado refiriendo. Cuando ella “se deja llevar”, todo
termina mal. Como si el dejarse llevar condujese inevitablemente a confines
lamentables. Es lo que se resume en la tan común expresión “No sé donde voy a ir a parar”,
que es un poco la manera de decir de ese sin límite. No sé donde voy a ir a
parar en el sexo, en el alcohol, en las drogas, el crimen o no importa en qué
dimensión pero que es siempre del orden del mareo, del vértigo.
No es otra cosa lo
que muestra la exitosa película “Thelma and Louise”, donde dos mujeres comunes
y corrientes, e incluso menos que eso, dos mujeres insignificantes, pueden, de
pronto, cuando el azar provoca que se active un motivo íntimo, desconocido para
ellas y para quienes las rodean y que las lanza en un dejarse llevar por
caminos contingentes, que es en este caso de actos criminales, como hay otros
ejemplos históricos, pero que podría ser de otro orden, podría haber sido un
dejarse llevar por territorios de amor, de sexo, de drogas, pero que en todos
los casos suponemos que va a terminar mal. En el film, termina en la muerte,
como si una vez que se entra en esa vía no se retorna. Y hay que interrogarse
sobre el alcance de esto, sobre si efectivamente es así, si es en verdad un
camino sin retorno o, en cambio, si es posible recorrer algo de esa dimensión
sin terminar en la muerte.
Es Leda la que se
ve ahora en la experimentación de ese sin límite. Su testimonio nos muestra que
se encuentra frente un Otro terrorífico, sin ley, frente al cual se deja
asolar. Entendamos: es como si el fantasma hasta ser desmontado en el análisis
le permitía un ordenamiento, había una legislación al goce. Atravesado ese
punto, queda frente al Otro sin ley que actúa sobre ella cruelmente, es decir,
ante una reedición del antiguo goce masoquista.
No le alcanzan las
palabras para describir esa devastación
en la que cae cuando ya no puede servirse del fantasma y de la defensa para
limitar el goce. Se le hace necesario encontrar un nombre al cual anudar esta
deriva, nombre que encuentra en el significante “mundana”. Es decir que hace
falta un nombre que reúna los motivos de goce y los anude y es por la vía de la
nominación que la estructura puede encontrar su estabilidad. “Mundana” es un
significante que reúne el mundo con el nombre de la mujer y que tiene los
suficientes ecos eróticos para hacernos pensar que con él se le hace posible al
sujeto ordenar el goce, enlazarlo, controlarlo.
El goce femenino
es identificado aquí al retorno estragante, a la devastación y es la nominación
la que concurre a funcionar como límite, ordenamiento y estabilización. Dicho
de otro modo, solo se puede gozar de eso si hay una estructura simbólica que lo
contenga.
Hay en este
testimonio algo así como dos tiempos. Un primer tiempo en el que la madre es la
que sufre y la sujeto se identifica al padre, es en esos términos como se
construye el fantasma. El análisis le permite descubrir que detrás de la imagen
sufrida de la madre hay un goce. Ese goce es el que L.G. no vacila en llamar femenino. ¿Porqué? Porque
es un goce que no tiene límite, un goce que llega al confín de la vida y la
muerte, como si no hubiera un colmo, un máximo, para lo que esa mujer es capaz
de soportar. Luego, hay un
segundo tiempo en el que, llevado el análisis hasta el atravesamiento del
fantasma, es la sujeto misma la que se confronta con ese goce, con lo horrendo
de un sin límite. Su acción consistirá en hacerse un nombre, mundana, que, por
así decir condense en un sentido nuevo ese goce.
¿Es siempre el
goce femenino un sinónimo de devastación, de estrago? No es seguro. Lo habitual
sería que el goce femenino actuara como suplementario del goce fálico. Sin
embargo, parece existir una intuición de que, si una mujer pasa los límites
de la sujeción y del control, se va a perder. Es la idea de que si
se produce, voluntaria o accidentalmente, el franqueamiento de los diques que
lo contienen, el goce femenino llevará a la perdición.
Son muchos los
casos en los que se puede hacer referencia a esa perdición, que siempre va por
los territorios del misterio, del secreto y de lo sagrado. No podemos conseguir
que las mujeres nos digan prácticamente nada de esto, se mantienen en silencio.
Pero son mucho más notables los mundos, las experiencias y las formas de vida
que se constituyen con el único propósito de evitar, de prevenir, de contener,
ese posible desencadenamiento del deseo femenino.
Locura, perdición, prostitución, muerte, son
los nombres que toma el territorio prohibido más allá de esas fronteras.[3]
Sin embargo, a la
vez que temida, la existencia presentida de ese más allá que se hace presente
en la contingencia y en lo incalculable, genera infinitas posibilidades de las
que el arte se ha servido desde siempre y de las que aún podemos esperar
inéditas formas de lazo social de las que el mundo de hoy, el del siglo
veintiuno, será seguramente testigo. El psicoanálisis, con su modo de llevar al
sujeto allende los significantes del padre es pardigma de ese avance hacia los
confines de la ley en la búsqueda de un modo de hacer con el goce que no
desemboque en la aniquilación del sujeto, sino que, por el contrario, abra esas
dimensiones y las deje al servicio del sujeto.
[1] Guimaraes,
Leda. Ensañanzas del Pase. El Caldero de La Escuela. Nº 82. Ediciones EOL. Bs.
As. 2001
[2] El goce
masoquista al que Leda se refiere no se encuentra en otra dimensión sino que
está también apoyado en la identificación a la excepción, al lugar de lo que
ella llama no-humano, lo que escapa a las leyes de lo humano. Más adelante nos
detendremos más largamente en esta perspectiva de no-humano, de animal, e
incluso en lo que es no-mundo, lo inmundo, como fuerza la palabra Lacan en RSI.
Pero aquí lo humano es lo que constituye
el conjunto universal, como Juanito cuando dice “Todos los seres tienen un
pito”, al que se opone, no lo particular, sino la excepción, lo no-humano, el
“al menos uno que no” de la función paterna, lo que escapa a la ley. Es aquí
donde este testimonio nos orienta sobre una topología en la que la función del
límite se va esbozando muy claramente. El límite es interno a la estructura; en
el mismo lugar se encuentran el goce fálico y el Otro goce pero distinguiéndose
por la función que toman, recubriéndose uno al otro.
[3] Se puede
captar esto muy bien en algunos toxicómanos que encuentran un límite, un freno
al consumo cuando encuentran un partener, una mujer, que tornándose compañera
inseparable, le hace posible un estado de no-consumo. Es, en estos casos, el
sujeto quien se procura un límite, para no despeñarse en la rodada de las
drogas, con la adición de un compañero ortopédico sin el cual el límite solo se
alcanzaría con la muerte.
12. Lo real
Es posible que el
lector que ha llegado hasta este capítulo se sienta decepcionado de no poder
encontrar una conclusión, un cierre que permita decir una última palabra
respecto al goce de la mujer. No es algo que deba lamentar, no era el propósito
del libro y aunque lo hubiera sido sería una misión imposible ¿Cómo podría
decirse una última palabra respecto a esto?
Sin embargo creo
que a lo largo de las páginas precedentes he podido dejar en claro la
existencia de un espacio lateral, algo que surge al margen de la lógica fálica
para reconocer en él, aunque sea desde su negatividad, el goce de la mujer. Es
de este modo tangencial, indirecto, como creo haber podido acercar algo de esa
dimensión de goce Otro, la del Otro sexo. Un real que emerge con fuerza toda
vez que intentamos la relación sexual, toda vez que estamos en la búsqueda del
goce del cuerpo del Otro.
Lo real.
Detengámonos un momento en esta noción que no es sinónimo de realidad. La
realidad es algo que siempre podemos discutir si existe, siempre podemos
cuestionar sus condiciones de posibilidad. Nunca estamos seguros si eso que
llamamos la realidad es auténtico o es solamente una ilusión que nosotros
mismos hemos creado. Por ese camino Freud pudo concluir que da igual, que las cosas, sean reales o
fantaseadas, obtienen el mismo resultado, que la realidad psíquica es lo que
cuenta.
Lo real, que cobra para
nosotros una gran importancia por ser lo que orienta nuestra clínica, nuestro
trabajo psicoanalítico, se define también por ex -sistir, por constituirse en un espacio “fuera
de”. Lo real se constituye segregándose del sentido. Esa una palabra
bella. Hay palabras que producen enseguida algo así como una fascinación.
Segregándose como se dice separándose, pero también como segrega su producto
una glándula: algo que era Uno deja de serlo al soltar su producto. Por eso es que toda liberación,
toda emancipación, implica no una ganancia, sino una pérdida, un soltar algo.
Lo real se segrega
del sentido, con lo cual decimos que lo real no es precedente al sentido, no
tiene existencia propia si no es por el sentido que lo hace ex –sistir. No es
concebible lo real, y en particular el goce, si no es por el significante que
lo inaugura. El cuerpo no goza si no es por la radical enajenación a la que lo
somete el significante.
Lo real, para
Lacan, es lo expulsado por el sentido[1], y por lo tanto es imposible. Lo real
viene a ser lo que resulta del contragolpe del verbo, de la palabra, en tanto
que ésta da cuenta de lo que conocemos, aunque sin estar muy seguros, como el
mundo. ¿Y de qué está hecho el mundo? De un campo de sentido que viene a
oponerse a lo que no es el mundo, de lo in-mundo, por usar el irónico juego de
palabras de Lacan.
“El hombre siempre
está ahí. La existencia de lo inmundo, a saber de lo que no es mundo, he ahí lo
real a secas.”
Elegí para
comentar aquí una frase del seminario RSI que me resultaba oscura, como
seguramente le ocurrirá a más de uno cuando se aventura en estas lecturas, pero
que, al mismo tiempo, me permite intuir que en su interior contiene la fórmula,
la definición, la clave de lo que hace que el psicoanálisis se distinga de una
manera tan notable de las llamadas psicoterapias.
El psicoanálisis se orienta
hacia lo real, esto es algo que en general nos resulta familiar a los
que nos orientamos por Miller, pero, como es posible que algunos lectores no
formen parte de nuestro ámbito, de nuestra parroquia como acostumbramos decir,
es necesario que lo aclare. Cuando se está en el mismo discurso con otras
personas, cuando se forma parte de una comunidad como la analítica, hay cosas
que ya no se dicen porque se sobre entienden, pero a veces hay que mencionarlas
a modo de una contraseña, algo que le permita a los demás saber que uno forma
parte de la comarca, en este caso nos conformaremos con decir “orientación a lo
real”, con lo que ya estaremos en sintonía. A lo largo de las páginas
precedentes hemos señalado con particular interés lo que llamamos lo
imaginario, especialmente en lo que respecta al cuerpo. También hemos hecho
especial hincapié en los aspectos simbólicos de la experiencia humana y
particularmente en la de la mujer, pero faltaba, a mí me faltaba, entender de
qué se trata eso de la orientación a lo real. Es importante ya que lo que hasta
aquí hemos tratado de decir es que hay algo, un goce, que no es del orden del
significante, que no es del orden del falo, que escapa de alguna manera al
discurso amo de la época y que tal vez pueda ser tomado en cuenta para la
definición de lo social en el futuro y que de alguna manera entra bien en esta
definición de lo que llamamos lo real.
Por eso en esta
frase que he tomado del seminario RSI uno encuentra algo más al respecto: “lo
real, dice, hay que concebir que es lo expulsado por el sentido”. Es una
definición que da el eje de lo que nos ocupa. En ella encontramos un binario
donde los dos términos aparecen como opuestos, lo real y el sentido. Es en eso
que el psicoanálisis se separa definitivamente de las psicoterapias por más
inspiración freudiana que reclamen para sí. La psicoterapia, aún la que sea
realizada por un psicoanalista, apuntará siempre a la producción de sentido,
tal vez de un buen sentido, de un mejor sentido, en cambio aquí Lacan define el
territorio hacia donde nos dirigimos, lo real, aquello que nos interesa en nuestra clínica como lo
imposible como tal, la aversión del sentido. ¿Cómo podemos imaginarnos
algo así? ¿Acaso lo real es decir cosas absurdas, incoherencias? De ninguna
manera. Lo real dice Lacan
aquí, es lo expulsado por el sentido, justamente aquello que ex -siste a lo que
decimos cada vez que decimos, no el sinsentido, sino cada vez que decimos cosas
con sentido, surge por excluirse, por contragolpe del verbo, ese real.
Lo que no es suficiente para que nos enteremos de ello. Alguien puede hablar y
hablar, y no es necesario que de ahí surja nada. Sin embargo, hay según esta
definición que tratamos de dibujar aquí, un espacio que se define por ex
–sistir a ese parloteo.
Ya lo sabíamos
cuando leíamos en Lacan ese concepto tan orientador que es el de “Presencia del
analista”. Esa presencia que se esboza en los márgenes del discurso del sujeto
como una dimensión surgida de su propio inconsciente, pero que a la vez no es
ajena a la función que el analista le presta, en presencia, con su cuerpo. No
es algo que se alcance en absentia ni en efigie, como lo decía Freud. No hay la
posibilidad del libro de autoayuda, no porque no le haga bien al lector, sino
porque no hace nada más que dar más y más sentido.
Entonces, contando
con el analista, el sujeto habla y dice, por supuesto, las cosas más
interesantes, coherentes, lógicas. Dice, habla, trata de ser claro, de hacerse
entender por el analista, da todas las vueltas necesarias para llegar al punto
de máximo interés, interés que el analista no le niega, al contrario, se
muestra muy interesado, especialmente en algunos puntos, en detalles
insignificantes y se demora en algo puntual hasta la siguiente sesión y el
sujeto siente que no pudo hacerle entender eso que quería que el analista
entendiera y volverá a la siguiente sesión renovando sus argumentos y así se
irá dibujando un margen de malentendido, algo que se escapa, que no está
incluido en todo lo que el sujeto dijo.
Lo real es la versión del
sentido en el antisentido, dice Lacan, como se dice en la antípoda, en
el polo opuesto, y es efectivamente así ya que la lógica lacaniana del
seminario RSI es justamente la del no –todo, es decir, de áreas que se definen
más por lo que excluyen que por lo que incluyen, más por lo que negativizan que
por lo que se muestra en positivo del sentido. Pero dice también en el antesentido,
jugando con las palabras, antesentido,
justo antes de la producción del sentido, antes del cierre redondeado de la
idea completa, de la totalidad lógica del discurso común. Es justamente
en eso que el psicoanálisis trazó la línea de separación con las llamadas
psicoterapias. El psicoanálisis es una psicoterapia si es que hay una psique,
cosa que habría que demostrar. Lo que el psicoanálisis demuestra no es eso. Es
en todo caso que hay una serie de problemas, de sufrimientos, de enfermedades
incluso, que están causadas, que surgen en ese punto de la relación
epistemosomática, en el punto donde se ligan el saber con el cuerpo.
La pregunta que
orienta a Lacan y que se destila a lo largo de la historia del psicoanálisis,
el cómo es que el simbólico causa el sentido, de qué forma el hablar, la
condición de ser parlante hace que haya sentido, pregunta que puede traducirse
en los términos en que Jorge Alemán la formula ¿cómo es que se establece esa
bisagra, ese gozne, entre el sentido y lo real?. No es por la idea del
inconsciente, es en la idea de que el inconsciente ex -siste, es decir que
condiciona a lo real del hombre.
El hombre nombra
las cosas del mundo, él, que aunque también es una especie animal difiere de
los demás. Un animal, nos lo define Lacan, es lo que se reproduce. Y los seres
humanos somos también animales. Nos hemos detenido bastante en esto. Hay en
nosotros, conservamos una parte, un resto animal, lo imaginamos, lo sospechamos
en nosotros y llamamos a eso las pasiones. Pero el animal que está parasitado
por el bla bla está solo en el mundo, no hay otros que hablen, no comparte con
otros animales su experiencia en el campo del lenguaje. Y es esa experiencia la
que inaugura el sexo como una experiencia subjetiva. Los animales no tienen
sexo en el sentido que lo tenemos los humanos, no hay para ellos la dimensión
del goce porque ésta se inaugura con el significante.
Allí donde el
verbo dice algo en el orden de la nominación, surge lo que hace de él su
contragolpe, su efecto, esa dimensión con la que nos consolamos de ser algo más
que eso que se segrega del mundo, es decir, de lo animal. Hay el mundo, sin
duda, sobre el que habremos de montar nuestra escena y la escena sobre la
escena. Pero ese mundo se
funda en la elaboración significante, causado por el simbólico sobre lo que no
es el mundo, sobre lo no-mundo, sobre lo inmundo: el cuerpo. Ese cuerpo
erógeno que nos mostró Freud como primicia para mondar sobre él la pulsión:
oral, anal. Es lo que nos ha mostrado también Leda Guimaráes, su modo de
situarse como la excepción la ubicaba como no humana y en ese sentido como
animal.
Mondar: limpiar
una cosa quitándole lo que tiene de superfluo o extraño que está mezclado en
ella.
Inmundo, no
mondado, no limpio. El juego de palabras por donde nos lleva Lacan es
impresionante a la vez que es una puesta en acto de lo mismo de lo que se
trata. Nos define dos campos diferentes, el del mundo y el de lo inmundo, el
del significante y el del cuerpo, pero imposibles de definir el uno sin el
otro, No como causa y efecto, sino como efectos ambos de la lengua sobre la
idea, el imaginario del cuerpo. En el momento que nos resuena inmundo a mundo
nos lleva hacia la dimensión de lo que no puede concebirse sino por una
exclusión recíproca.
El goce como tal es lo que surge en lo real
como contragolpe del sentido. Cuando hablamos hacemos surgir lo que ex -siste a
la palabra y al sentido, lo real y es en ese real que queda capturado el goce.
La mujer, que no existe, es la representación por medio de un significante de
ese goce del que nunca podremos decir nada porque la palabra no puede
capturarlo, pero que no es concebible sin la palabra. Es el goce que se hace presente en el silencio, en
el secreto, en lo sagrado.
[1] Lacan, Jaques.
El seminario 22. R.S.I. clase del 11 de marzo de 1975. Inédito
11. La Pasión
He apuntado hasta
aquí insistentemente hacia la idea de lo ilimitado. Es una idea de lo que está
más allá de la ley, de la ley que impone el significante. La mujer, o mejor, la posición femenina, cuando
es alcanzada, parece tener un privilegiado acceso, una puerta abierta a lo
ilimitado. El goce femenino, definido por Lacan como un goce no-todo, situado
en un campo topológico más allá del falo, adquiere la característica de ser, a
diferencia del masculino, no localizado, sin amarras, infinito. Y son enormes
las precauciones, las prohibiciones y prescripciones destinadas a ponerle
freno, a limitarlo y a impedir su emergencia con la convicción que su
desencadenamiento no conduce más que a la perdición. Pero en muchos
lugares encontramos
indicios de que esas fuerzas no siempre son negativas, sino que al contrario
resultan posibilitadoras de la libertad, la creación y de nuevos órdenes.
Florencia Dassen es
psicoanalista, pero, además, es una mujer que ha dado testimonio de haber
podido reconocer en su propio análisis las condiciones de su goce, razón por la
cual tomamos especialmente en cuenta lo que dice respecto a esto. En un breve
trabajo que lleva su firma, que no es un testimonio de su pase, sino una
contribución teórica, titulado “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”[1], ella examina
con impecable estilo este tema, el de la pasión, frecuentemente descuidado por
los psicoanalistas, destacando la intensidad de la represión que se ha asociado
a ella. Dassen observa que, en distintas épocas y lugares, con diferencia de
enfoques y matices, la filosofía ha reflexionado acerca de la pasión. Lo
plantea así, rápidamente, pasando revista a toda la historia de la filosofía de
un solo golpe, lo que muestra que estamos bien orientados al elegir la autora.
Con un modo que se me ocurre femenino por su pragmatismo, no se apoya en la
erudición, no hace citas ni nombra autores; simplemente pasa la página para dirigirse
directamente a lo que interesa. De todo eso que yace en los libros ella puede
extraer un punto común, una insistencia, una constante: la filosofía se ha ocupado de “cómo hacer de las
pasiones algo razonable, como ponerlas al servicio de la virtud, y no de la
perdición del sujeto. La pasión siempre guarda un borde común con aquello que
parece preciso dominar, doblegar, reducir, en fin, educar”. La frase es
textual de la autora. Es un hueso, la médula de la cuestión. Como la integral
de ese movimiento. Desde Descartes nos hemos habituado a pensar con un enfoque
racionalista. La res extensa que debe ser dominada por la res cogitans, el
cuerpo, sede de las pasiones, de los afectos, debe ser domesticado por el
intelecto, por la razón. Ya nos hemos detenido mucho en esto, pero no viene mal
repasar que lo animal que
habita en nosotros, lo visceral debe ser dominado, ese es el mandato del que se
trata acá, debe ser controlado por la razón.
Me sorprendí con
esta frase que cito porque no podía dejar de leer, en lugar de pasión, mujer,
como si fueran sinónimos. Y
es que a lo largo de la historia es también ella la que parece haber sido
necesario doblegar, dominar, reducir. Esto es así porque sin duda en la
bipartición razón-pasión que divide al ser humano entre sus aspectos elevados,
racionales, reflexivos y aquellos otros bajos, instintivos, animales,
viscerales que caracterizan a la pasión tendemos a identificar lo primero con el varón y la mujer
con lo segundo. Tal vez la facilidad con la que aceptamos esto sea a
causa de la influencia un poco misógina de Freud, tan marcada en nosotros, para
quien los ideales, reservorio de la razón y por lo tanto de la civilización,
están del lado masculino, por la internalización del padre bajo la forma del
superyo, mientras que la mujer podría decirse que esta liviana de superyo.
Menos apegada a la ley que al padre, la mujer no se rige por los ideales
internalizados. Pero esta idea no nace con Freud sino que cuenta con antiguos
antecedentes. La encontramos incluso en el Génesis donde es Eva la que
introduce al hombre en el deseo de saber con lo que provoca su exilio del
paraíso. También podemos reconocer en ello una herencia Kantiana, ya que para
Kant la mujer, su ordenamiento, está más en el dominio de lo estético que en el
del imperativo categórico[2]. Todo esto muestra que existe una larga tradición en el pensamiento, pero
también en la religión y en las costumbres, que identifica a la mujer con la
pasión.
Pero F. D. no
habla de la mujer, sino de las pasiones en el sujeto, sea hombre o mujer. Y
podemos entender que se trata de los demonios, aquellos en los que se
representa lo más intestino del ser, que bregan constantemente por emerger de
las profundidades en las que nuestro empeño los mantiene confinados. Siempre
buscamos modos de conjurar a esos demonios, propios de cada uno, que están
listos a poseernos. Señala, correctamente, que la sabiduría es tradicionalmente
puesta del lado de aquel que, habiendo dominado las pasiones, se maneja lúcido.
Sin embargo, quiero destacarlo, hay algo en su texto que parece una objeción a
esto. Ella dice: “según las concepciones dominantes” tras lo cual uno puede
leer que existe otra concepción, no dominante, que se propondría otro
tratamiento de la pasión, un tratamiento que no sería por la vía de su
destierro. Extraer esta idea de la frase es muy importante porque hasta aquí no
habíamos podido encontrar un modo alternativo, una opción que no pase por la
represión de las pasiones. Todo el tiempo se nos presentaba como una opción de
hierro, o control o perdición[3].
Hay efectivamente
otro modo de tramitar lo que tiene que ver con las pasiones, diferente del
dominante y en este lugar debemos situar al psicoanálisis, inédito discurso que
nace con el siglo veinte y que inaugura un modo no conocido hasta entonces de
tratamiento de la pulsión. El invento de Freud viene a subvertir al discurso
del amo, y si usamos este término, subversión, es para distinguirlo de lo que
podría pensarse como una oposición, incluso una sustitución. No se trata de una
actitud revolucionaria, en el sentido de cambiar los protagonistas en el lugar
del mando, sino de alterar desde su interior la estructura misma del poder. Si concebimos
la organización social y las relaciones de poder como modos del discurso, como
manifestaciones del lazo social en torno a formas discursivas, hay que ver en
el psicoanálisis una novedad en ese campo. Esto es algo que Lacan llama con
todas sus letras: una novedad en el campo del amor, pero que no es el amor
entendido en su dimensión imaginaria, repetitiva de lo mismo, sino en la
perspectiva de un nuevo modo de alcanzar la dimensión del otro, es decir, de
suplencia de la imposibilidad de la relación sexual. Se aprecia que en esto hay
invención, creación. Donde el ello era, yo deberé advenir. Lacan permite
reconocer en la filosofía una de las formas conspicuas del discurso del amo y,
en las antípodas de éste, como su reverso, el discurso del psicoanálisis. Este
discurso novedoso en la historia del pensamiento introduce otro modo de
tramitar la pasión al establecer otra forma de hacer con el goce que no implica
su erradicación o su supresión, sino una pragmática, un saber hacer con eso. Y
hay en esa dirección que toma el pensamiento de Lacan, una aproximación, un
inevitable pasaje del discurso analítico por la posición femenina, por esa
dimensión de no todo, de conjunto abierto, de ilimitado, de contingente que
esta implica. Si el análisis llevado a su fin conduce a una destitución
subjetiva, es decir del inconsciente en tanto es una forma del discurso del
amo, y con ella la de la posición falocéntrica propia de la neurosis, es
inevitable que el sujeto quede situado en un lugar que le permite ir mas allá
del falo y por lo tanto equivalente a la posición femenina. Sea hombre o mujer,
el analizado no puede dejar de
hacer esta travesía que implica el desasimiento de los mitos y ficciones en los
que se anudaba su personalidad, para recién desde allí hacer un uso mejor,
menos penoso, de sus recursos.
Florencia Dassen
en el escrito que comento percibe que el psicoanálisis, aunque desde un lugar
diferente al de la filosofía, está también afectado por el problema de las
pasiones ya que éstas tocan al ser o, más específicamente, al drama del ser.
Señala que todo el empuje de la doctrina filosófica, la doxa, estaba destinado,
hasta fines del siglo XVIII, a “evitar hundirse en un escenario trágico”, lo
que empujó a un radical rechazo de las pasiones a lo largo de todo el siglo XIX
y que culminó con la asfixiante moral victoriana. Lo vimos antes en las obras
de Shakespiere, donde el desencadenamiento de las fuerzas interiores, el amor,
el odio, termina inexorablemente en lo ominoso de la muerte. La idea predominante
es que la pasión, cuando no está bajo control, conduce inevitablemente a la
perdición del sujeto, a la catástrofe del alma. Hay, esto es algo notable,
diferentes modos de disciplinar las pasiones, de mantenerlas a raya, en regla.
Los métodos católicos, tan bien relatados por Joyce en “Retrato del artista
adolescente”, no son más rudos que los de otras religiones, lugares o culturas
del mundo. Las “filosofías orientales”, como el Zen o el Tao, son también modos
de disciplinar eso que se rebela, que busca siempre su retorno. La filosofía, dice Dassen, no
hace más que constatar la impotencia del hombre por dominar las pasiones que
han sido siempre causa de angustia.
Esto nos muestra
una doble perspectiva, por un lado social y por otro individual: Hay un sistema
de control social, que va desde la escuela a la justicia, desde la familia
hasta la policía, destinado a evitar el desborde las pasiones. Incluso están
las fiestas, que apuntan a ser válvulas de escape para su acumulación y que
permiten una liberación ordenada, civilizada, de lo que de lo contrario sería
catastrófico. El Otro social que reprime las pasiones individuales, siempre
prontas a emerger, busca también las maneras en que éstas puedan manifestarse,
pero esterilizadas de sus aspectos incontrolables. Los deportes de masas, como
el fútbol y tantos otros herederos del circo romano son modos de canalizar esas
fuerzas que no pueden ser ni liberadas ni sofocadas.
Pero hay otro
costado que es mucho más interesante en lo que se refiere al horror al pathos y
es aquel más íntimo, subjetivo, que es el que hace que ese horror sea sentido
por el propio sujeto en el que esas pasiones habitan. El sujeto siente que
dentro de sí hay fuerzas que no puede dejar en libertad sino es a riesgo de ser
consumido por ellas. División radical del sujeto que Freud puso como piedra
basal del psicoanálisis. Esto hace que “luego de un siglo de rechazo de los
afectos por parte del régimen industrial, éstos retornen de la mano de
psicoanálisis y por la pasión de Freud”.
Dassen dice así: “...si este descubrimiento
(el del inconsciente) jugó un papel fundamental, es porque tocó algo tan real
que en principio ni su propio pensamiento hubiera considerado pensable: lo real
del sexo. Desde entonces la cuestión del sexo y esa otra tan inseparable, el
amor, se tornan resortes fundamentales para pensar las lógicas colectivas de lo
social, la fascinación por el poder y la culpa...”
Es notable en este
párrafo que para la autora el sexo y el amor son inseparables. Es en estos detalles
que uno puede captar que, más allá de la psicoanalista, la que escribe es una
mujer. Es justamente lo que encuentra Lacan en la posición femenina. Para la
mujer hay otra cosa más allá del falo, un goce que no pasa por la función
fálica y es en esto que para la mujer el sexo es inseparable del amor. No es
así para el que se ubica del lado macho. Para éste el amor no es una condición
esencial para el sexo. Hay enormes muestras de ello: la violación, en el caso
extremo, pero también el uso de la prostitución e incluso dentro del
matrimonio. Tantas son las quejas de las mujeres que refieren su insatisfacción
por un sexo que transcurre casi sin palabras, sin palabras de amor. Y hay que
decir que en verdad la demanda de palabras, el “quiero que me hables” o el
“necesitamos más dialogo” es siempre una demanda de amor. Las mujeres de hoy
piden que les hablen y se impacientan frente a hombres lacónicos que parecen
sólo desear el sexo. Ellas reclaman una palabra que no es cualquiera. No se trata de la palabra organizada
en el discurso teórico ni en el monólogo adormecedor del varón acerca de sus
hazañas, sino la palabra que se dirige a ella, a su ser de mujer. Es el sentido
del “que me hable”: es en el “me” donde reside la verdad de su demanda. Y es
que la palabra es siempre vehículo de amor cuando se dirige al otro, diga lo
que diga. La palabra es lo que la mujer espera para encontrar en ella el ser
que le falta.
Una mujer de mediana edad
sufre una serie de molestias que atribuye al hábito de fumar. No puede dejar el
cigarrillo y piensa que el análisis la va a ayudar en esto. Enseguida su
discurso se orienta hacia su relación matrimonial que ha durado muchos años y
que resulta, para ella, totalmente insatisfactoria. El marido, según su relato,
es un hombre buenísimo, serio, responsable y, sobretodo, ella esta segura de
que le es absolutamente fiel. Sin embargo él esta muy abocado a su trabajo que
le lleva muchas horas del día, y las que está en casa apenas si le habla. La
crianza de los hijos ha estado a cargo exclusivamente de ella ya que el marido
se desentiende de todos los problemas domésticos. Tampoco le gusta a él salir
de vacaciones y encuentra buenas excusas en relación a su trabajo para
postergarlas cada vez. Todos los intentos de ella por cambiarlo han sido
infructuosos. Las escenas, los gritos, las conversaciones, no consiguen
modificar nada en él. Su pasión es la profesión y la mujer no puede encontrar
un lugar allí. La búsqueda de ella por aliviarse en otras ocupaciones como
cursos, seminarios, talleres de yoga o de danza, o salidas con amigas no han
conseguido más que aumentar su angustia.
La interpretación del
caso es sencilla, a prima fascie. Con la llegada del climaterio, la mujer, que
aún se conserva joven y bella, se plantea que el futuro que le espera con este
hombre que no le habla será aburridísimo, y la idea de separarse empieza a
tomar cuerpo en su pensamiento, pero a la vez aparece en ella un pánico, un
temor enorme a la vida sola. Se hace presente en ella el siguiente pensamiento inconsciente:
“Si puedo dejar de fumar, que es algo que me cuesta tanto, si puedo tener esa
fuerza de voluntad, luego podré dejar lo que sea, incluso a mi marido”. Lo
llamativo es que, por supuesto, nunca puede dejar de fumar lo que muestra el
carácter tramposo de su estrategia. Con ella se garantiza continuar en la queja
pero para no salir de la situación. Este caso, que se repite en tantos otros
muestra a la mujer contemporánea insatisfecha por lo que el hombre no le da, es
decir, se queja de que el hombre no le habla. No importa que él traiga dinero a
casa, que sea bueno, honrado y trabajador, no interesa que no sea mujeriego,
todo esto parece perder valor si él no le demuestra...¿qué?, su amor. Las
palabras que ella le reclama son palabras de amor. Aunque podríamos decir que
siempre las palabras son un vehículo de amor. El silencio puede ser incluso una
muestra de desprecio. El sexo en la vida de esta mujer no tiene sentido si no
está ligado al amor, a las palabras de amor, y deben ser palabras, no gestos. Ella necesita de eso.
Tan es así que durante
años se lo ha procurado por otras vías. Diferentes galanes se le acercan y ella
coquetea con ellos para procurarse una dosis de esas preciadas palabras de
adulación, luego de lo cual, se deshace de ellos, no quiere problemas, y vuelve
con su apático marido.
Cabe preguntarse,
lógicamente, si ella tanto
necesita de eso ¿cómo es que ha ligado su vida por tantos años a un hombre
parco como ese?. Ha tenido la oportunidad de conocer a otros hombres que
sí sabían hacer con eso que ella tanto desea y no han podido separarla de su
aburrido compañero, tiene que existir una buena razón para que ella siga con
él. Su respuesta no se hace esperar: Es su incondicionalidad. Ella sabe que él es de ella, y solo de
ella, que él no miraría a otra mujer por ninguna razón.
Hay en esta mujer una
doble situación. Por un lado se siente insatisfecha, no obtiene del hombre que
la acompaña lo que ella desea y merece. Su vida aparece signada por el esplín y
la opacidad. Por otro lado, el costo que tendría para ella un vida
independiente, que la podría llevar a encontrar otro compañero o no, es
extremadamente alto: ella
debe soltarse, per-derse, de la seguridad que este hombre representa para ella.
Ese es el punto. Vislumbra que si no esta bajo la incondicionalidad del esposo
podría precipitarse en lo infinito, en lo sin límite. Frente a esto opta
por continuar, aunque quejándose, en territorio seguro. La incondicionalidad del hombre se torna así,
paradójicamente, en un mecanismo de control, pero no impuesto ya por él, sino
creado por ella misma.
Muchas mujeres parecen
necesitar de estar fijadas, atadas, ancladas a un otro que les proporcione un
sentimiento de seguridad. Puede ser, como en este caso, un hombre, un esposo,
pero hay también la que hace de sus hijos o de sus padres este punto de
fijación que impide que ella quede en situación de deriva. Parece realizarse en
estos casos la lucha que nos refiere Florencia Dasen mantenida históricamente
contra la pasión. En el escenario de la vida privada de cada mujer se puede
comprobar el hecho de esta lucha. Como si la razón estuviera encarnada acá por
el partener, marido, madre, hijos, garante de la sensatez y la cordura, que
limitan las posibilidades de escape de una loca potencial, siempre a punto de
deslizarse en la pendiente de la pasión amorosa. Es claro que en esta escena no
hay culpables, ya que contribuyen a su creación todos los participantes. Pero los hechos de la cultura
hacen que visualicemos a las mujeres como víctimas del sometimiento. Sin
embargo, las propias mujeres no son ajenas a la creación de estas condiciones
de sumisión. Tanto es el terror que provoca un horizonte sin control que
pareciera preferible la postergación y la conformidad al partener.
El problema nos
desliza con facilidad hacia la idea del “punto medio”, que encontramos en el
budismo Zen, pero que cuenta con una gran aceptación. Ni mucho de uno ni mucho
de lo otro. Si la fijación, la atadura a sitios seguros, se nos aparece como
uno de los polos de esta cuestión, el otro es el abismo y la perdición. De un
lado, lo monótono, aburrido y sin sobresaltos de un vida que no requiere
consumir más adrenalina que lo necesario y que garantiza el sustento y el
porvenir de los hijos en la familia, pero que termina con harta frecuencia en
el estallido de la angustia bajo la forma del ataque de pánico. Del otro
costado, el exceso, y con él, la pérdida de las cosas más valiosas, de los
bienes más preciados, pero con la ganancia del goce, el placer, la pasión. Cómo
no preguntarse entonces por el punto medio. Todo parece indicar que el
consentimiento a las formas de la pasión que son para cada uno, no hay un
colectivo de la pasión, necesitan de una regulación, un marco. Es lo que Freud
consideró central en la producción de las neurosis, la radical oposición entre
las tendencias instintivas del sujeto y las regulaciones que el orden social le
imponen. Pero la experiencia analítica nos enseña que ese punto medio nunca se
alcanza y que el salto de la satisfacción a la culpa es la constante.
A lo que apunta el psicoanálisis
lacaniano, reconocer las condiciones de goce de cada uno para con ello
saber hacer, no es el punto medio, por el contrario, lo que propone es un nuevo anudamiento de la
estructura subjetiva que cancele la eterna lucha entre el goce y la culpa.
Saber hacer no es la represión, ni el sometimiento de las pasiones a la razón,
ya que esto ha dado ya sobradas muestras de ser imposible.
El saber hacer con el goce es,
habiendo identificado la propia manera de gozar, el síntoma, la singular manera
de vivir la pulsión, hacerse pragmático en el uso que cada quien le puede dar a
ese goce y esto se hace posible solo si se cuenta con lo real.
[1] Dassen,
Florencia. “Tres puntos sobre la pasión en psicoanálisis”. DISPAR N2, revista
de psicoanálisis. Editorial Tres Haches. Bs. As. 1999
[2] Es interesante
de ver que, en la perspectiva kantiana, el hombre, sometido al imperativo
categórico, es más libre que la mujer, que cede bajo su pasión. La pasión
encadena, mientras que el imperativo, tomado como él lo postula, representa la
máxima autonomía, la plena independencia del sujeto a cualquier
condicionamiento externo a su voluntad.
[3] Me ha
sorprendido la etimología de la palabra perdición. Ella incluye el prefijo per
que tiene una significación un poco difícil de captar en castellano que es la
de aumentar el valor de la palabra a la que precede. Es como decir mucho o muy.
En este caso, se antepone a una palabra que en su origen es dar, con lo que
significa, estrictamente, darlo todo. Y es justo el sentido de lo que se nos
presenta ahora como tema de reflexión, es decir, el darlo todo en el campo de
los bienes, de los teneres que son de alguna manera los medios por los cuales
podemos estar amarrados a algo, para internarnos en el inseguro territorio del
ser. Los ancianos, temerosos de perderse en las nebulosas de la senilidad,
tienden a aferrarse más a los bienes materiales en un camino casi inverso al
que proponemos.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
10. Una escritura
He establecido que
la relación que cada uno tiene con su cuerpo es siempre muy compleja. Y es
importante dejar claro que se trata de una relación porque eso es lo que nos
pone en la idea de que el cuerpo es hetero para cada uno, es Otro. Si bien
desde el punto de vista biológico somos un cuerpo, en tanto animales somos eso,
un cuerpo, por la incidencia del lenguaje, por el efecto que en nosotros
produce el ser hablantes, es que se genera ese divorcio con respecto al cuerpo
y es por eso que, los humanos, tenemos una relación al cuerpo, nos relacionamos
con él de una manera compleja, imperfecta y siempre incómoda. Allí donde el animal es un
cuerpo, y por eso una unidad, nosotros tenemos un cuerpo, división que es
esencial a nuestra naturaleza.
Esto es algo que
hay que aclarar.
El estadio del
espejo, como forma de presentar la propia imagen como algo fragmentado,
imposible de unificar de un modo acabado, nos daba una muestra de esa relación
imperfecta al cuerpo propio. Pero la idea que ahora intentaremos alcanzar es
eso que, en el nivel del cuerpo, no es ya del orden de la imagen sino que
permanece como una escritura, como marcas o trazas singulares que resultan
determinantes de la vida, la conducta y los afectos de un sujeto.
Escritura. Estamos
usando acá una palabra común en el lenguaje cotidiano pero que en el mundo de
la literatura, por ejemplo, tiene una estatura muy importante. Más todavía en
el de la lógica matemática, donde la idea puede ser reducida a una escritura
que, en verdad, no dice nada. Aceptamos que una escritura es hacer marcas, sean
con un punzón, con una lapicera o con una computadora, y lo relacionamos con el
lenguaje porque se trata de marcas que quieren decir algo, sin embargo, no
siempre lo escrito puede decir algo, o al menos lo que dice no es claro, su
interpretación no es directa. No hay una correspondencia entre lectura y
escritura. Es el caso por ejemplo de las escrituras rupestres. Están allí,
fueron hechas por alguien y con una finalidad, pero esos fines resultan
oscuros. Lo que no impide que podamos discurrir bastante en torno a ellas.
Nuestro pensamiento se cuelga de esa escritura y comienza a decir cosas.
El inconsciente que
inventó Freud es la relación entre ese cuerpo que nos es extraño con algo que
hace marca en lo real, es decir, la relación, que toma la forma de una bisagra
entre el cuerpo y el significante. Es una idea que si la consideramos
detenidamente es apasionante. La palabra no alcanza para decir algo que sea
realmente abarcativo del cuerpo, lo que está en el nivel de las marcas del
cuerpo, de esa escritura corporal no se puede decir. Por más que intentamos
alcanzar mediante la palabra algo de lo que goza en el cuerpo, de lo que
palpita en él, de lo que lo afecta, nunca podemos dar con la articulación
adecuada. Sólo hacemos rodeos, bordeamos las zonas en las que supuestamente
estaría localizado el goce del cuerpo pero sin dar en el blanco nunca. Hay
intentos, lo podemos ver en Joyce, en Heidegger, en el mismo Lacan, de hacer de
una escritura algo que se acerque a lo real del cuerpo. Vemos así esas formas
literarias que hacen trizas el lenguaje, que provocan neologismos, que tuercen
las significaciones, que juntan varias palabras en una, o inyectan un idioma en
otro en un intento de acercar el lenguaje a la cosa en sí. Es como si quisieran
que por fin, en el forzamiento a lo imposible, la palabra pudiera dar cuenta de
la cosa, capturarla o, al menos, abrir una ventana que comunique dos universos
originalmente separados. Intentos de alcanzar lo que Barthes llamó el grado
cero de la escritura. Pero esto no es más que el intento, siempre fallido, de
hacer que la relación sexual exista, de cancelar la brecha abierta definitivamente
por el lenguaje entre el goce del cuerpo y la palabra. Por eso es necesario, si
queremos entender algo de lo que regula el goce en el mundo, que separemos
conceptualmente lo que es del orden de una escritura, sigo a Lacan, de lo que
es del orden del significante. Nos detendremos en esto.
Es en esa imagen
confusa que tenemos de nuestro propio cuerpo donde intervienen, de una manera
también compleja, los afectos. Quiero decir que para que comprendamos lo que el
cuerpo es para nosotros tenemos que pensarlo como afectado. Si no, lo que tendríamos
es nada más que una máquina como lo pensaba Descartes. La figura siniestra del
autómata de los cuentos de Hoffman no está muy lejos de la idea que tienen del
cuerpo nuestros modernos neurofisiólogos. Los afectos, cosa por lo demás un
poco difícil de definir, son algo que percibimos, aunque de una manera a veces
vaga y oscura, siempre a ese nivel, a nivel del cuerpo, pero no es, sin
embargo, un sinónimo de la emoción. La emoción es lo fisiológico, la descarga
de adrenalina o de otros mediadores químicos en el organismo, que sería
reproducible en un animal de laboratorio. En el animal asustado, por ejemplo,
podemos objetivar una serie de cambios en el funcionamiento de sus órganos, le
late rápidamente el corazón, disminuye la sudoración, etc. Pero no conseguimos
situar un sujeto. Es una prueba que puede reproducirse sin dificultad en un
conjunto de animales y no nos permitirá ubicar a ese sujeto en su relación con
los otros. El afecto, o más precisamente la pasión, nos permite ubicar al
sujeto en su particularidad. Cuando hablamos de alegría, tristeza, euforia o
amor, es necesario, por supuesto, que haya el cuerpo para actuar de soporte de
esos afectos, pero es el cuerpo tomado, atravesado por el significante y aquí
sí entonces podemos hablar de un sujeto.[1]
Hay, sin duda, una
estrecha relación entre los afectos y el carácter de un sujeto. Podemos así
hablar de alguien optimista, otro pesimista, uno generoso y alguno avaro según
la manera en que en ellos se modulan esos afectos.
El término “carácter”,
en psicoanálisis, ha tenido su historia. Es la forma más próxima con la que los
analistas después de Freud han intentado conceptualizar esto que ellos
aproximaban como la incidencia del cuerpo sobre el inconsciente, la
articulación del inconsciente y el cuerpo[2]. Y esto porque el carácter es el
concepto mediante el cual se podía pensar la incidencia de la pulsión sobre la
personalidad. Para Miller hay algo valioso en este concepto porque permite
captar cómo lo inconsciente se manifiesta, no ya como una expresión explosiva y
llamativa, distinta del conjunto, discordante como es el síntoma, sino como una
manifestación existencial de lo inconsciente sobre el conjunto de la
personalidad. Es decir, no
se trata en el carácter de esos fenómenos reñidos con el modo particular de ser
de un sujeto, sino de algo sintónico con el yo, con lo que estamos habituados a
llamar la personalidad. Toda la conducta del sujeto, su forma de ser, su manera
de gozar de la vida, están aquí subordinados a lo que se aloja en el ello
freudiano, es decir la pulsión. El carácter, entonces, es esa forma en que se
modaliza la pulsión en un sujeto dado, de manera tal que cada uno de sus actos,
su manera de pensar y de ser, están impregnados por un estilo que le es propio
y que se articula a la pulsión.[3]
Es allí donde
podemos captar que las modalidades del carácter están limitadas por la pulsión.
A tal punto que podríamos hacer un catálogo, no lo vamos a hacer, pero
podríamos hacer un catálogo de las pulsiones con el correspondiente carácter o
con los tipos de carácter que les corresponden. Se puede apreciar, como lo demostró Freud, que el
erotismo anal, la fijación a las formas anales de satisfacción, se corresponden
bien con ciertas formas de carácter en las que se destaca la avaricia, la
pertinacia y la pasión por el orden y la limpieza, tan propios de la neurosis
obsesiva. Pero el carácter no es una neurosis. Es la manera de ser de
alguien que bien puede ser vivida como correcta y satisfactoria, no solo desde
el punto de vista individual sino también social. La envidia, sin duda una
pasión que ha sido observada desde antiguo, se articula, como lo ha demostrado
la investigación analítica, con la pulsión de ver, la pulsión llamada por Lacan
escópica. Y de esa forma podríamos continuar con el catálogo tomando la pulsión
oral, la invocante, etc.
Se articulan así
en el carácter, pero de manera más precisa en el síntoma tal como lo concibe
Lacan, tres dimensiones tan aparentemente distintas como son el cuerpo, con sus
agujeros, la pulsión y la pasión, aquello por lo que cada uno se apasiona y
hace de ello su vida, su forma de ser y también su forma de sufrir.
Son marcas en el
cuerpo, como una escritura invisible, que dan consistencia al síntoma y que
permiten el anudamiento de la estructura al hacer de bisagra entre el sentido y
lo real. De lo real no se puede decir nada, es lo que hay sin ningún predicado
posible, indistinto. Cuando damos un nombre a algo, lo que hacemos es
introducir la distinción, hacemos que algo se recorte y se distinga del resto y
con esto hacemos que tenga sentido. Ese es el modo en que hacemos que lo que
era puramente pulsional, y como tal insensato, pase al registro de las cosas
que pueden decirse, razonarse. Con ello nos hacemos una idea de nosotros mismos
basada en un argumento, en un conjunto de proposiciones acerca de nosotros
mismos. Finalmente podemos hacer un lazo que vincule estas dos dimensiones,
real y sentido, que es lo que Lacan llama lo imaginario y que se hace
fundamental en la idea que tenemos de nuestro cuerpo, pero sobre todo, de la
relación que tenemos con el semejante.
Lacan, en el
seminario 23, dedicado al síntoma, se detiene en James Joyce para señalar algo
que es en verdad extraño en lo que hace a la relación entre el cuerpo y los
afectos.
En Joyce nos
encontramos con una experiencia en la que no hay con relación al cuerpo ningún
afecto.
En un pasaje de
“Retrato del artista adolescente” donde el personaje Stephen, al que podemos
identificar con Joyce, recibe una paliza por parte de sus camaradas, él refiere
no +sentir nada, a lo sumo asco. Pero, además, lo que siente es que su cuerpo
se desprende, como se desprende una cáscara. Y es justamente hacia su propio
cuerpo hacia el que siente ese asco.
Se trata, como lo
señala Lacan, de una forma de dejar caer el propio cuerpo. Es una experiencia
inquietante, ominosa, pero no poco conocida. Esta forma de dejar caer el
cuerpo, de desprenderse el registro imaginario del cuerpo, la idea que alguien
tiene de sí en tanto cuerpo, ha dado lugar a toda una semiología de la psicosis
muy interesante. Se puede ver en ella que si no hay algo que anude, que fije
los elementos de la estructura, el cuerpo estará a la deriva como se aprecia
tan claramente en todas las formas de la psicosis.
Pero el asco no es
algo que esté, como experiencia, como síntoma o como señal, limitado al campo
de las psicosis. También podemos sacar provecho de esta experiencia Joyceana en
otro sentido, en el de un rechazo del cuerpo, aquel que encontramos con una
notable constancia en la histeria y que se vincula con la llamada complacencia
somática, es decir, con la facilidad con que los síntomas son derivados al
cuerpo en al histeria. Nunca está ajena la experiencia histérica al asco,
especialmente el que se siente en relación a lo sexual y vincula de manera
paradigmática dos pulsiones, la genital y la oral. Con ello se observa que las
primeras experiencias de satisfacción, es decir las que tienen que ver con la
oralidad dejan profundas y duraderas marcas que se revelan luego en la entrada
del sexo en la vida del sujeto, por cierto, siempre traumática. Eso fue, precisamente, lo que
llamó la atención de Freud en el caso Dora, sexual que ante el encuentro, ante
el contacto físico con un hombre, la muchacha, en lugar de excitarse
sexualmente siente asco. Sustitución fundamental del placer por la
repugnancia que para Freud es patognomónico de la histeria.
¿Cómo no ver
también en la anorexia,
donde el asco toma un papel muy importante, la realización de una religión
privada similar a la que Freud supo reconocer en la neurosis obsesiva?. El
carácter silencioso de sus ritos, la fina selección de los alimentos, la
regularidad de sus ceremoniales, son la evidencia de la satisfacción que
encierra esta religión en la que vemos dibujarse nuevamente el estrago materno bajo la forma del objeto
tragado-rechazado. El asco es aquí la constante en la que se puede
advertir el goce por ese vacío de lo postergado o de lo ausente. Lo curioso es
que, aunque hoy la
anorexia es promovida como una entidad clínica nueva o propia de la
época, forma parte de la
experiencia histérica de modo regular. Casi no encontramos un caso de histeria femenina sin que
éste revele en algún momento de su historia un trastorno alimenticio, sea bajo
la forma de la bulimia, la anorexia o ambas combinadas, cuando no simplemente el asco. El
bien llamado objeto oral en juego aquí es el que el sujeto obtiene recortando
en el Otro materno la parte que le asegura la satisfacción. Pero para esta
operación deberá también intervenir la demanda de ese Otro materno. ¡Cómo ha
insistido Lacan en la relación íntima que existe entre la demanda y el deseo!
Demanda que es del sujeto pero con los significantes que necesariamente va a
tomar del Otro: Dame tu leche, acércame a tu pecho, pero esto te lo pediré en
los términos de tu demanda. El objeto seno es también la boca, los dientes, el
pezón, la leche, la lengua. Todos objetos parciales recortados sobre la
opacidad del cuerpo de la madre. No es posible gozar del cuerpo del Otro como
tal. No es posible gozar del cuerpo de la madre, prohibición esencial al ser
hablante, y esto es lo que Lacan traduce como la inexistencia de la relación
sexual. No se puede gozar
del cuerpo del Otro y es por eso que nos aferramos a la parte separable de la
que Winnicott supo hacer su objeto transicional. El asco viene a señalar, a
indicar donde esta el goce localizado y cómo está ese objeto situado sobre el
mapa del cuerpo. Es un trazado, una escritura. Y eso se lee.
[1] Hay toda una
serie de procedimientos por los que un psicofármaco debe pasar antes de salir
al mercado, entre ellos, hay que probarlo con animales de laboratorio de los
que la rata resulta ser el privilegiado. Se verifica así su eficacia y si las
ratas no enferman o mueren con el medicamento, eso da una garantía de que no lo
harán los seres humanos al consumirlo.
Pero lo que ocurre
es que el ser humano plantea una dificultad que obstaculiza el avance que se
podría conseguir en la biología: en el humano hay afectos más que emociones. Si
uno toma un animal de laboratorio y le administra ciertas sustancias, puede
luego repetir la experiencia con otro animal y sacar conclusiones. Una unidad
animal y otra unidad animal pueden sumarse estadísticamente para obtener
resultados que acumulen un saber, porque, una rata, es una unidad rata, dicho
de otra manera, el ser de la rata y el cuerpo de la rata son una y misma cosa.
Cuando se trata de seres humanos
el cuerpo no coincide con el ser. El ser de una persona, por estar atravesado
por el lenguaje, va mucho más lejos que su cuerpo.
El uso que hacemos
del lenguaje hace que nuestro nombre, por ejemplo, nos anteceda. Antes del
nacimiento se dicen y piensan cosas de nosotros, y resulta importante de quién
somos hijos o hermanos, si nacimos primero o después, varones o mujeres. Del
mismo modo, al morir dejamos una serie de huellas que permiten que nuestro
cuerpo desaparezca pero que nuestro nombre y nuestras obras nos inmortalicen.
Nada de eso ocurre con la rata. La rata de laboratorio es hija de una rata
idénticamente rata y solo existe como tal al nacer su cuerpo de rata y
desaparece por completo al cesar las funciones de su cuerpo de rata. Eso es lo
que quiero decir con que su cuerpo y su ser son la misma cosa, mientras que el
cuerpo humano no coincide con su ser. Nosotros tenemos un cuerpo, la rata es un cuerpo.
Y desde que tenemos un cuerpo la relación que establecemos con él es compleja y
difícil.
Dicho de otra
manera, los efectos de la lengua se presentan bajo la forma de los afectos. Es
en ese límite silencioso donde se alcanza lo que en psicoanálisis entendemos
por el síntoma. Aquello que, por tener un poco de cada una, tiene algo de
sentido, de palabra, de significante, y algo de lo real del cuerpo. Es justamente
en el síntoma donde el psicoanálisis pudo encontrar esa compleja relación
donde, algo se descifra.
La ciencia busca
un saber que sea íntegramente transmisible, es decir, busca un saber sin resto,
reproducible, objetivo. Es por esto que busca un lenguaje que apunte a la
referencia inequívoca, la precisión, la rigurosidad en las expresiones. Por
esta razón se ha buscado crear manuales diagnósticos que sigan el ideal de una
lengua universal, entendible por todos los psiquiatras, transmisible sin resto.
Pero para que esto sea posible hay que suprimir todo predicado acerca del
sujeto en su particularidad, en su experiencia singular. Es necesario que se
omita toda referencia a esa compleja relación que el sujeto, en tanto es efecto
de significante, tiene con su cuerpo, no ya como organismo, como entidad
biológica, sino como ser capaz de goce.
[2] Miller, Jaques
Allain. La experiencia de lo real en la cura analítica. Clase X. París, 1999.
Inédito
[3] Lacan hizo
tambalear, como lo señala Miller, esas estructuras extendiendo la noción de
síntoma más allá de sus límites tradicionales y haciendo subsumir la idea de
carácter a la de síntoma. Y hay buenas razones para ello. El síntoma para Lacan
es aquello que dice de la escritura a nivel del cuerpo, es decir, a nivel de la
pulsión, que no es otra cosa que la articulación del significante en esos
agujeros del cuerpo, que hacen que el sujeto pueda ser definido por su forma
particular de gozar. Esto es llevado al límite de la definición por Miller
cuando dice la fórmula “soy
como gozo”.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
9. Clítoris o
vagina
Relata Eric
Laurent [1]que Marie Bonaparte, la princesa que apoyó tan decididamente a Freud
aún en los momentos más difíciles, no modificó, luego de concluir su análisis,
su actitud aristocrática y caritativa. En cambio sí se vio impulsada a utilizar
su fortuna y su influencia para, además de difundir con entusiasmo el
psicoanálisis, embarcarse en un proyecto destinado a distribuir de una manera
más justa el goce entre las mujeres. El proyecto en cuestión era el de un
cirujano que proponía una operación mediante la cual se acercaba el clítoris a
la vagina. Al parecer, cuenta Laurent, ella misma había quedado encantada con
los efectos de esa intervención y quiso que una fundación la pusiera al alcance
de muchas otras mujeres. Era un intento de remediar de manera pragmática la
separación entre el goce fálico, clitoridiano y el Otro goce, el goce vaginal.
Laurent nos trae
esto como una anécdota divertida de las que pueblan la historia del movimiento
psicoanalítico pero, hay que decir que la dificultad para armonizar los dos
goces mencionados, los dos polos de posible satisfacción femenina en el sexo,
ya fue planteada por Freud con mucha seriedad y no dejó de preocupar
posteriormente a Lacan. Cierta obsesión por la anatomía y sus determinaciones
en la subjetividad nunca ha estado ajena a las preocupaciones psicoanalíticas.
La intelección que
Freud alcanza para la sexualidad femenina divide a ésta en dos tiempos. Un
primer momento en el que la niña se ubica en una posición idéntica a la del
varón, es decir, centrando su sexualidad en torno al falo, representado en su
anatomía por el clítoris. Posición a la que deberá renunciar, no sin
dificultad, para acceder en el segundo tiempo, por desplazamiento de la
erogeneidad, a la vagina, al otro goce, este sí para Freud propiamente
femenino. ¡Qué dolorosa es esa resignación!. Los que hemos podido presenciar en
niñas pequeñas este reconocimiento de insuficiencia del clítoris frente al
órgano masculino no podemos menos que conmovernos ante el sufrimiento con que
se lleva a cabo ese movimiento. Ellas se rebelan, no quieren asumirlo, orinan
de pie como los varones o sueñan con que más adelante les podrá crecer. ¡Es tan
grande la afrenta narcisista! ¿Cómo no comprender que ese dolor puede durar
toda la vida? ¿Cómo no entender que allí es donde se juega la partida para todo
lo que será la vida sexual posterior de una mujer?. No estamos ante simpáticas
actitudes infantiles sino frente a los más dolorosos momentos en la definición
del ser que urgen al sujeto por una respuesta, por una solución que procure
algún alivio a tanta pena.
Es evidente que en
este esquema freudiano la mujer debe abandonar el clítoris, por causa de la
insuficiencia de ese órgano en términos comparativos con el varón, y aprender a
arreglárselas con la vagina. Pero, en definitiva ¿Cuál es el goce que una mujer
alcanza en la vagina? ¿Es del mismo orden que el goce clitoridiano, aún en el
supuesto caso que dicho desplazamiento se hubiera producido exitosamente?. Cosa
que, por lo demás, no sería la regla ni mucho menos, como parece testimoniar la
búsqueda de la princesa Bonaparte.
Esta cavidad
virtual del cuerpo de la mujer, sin duda apropiada para el acoplamiento con el
otro sexo en términos biológicos, no está, al menos no lo está a simple vista,
dotada de las particularidades erógenas del clítoris, órgano que comparte con
el pene masculino sus características de ser eréctil y de indiscutible
sensibilidad, esto sin considerar el carácter positivo del clítoris con
relación al vacío que pone en juego la vagina, lo que remite, claro está, a
cierta negatividad, a lo que no hay.
Sobre esto Lacan
se detiene brevemente, y de manera sorprendente, en su seminario de 1963 donde
arriesga que, no teniendo inervación, pueden echarse chorros de agua hirviendo
en la vagina de una mujer sin que ésta sienta nada. No he tenido todavía tiempo
de verificar en el Testut Latarget la veracidad de esta observación respecto a
la anatomía femenina. No tiene mucha importancia en realidad. Pero, de ser así,
mucho menos será ese órgano sensible a la presencia en su interior del miembro
masculino. Realmente éstas son cosas que sólo Lacan se puede permitir. No
porque sea un médico, eso no sería suficiente ya que ni los anatomistas ni los
fisiólogos se atreven a tanto, véase sino el libro de fisiología de Guyton
acerca del orgasmo femenino, sino porque él no se priva de nada en el momento
de usar para el avance del psicoanálisis cualquier elemento de valor. Hay en
esto, como lo ha señalado frecuentemente Baby Novotny, cierto pragmatismo de
Lacan. En este caso se apoya en datos de la anatomía que, sin duda, son
desconocidos para la mayoría, si no para todos lo psicoanalistas, y nos interna
en esa lógica fascinante por la que nos conduce. Digamos de paso que los
axones, los haces nerviosos que inervan la zona genital, son llamados en
anatomía pudendos, que quiere decir, vergonzosos. Hay nervio pudendo interno y
externo. Con esto uno puede ir pensando que aún en el campo de la anatomía algo
de la represión ha funcionado.
Entonces, si la
vagina carece de sensibilidad en sus dos tercios superiores ¿De qué goce se
trata éste que no se funda en la sensibilidad local del órgano afectado? Lacan
consigue demostrar que el desplazamiento de la excitación del clítoris a la
vagina sigue los caminos que son propios de todo síntoma histérico, es decir,
el desplazamiento de la excitación, por la vía de la conversión, a otra zona
del cuerpo, desde entonces devenida erógena. No es otra cosa lo que Freud pudo
encontrar en las histéricas que poblaron sus primeros años de experiencia
psicoanalítica. Cualquier zona del cuerpo, si se dan ciertas condiciones, es
decir si se dan las condiciones de lenguaje, puede tornarse zona erógena y
proporcionar un goce erótico al sujeto. Las condiciones de lenguaje son que el
Otro, como tal, preste al sujeto sus significantes. Con los significantes que
proceden del Otro el sujeto va a construir su síntoma. Es un punto importante.
Acá Lacan compara el goce femenino con el histérico, con la modalidad histérica
de gozar. Es algo que no va a conservar, mas adelante deberá separar esta
posición histérica de aquella que será específicamente femenina, pero, sin
embargo, debemos notar que la histeria también es no-toda. No toda histérica,
también una mujer.
Algo queda claro:
el goce vaginal durante la cópula no es suficiente para comprender de qué se
trata ese Otro goce, el que no es fálico. Por el contrario, el goce vaginal,
desde su perspectiva de vacío, desde su negatividad, no hace más que instalar
nuevamente la pregunta por el goce femenino, la redobla.
El error de Freud
en este punto no está, por supuesto, en la genial intuición de reconocer en la
mujer otro goce diferente al del varón, sino en el intento de darle a éste una
localización en el plano anatómico. Lo que caracteriza justamente al deseo
femenino es que no tiene fijeza, no se lo puede situar, es ilocalizable.
Mientras el deseo masculino se caracteriza por ser fetichista y por lo tanto
siempre fijado por el objeto, ese objeto singular que para cada uno es siempre
el mismo y que hace que el goce esté localizado, delimitado, el deseo
femenino no se somete a esa ubicación y mucho menos en el plano anatómico.
Los intentos de
ubicar el goce femenino han dado lugar, entre otras tantas cosas, a la
postulación de los célebres puntos excitatorios como el punto G, el punto
gatillo en la superficie del cuerpo en el que una mujer podría encontrar el
clímax cuando se lo estimula. Cada tanto aparece un investigador norteamericano
con el descubrimiento de un nuevo punto al que le asigna otra letra. Junto al
punto G tenemos el punto A y con ellos van trazando un mapa erótico sobre el
cuerpo de la mujer. Podemos sospechar que no les va a alcanzar el alfabeto para
nombrarlos: la migración de la zona erógena continuará su derrotero
infinitamente.
Estas
aparentemente ingenuas propuestas deben sumarse a los intentos de mantener bajo
control la sexualidad femenina. Es un intento de dominio sobre algo que siempre
se escapa.Como si dijeran: si conseguimos localizar el punto del cuerpo donde
tiene su sede el goce de la mujer podremos luego hacerlo manejable.
Los intentos de
control en este sentido no son solo científicos sino que incluyen otros en el
plano de la religión, de la moral o de las conductas rituales en las culturas
más diversas del mundo y en los más diferentes momentos de la historia y,
posiblemente, con bastante éxito.
Concluimos
entonces que la intuición de Freud es correcta en el sentido de establecer un
goce Otro para la mujer que se distingue con claridad del goce masculino pero
incorrecta en el intento de situar este goce en la anatomía. También observamos
que la opción entre clítoris y vagina es falsa ya que la mujer participa
perfectamente del goce fálico pero siendo no-toda, es decir, que no se limita a
él sino que siente otra dimensión del goce pero que no está referida a un
órgano o región del cuerpo. Ni siquiera el clítoris será adecuado para lograr
la satisfacción sexual de la mujer si éste no está investido libidinalmente, es
decir, si no se ha producido la articulación del significante, de la palabra,
con esta zona para que ella devenga erógena. La hipersensibilidad de una parte
del cuerpo es tan posible como su más radical anestesia sin interesar los
recorridos nerviosos, las inervaciones o los receptores. Más estarán
determinadas sus posibilidades por el valor inconsciente que se le haya
asignado
[1] Laurent, Eric.
Posiciones femeninas del ser. Tres
Haches, Bs. As. 2000.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
8. Dios y La mujer
Un ser que no
puede ser abarcado por la razón. Un objeto de adoración en la medida en que se
sitúa en el plano de lo divino. Dios. La mujer, que no existe, debe entenderse
como solidaria a la idea de lo divino. Claro que no todas las mujeres se
asoman, se aproximan a esa experiencia. Pero hay que entender, lo han hecho
muchos en la historia del pensamiento, que para alcanzar lo trascendente no se
puede estar sometido a las limitaciones de lo tangible. Es necesario en algún
punto poder soltarse un poco.
No hay simetría
entre los sexos, es nuestro postulado, en el que hemos estado insistiendo. El
hombre, el varón, atado a su goce fálico, no puede ocupar ese lugar fuera de la
ley, fuera del sexo que sí le está permitido a la mujer.
La mujer
participa, claro está, y de un modo semejante al del hombre de la relación al
falo. Solo hay una libido, nos lo ha enseñado Freud, la masculina, y las
mujeres participan de ella como todo el mundo. Ellas participan del falo de
muchos modos y de diversas maneras. Hay toda una gama, que no sería posible
recorrer, de posibilidades femeninas de vivir el sexo. Mujeres apasionadas,
otras frías, activas y pasivas. Todas son formas de pasar por la experiencia
del erotismo, de la excitación sexual y de su tramitación, que pueden si se
quiere, equipararse a las del varón. Pero en lo que respecta al falo son
no-todas. Los hombres, los que eligen esa posición, son todos ordenados por el
falo. Las mujeres pueden participar de eso pero no-todas. Queda para ellas la
posibilidad de otro goce, suplementario, que no está en relación con el falo
sino con un objeto trascendente al que la tradición nos muestra de diversas
maneras y al que Dios se parece bastante. Un objeto trascendente que a
diferencia del falo no se encuentra en la escena, está por fuera, lindero a lo
que puede llamarse el sexo en términos estrictos.
No estamos
diciendo que se trate en el caso de la mujer de un goce complementario al del
hombre. Esto es algo que tiene que estar muy claro. Esa es justamente la idea
contraria a lo que queremos transmitir acá. No hay ni por casualidad
complementariedad entre los sexos, la suma de uno y otro nunca da dos. Por eso
Lacan dice que el dos no es un número. Uno mas uno, siempre siguen siendo uno y
uno y nunca hacen dos. Por el contrario lo que nos demuestra la experiencia
psicoanalítica, y en verdad toda la experiencia humana, es que nunca nos
encontramos con el complemento adecuado. A un sujeto no le va bien cualquiera
para ir a la cama. Al contrario de lo que ocurre con los animales, para los
cuales no hay selectividad, ya que en ellos basta con que macho y hembra de la
misma especie se encuentren para que pueda haber el acoplamiento, en los seres
humanos es necesario que se cumplan una cantidad de condiciones para que dos se
encuentren. Y luego de que se encuentran, aparecen otra cantidad de condiciones
para poder ir juntos a la cama y, por fin, una vez allí, otra vez hay que poner
a prueba las cosas, es decir que, frecuentemente, al llegar a ese punto se hace
patente que aún habiendo pasado por una gran cantidad de pruebas previas, haber
puesto antes un sinfín de condiciones para asegurarse, para obtener garantías
de que el otro es el correcto, al llegar a la cama aparece que el otro no era
el adecuado, que no puede llevarse a cabo el acoplamiento. Así se demuestra que
no hay complementariedad en el sexo para los que son capaces de hablar porque
ellos habitan en un mundo lleno de significantes. Los significantes sí que
pueden copular. “Siempre hay un roto para un descosido”, y allí se ve que los
significantes se articulan perfectamente. Pero cuando dos van a las cama, los
significantes más bien estorban y obstaculizan las posibilidades de goce a
nivel de los cuerpos. ¡Qué frecuente es que, cuando están dadas las condiciones
ideales para la conformación de una pareja, en el plano de lo sexual no hay
forma de que las cosas funcionen y al contrario, cuando hay gran satisfacción
en el plano sexual la desarmonía en todo lo demás es total!.
Hay también, por
supuesto, los casos en que el amor y el sexo se combinan de manera maravillosa
y es, posiblemente, la experiencia humana más buscada, más deseada. Pero
siempre está signada por lo efímero. No bien eso se alcanza, y aclaremos que
cuando se alcanza es de forma contingente, no prevista, accidental, bien,
cuando se logra surge inmediatamente la amenaza de su terminación y por eso
tratamos de que se inscriba, que exista un registro que lo haga eterno, que no
cese, que sea permanente.
Esto es lo que
dice Lacan: no hay relación sexual, en el sentido de que no hay proporción. No
hay una complementariedad entre los sexos.
Lo que intentamos
introducir aquí es otra cosa, no es la idea de complementariedad, sino la de un
goce suplementario. Hay para la mujer la posibilidad de un goce suplementario,
uno que, además del fálico, se añade, se suma, pero que siempre es otro. Y es
en esto que se establece la disimetría con el varón. Mientras para el varón el
goce sexual está acotado por el órgano, por los llamados caracteres sexuales
secundarios, la mujer cuenta con un algo más que se dibuja en los márgenes de
la relación sexual y que se puede referir a muchas cosas, a la situación, a las
palabras, a la seducción en el sentido de lo que se insinúa más que lo que se
ve, a la atmósfera, en fin, a un algo en más y que como tal tiene ese carácter
un poco vago, mal definido, difícil de comunicar, lo que motiva con frecuencia
que la mujer demande a su pareja cosas que no puede bien decir de qué se tratan
pero que son algo más que ir directamente al acto sexual. No quiere decir que
no quiera ese acto, lo quiere, pero ella desea gozar de algo más.
Es una idea un
poco difícil de captar. Para hacerlo Lacan ha identificado este goce con ese
del que han dado testimonio los místicos, es decir, personas que se han
relacionado con Dios de una manera directa, sin intermediación alguna, y han
desarrollado en esa relación un erotismo muy particular, un erotismo que,
lógicamente, no pasa por el cuerpo del Otro.
Lo que acontece
con los místicos no es de la misma naturaleza que lo religioso. La religión es
siempre normalizada, hay un ordenamiento y una intermediación que está dada por
los sacerdotes, las escrituras, el rito, hay la fijación de tiempos e incluso
lugares en los que la relación con Dios se efectúa. Todo eso hace que el acceso
a Dios sea algo indirecto y acorde a la ley que fija, si se quiere, los límites
de la relación.
La experiencia
mística no está regulada más que por el propio sujeto ya que en ella él puede
acceder a Dios de manera directa.
Por suerte, muchas
de esas personas han dejado testimonios escritos en los que relatan cómo han
vivido esa relación con Dios, que regularmente es de una gran intensidad. Tanto
es así que cuando por diversas razones esa comunicación con Dios se ve
interrumpida, cuando se calla, ellos sufren de una añoranza que podría
imaginarse equivalente a la del adicto con la droga que le falta. Sin eso el
sujeto se siente vacío, la vida le parece descolorida y sin sentido y las demás
sensaciones del mundo son siempre débiles en comparación con lo intenso de su
experiencia extática. El trance, el éxtasis, son aventuras en las que se
internan algunos sujetos, próximas a lo sagrado, a lo divino y que no pueden
encuadrarse en el plano del tener, de lo contable, de lo medible, es decir,
están por fuera del registro fálico. Por esta razón identificamos estas formas
gozosas de la experiencia con lo femenino ya que, aunque algunos hombres pueden
vivirlas, lo hacen desde una posición femenina.
No son solamente los hechos de los que
testimonian los místicos los que podemos tomar en cuenta. Encontramos en los
hechiceros, los chamanes y otras formas de la comunión con lo trascendente
otros ejemplos de un goce inconmensurable. Igualmente, todo ello se vincula
harto regularmente con la locura. El trance en el que entran algunos sujetos en
determinados momentos de muchas ceremonias religiosas, el éxtasis, incorporado
a ciertos ritos, aunque presentes en la religión, son formas del extravío y de
la enajenación. De allí que la mujer, que cuenta con esa puerta abierta al Otro
goce, al misticismo y a esas formas de sin límite de lo extático, esté
emparentada también con la locura.
Como hemos visto,
la posición del varón respecto al sexo será siempre disimétrica a la de la
mujer. Y esta disimetría debe pensarse vinculada a la castración, uno de los
fantasmas fundamentales acuñados por Freud. El demostró que en las más
primarias vivencias infantiles y de manera universal, el sujeto varón, al
descubrir el valor simbólico del pene, percibe bajo la forma de una amenaza la
posibilidad de ser privado del mismo y eso lo alcanza bajo la forma de la
angustia. Es una percepción que llega igualmente a la niña, pero en su caso de
manera más compleja.
Desde la perspectiva
de la amenaza de castración, el varón tiene algo que puede perder, en tanto
esta amenaza puede ser algo realmente consumado, mientras que en el caso de la
mujer, dicha amenaza no tiene un efecto tan potente desde que , si puede
decirse así, ya lo perdió, no es algo que pueda ocurrir, como si dijéramos en
el extremo que nos permite el lenguaje, no tiene nada que perder. La expresión,
se entiende, es equívoca en términos históricos puede ser pensada como la gran
perdedora, siempre sometida, postergada detrás del idealismo masculino. Pero
por otro lado es concebible como la que, porque nos sitúa frente a alguien en menos en el sentido
de lo que no tiene, pero en más en el sentido de que tiene todo para ganar.
Miller lo piensa de una manera muy clara. La mujer puede aparecer como la
perdedora, en tanto su relación a la castración es la de haber perdido, e
incluso habiendo ya
perdido, no tiene nada que perder y esto la haría capaz de cualquier cosa, de
los extremos más radicales. Nuevamente se nos aparece la figura un tanto
peligrosa de la mujer para el conjunto social y tal vez podamos reconocer en
ella una de las razones por las que se intenta limitar su despliegue. Si es
capaz de todo, loca, inconsciente, temeraria, es entonces la que puede llegar a
hacer tambalear los cimientos del orden social.
Más acá, pero
abonando la misma idea, se puede
observar la mayor vivacidad de las niñas respecto a los varones de la misma
edad: ellas quieren el falo y van a procurárselo. En el varón, la cautela y
la prudencia serían las condiciones de cuidado para ese bien tan preciado. Esto
ocurre así porque el falo es puesto en valor como condensador de un goce más
amplio. El falo representa lo que para
el sujeto es el interés de la madre. Las mujeres, al no tener el pene
¿Dónde situarán esto, es decir, dónde situarán el falo?. Es el cuerpo erógeno,
el que concentrará la libido narcisista que en el varón se sitúa a nivel del
falo. El amor se torna
así para la niña el equivalente al falocentrismo del varón y el temor a la
pérdida de amor en el equivalente a la angustia de castración.
Situadas estas
coordenadas que ubican en lugares diferentes al hombre y a la mujer tratemos de
entender algo del
misticismo.
El misticismo de
la mujer es muy frecuente, como si ésta fuera capaz de una relación con Dios
mucho más fluida, o mejor dicho, como si hubiera una afinidad, casi diría una
continuidad entre el ser femenino y Dios. No quiero caer en la torpeza de hacer
afirmaciones que no puedo sostener. Ya hice demasiadas. Simplemente trato de
hacer una presentación del problema con pinceladas gruesas cuyos efectos,
espero, se verán más tarde.
Lacan nos enseña
que la mística es algo que debe ser
tomado muy en serio y aconseja la lectura de las obras del género que no por
casualidad proceden, en su mayoría, de mujeres. Hay sin duda excepciones, como
San Juan de la Cruz. Esto es porque, como hemos dicho, se puede estar muy bien
en la posición femenina como en la masculina sin que esto implique la posesión
de los órganos en cuestión. Se trata de una elección. Esta elección del sexo es
otra cosa que la anatomía, aunque no totalmente ajena a ella. Existen, como
prueba, hombres que se ubican muy cómodamente en la posición femenina. Hay algo
en el miembro que les estorba y que les permite visualizar algo más allá de él.
Es a eso que se le llama un místico: uno que goza de ese más allá del falo. “Ese goce que se siente y del que nada se
sabe, ¿No es acaso lo que nos encamina hacia la Ex-sistencia? ¿Y porqué no
interpretar una faz del Otro, la faz de Dios, como lo que tiene de soporte al
goce femenino?”[1]
Es decir que hay
sujetos que, aún siendo portadores del pene, alcanzan a ver, y esto no es algo
tan fácil ya que el falo generalmente, y especialmente en la neurosis, ocupa
todo el campo, invade toda la percepción de la realidad, hay sujetos que
alcanzan a ver algo que escapa a su dominio y es en ese más allá donde se puede
comprender esta faz de Dios a la que alude Lacan. Pero es claro que en el caso
del varón esta es una operación que requiere sortear algunos obstáculos. No es
simple poder conservar los atributos masculinos y visualizar ese más allá, esa
dimensión de goce trascendente. Los ejemplos a los que aludíamos de hechiceros,
monjes y chamanes son por lo demás elocuentes. Son sujetos que no están en la
serie de los guerreros o de los cazadores de la tribu, por el contrario, están
exentos de esas obligaciones. La mujer en cambio, por estar menos concernida
por el falo tiene una afinidad mayor con esta experiencia extática que
encontramos en infinidad de formas que van desde las crisis histéricas que
estudiaba Charcot, hasta el trance de los ritos paganos, desde la brujería a
que ya nos hemos referido, los chamanes y hechiceros que muchas veces son
mujeres, hasta las monjas de clausura, y todo esto nos permite observar que hay
en ellas un goce que no entra en los registros habituales del goce fálico, un
goce que pasa por el cuerpo en tanto lo tiene como soporte, pero que no es de
la dimensión de lo erógeno en términos fálicos.
Algunas formas del
abuso de sustancias, de las toxicomanías, ¿no nos permiten ver que hay en ellas
también el intento de vivir experiencias de goce que no recurren al falo, que
no necesitan e incluso rechazan del contacto con el partener sexual como tal?.
Es una abolición del sexo para dirigirse a una forma de goce divorciada del
Otro como pareja sexual, es un goce solitario. ¿No está próxima esta forma de
procurarse un goce parasexuado con el que alcanzan los místicos?
También el de los
místicos es un goce solitario, al menos desde la perspectiva de los cuerpos. El
goce de la mujer, en cambio, aunque se emparenta con éste en lo que tiene de
no-fálico, es suplementario al goce fálico, y de ninguna manera prescinde del
partener.
[1] Lacan, Jaques.
El seminario, 20, Aún.
Publicado 2nd September 2009 por José Vidal
7 - El cuerpo
El goce solo es
posible en la dimensión del cuerpo. Contamos con eso. También, por supuesto, la
fantasía, el deseo, el ideal, intervienen de manera importante, pero el
soporte, la sede, el lugar del goce, es el cuerpo. Y la relación al propio
cuerpo es complicada. Mucho más, y como consecuencia de esto, la relación al
cuerpo del otro, cuando se intenta la relación sexual, cuando se intenta gozar
del cuerpo del otro, se encuentra que las cosas funcionan de manera imperfecta,
que los cuerpos, en su encuentro, no se
ajustan uno al otro como lo haría la llave a la cerradura. Salirse de uno
mismo, del goce autoerótico, para entrar en la relación al otro es un
movimiento difícil y siempre la relación sexual en el ser humano está signada
por la inadecuación. Hay el acople de los cuerpos, y eso es un hecho, la gente
copula, pero siempre acompañada por un universo de afectos, sensaciones,
simbolismos, y el acto está permanentemente
signado por el malentendido, por la dificultad y por la incomodidad. Como
dice Lacan, por más que dos se abracen
en la cama, nunca hacen uno, lo que sería el ideal del amor, poder alcanzar en
la cama la fusión, el nosotros de hacerse Uno con el otro. Pero siempre son dos cuerpos. Es por
eso que el amor, imaginado como Eros, como fuerza de unión, viene a ese lugar,
a suplir la insuficiencia de esa relación imposible de lograr en lo físico.
Si el cuerpo es
necesario para el goce ¿Qué sabemos de él? ¿Es el cuerpo de una mujer, en
términos de goce, una entidad igual a la de un hombre?
En las primeras
producciones de Lacan nos encontramos con que la angustia es una experiencia de
descomposición de la unidad del cuerpo, que llamó la imago del cuerpo
fragmentado, es decir, la angustia es una regresión, una vuelta a un estadio
anterior, un estadio en el que aún no se constituye el yo como una unidad. Para
alcanzar esta unidad del yo, el niño, varón o mujer, debe apelar a la imagen
que le devuelve el espejo. Esta imagen es el recurso mediante el cual el sujeto
logra una unidad totalizada e integrada del cuerpo sin la cual, claro está,
permanecería en la indiferenciación respecto al cuerpo de la madre. En el
momento en que esta integración es alcanzada se constituye, retroactivamente,
la imago del cuerpo despedazado que, a partir de allí, se tornará el modo más
frecuente de manifestarse la angustia, como una amenaza de retorno a esa forma
mítica del cuerpo despedazado. La imago, concepto freudiano, no es la imagen
solamente, sino que es la internalización inconsciente de esa imagen en
términos simbólicos.
La angustia es la
inminencia de perder la unidad del yo y volver a lo que se presiente e imagina
como el estallido del cuerpo en sus partes.
Se aprecia que la
imagen que proporciona el espejo, allí donde el sujeto se reconoce y donde
obtiene una identidad, dista mucho de ser el cuerpo en sí. La imagen que
tenemos de nuestro cuerpo no es el soma. A tal punto esto es así que esa imagen
puede sufrir todas las distorsiones posibles de los fenómenos ópticos: deformaciones,
ilusiones, espejismos. Una persona, es la experiencia más común, puede sentir
que su cuerpo cambia de un día para el otro. Es habitual que alguien que un
día se ve bello, se aprecie horrible al siguiente; que de pronto se sienta alto
y al momento bajo, y así. Incluso eso puede ocurrir durante una misma situación
según cambie su relación con los demás. La metamorfosis, sin llegar al extremo
de las terribles figuras kafkianas, es una vivencia próxima, frecuente, casi
cotidiana, en directa proporción a la inestabilidad afectiva de cada uno. Lo
que es más cercano e intimo, como es el cuerpo propio, puede en el siguiente
instante, tornarse extraño y raro, hostil incluso. Son esas experiencias de lo
ominoso, lo siniestro que Freud despejó con tanta claridad.
El dramatismo de
estos acontecimientos se hace más patente aún en fenómenos, que hoy proliferan
con el nombre de patologías de la época, como la anorexia nerviosa y la
bulimia. En esos casos, la enferma, contra toda evidencia o juicio objetivo,
se ve gorda, y puede llegar incluso a morir por esa causa. La imagen que el
espejo le devuelve de su cuerpo aparece inflada, como un globo, por una nada
que no es de ningún modo el alimento, sino la absoluta relación a la madre,
mientras cunde a su alrededor el espanto por esos huesos que asoman bajo su
piel y por la cadaverización de su figura.
Otros ejemplos muy
patentes de deformación de la imagen del cuerpo nos los brinda la
esquizofrenia, donde se presentan fenómenos de desaparición de órganos o de
partes del cuerpo y también estados de profunda extrañeza frente al espejo en
los que el sujeto permanece horas y hasta días en la contemplación perpleja de
su propia imagen. En estos casos la unidad del yo, obtenida mediante la imagen
del cuerpo, muestra su fragilidad, su inestabilidad, pero también su
importancia.
Esta unidad del yo
depende de la relación al otro que le permite ligar esas partes en una imagen
idealizada. Es decir, surge del encuentro entre la imagen y el nombre. La
ortopedia a lo real del cuerpo que proporciona la imagen está continuamente
acechada por el fantasma del despedazamiento, de la desintegración, de la
metamorfosis. Fantasma que aparece de manera flagrante en los sueños, donde el
sujeto tiene la experiencia de su propia fragmentación o multiplicación en
infinidad de personajes, que representan las diferentes identificaciones del
yo. Cuando alguien nos relata un sueño en el que “había mucha gente”, o “una
casa con muchas habitaciones” puede interpretarse que allí se encuentra la
descomposición del yo en sus numerosas identificaciones. También en aquellas
pesadillas en las que el sujeto aparece mutilado, decapitado o deformado, donde
las muelas se desgranan, se quiebran o se caen, dejando en su lugar una
siniestra oquedad, se hace evidente esta constante amenaza de desintegración de
la imagen que con regularidad significa la irrupción de la angustia. Las muelas
y los dientes, por ser un objeto que cae, primero con los dientes de leche en
la infancia, pero luego, en la vida adulta cuando, dañados, deben ser
reparados, extraídos, taladrados, representan uno de esos ejemplos más notables
de la angustia de castración, de la experiencia de lo real, del retorno de la
parte, el fragmento, el resto que representa nuestra propia caducidad y por eso
aparecen con tanta frecuencia en los sueños de angustia.
Son muchos los
modos a los que un sujeto puede apelar para conservar la unidad imaginaria del cuerpo cuando el
simbólico es insuficiente. En las situaciones en que la nominación tiene
fallas muy importantes, como en las cárceles u otras instituciones totales, la mutilación y el tatuaje son modos de mantener estable
el cuerpo. Es un tratamiento de lo real por lo real y no por lo
simbólico. Muchos de estos recursos, antes limitados a las prisiones o a los
barcos, se extienden ahora al común de la sociedad a causa de la generalización
de la anomia.
La ciencia ha
posibilitado el desarrollo tecnológico para introducir en el mercado esta
fragmentación del cuerpo en procedimientos quirúrgicos a los cuales las
personas se entregan un poco irresponsablemente: desde las cirugías estéticas
hasta los trasplantes de órganos se puede apreciar lo que Lacan anticipaba como
los “ excesos inminentes de nuestra cirugía”, que hace evidente para el común
de la gente que “no disponemos del cuerpo más que para hacerlo de su propia
fragmentación”.
La ingeniería
genética, como lo señala Miller, permite hoy tocar algo de lo real del cuerpo,
ya no detenidos en la imagen, en la forma del cuerpo, sino ahora sabiendo
operar sobre lo más real del cuerpo, los tejidos, la memoria genética, con lo
que se puede fabricar órganos como la piel o el cartílago, se puede reemplazar
las partes del cuerpo que no agraden o no funcionen, lo que hace que ahora esta
fragmentación del cuerpo, tradicionalmente ligada a la pesadilla, esté puesta a
nivel del mercado.
Estas
modificaciones históricas que la ciencia introduce provocan una nueva relación
al cuerpo[1]. No se trata del espanto de una película de terror donde algún
Frankestein juega a ser Dios recomponiendo de a pedazos, tomados de este o
aquel cadáver, una criatura atroz. Es ahora la ciencia que lo propicia como un
ideal de salud y estético cuyo resultado puede estar, tranquilamente, durmiendo
junto a uno en la cama. Anotemos que las mujeres, al menos por ahora, son las que
más se ven atraídas por las posibilidades que les ofrece la cirugía para hacer
de su cuerpo algo más próximo al ideal social o a las particularidades de su
fantasma, razón de la riqueza de los cirujanos plásticos y a veces también de
su ruina, cuando los resultados no son los esperados.
La estabilidad de la imagen en la mujer
esta marcada por una enorme dificultad: siempre le falta algo; y el procurarse
artificialmente sustitutos para esa falta es una opción cada vez más accesible,
cada vez más democratizada por el mercado. El defecto en el cuerpo, se
entiende, no es más que un sucedáneo simbólico de la falta fálica y las
cirugías no son más que una efímera cancelación de esa incompletud inaugural
que mostrará, más tarde o más temprano, su insuficiencia. La imagen integrada
del yo es como si fuera tomada prestada del otro para hacer con ella un traje
que no siempre nos va a medida, o peor, nunca nos va justo. En esas condiciones
¿Cómo no sentirse atraídos por la oferta de la cirugía plástica de tener un
cuerpo fálico, uno que sea realmente adecuado a la demanda del Otro, al Ideal?
Es notable en los
análisis que finalizan que las personas entablan una relación distinta y
novedosa con su cuerpo, como si al soltar las amarras con las determinaciones
del Otro fuera posible encontrarse con una nueva percepción del cuerpo, ya no
tomada en préstamo de la imagen del prójimo, sino surgida de una dimensión
propia, íntima, interna; más ligada quizá al goce que a la imagen.[2]
En la constitución
de esta imagen del cuerpo propio no participa solo lo que el sujeto encuentra
en el registro imaginario, sino que, además, e igualmente importante,
interviene la mirada del Otro, con mayúscula, para designar su estatuto
simbólico, ideal, que sanciona de manera favorable o desfavorable esa imagen.
Tenemos al niño,
su imagen en el espejo y luego un tercer término representado por la mirada de
la madre que porta al niño frente al espejo. El niño es lo que los ojos de la
madre quieren ver y es esta mirada, entendida como naming, la que determina la
unidad del yo en torno a la imagen del cuerpo y sobre todo, esto es algo en lo
que no se ha insistido suficiente, es lo que le otorga estabilidad. Como si el
espejo del que se trata no diera el reflejo más que en una sola posición y que
cualquier movimiento producirá una tremenda deformación.
La mirada del Otro
estabiliza la imagen, impide que se mueva y evita que se deforme o que cambie.
Se entiende entonces que las vicisitudes en el campo del Otro van a tener una
consecuencia directa en la imagen del cuerpo propio. Se supone al Otro un deseo
que recae sobre el sujeto y lo determina. ¿Qué es lo que la madre desea del hijo? La respuesta no
se hace esperar: lo que la madre desea es el falo. Es lo que hace que el cuerpo
sea siempre un modo de dar respuesta en forma de brillo fálico al deseo del
Otro. Esto es algo muy importante porque necesariamente va a formularse
en términos significantes. El sujeto espera encontrar, para identificarse a él,
un nombre, que venga a completar al Otro. Que la madre esté complacida con la
imagen del niño o no lo esté, es relativo. Se trata mas bien de una
interpretación que el sujeto hace de ese deseo que le supone a la madre. Sin
duda, ésta puede hacer signos en un sentido u otro, pero la interpretación del
sujeto no es una traducción unívoca respecto de esos signos. Es tan frecuente
escuchar la frase “esperaban un varón” que uno tiende a pensar que es una
constante entre las mujeres. Que eso sea común en una sociedad no alcanza para
calcular sus consecuencias.
Esperaban un varón pero llegó una mujer ¿Y entonces qué?. Esto vale también
para el otro caso, esperaban un varón y fue un varón ¿Cómo arreglárselas con
eso? Nunca hay la respuesta adecuada porque, se tenga o no el pene, no se puede
ser el falo, falta en ser que vale para los dos sexos.
Lacan, para
graficarnos esto, evoca un filme que había podido ver por casualidad y que
había sido realizado con otros fines, ajenos a las intenciones analíticas,
donde se mostraba a una niña confrontándose desnuda frente al espejo. Esta
película resultó impactante para Lacan y reveladora de lo que ocurre en el
estadio del espejo. El descubre que el júbilo que experimenta el niño en esa
etapa, es debido a que el cuerpo prematuro, incoordinado hasta entonces, se
siente por fin reunido, en una totalidad que le brinda la imagen y que le
proporciona un dominio hasta entonces imposible. En los animales que nacen
maduros, piensa Lacan, no parece que eso ocurra de la misma manera, no se
encuentra en ellos el júbilo.
El gesto de la
niña del filme parece expresar algo esencial: “su mano como un relámpago
cruzando de un tajo torpe la falta fálica” Describe la escena con una frase
poética que le imprime un dramatismo muy particular. Su mano como un relámpago
nos da la idea de la velocidad en el movimiento, pero a la vez de lo que ciega,
de lo fulgurante que impide la mirada. Es una niña desnuda frente al espejo, lo
que ya nos da una idea de orfandad, de cierta indefensión. Y esa mano tratando
de cruzar allí donde se sitúa la falta fálica que Lacan llama tajo, pero que
podemos reemplazar por su sinónimo, el corte. Un corte que remite a un punto
donde el sujeto se divide para encontrar ¿qué?, nada.
La falta fálica
¿acaso falta?. ¿Le falta algo a esa niña? Ese cuerpo desnudo que presenta al
sujeto la bolsa de piel que es, la lleva al sentimiento de incompletud inicial
y para solucionarlo apela al gesto torpe, torpeza que nos habla de lo
insuficiente del intento, que simboliza la castración. Es justamente eso lo que
nos indica esta imagen, la castración en tanto es una operación simbólica que
anuncia lo que más tarde será el pudor.
Es el falo lo que
da cuerpo a lo imaginario. Esa es la cuestión fundamental, el cuerpo se
articula con la palabra en un nudo en torno al cual se organiza toda la
experiencia subjetiva.[3]
No está de más que
recordemos que en francés, y en menor medida en castellano, la palabra “falta”,
faut, también quiere decir pecado.
Hay algo que falta
en la imagen del cuerpo y que los intentos por tapar eso son siempre más o
menos fallidos.
Ahora bien, en el varón los movimientos
para dar consistencia al cuerpo por la vía del falo pasan, con mayor
frecuencia, por la función viril, por el órgano en cuestión, mientras que en la mujer, cuya relación al
falo es no teniéndolo, lo que resulta, por así decir, falicizado, es el cuerpo. Lo que en el
varón se ubica en el órgano y deriva en la competencia con los otros hombres en
relación a la dialéctica del pene grande o chico, en la mujer es el cuerpo,
en toda su extensión, el que toma la función del falo. Esto permite lo que se
ha llamado la facilitación somática de la histeria, más frecuentemente
femenina, donde cualquier parte del cuerpo puede ser tomada como erógena para
la construcción del síntoma conversivo. Lo que se observa aquí es que mientras
el goce en el varón aparece como localizado, situado en torno a la problemática
del falo y del órgano, en la mujer ese goce se muestra como no localizado,
difundido en la superficie del cuerpo y en cierta deriva respecto al
significante. Pero tanto cuando el goce está asociado al órgano como cuando lo
está al cuerpo erogeneizado, es goce fálico. Una modelo en la pasarela, la
bella esposa de un empresario en una velada de gala, la mujer como objeto de
exhibición, no son otra cosa que el falo, del mismo modo que lo puede ser un
automóvil lujoso u otros signos de potencia, y la mujer puede muy bien gozar de
ser, con su cuerpo, el falo. Es lo más frecuente. De esta manera no le está
vedado el goce fálico. Pero debemos hacer ingresar aquí otro goce, que no es de
ese registro y que representa un extenso campo quizá no muy explorado todavía
que es el goce femenino como tal, no ligado al falo, trascendiendo al falo, un
goce además del fálico que le es posible a la mujer por no estar toda incluida
en el registro fálico.
La relación al
cuerpo del hombre no es la misma que la de la mujer. Aunque inicialmente no
habría diferencia, la relación al falo, como elemento del lenguaje que irrumpe
en la existencia como un ordenador de todo el campo de la sexualidad, provoca
una disimetría entre los goces masculino y femenino. Disimetría en los goces
que lleva correlativamente a una disimetría en el amor y a ¡todo el infinito
caudal de sufrimiento y de insatisfacción que se asocia a ella!
[1] Miller, Jaques
Allain. La experiencia de lo real en la clínica psicoanalítica. París, 1999,
inédito.
[2] Esto se
aprecia muy explícitamente en el testimonio de Leonor Fefer, analista de la
escuela de la Escuela de la Orientación Lacaniana.
[3] Es una imagen
que permite ver que el sexo se extraña del cuerpo, como lo vemos en Juanito,
que soñaba con poder desenroscar el pequeño pene, como algo intercambiable. El
sexo, en la medida en que se extraña del cuerpo es lo que luego Lacan va a
concebir como un goce fuera-de-cuerpo.
Es decir que la
falta de la que se trata, la que busca suturarse con este artificio que es la
imagen especular es la falta fálica que vamos a escribir como una inscripción
en menos, en el plano imaginario, en la imagen del cuerpo propio, de lo que es
el Falo en la dimensión simbólica.
Vemos entonces
que, aún cuando la imagen viene a cubrir una falta, lo que es causa de júbilo,
su poder es engañoso. Su engaño consiste en un desconocimiento de esa falta, pero
que no hace más que derivar esa subjetividad del deseo, que aquí nos aparece
claramente como deseo del Otro, hacia la rivalidad imaginaria, la lucha por el
puro prestigio que habrá de desembocar en el “o yo o el otro”, donde la
simetría lleva a la anulación del sujeto.
Detrás de este
engaño, de esta cubierta, lo que encontramos se expresa como una negatividad,
no encontramos algo, sino que encontramos una falta y en el lugar de esa falta
va a situarse un objeto, el objeto a, causa del deseo.
Publicado 2nd
September 2009 por José Vidal
6. La Otra Mujer y el estrago
materno
Es en la Otra mujer donde la
mujer trata de encontrar la solución a ese callejón sin salida subjetivo que es
su propia feminidad.
Lo verificamos en
el caso Dora. Es en la Otra mujer, la Sra. K, la amante de su padre, donde Dora
busca clarificar algo acerca de su identidad. La mira, la admira, le pregunta,
la envidia, la adora, pasa horas con ella hasta que finalmente se transforma en
su cómplice. En esa conducta se puede apreciar, Freud lo hizo, aunque
tardíamente, una interrogación que la mujer realiza desde el punto de vista,
desde la perspectiva del hombre, como preguntándose qué es lo que él ve en
ella, en la otra, pero, como lo señala J. C. Indart, no se trata tanto de conocer lo que ella es ni
lo que ella tiene, sino de lo que ella sabe. Le supone a la Otra mujer un saber
acerca del sexo, le supone, en definitiva, un “saber hacer gozar a un hombre”.
Dora supone que la Señora K atesora el saber cómo hacer gozar a un hombre,
concretamente a su padre. Por eso es que podemos decir que la relación a
la otra mujer es una relación transferencial, como la que se establece en un
análisis. Amamos a quien
le suponemos saber. Y por eso la mujer que ama a la Otra mujer es porque le
supone ese saber respecto al goce que a ella le falta. Se produce así una
interrogación expectante que liga transferencialmente una mujer a Otra,
que debemos escribir así con mayúscula, porque se trata de ese lugar, encarnado
sin duda por una u otra según la ocasión, pero que es un lugar que forma parte
del inconsciente del sujeto y que genera un conjunto de reacciones, en todo
parecidas a las que se generan en la relación al analista, de expectativa, de
decepción, de amor y de odio, en la espera de una respuesta que nunca llega con
la nitidez necesaria y que hace que cada vez deba empezar de nuevo.
Ahora bien, hay
que pensar que esa identidad que se imagina como la adecuada, la que vendría desde la Otra a
colmar la falta en ser del sujeto, en verdad, no se alcanza nunca, pero esto no
es sin consecuencias. En su lugar se presenta frecuentemente, como un efecto
secundario, lo que ha sido llamado por Lacan el estrago, la relación estragante
que retorna desde la madre. Dije efecto secundario. Quizá sea un error pensarlo
así, quizá se trate, por el
contrario, de lo más
primario, lo más básico de la relación de la mujer con el Otro. Lo veremos
enseguida sin anticipar todavía nuestra conclusión.
El estrago es lo que se produce
cuando la mujer espera infinitamente de la madre, porque se trata de eso, de
una espera eterna, que eterniza el vínculo de la hija con la madre, cuando
espera de ésta la verdad acerca de qué es ser una mujer. Y si esto se ha instalado,
este modo de goce terrible se repetirá insistentemente en las otras relaciones
que esa mujer encuentre en su vida.
¡Cuántas veces de
constata esa experiencia del estrago en la mujer!
Sea bajo la forma
del maltrato físico, el de la mujer golpeada, o sea bajo las formas más sutiles
de sumisión, de reducción a la servidumbre, de degradación psicológica o moral,
el estrago femenino es una constante en la que vale la pena detenerse y abrir
en torno de ello una reflexión.
El término estrago,
derivado del Latín stragare, asolar, devastar, es introducido por Lacan para
expresar esas formas terribles de retorno de un goce mortífero en la relación
de una mujer con su partener sexual y que necesariamente debemos vincular a la
relación primaria de la mujer con la madre. Es algo tan habitual que resulta
casi una obviedad y, por eso mismo, difícil de explicar.
Se trata de sujetos,
frecuentemente mujeres, pero no siempre mujeres, sujetos, digamos, en posición
femenina, en los que se manifiesta esa extrema proximidad entre la pasión
amorosa y la muerte, es decir cuando por causa de esa pasión amorosa el sujeto
se sitúa en el límite de la muerte o conducido hacia ella. Tenemos para
ilustrar esta idea el testimonio de Leda Guimaráes, aunque no es el único y que
luego examinaremos en detalle, donde la frase decisiva, que signaba los hechos
de su vida y que tenía su origen en la madre, era justamente “entre la vida y
la muerte”.
Esa proximidad entre la pasión
amorosa y la muerte, muy habitualmente, es causa de una angustia que
posibilita la consulta analítica. Pero podemos imaginar los infinitos estados
intermedios de este estrago, de esta exposición a la devastación de la mujer en
los que la consulta no se produce y de la que tenemos noticia por las
referencias que nos dan los organismos sociales. Recientemente una
investigación de psicoanalistas de la EOL acerca de la prostitución debió
recurrir exclusivamente a datos provenientes de estudios sociológicos, es decir
encuestas y estadísticas, porque los psicoanalistas carecían totalmente de
casuística al respecto. Es decir, todas esas mujeres que, regularmente son
maltratadas por un rufián, jamás consultan al psicoanalista y rara vez al
psiquiatra. Como si no hubiera en ellas una sintomatización de su condición de
maltratadas. O como si esa condición no fuera suficiente contrapeso para el sentimiento
de ser amadas por el rufián, verdadero motivo de su sujeción a él. Esto, aunque
escandalice un poco, es un hecho constatable: se trata del amor, del ser amadas
y por ese amor ser capaces de darlo todo, de entregarlo todo, la familia, el
honor, el cuerpo, la vida misma. En ese movimiento no hay lugar para la
división subjetiva que sería necesaria para un psicoanálisis.
Otras mujeres, sin
embargo, nos han brindado muchos datos en el análisis al punto de que casi
podemos hacer con ellos un paradigma que tiende a repetirse. Lo esbozo
brevemente. Diré para empezar lo que no es del orden del estrago, lo que es más
frecuente en la clínica. Lo frecuente
es encontrar que una mujer tiene un partener que está situado en un lugar
rebajado respecto a sus ideales paternos, es decir, una relación donde el
hombre, el de carne y hueso, el “real”, no se aproxima al ideal representado
por el padre. Estamos en el ABC de la clínica psicoanalítica, el padre
idealizado de la histérica. En el ideal, el padre posee los mejores atributos y
cualidades, y se eleva en las alturas como un amor imposible e inalcanzable. En
comparación con él los hombres comunes, posibles y cercanos, aparecen como
miserables, poca cosa y sobretodo, viscerales. Es una separación en la que de
un lado está el amor y en el otro el sexo. Bien, lo que se presenta es la
insatisfacción, y es lo que ocurre en la mayoría de los casos, donde la
insatisfacción en el plano de lo sexual se manifiesta de modo sintomático al
modo histérico conversivo o fóbico. Esto es lo que Freud obtuvo de sus primeras
observaciones en pacientes histéricas, la derivación en el cuerpo erógeno de lo
que había sido anteriormente reprimido en lo sexual.
Pero lo que llama
ahora nuestra atención es cuando en la relación de pareja, que viene a constituir uno de los polos
de este esquema, de este arquetipo que trato de imaginar, la posición de la mujer no se articula a eso, no
es una relación en la que la insatisfacción sea el eje. Es más que eso, mucho
más en el plano del sufrimiento. No es solo el caso de no alcanzar ella una
satisfacción sino que es una relación en la que debe soportar el castigo, la
vejación, la degradación, y en todos los casos la mujer se presenta como capaz
de tolerar hasta lo increíble junto a su compañero. Es como si esa capacidad de
aguantar el mal trato, el sufrimiento y el abuso fuera ilimitada, o que, en
todo caso, ese límite solo se alcanza en el extremo de la muerte. Esto, claro,
nos evoca las posiciones masoquistas que se han descrito tanto en el
psicoanálisis. Pero lo que debemos remarcar, lo que nos va a servir más, es
notar ese infinito que la mujer pone en juego aquí. No se trata del masoquismo en el sentido
erógeno, del que goza con el sufrimiento, sino de lo
ilimitado en sí. Y es esta posición la que debemos interrogar sobre
si es una condición de estructura o es sintomática. La relación en la
que la mujer es capaz de todo a cambio de amor.
Es en esto que
debemos hacer hincapié. Para la mujer, a diferencia del varón donde el objeto
de amor está bien localizado, el partener está desdoblado entre el falo (y sus
derivados, como pueden ser por ejemplo los hijos) por un lado, y ese goce Otro,
no localizado, por otro, la mujer, aunque mantiene al igual que el hombre una
relación al falo, al sexo como tal, es no-toda en relación a él, algo de ella
escapa y se dirige a ese otro goce fuera del cuerpo al que solo se accede por
la palabra, y más concretamente la palabra de amor. Es por eso que aparece en
ella cierta ausencia en el plano de lo sexual y a la vez la exigencia al partener de que
la ame, y más específicamente, que le diga que la ama. Es así que Lacan
puede poner en serie el amor místico con el amor cortés, en tanto ambas son
maneras femeninas de encontrar el goce por la vía del amor. Casi se podría
decir que lo que las mujeres quieren de su partener, lo que le reclaman con una
constancia impresionante, es que les hablen y es la falta de comunicación en la
pareja, es decir, la falta de palabras la queja más habitual en las mujeres de
nuestra época. Ellas se quejan de que sus maridos o sus parejas no les hablan.
No tanto de que ellos no hablan en el sentido de un mutismo, aunque hay también
esos casos, sino de que nos les hablan a ellas, debido a que la palabra, antes
que comunicar algo, es vehículo de amor.
Se puede
comprender así, porqué, como se ha dicho, la pérdida de amor es el equivalente
de la castración en la mujer. Si la palabra de amor, que es el signo del amor,
es lo que le da el ser, la pérdida del amor será para ella el equivalente a la
pérdida de lo más importante en el varón.
Ese, su punto
débil. Es en eso, y posiblemente solo en eso, que se le puede llamar el sexo
débil.
Un amor sin
límite: eso es lo que da la clave para captar cómo con tanta frecuencia, con
tanta insistencia lo que retorna de esa demanda desmesurada de amor es el
estrago y es por eso que quiero acentuar el carácter de ilimitado porque es en
la imposibilidad de fijar ese límite en donde se constituye el estrago. El amor
y el estrago se hacen así solidarios. La acentuación de la demanda de amor conduce al estrago y la
devastación como retorno desde el partener. Es lo que le ha posibilitado
a Lacan establecer que la mujer es para el hombre un síntoma, es decir un
equivalente de la causa de su deseo, mientras que el hombre para la mujer bien
puede ser un estrago.
Tenemos entonces
el polo de la relación con el partener, la relación mortífera. El otro polo del esquema es
el que se establece en la
relación de la mujer con su madre. Estamos tratando de situar al sujeto
femenino frente al deseo materno. Sabemos que todo sujeto debe encontrar frente
a ese deseo alguna forma de regulación, de intermediación que llamamos en
general la función paterna.
Es lo que el edipo freudiano intentaba ilustrar con una metáfora, la
intermediación del padre entre la madre, o más precisamente su deseo, y el
hijo. Hay en esta intermediación algo que falla, imperfecto, como si se tratara
siempre de algo no totalmente logrado. En el modelo que tratamos de presentar acá está el deseo de la madre
que se presenta como algo voraz, algo que puede llegar a consumir al sujeto, a
devorarlo.
Comento
brevemente, para ilustrar lo que digo, el caso de una mujer que ha sido durante
su infancia, y luego en la adolescencia, controlada hasta el delirio por su
madre.
Ser controlada por la madre es
una experiencia muy común entre las jovencitas y en general a nadie le parece
que tenga nada de anormal pero, en algunos casos, puede llegar extremos increíbles.
La madre controla en la infancia las actividades de la niña, sus tareas
escolares, pero también sus idas al baño, la frecuencia de su aseo, la
regularidad de su sueño y una infinidad de conductas ligadas a la educación,
pero que, bajo una mirada más atenta, están ligadas a la pulsión, como una
estrategia camuflada de la pulsión de la madre mediante el recurso de la
educación de la hija. Es el caso de nuestra paciente. Durante la adolescencia
la madre controla las salidas de la joven, indaga su intimidad, regula las
amistades y hasta lleva registro de las reglas de la hija. Agobiada por ese
vínculo enfermizo, la muchacha decide casarse para escapar por esta vía a esa
tremenda opresión. Así lo hace pero luego, de manera sorprendente, el marido se
torna un celoso delirante y golpeador que no la deja ni a sol ni a sombra y
vigila todos sus movimientos. La mujer, cuando el maltrato llega al punto de
poner en riesgo su vida o la de sus hijos acude a un centro de asistencia para
mujeres golpeadas donde, por supuesto, le aconsejan que abandone a ese
peligroso sujeto y se ponga a salvo. Ella hace caso al consejo y... ¡Vuelve con
su madre!.
Surge a las claras
que hay un relevo de la relación con la madre por el marido y luego del marido
por la madre. Como si el vínculo con el marido viniera al mismo lugar que antes
ocupaba el que tenía con la madre. Casi, podríamos decir, son intercambiables.
La dependencia de
la mujer con respecto al amor no es algo que vaya de suyo. Surge
fundamentalmente del lugar distinto que hombre y mujer ocupan en el complejo de
edipo. Mientras que el hombre debe, a causa de la amenaza de castración
abandonar a la madre como objeto de amor, la niña no tiene en verdad ninguna
obligación de hacerlo ya que en lo que a la castración se refiere ya está
castrada. Sin embargo, con esto no hacemos más que verificar que, en la relación de la mujer con
su madre, hay algo fuerte. Para entender cómo se obtiene el resultado de
la dependencia respecto al amor hay que observar el desplazamiento que opera
Lacan con respecto a los postulados freudianos. Para Freud, lo que hay es una
lógica del tener y el no tener: el niño tiene y la niña no tiene, y a la madre
se le supone un tener que luego se descubre que no tiene. Lacan en cambio,
captando el funcionamiento ya no del órgano, sino del significante, desplaza
esa falta en tener hacia lo que llamará la falta en ser. El drama del sujeto es
poder decir, de poder situar algo en relación a su ser. Es la pregunta
existencial por su dasein, su modo de ser en el mundo que va a ser formulado
como la pregunta de qué soy para el Otro, especialmente para la madre. En el
caso del varón lo que se produce es una respuesta con el falo. El sujeto varón
puede formular su respuesta al qué soy para el otro demostrando lo que tiene.
En cambio la mujer, la niña, puede responder a esto en términos de lo que es.
Es decir que se puede responder con tener o con ser el falo. Ser el falo no es
otra cosa que la representación de ese brillo de lo que falta y que aparece
bajo la forma de la mascarada, del oropel, de lo aparente, en lo que las
mujeres se hacen expertas. El uso de los semblantes es por esta razón más
cercano a la mujer. Ella sabe hacer existir algo donde no hay nada.
Esto hace que
mientras en el lado varón lo temido, lo que provoca angustia es la castración,
la amenaza que cae sobre el órgano, del lado mujer lo temido es la pérdida de amor porque es con el
amor que ella encuentra su ser y la pérdida del amor es equivalente a la
pérdida del ser. Por ello decimos que la amenaza de pérdida de amor es
el equivalente a la amenaza de castración en el hombre
La
relación de estrago con la madre se produce cuando la función paterna falla y
el sujeto queda expuesto en forma directa, por decirlo así, a la madre. El maltrato
mutuo entre madre e hija puede ser a veces un intento de cercar algo del ser
femenino de la otra, ser desconocido. Acá el goce femenino pierde su
característica de ser suplementario del goce fálico para volverse mortífero.
Evidentemente,
cuando Lacan eleva al estatuto de concepto esta idea de estrago materno está
poniendo en juego, en la estructura misma, esta idea de lo ilimitado del goce
de la mujer pero aquí en la relación de la mujer con la madre.
5. El principio
femenino y el lado izquierdo
Existe en algunas
civilizaciones de Oriente la creencia en un principio femenino. El budismo
tántrico que se profesa en algunas regiones de la India se divide en dos
escuelas, la de la Mano Derecha y la de la Mano Izquierda, identificándose la
primera con el principio masculino o positivo y la segunda con el principio
pasivo o femenino.
Señala Jorge Luis
Borges que los chinos combinaron ambas escuelas representando cada una con un
círculo mágico o mandala; uno de ellos simboliza el trueno y el otro la matriz,
pero se supone que son esencialmente idénticos y que ambos representan aspectos
de la realidad[1]
Un hombre que vino
a mi consulta sufría de una gran dificultad para caminar, y era debido a una
inflamación en su pie izquierdo. Como a la vez sentía otros trastornos en ese
lado del cuerpo, tenía la certeza de que era un problema provocado por una
mujer. Efectivamente, su pareja le había procurado últimamente muchas
preocupaciones, entre ellas el haberse quedado embarazada de manera
involuntaria. Formado como estaba en religiones orientales, él traducía estas
molestias en signos que revelaban un origen femenino. Lo izquierdo y lo femenino
son, para algunos, sinónimos o equivalentes. Eso no es algo inconcebible en
nuestra propia cultura. Izquierdo, en nuestra lengua, se dice también
siniestro, cuya sinonimia nos conduce hacia lo catastrófico, lo ominoso, lo
terrorífico. El estrago y la devastación que para Lacan retorna del goce
femenino no regulado pertenece a esta serie. Lo que es derecho, por su parte,
equivale a lo recto, en el sentido de correcto, justo, legítimo y respetuoso de
la autoridad. También, reforzando esta partición, se dice que lo hecho
"por izquierda" es ilegal. A su vez la asociación de lo femenino con
lo ilegal es un concepto clásico. La psicosis de aquel hombre que no podía
caminar se revelaba más por su certidumbre de que era víctima de un
perseguidor, en este caso la mujer, que por la fe en el budismo tántrico de la
Mano Izquierda. En todo caso, siendo coherente con esa creencia, hubiera podido
reconocer en su dolencia la presencia de su propia feminidad y no la de un
súcubo. Los súcubos son demonios femeninos, mientras que los íncubos son
demonios masculinos, según la tradición católica. El diablo puede tomar una
forma u otra para poseer un alma, según convenga.
Los neurólogos han
buscado, y aún lo hacen, en la división de los hemisferios cerebrales, una
comparable división de las posibilidades de la mente humana. Según algunas
opiniones, el hemisferio izquierdo está mudo, no se manifiesta, dejando en el
derecho el conjunto de la actividad mental. Algunos especulan que ese
hemisferio representa una infinita capacidad no desarrollada aún en la especie
humana y que, encontrados los medios para su activación, otorgaría al hombre
poderes enormes entre los que se cuentan la telepatía o la telekinesis. Es
evidente que en esto se ha pasado, casi sin solución de continuidad, desde el
saber científico al mito, como ocurre frecuentemente. Pero muestra que, en los
más variados niveles y discursos, existe la esperanza de encontrar el punto en
que la razón se separa del cuerpo y la intuición de que en todos nosotros
existen dos principios opuestos pero que solamente juntos pueden dar cuenta de
la experiencia humana. Estos pueden ser los hemisferios cerebrales, el yin y el
yan, lo derecho y lo izquierdo, pero en todos los casos se espera comprender la
realidad de dos dimensiones del ser. La forma más radical de esta división es
lo femenino y lo masculino.
La zurdera no se considera actualmente
un defecto, sino una manera diferente de ser. Pero durante mucho tiempo se
luchaba contra ella como se lo hace contra un defecto físico o una tara mental.
La intensión de corregir lo desviado, lo que se aparta de la Buena Línea, que
es tan patente en el intento de corregir a los jóvenes homosexuales, no era
menos intensa con los zurdos. Se llegaba a extremos increíbles, como maniatar
la mano izquierda de los niños para volverlos derechos. Aunque disimuladamente
y menos drásticamente, todavía se conserva cierta preocupación por la zurdera
de un chico. Por supuesto, resulta evidente que en esta forma de educar hay
unos principios que son morales más que fisiológicos. Se trata de educar en la
rectitud, es decir, derecho. Y en esto las mujeres han sido el objeto
privilegiado de los educadores. Las mujeres son consideradas clásicamente como
seres particularmente proclives a desviarse a los que hay que educar en la
rectitud y en esto se incluye lo derecho hasta en la postura. Julia Kristeva
nos hace notar que hay en la educación femenina el principio de la plomada: hay
que pararse derecha y con los pies en la tierra. “La rectitud es una tensión entre
un punto de amarre y un peso”, contradicción mantenida que exige un arriba y un
abajo, un techo y un peso. Nos hace imaginar siempre la posición de pie, la
verticalidad de la columna vertebral; y por metáfora, en sentido figurado, la
plomada nos evoca la precisión y la justicia. “Ponte derecha” le decía su padre
a Julia, siendo él mismo un hombre de gran rectitud. De esa manera ella pudo
comprender lo difícil que es mantenerse derecho, sobre todo si se es una mujer.
“...la rectitud de mi cuerpo como la rectitud de mi espíritu, tal vez
conseguiría mantenerla si me acostumbrase a la imagen de la plomada: no olvidar
nunca el plomo de mis handicaps pero no descolgarme del techo”.[2] Con esto,
resume esa necesidad del punto de fijación que está destinado a no perder la
línea y que tanto determina la vida de las personas.
La educación se ha
tornado ahora más permisiva y la lucha por los derechos humanos ha permitido,
por ejemplo, que algunas cosas del mundo estén pensadas también para los
zurdos, como es el caso de algunos pupitres en las escuelas. Pero eso no puede
evitar que otras sean casi imposibles de revertir como es la escritura. La
escritura va de izquierda a derecha en nuestra cultura y ese es un
condicionante de la percepción seguramente muy importante.
Hoy en día, esos
antiguos principios educativos languidecen luego de haber mostrado su verdadera
cara, es decir, la cara sádica, y se
nos permite acaso volver pensar en el principio femenino, en el lado izquierdo,
no como algo temible y desviado, sino de una manera próxima al pensamiento
oriental.
Según Borges, de
los dos Tantras, el de la Mano Izquierda es el más importante. Esta filosofía
se caracteriza por el culto de divinidades femeninas llamadas shaktis.
Curiosamente, estas diosas actúan comunicando su virtud a los dioses masculinos
que son sus cónyuges y esto deriva en la idea, que se asocia a una práctica, de
que el acto sexual es uno de los medios de salvación. Tampoco esto es muy ajeno
a nuestras propias costumbres. La mujer, como partener, es para el hombre el
sitio en donde se ubica el juicio, donde encarna la conciencia moral, el
superyo, a la vez que es causa y motivo de su actuar, y esto hace que, para
muchos hombres, su esposa se torne el punto de referencia de su existencia, aún
cuando ella les disguste.
La genial
intuición de Shakespeare ha plasmado
en la esposa de Macbeth este modelo de mujer que hace de referencia absoluta
para un hombre. Macbeth, en la obra de teatro, nunca deja de ser un hombre
bueno, pero es Lady Macbeth, que
habla a su oído para decirle que él merece más, que debe luchar por lo que es
suyo, que sus amigos no lo quieren, en fin, que debe ambicionar más, la que lo
transforma en un asesino y lo conduce a un final trágico. Lacan ha apuntado a
esto con precisión cuando dice que la
mujer puede ser síntoma para el hombre, es decir, su punto de anudamiento.
Para muchos hombres, su mujer es el lugar en el que su pensamiento y su obrar
se ordenan, como si situaran fuera de sí esta función, en Otro lugar. Así, se
puede ver con claridad que la mujer es
el Otro. Desde ese punto de anudamiento el hombre puede comenzar a obrar
pues su pensamiento ha encontrado el lugar donde colgarse, donde orientarse. La
mujer, por su lado, se presta estupendamente para esta función. Al parecer, la
plasticidad que logra por su relación más floja al falo, le permite situarse en
el justo lugar que le conviene a su partener masculino para lograr este
ordenamiento subjetivo. El caso de Nora Bernacle es muy patente de esto. Toda
la obra de James Joyce encuentra su punto de amarre en esta mujer; el “Ulises”,
por ejemplo, transcurre íntegramente un 16 de junio, día en que Joyce conoció a
Nora. Sin embargo ella jamás leyó nada de lo que su esposo escribía.
La Suprema
Realidad tántrica deviene de la unión del principio masculino, activo, con el
principio femenino pasivo. "El tantra de la Mano Derecha declara que
debemos sublimar las pasiones para que puedan ser vehículo de salvación; el de
la Mano Izquierda, en cambio, considera esta sublimación innecesaria" dice
Borges. Lógicamente, de esto se deriva cierta aceptación de los placeres
corporales muy opuesta a las doctrinas que obligan a un alejamiento de lo
sensual
Lo que más me
llama la atención de esto es la proyección sobre el cuerpo y el espacio, es
decir, sobre la izquierda y la derecha, que es en definitiva un modo de
introducir un simbólico en el espacio imaginario del cuerpo, de problemas
morales y espirituales. Es, ciertamente, una especie de mor geométricus como
imaginó Lacan tomando el término de Spinosa, un modo, una moral, una ética, que
responda a condiciones espaciales y que no esté separada de lo que nos provoca
el cuerpo. Y esto contradice bastante nuestra tradición moral que es la de la
privación, la abstinencia, el silenciamiento de las pasiones. Silencio del
cuerpo para la salvación del alma.
Si avanzamos en
estas ideas nos queda aún la posibilidad de interrogar las potencialidades del
otro costado, del lado izquierdo.
La posiciones de
Freud y de Lacan en este sentido parecen dividirse, como los dos Tantras, entre
una lógica signada por el ordenamiento del padre, la Ley y el edipo, y otra que
pone en valor el principio femenino, es
decir lo no regulado por la ley., aquello que, con relación al falo, es
no-todo, la mujer.
Según la
historiadora Elizabeth Rudinesco, Lacan se había sentido siempre atraído por
las culturas Orientales, habiendo incluso estudiado chino durante su juventud.
En 1969 se sumergió nuevamente en el estudio de la cultura y lengua chinas de
la mano de un experto en el tema, Francoise Chen. Con su ayuda, Lacan pudo
iniciarse en la lectura del capítulo cuarenta y dos del Tao con el propósito de
encontrar una formalización posible para su topología de lo Real, lo Simbólico
y lo Imaginario. El Tao es un pequeño texto que reúne una cierta cantidad de
versos atribuidos, con mayor o menor certeza, al filósofo chino Lao Tsé,
contemporáneo de Confucio, y cuyas enseñanzas están muy difundidas en china
desde mucho tiempo antes que el budismo. En muchos aspectos se considera que
éste tuvo que adecuarse a las arraigadas creencias fundadas en el Tao. El
capítulo cuarenta y dos se ocupa de los principios masculino y femenino, pero
solo bajo la forma del yang y el yin:
"El Tao
engendra el Uno;
el uno genera el
dos;
el dos genera el
tres
y el tres genera
todas las cosas.
Todas las cosas
tienen la Luz (yang) delante
y la Sombra (yin)
detrás
y están
armonizadas por el Aliento inmaterial (ch’i)"[3]
No es evidente,
pero la idea de que el Uno, como trazo inaugural produce como efecto al Otro,
es decir, una dimensión segunda, puede muy bien leerse aquí. Y que esta
dimensión en la que el Uno y el Otro han podido hacer algo como un vínculo, es
decir, cuando algo se ha podido salir de sí, de la necedad del Uno, se genera
el tres como efecto, como producto. Con este trípode ya se puede construir el
mundo, en la medida en que se trata de un more geométrico, de una proyección de
la misma estructura. El uno aparece así como el origen de lo múltiple, que no
es más que el fenómeno. El Tao concebido como vacío supremo, produce el Uno
como un soplo primordial. Este uno genera el dos, encarnado por las dos fuerzas
vitales, el yin, la fuerza pasiva o femenina y el yang, fuerza activa o
masculina. Entre el dos y todas las cosas se encuentra el tres o “vacío mediero”,
que produce él mismo un vacío original capaz de servir de enlace entre el yin y
el yang.
Yen Fu, comentador
del Tao, dice: “El Tao es primordial; es absoluto. En su descenso engendra el
uno. Cuando el uno ha sido engendrado, el Tao se torna relativo, y comienza la
existencia del dos. Al comparar dos cosas existe su opuesto y se genera el tres”
Resulta muy llamativo el parecido de esta concepción taoísta con lo que Frege
postula para la generación de la serie de los números enteros, al decir de
Miller, hacer de la nada algo operativo.
Este enfoque
tripartito está muy presente en toda la enseñanza de Lacan, pero toma especial
importancia en su nudo borromeo que ata las dimensiones de lo simbólico, lo imaginario
y lo real, dimensiones que al excluirse mutuamente provocan esta idea de
generación que se nota en el Tao.
El significante, en
su soledad, no dice nada. Es necesaria su duplicación para que el universo del
sentido, es decir el mundo, nazca en su dimensión humana. De lo real solo puede
decirse “Hay”. Solo a partir de la nominación que implica el orden simbólico es
posible decir “Hay el mundo”
Pero es la
oposición entre yang, luz y yin, sombra, la que nos evoca la existencia
recíproca de dos principios excluyentes pero indispensables para concebir la
experiencia del mundo.
Durante la edad
media algunas monedas incluían un símbolo llamado el Crismón. Este era una
cruz, en forma de equis, es decir, con la forma de la letra griega Χ (chi), con
la que se escribe Cristo en griego, flanqueada por alpha y omega, primera y
última letras del alfabeto griego. El conjunto simboliza “Cristo es el
principio y el fin de todas las cosas”
αΧω
No cabe duda de
que se espera que un factor integrador, en este caso Cristo, pueda terminar con
el movimiento eterno de los dos principios opuestos, lo derecho y lo izquierdo,
la luz y la sombra, lo masculino y lo femenino, lo activo y lo pasivo, el alpha
y el omega, es decir, el principio y el fin, nunca reunidos, siempre en una
danza infinita en la que no es el complemento, sino su mutua exclusión
dialéctica, lo que parece fundar la existencia de las cosas.
La religión
cristiana, al contrario del budismo y otras creencias orientales, intenta
fundar un mundo libre de contradicción, integrado en un todo, como lo
representa tan bien el Crismón. Es lo que Lacan inscribe como lógica del todo,
fundada en el padre. Pero, más allá del padre, resta aún un territorio poco
conocido, cuya lógica es no- todo y que Lacan nombra, no por casualidad, el goce de la mujer.
[1] (Borges, Jorge
Luis y Jurado, Alicia. Qué es el Budismo. Emecé Editores. Bs. As. 1991).
[2] Kristeva,
Julia; Clements, Caterinne. Lo femenino y lo sagrado. Ediciones Cátedra.
Madrid. 1998
[3] He preferido
la versión de Editorial Troquel, Bs. As. 1993, porque es traducida al español a
partir de la traducción directa del chino al inglés de Chu Ta-Kao y porque sus
prólogos y comentarios muestran una seriedad de la que carecen otras ediciones.
Publicado 9th August 2009 por José Vidal
4. El misterio de
la feminidad
Se nos ha hecho
familiar la concepción lacaniana de “la Otra mujer”, una particular relación
que se observa entre una mujer y una serie de representaciones imaginarias y
simbólicas en las que se apoya su identidad. Esto trasciende ampliamente lo que
sería una relación con alguna otra mujer en tanto semejante. No es el prójimo,
en el sentido de la imagen en espejo, aunque no se puede obviar que siempre
alguna “otra” es la que encarna, la que actúa como soporte, para estas
representaciones.
Woody Allen hizo
un intento de atrapar esa experiencia de alteridad femenina en una de sus
películas más delicadas, que tituló justamente así, “La Otra Mujer”.
El fenómeno, que
observamos de continuo, consiste en un sujeto femenino y una referencia, la
Otra mujer, en la cual busca, casi siempre sin conseguirlo, las respuestas al
enigma de su feminidad. Lacan, en un viejo y orientador texto de los
“Escritos”[1], “Intervención sobre la transferencia”, anticipa su concepción
sobre el tema cuando destaca la absorta contemplación de Dora, la famosa
paciente de Freud, frente a la Madona de Dresde:
“...Así como en su
larga meditación ante la Madona y su recurso al adorador lejano, la empuja
hacia la solución que el cristianismo ha dado a este callejón sin salida subjetivo,
haciendo de la mujer objeto de un deseo divino o un objeto trascendente del
deseo, lo que viene a ser lo mismo”. Busca allí, en ese objeto trascendente, la
respuesta al “misterio de su propia feminidad”
Hay un arcano,
algo oscuro, pero que da pruebas o indicios de su existencia. La feminidad,
constituida como misterio insondable, ha sido causa para la indagación
psicoanalítica desde sus comienzos, pero no lo es menos para el hombre
corriente e incluso para la mujer en la que ese misterio habita y es esto lo
que Lacan puede demostrar en Dora. La pregunta por la feminidad no involucra
solamente al hombre. Por el contrario, es la mujer misma la que más está
apremiada por ella. Esa muchacha de dieciocho años, embrollada en una red
pasional en la que interviene también su padre, la señora K, su amante y el Sr.
K, el esposo de ésta, se encuentra en la búsqueda de una solución a un callejón
sin salida subjetivo que es la propia feminidad. Sin salida porque todas las
respuestas que encuentre serán inevitablemente insatisfactorias. Freud, a modo de solución, concibe tres
posibles respuestas para la mujer. Y las tres son, si se quiere, ingratas
para la idea actual que tenemos acerca del lugar de la mujer respecto al goce.
Pero eso es lo que caracteriza a Freud, no hace concesiones a los prejuicios y
nos confronta a los hechos de una manera directa.
La primera solución es la que conduce a un
absoluto alejamiento de la sexualidad en todas sus formas, es aquella por la
que optan las que dedicarán su vida a actividades más o menos sublimadas que
las mantengan alejadas de la actividad sexual y sus derivados; la segunda, que él llama complejo de
masculinidad, con la cual la mujer retiene los atributos masculinos de la
infancia con la esperanza de alcanzar alguna vez un pene y hace de esto un fin
para su vida, atesorando la fantasía de ser a pesar de todo un varón. Hay que
decir que esta alternativa tiene bastante prestigio social hoy en día, tal vez
por efecto de ciertas prédicas feministas; finalmente, el tercer desarrollo que desemboca en la que, para Freud, es la
final configuración femenina: la madre. Es decir, la que toma como objeto de
amor al padre, forma femenina del complejo de edipo, y obtiene de él, por la
vía del hijo, un sucedáneo del falo. Es la ecuación hijo-falo, tan conocida de
Freud. Esto es algo que siempre vale la pena comentar. Mientras a lo largo de
la historia del movimiento psicoanalítico la pregunta por el deseo femenino ha
permanecido abierta, nunca hubo problema para responderse por el deseo materno,
cosa muy distinta. Lo que una madre quiere es el falo y las posiciones
sintomáticas del hijo, en todos los casos, serán una respuesta a ese deseo de
falo. Con lo cual decimos que la respuesta “madre”, si bien puede resultar
válida para muchas mujeres, en el sentido de lograr suplir el falo por esa vía,
no alcanza dar una respuesta auténtica a la posición femenina.
En verdad, como se
observa, las alternativas planteadas por Freud resultan insuficientes para
calmar lo que este problema plantea. Se abre en ello un agujero imposible de
obturar. Ninguna logra centrar lo que sería el ser femenino sino que muestran
formas más o menos fallidas de captar algo que está en constante fuga.
El cristianismo,
dice Lacan, ha dado otra solución posible: hacer de la mujer objeto de un deseo
divino. Pero ésta no es menos problemática. Un objeto trascendente de deseo, un
objeto de deseo que se sitúa, por así decir, más allá de los límites de la
experiencia, si entiendo bien lo que trascendente quiere decir, se sitúa más
allá de las cosas mundanas y las cosas mundanas son siempre las que se
corresponden con el orden de la razón, el orden del significante. Es decir que
debe pensarse a la mujer como una entidad situada por fuera de lo que es el
mundo y, esto es algo muy importante sobre lo que volveremos más adelante,
situada en un campo ex, in-mundo[2], in-humano, diversas formas de llamar a lo
que escapa al ordenamiento significante, que es siempre el orden macho. Algo es
trascendente en la medida en que está por fuera de la experiencia, que está más
allá del campo de las cosas del mundo. Bien,
Dios es el ejemplo eminente de lo que es trascendente, aquí tenemos otro, la
mujer.
Esa contemplación
de Dora a la Madona no es poco ilustrativo de lo sagrado. La virgen María, en
todas sus manifestaciones religiosas, artísticas o literarias es,
fundamentalmente una madre. Como dice Kristeva, no hay en ella nunca nada de lo
que pueda pensarse como la madre del edipo, de lo deseable, sino que es la
madre como lo oblativo, la que todo lo da, la madre que para Melany Klein sería
la madre buena.
¿Qué habrá pasado
por la mente de Dora en ese instante de contemplación? ¿No es llamativo que esa
muchacha que tenía con su madre una relación de absoluta distancia, al punto
que en el historial ocupa un lugar mínimo comparado con el que ocupa ese otro
personaje, el de la señora K, tan evidentemente importante, no es llamativo,
pregunto, que ella contemple y busque inspiración y respuesta en la imagen de
la Virgen, una madre, por así decir, absoluta? Es allí donde Lacan nos va a
situar en la figura clave de la Otra mujer que será, desde ese punto, la clave
de la interpretación de la pasión histérica. Así como Lacan pudo identificar en
la señora K a ese objeto al que Dora se dirige, a la Otra mujer, es en la
Madona donde encontramos su sucedáneo y esto porque en definitiva, la Otra mujer nunca es otra cosa
que un sucedáneo de la madre.
Pero de la madre ¿en qué términos?. No es la madre deseante ni deseada, al
contrario, es, en términos de sexo, inmaculada, por fuera del deseo,
vinculada a un goce que no es el goce fálico, sino lo que Lacan llama, el Otro
goce, el goce de la mujer.
Que la feminidad
constituye un misterio es un hecho que se comprueba cotidianamente en la clínica
psicoanalítica. Se escucha, con frecuencia, en las mujeres que, siendo objeto
de un deseo, no saben qué hacer con eso. Si una mujer es deseada como tal, por
un hombre o por muchos hombres, de la forma más banal incluso, al salir a la
calle y percibir la mirada y los piropos de ocasionales galanes, eso, ese
deseo, la pone en el lugar de tener que definir el qué de ese deseo. Qué de ella es lo que resulta
capaz de provocar en el otro el deseo. La costumbre, tal vez, atenúe
este efecto, pero las primeras veces, en la pubertad o en la adolescencia
temprana, cuando se produce ese súbito cambio en el cuerpo que se hace
inocultable y que su estatuto de mujer se le hace patente justamente por las
insinuaciones o las propuestas masculinas, hay evidentemente un desajuste de la
identidad de difícil solución que abre forzosamente una interrogación. Es
necesario para la mujer en esa situación vestirse, arreglarse, maquillarse para
interponer entre el deseo del otro y ella ese conjunto de artificios que
conocemos como la mascarada femenina. La mascarada femenina es el conjunto de formas que le permiten a la
mujer ofrecer al otro un objeto de deseo sin ser ella misma idéntica a ese
objeto, es decir, hacer de objeto sin serlo. Esto muestra hasta qué
punto la mujer es no-toda. Hay siempre la instancia de una ausencia en lo que a
su ser respecta y en su lugar lo que presenta es ese objeto postizo que viene a
saturar el deseo. El uso de este recurso es, como se sabe, un verdadero arte
que no esta al alcance de todas las mujeres. Requiere de un saber hacer con la
apariencia, con el semblante, con lo oculto y lo que se muestra, con la
presencia y la ausencia, que más de una se lamentará de no poder jamás llegar a
aprender del todo ese oficio de la ficción. Como esto es algo que, por
regla general, se supone transmitido más que enseñado, transmitido casi diría
osmóticamente de una mujer a otra, muchas mujeres le reprochan a sus madres no
haberles dado anticipadamente el saber acerca del sexo que les falta, sin
imaginar siquiera que esa madre, en tanto mujer, está tan desvalida como ellas
en esa materia.
Es ese el punto en
el que Dora aparece descompensada en su neurosis, el punto donde, siendo ella
el objeto de deseo de un hombre, el Sr. K, no puede, no consigue encontrar las
respuestas a lo que en ese momento y en ese lugar se ve confrontada, es decir,
el qué de ese deseo, de ese deseo masculino del que apenas puede sospechar que
se trata del deseo de un hombre hacia ella en tanto mujer y que le toca a ella
saber cuál es el modo en el que ese deseo se satisface. Y es en ese lugar donde
va a convocar a responder a la Otra mujer. La Otra mujer viene entonces al
lugar de una transferencia, entendiendo la transferencia como una suposición de
saber. Otra mujer a la que se le supone el saber acerca del sexo, se le supone
el saber cómo hacer gozar a un hombre. Esto lo encontramos muchas veces bajo la
forma de la pregunta ingenua, la de la mujer que no puede darse cuenta de cuáles son los resortes de
la sexualidad, cuáles son los secretos de la seducción y que se pregunta
constantemente cómo es que las otras mujeres sí se dan cuenta, cómo es que
ellas saben hacer con los hombres, con el sexo, con el amor.
Juan Carlos
Indart[3] nos ha mostrado que en la sociedad occidental encontramos de modo
invariable dos identificaciones fundamentales por las que habrá de pasar el
sujeto, casi inevitablemente. Una, la que él llama sujeto- amo, que es aquella
por la cual el sujeto renuncia a todo goce para asumir una posición amo. Se
entiende que para ello es necesario el sacrificio de su cuerpo, el sacrifico
del goce que el cuerpo le podría proporcionar. Es el sujeto que se queda con la
posición del amo, el que ha pagado con su vida, la vida en el sentido del goce,
por el puro prestigio, por su puro prestigio de amo. Podemos observar en esto
una anulación de su “pathos” particular con lo que nos evoca un poco la
posición perversa. Como sea, es la clase de sujetos que, en general, son
considerados muy adecuados para el éxito en la sociedad competitiva del
mercado. El hombre de
negocios, por ejemplo, será más adecuado a esto en la medida que él no goza de nada más que de su
lugar de amo, de su lugar de poder con respecto a los demás hombres y no
precisa, por así decir, de otras condiciones sensuales para satisfacerse. Es, desde el punto de vista del
goce, un cadáver, es el término que usa Indart, un muerto para los afectos y las
pasiones. Se podría evocar el título de la novela de Norman Mailer,
“Los hombres duros no bailan”, porque es un poco esa la idea, la del hombre que
no debe ceder a las atracciones sensuales del cuerpo a riesgo de debilitarse.
Cada vez con más frecuencia aprecio que la danza se va limitando a las mujeres.
Cada vez más se ve a las mujeres bailando solas o entre ellas mientras, a lo
lejos, sombríos, miran los hombres duros. Esta identificación amo se muestra
muy interesante para entender el modelo cultural ofrecido por la sociedad
capitalista en lo que hace al lado hombre de la tabla. El hombre anestesiado.
A su lado,
haciendo pareja con él, encontramos la otra identificación, por lo demás muy
exitosa en nuestra civilización, que es la “identificación mujer”, es decir la
identificación con un ser que sabe hacer gozar a un hombre. Es muy interesante
lo que nos propone Indart. Independientemente de las muchas variaciones que
pueda haber en la elección que un hombre hace de una mujer, lo que es básico
como modo de reconocer a una mujer es que sabe hacer gozar a un hombre. Es
decir que se trata de un problema de saber. Pues bien, la Otra mujer es siempre aquella
clase de mujer a la que se le supone un saber acerca de cómo hacer gozar a un
hombre. Las mujeres famosas, que frecuentemente acompañan a los poderosos, son
a las que se les supone un saber así. Esto tiene su lógica si se entiende
que el amo, que ha renunciado al goce del cuerpo para hacerse de su posición de
amo, busca constantemente cosas que le permitan sentir algún goce, es decir,
verificar que aún está vivo. Encontramos en el mundo actual miles de formas de
hacer sentir a alguien, por exceso de sensaciones, que está vivo. Es algo que
en otras culturas sería visto como absurdo, pero que entre nosotros se ha
tornado muy común e incluso admirable. Desde el paracaidismo hasta las altas
velocidades en los autos hay todo un repertorio de formas excitantes de los
sentidos en la búsqueda de esta verificación de la vitalidad, la comprobación
de que uno no se ha convertido efectivamente en un cadáver ambulante. Las
experiencias sexuales no son ajenas este repertorio. Son justamente estas
mujeres, las que podemos pensar que han alcanzado esa identificación mujer de
la que hablamos, las que parecen destinadas a procurar ese goce, esa
experiencia intensa que el amo demanda. Es la mujer que sabe, sabe cómo hacer
que ese hombre goce. Se le supone un saber porque si son esas mujeres las que
acompañan a los amos deben ser ellas las que saben como proporcionar el goce
que a ellos les falta.
Pero, por otra
parte, siendo ellas expertas en hacer gozar, no gozan nada ellas mismas. La
identificación al sujeto-mujer es también la de la renuncia al goce del cuerpo
para asumir esta posición y, desde esta perspectiva hay que decir que también
son cadáveres. Es la mujer que ha perdido su capacidad de gozar ella misma para
asumir la posición de la que será objeto de satisfacción para su partener. El
lector las puede estar viendo en su imaginación o puede encontrarlas en las
revistas semanales.[4]
Son aquellas ideales a las que se les supone
un saber hacer gozar y es por esta razón que las mujeres, digamos, comunes, las
que de ninguna manera saben cómo, las sitúan en ese punto de la referencia, ese
punto al que se dirigen las preguntas de la histérica, imposibilitada ella
misma de asumir esa identificación-mujer a la que parece obligada en la
sociedad moderna, es a esa Otra mujer a quien va a dirigir su pregunta
repetidamente, la pregunta por su propia feminidad. No se nos escapa que en
estos casos la Otra mujer, como decíamos antes, es siempre un sucedáneo de la
madre y no hace falta esforzarse mucho para remitir su causa al complejo de
edipo. Hay en la madre, aún en la peor, o especialmente en ella, en la que no
conserva de los atributos femeninos más que unos remotos recuerdos, la que ha
abandonado toda posición de objeto del deseo para abocarse a la labor de madre,
es este tipo de madre la que despierta en la hija la mayor seguridad de que hay
en ella un saber, de que hay en ella un saber hacer gozar a un hombre: el
padre. Es el caso de las
que ven juntos a sus padres, ven al padre, ese al que idealizan, al que suponen
lleno de todas las virtudes, sometido, encadenado a la madre, quien, sin
embargo, no parece tener ningún atractivo. De allí surge la idea de que hay en
ella un saber, una manera de hacer en el sexo que no es evidente pero que
existe y que se comprueba en la adhesión incondicional del padre a su mujer.
Esta relación a la
Otra mujer, queda claro, es la relación al saber que se le supone. Veamos otros
modos de manifestarse esta suposición de saber.
Con enorme
frecuencia los casos de violación o abuso durante la infancia y la adolescencia
no provocan tanto un resentimiento hacia el agresor sexual como hacia la madre
a la que se hace responsable, en parte de falta de cuidados, pero sobre todo de
no haber transmitido el saber acerca del sexo. Es decir que, al acceder a la
feminidad en la adolescencia, la niña que podía ignorar la diferencia entre
ella y un varón, se encuentra con una diferencia radical, esto es, no la
diferencia anatómica, puesto que ésta es conocida desde la primera infancia,
sino que ella puede ser objeto del deseo, y lo es más allá de sus propias
intenciones, por encima de su propia voluntad. Inaugura la pubertad una
experiencia donde se hace preciso asumir riesgos y responsabilidades para los
que la niña, con frecuencia, no estaba preparada. La respuesta al real de la
pubertad es ese conjunto sintomático, tan preciado, tan interrogado en la
cultura contemporánea, que se llama la adolescencia. La adolescente podrá
decirse que ese deseo que despierta en el otro es por su cuerpo, por la belleza
de éste o podrá decirse, y tal vez sea lo mismo, que es por una parte de su
cuerpo, idea generalmente más aceptada. Los ojos, las piernas, los pechos, etc.
en tanto objetos parciales, fetiches del deseo, son puestos en valor en
diferentes situaciones y por diversos sujetos y culturas. Los medios de
comunicación, sin duda, sabedores del carácter fetichista del público, contribuyen
en nuestra época a privilegiar ciertas partes del cuerpo femenino como objetos
para el consumo. Bajo la apariencia de una indiferente aceptación, es habitual
que esa apetencia por ciertos rasgos físicos suyos provoque en la mujer, además
del halago o de la vanidad, una cierta incomodidad, un cierto sentimiento de
inadecuación. Y, bien mirado, es algo bastante lógico. Se trata del encuentro,
por lo demás inesperado, con el deseo fetichista del varón al que no es
sencillo dar respuesta y también, esto es central, con la excitación que en
ella misma se enciende, con el deseo sexual del que ella misma es presa y al
que deberá dar una tramitación. Si una mujer es deseada por una parte de su
cuerpo se sentirá desplazada como sujeto de deseo. Es decir, ella no es
idéntica a esa parte de su cuerpo, ni siquiera puede sentirse representada por
eso. No hay manera que se sienta identificada a eso que es para el otro. Es por
eso, por esa ignorancia respecto al sexo, que intentará encontrar la respuesta
en otra mujer a la que puede suponerle saber hacer con eso. Con regularidad, es
la madre la destinataria de esa demanda, pero, por desplazamiento, puede ésta
recaer en otras que hacen el relevo.
La tan conocida
frase “no quiero ser solo una cara bonita”, que se puede escuchar no solo a las
lindas, parece responder, de manera paradojal, a la necesidad de una mujer de
ser reconocida como sujeto y tomar un poco de distancia de ese objeto que es
para el otro, sea hombre o mujer. Es tanta la frecuencia con la que se la escucha
que cabría preguntarse si en verdad este no es un fenómeno de estructura por el
que toda mujer, en algún momento de su vida debe inevitablemente pasar. La
opción entre ser linda pero tonta o inteligente pero poco atractiva responde a
un aplastamiento de su condición de sujeto cuando se ve a sí misma como un puro
objeto de deseo. O se es objeto o se es sujeto. Es en este punto donde aparece
ese recurso genial, pero que no está al alcance de todos, que es la mascarada
femenina, un sustituto del objeto del deseo que se presta al partener y que, a
la vez, le permite al sujeto mantenerse a cierta distancia, sin disolverse en
la demanda del otro. Pero, sin duda, esta separación entre lo que ofrece como
objeto y el ser, lo “auténtico”, es siempre causa de una experiencia de lo
no-todo y por lo tanto de extrañeza. La mujer participa del sexo en el sentido
del deseo sexual de la misma manera en que lo hace el hombre, pero lo suyo no
se limita a eso sino que hay algo más, que se agrega, una dimensión suplementaria
pero que es para ella misma, que la siente, desconocida, misteriosa,
enigmática. En la búsqueda de alcanzar esa definición, ese argumento con el que
dar consistencia al propio ser, es que se dirigirá a la Otra mujer.
Publicado 9th August 2009 por José Vidal
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